Adolfo Sánchez Vázquez, nace en Algeciras el 17 de septiembre de 1915. Hijo de un teniente del Cuerpo de Carabineros, se traslada con su familia a El Escorial y desde allí, en 1925, fija su residencia en Málaga. En la capital de la Costa del Sol inicia sus estudios de Bachillerato, posteriormente, los de Magisterio.
En 1935, inicia sus estudios universitarios en la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid. En la capital de
España frecuenta las tertulias, en ellas traba amistad con Miguel Hernández,
Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda… Comienza a colaborar en la sección de
literatura de Mundo Obrero. En Málaga funda la revista Sur dedicada a la
poesía. La rebelión militar de 1936 le sorprende en Málaga. Abandona los estudios
y empieza a escribir su libro de poemas El pulso ardiendo, que verá la luz de
su publicación años después, ya en el exilio. Durante la guerra civil dirige el
periódico Ahora, órgano de expresión de las Juventudes Socialistas Unificadas y
más tarde, Acero, periódico del 5º Cuerpo del Ejército.
En 1939 emprende el exilio hacia París. En Séte, puerto
francés del Mediterráneo embarca hacia México. En junio de 1939, llegan a
Veracruz.
Adolfo Sánchez
Vázquez terminó su carrera de Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma
de México, de la que fue catedrático a tiempo completo y coordinador del
Colegio de Filosofía. También fue profesor de la Universidad de Michoacán. En
México, participa en la fundación de Romance y colabora en España Peregrina, revista
de la Junta de Cultura. En 1941 se casa con Aurora Rebolledo (“el amor de toda
mi vida”). En 1975, vuelve por primera vez a España desde su partida al exilio.
En 1984 recibe el nombramiento de doctor honoris causa por la Universidad
Autónoma de Puebla.
Adolfo Sánchez
Vázquez es un pensador crítico y tenaz, marxista convencido de que las
sociedades humanas no tienen cabidas en rígidos esquemas dogmáticos, que la
libertad, la igualdad, la democracia y la pluralidad no son palabras huecas que
llenan las hojas de proclamas y discursos, sino las únicas señales que habrán
de conducir a las sociedades a ser verdaderos espacios para que el individuo se
afirme plenamente.
Sánchez Vázquez
manifiesta que es necesario plantear la reivindicación de la idea misma de
socialismo, de “denunciar cualquier injusticia que se produzca en el marco del
capitalismo, porque aunque no esté cercana la perspectiva de un cambio radical
de la sociedad estamos obligados a denunciar, a luchar contra toda injusticia,
contra toda infamia capitalista”.
El socialismo, hoy día, se hace más necesario que nunca
porque el capitalismo no puede resolver, sino agravar, los problemas
fundamentales que están generados por su propia estructura: la desigualdad
social, el desnivel entre los pueblos llamados desarrollados y los pueblos no
desarrollados y la pobreza, mismos que han aumentado a niveles no antes
vistos
El filósofo llama la atención: “Hoy nadie habla de
socialismo. Se habla de neoliberalismo, pero no se dice que éste es la fase del
capitalismo de dominación del capital financiero”. En la actualidad existen, en
muchos casos, posiciones anticapitalistas, “pero en cierto modo sin
pronunciarse abiertamente por la necesidad de esta alternativa que a mi juicio
continúa siendo el socialismo”.
Manifiesta que en la izquierda la idea de esta alternativa
social ha desaparecido de las reivindicaciones y de los programas. “A mi juicio
una de las características de la izquierda no sólo en América Latina, sino
también en Europa, es haber abandonado esta reivindicación y tratar de situarse
en los cambios posibles dentro del sistema, pero perdiendo la perspectiva de
que la alternativa verdaderamente emancipatoria tiene que venir de un sistema
que destruya las bases fundamentales del capitalismo.”
PRAXIS Y VIOLENCIA
Adolfo
Sánchez Vázquez
(Capítulo VI, del texto: “FILOSOFÍA DE LA PRÁXIS”.
Editorial Grijalbo, 1967, México)
LA VIOLENCIA COMO ATRIBUTO HUMANO
Toda praxis es
proceso de formación o, más exactamente, de transformación de una materia. El
sujeto, por un lado, imprime una forma dada a la materia después de haberla
desarticulado o violentado. En el curso de este proceso toma en cuenta la
legalidad del objeto de su acción para
poder desarticularlo y doblegarlo. Este último, por otro lado, sólo es objeto
de la actividad transformadora del sujeto en cuanto que pierde su sustantividad
para convertirse en otro. De este modo, es arrancado a su propia legalidad, a
la ley que lo rige, para sujetarse a la que establece el sujeto con su
actividad. El objeto sufre así la invasión de una ley exterior, y en la medida
en que acepta la legalidad extraña que le es impuesta, se transforma. Claro
está que esa legalidad que le viene de fuera no puede ser absolutamente
exterior, pues de otro modo encontraría una resistencia absoluta, irrebasable
en el objeto. Ciertas propiedades de éste, o cierto nivel de su desarrollo, han
de ofrecer determinadas condiciones de posibilidad para su transformación,
pues, en caso contrario, la actividad del sujeto sería nula, ya que la materia
al imponer un límite irrebasable haría imposible su transformación en la
dirección deseada. Así, pues, la interioridad del objeto ha de estar abierta a
la transformación que el sujeto inicia desde el exterior, y, que, en principio,
como transformación ideal deja todavía intacto al objeto. Ahora bien, la
transformación real, efectiva, exige que el objeto sea forzado o violentado,
pues sólo así las posibilidades de transformación insitas en él, pueden
realizarse. Pero esas posibilidades sólo existen como tales para el sujeto de
la praxis, y únicamente se realizan mediante su actividad real y objetiva.
Así, pues, la
transformación del objeto exige, por una parte, el reconocimiento y
sometimiento a su legalidad, y, por otra, su alteración o destrucción. Cuando
esta alteración o destrucción se ejerce sobre un objeto real, físico, podemos
calificarla de violenta, y los actos realizados para alterar o destruir su
resistencia física podemos denominarlos violentos. En cuanto que la actividad
práctica humana se ejerce sobre un objeto físico, real y exige la alteración o
destrucción física de su legalidad o de ciertas propiedades suyas, puede
decirse que la violencia acompaña a la praxis. La violencia se manifiesta allí
donde lo natural o lo humano -como materia u objeto de su acción- resiste al
hombre. Se da justamente en una actividad humana que detiene, desvía y
finalmente altera una legalidad natural
o social. En este sentido, la violencia es exclusiva del hombre en cuanto que
éste es el único ser que para mantenerse en su legalidad propiamente humana
necesita violar o violentar constantemente una legalidad exterior (la de la
naturaleza).
En un mundo estable,
inmutable e idéntico a sí mismo, no se conocería la violencia, toda vez que
está es precisamente alteración de la estabilidad, inmovilidad o identidad. Si
el hombre viviera en plena armonía con la naturaleza, o supeditado pasivamente
a ella, no recurriría a la violencia, ya que ésta es, por principio, la
expresión de un desajuste radical. En este sentido, podemos decir que sólo el
hombre puede ser violento. El animal, inserto pasivamente en un orden
establecido al que se somete pasivamente, sin poder alterarlo, no conoce la
violencia. En cambio, las relaciones entre
el hombre y la naturaleza, como violación constante de un orden natural
establecido, se rigen siempre por la violencia. ¿No es hacer violencia a la naturaleza
transformarla, es decir, imprimirle una forma humana mediante la alteración de
su propia legalidad? La humanización de la naturaleza no es sino un proceso por
el cual la persona le impone una ley extraña a ella, una ley humana, forzando o
violentando su legalidad natural. La sociedad humana es una violación constante
de la naturaleza.
Como destrucción de un orden
establecido, la violencia es un atributo humano, pero esta no se muestra con la
sola presencia de la fuerza. En la naturaleza, hay fuerzas naturales, pero la
violencia no es la fuerza en sí, o en acto, sino el uso de la fuerza. En la
naturaleza, las fuerzas actúan, pero no se usan; sólo el hombre usa la fuerza,
y puede usarse a sí mismo como fuerza. Por ello decimos que la fuerza de por sí
no es violencia, si no la fuerza usada por el hombre. De ahí el carácter
exclusivamente humano de la violencia.
LA VIOLENCIA EN LA PRAXIS PRODUCTIVA Y ARTÍSTICA
Las consideraciones
anteriores nos permiten acercarnos a la cuestión capital de este capítulo: el
tipo de relaciones entre violencia y praxis. Pero esta cuestión no puede
plantearse de un modo general y abstracto, sino con la forma especifica de
praxis, y, por tanto, de conformidad con los términos que se unen y se oponen
en la relación práctica.
Veamos, en primer
lugar, la praxis productiva. Aquí lo humano se opone a lo no humano (la naturaleza). Las propiedades del objeto
de la actividad son alteradas y el modo como se articulan sus partes es
destruido. La materia ofrece resistencia a esas alteraciones y destrucciones, y
el sujeto tiene que realizar una serie de actos violentos para dominarla. La
resistencia es ciega, opaca; resistencia sorda del orden natural a ser
quebrantado. A la praxis se opone un orden establecido que reacciona como si pugnara
-empleando la expresión de Spinoza- por perseverar en su ser. Ahora bien, la
praxis productiva conoce resistencias, límites, fuerzas que hay que vencer,
pero no conoce una antipraxis, es decir, un sistema de actos tendientes a
nulificar la praxis misma, o a asegurar la supervivencia de una realidad dada.[1] No
puede decirse, por ello, que a la violencia del sujeto se oponga una
contraviolencia del objeto, o la materia. Esta resiste, pero no se opone como
una antipraxis a la praxis del sujeto.
Algo semejante
sucede con la praxis artística. La materia resiste aún más que a la praxis productiva porque la forma
que se le quiere imprimir viola todavía más su legalidad propia. Por ser en
toda su plenitud la marca de lo humano
en la materia misma, la violencia de que se le hace objeto es todavía mayor, y,
con ello, mayor es también la resistencia del material. Pero por dura que sea
esta resistencia tiene también un carácter ciego y opaco; es decir, no se
inscribe dentro en el marco -exclusivamente humano- de una antipraxis. En
consecuencia, no puede decirse tampoco que la violencia que ejerce, por
ejemplo, un escultor sobre el mármol conozca una contraviolencia.
Resulta así que
tanto la praxis material productiva como artística, la violencia sólo está del
sujeto, cumpliendo, a su vez, una doble función: por un lado, como negación de
una legalidad dada (o sea, destrucción de una forma, de un orden, de una
realidad), y, por otro, como negación de esta negación dialéctica de la materia
que se resiste a ser vencida para recibir, al fin, una nueva forma, una nueva legalidad. La
violencia de por sí, como simple negación, no es creadora; no basta destruir
una legalidad dada para que emerja una nueva realidad. La violencia tiene que
estar sometida, asimismo, al fin o forma ideal que se quiera plasmar. Cuando
hablamos -como en este caso- de una praxis violenta queremos decir que cierta
violencia está al servicio de la praxis misma. Ni en la praxis productiva ni en
la artística la violencia que se ejerce sobre la materia o el material puede
tener otro estatuto que el de medio al servicio de un fin. Mediante la
violencia, se hace posible el tránsito de lo meramente natural a lo humano,
materializado u objetivado en el producto del trabajo o en la obra de arte. La praxis
no se reduce aquí a la violencia, pero ésta -como medio- es un elemento
indispensable de ella.
LA VIOLENCIA EN LA PRAXIS SOCIAL
Ahora bien, ¿cuál es
el papel de la violencia en la praxis social, es decir, cuando el hombre no
sólo es sujeto sino también objeto de la
acción? Se trata aquí de la praxis como una acción de unos seres humanos sobre
otros, o como producción de un mundo humano tras la subversión de la realidad
social establecida. La praxis social cobra así la forma de la actividad práctica
revolucionaria que entraña la destrucción de un orden social dado para
instaurar o crear una nueva estructura social. Se abre así -y se ha abierto
históricamente- un ancho campo a la violencia. La materia de la acción humana
se resiste a ser transformada, y la acción del hombre adopta una forma violenta
porque sólo ella permite remover los
obstáculos para que una creación tenga lugar. Praxis y violencia se acompañan
tan íntimamente que, a veces, parece desdibujarse la condición de medio de la
segunda. La violencia se halla tan vinculada a toda producción o creación
históricas, que no ha faltado quien vea en ella la fuerza motriz misma del
desenvolvimiento histórico.[2]
Tenemos, pues que tratar de delimitar las verdaderas relaciones entre praxis y
violencia para poder determinar hasta qué punto es o no un elemento
indispensable de la praxis social, y, en particular, de una praxis creadora.
Recordemos, en
primer lugar, lo que afirmábamos anteriormente con respecto a la praxis que
tiene por objeto no al hombre en cuanto tal, sino a una materia no humana: no se reduce a la
violencia, pero como medio- es un elemento indispensable de ella. Hemos visto,
asimismo, que es exigida en esas formas de praxis por la resistencia o límite
que la materia ofrece, resistencia que es, a su vez, la de un orden no humano
que reacciona ciegamente frente a la acción humana encaminada a alterarlo o
destruirlo. La acción tropieza con un límite, no con otra acción de signo
contrario dirigida a anularla. Frente a la praxis, decíamos, no hay una
antipraxis. El límite es un límite físico, corpóreo, en cuanto que el objeto se
resiste a que determinada estructuración
corpórea, física, sea alterada o destruida. La violencia es aquí el uso de una
fuerza física para destruir o quebrantar una resistencia física. La producción
de un objeto útil presupone una serie de actos físicos que el hombre ejecuta,
directamente con sus manos o indirectamente con las herramientas o máquinas que
las prolongan, para alterar el estatuto físico de la materia. Sin esta
violencia que el obrero aplica, no podría haber propiamente una praxis
productiva. Lo mismo puede decirse de la praxis artística. Por rica y profunda
que sea la significación espiritual del
objeto artístico y por más que la obra de arte sea irreductible a lo que ésta
tiene de mero objeto físico, la creación artística como proceso de objetivación
de un contenido espiritual humano en una
materia dada, no podría lograrse sin la violencia física a que somete el
artista el material.
Tanto en una como
en otra forma de praxis, la violencia es alteración o destrucción de un orden
físico, de una estructuración material dada. La violencia, por ello, reviste un
carácter físico. Podemos decir, por consiguiente, que aquí el sentido amplio
del término violencia, como destrucción o alteración humana de un orden natural
dado, se identifica aquí con un sentido más restringido de ella -destrucción
física o uso de la fuerza física para lograr esa destrucción. En las dos formas
de praxis antes citadas, la transformación de la materia pasa necesariamente
por la violencia, es decir, entraña una alteración o destrucción física de las
propiedades legalidades de un objeto
físico.
Cuando nos
instalamos en el terreno de la praxis social, la acción se ejerce sobre hombres
concretos o relaciones humanas que constituyen, de este modo, su objeto o
materia. Estos hombres son seres dotados de cuerpo, hombres de “carne y hueso”,
como diría Unamuno. Pero las acciones humanas que se ejercen sobre ellos no
apuntan tanto a lo que tienen de seres
corpóreos, físicos, sino a su ser social; o sea, a su condición de sujetos de
determinadas relaciones económicas, sociales, políticas que se encarnan y
cristalizan en determinadas instituciones; instituciones y relaciones que no existen,
por tanto, al margen de los individuos concretos. La praxis social tiende a la
destrucción o alteración de una determinada estructura social, constituida por
ciertas relaciones e instituciones sociales. Pero esa praxis social sólo pueden
llevarla a cabo los hombres actuando como seres sociales, y se ejerce, a su
vez, sobre otros hombres que sólo existen en
relación con los demás, y como miembros de una comunidad, pero, a su vez, como
individuos dotados de una conciencia y de un cuerpo propio.
La praxis social,
como actividad encaminada a la transformación de una realidad social dada,
tiene también que vencer la resistencia de la materia (social, humana) que se
quiere transformar. La praxis tropieza con un límite: el que le ofrecen
individuos y grupos humanos. La violencia se inserta en la praxis en cuanto que
se hace uso de la fuerza, pues la acción violenta es justamente la que tiende a
vencer o saltar un límite por la fuerza. Obviamente, ésta tiene aquí un
carácter material, físico, pues la fuerza espiritual -si cabe la expresión- no
destruye resistencia física o corpórea alguna. La acción violenta en cuanto tal
es la acción física que se ejerce sobre los individuos concretos, dotados de
conciencia y cuerpo, pero, asimismo, se ejerce directamente sobre lo que el
hombre tiene de ser corpóreo, físico. Decimos directamente, porque el cuerpo es
el objeto primero y directo de la violencia, aun cuando, en rigor, ésta no
apunte en última instancia al hombre como ser meramente natural, sino como ser
social y consciente. La violencia persigue doblegar la conciencia, obtener su
reconocimiento, y la acción que se ejerce sobre el cuerpo apunta por esta razón
a ella. No interesa la alteración o destrucción del cuerpo como tal, sino como
cuerpo de un ser consciente, afectado en su conciencia por la acción violenta
de que es objeto. Así, pues, la violencia que se ejerce sobre su cuerpo no se
detiene en él, sino en su conciencia; su verdadero objeto no es el hombre como
ser natural, físico, como ser corpóreo, sino como ser humano y consciente.
Aunque la violencia se ejerza, en primer
término, contra el cuerpo, la violencia que acompaña a una praxis o antipraxis
social entraña reconocimiento de que el cuerpo no es mero cuerpo, sino el
cuerpo de un ser humano.
VIOLENCIA Y CONTRAVIOLENCIA
La violencia de la
praxis social se halla determinada, como en toda praxis, por la necesidad de
vencer la resistencia de la materia (social en este caso) que hay que someter.
Pero la resistencia que encuentra esta praxis no es del mismo género que la de
la materia natural o física de la praxis productiva o artística. Justamente
porque el ser del hombre no se agota en el ser físico o natural del objeto de
su actividad en otras formas de praxis, sino que es un ser dotado de conciencia
y voluntad, no sólo resiste ciegamente al intento de alterar o destruir un
orden humano. Sino que reacciona concientemente -como tal ser social que
vincula sus intereses al mantenimiento del orden que se quiere quebrantar-
contra una praxis social determinada. Junto a la violencia que acompaña a la
praxis, está la contraviolencia de los que se oponen a ella. Mientras que en
las formas de praxis que no tienen al hombre como objeto de ella, hay violencia
y conciencia, por un lado, y resistencia ciega, pura opacidad, por el otro, en
la praxis social el objeto de ella no es sólo un límite que se resiste a ser
rebasado o violado sino que tiene conciencia -en mayor o menor grado- de serlo.
Por esto, no resiste el hombre de un modo ciego, sujeto pasivamente a una
legalidad que fija y determina su resistencia, sino que, de acuerdo con su
grado de conciencia, puede variarla hasta transformarla en oposición abierta,
como una antipraxis que responde a la violencia con la contraviolencia. La
violencia está, por consiguiente, tanto en el sujeto como en el objeto, y
acompaña tanto a la praxis como a la antipraxis, tanto a la actividad que
tiende a subvertir el orden establecido como a la que pugna por conservarlo.
Desde que la
violencia se instala en la sociedad, al servicio de determinadas relaciones
sociales, toda violencia suscita siempre una actividad opuesta, y una violencia
responde a otra. Por violencia se entiende entonces la aplicación de diferentes
formas de coerción, que llegan hasta las acciones armadas, con el objeto de
conquistar o mantener un dominio económico y político o de conseguir tales o
cuales privilegios. En las sociedades divididas en clases antagónicas, la
violencia domina tanto en las relaciones sociales entre los países; las guerras
internas (civiles) en un caso y las guerras externas (de agresión, unas veces
de defensa, independencia o liberación en otros) constituyen sus formas
extremas.
La aparición y el
desarrollo de la violencia en las relaciones sociales se hallan vinculados a
factores objetivos -el imperio de la propiedad privada y la división de la
sociedad en clases- que han hecho imposible hasta ahora la solución de las
contradicciones fundamentales por una vía pacífica. La lucha de clases se
desarrolla históricamente con un coeficiente mayor o menor de violencia, pero
la existencia histórica demuestra que cuando se halla en peligro la existencia
de la clase dominante, ésta no vacila en recurrir a las formas violentas más
extremas incluso el terror masivo, pues ninguna clase social está dispuesta a
abandonar voluntariamente el escenario de la historia.
VIOLENCIA POTENCIAL Y VIOLENCIA EN ACTO
Pero la violencia no
sólo existe en acto, como respuesta a una violencia real. La violencia se
organiza y estructura como violencia potencial presta a convertirse en acto.
Esta violencia organizada, o violencia potencial dispuesta a realizarse en
cuanto lo exigen los intereses de clase a cuyo servicio está, es el Estado. En
la sociedad dividida en clases antagónicas, la violencia es la razón última del
Estado: violencia en acto cuando así lo exige su carácter de órgano de
dominación de una clase sobre otra, violencia potencial cuando el Estado puede
asegurarse esta dominación, o el asentimiento a los intereses de clase por
otras vías no coercitivas. Pero, en todo Estado de clase, ella es la razón
última, como violencia en potencia presta siempre a convertirse en acto.
En la sociedad
basada en la explotación de hombre por el hombre, como es la sociedad
capitalista actual, la violencia no sólo se muestra en las formas directas y
organizadas de una violencia real o posible, sino que también se manifiesta de
un modo indirecto, y aparentemente espontáneo, como violencia vinculada con el
carácter enajenante y explotador de las relaciones humanas. Tal es la violencia
de la miseria, del hambre, de la prostitución o la enfermedad que ya no es la
respuesta a otra violencia potencial o en acto, sino la violencia misma como
modo de vida porque así lo exige la propia esencia del régimen social. Esta
violencia callada causa mucho más victimas que la ruidosa violencia de los
organismos coercitivos del Estado.
REVOLUCIÓN Y VIOLENCIA
Una praxis social
verdadera, sino quiere caer en el utopismo, tiene que partir del reconocimiento
de que, hoy por hoy, ha de plegarse a un mundo
regido por la violencia. Esta siempre ha existido y la fuerza siempre se
ha usado. Ahora bien, los mismos que se han servido de ella, se han negado a
reconocer abiertamente el papel de la violencia. Por haberlo reconocido,
Maquiavelo sigue siendo todavía un motivo de escándalo. Salvo en los regímenes
despóticos o arbitrarios, se tiende a negarla o a encubrirla. A veces se admite
como mal necesario para defender unos principios que se tienen por puros. Su
aplicación dejaría intacta la pureza de esos principios, ya que se presupone
que la violencia se halla en una relación de exterioridad con ellos. En otros
casos, ya no es considerada como un mal necesario que deja intacta la pureza de
sus fines, sino que la violencia está en los fines mismos bajo la forma de una
explotación normal y natural del hombre por el hombre, o del desarrollo
legítimo de una civilización superior que exige la colonización de otros
pueblos. La violencia aparece, entonces, como un hecho tan normal como los
fines de la que es inseparable, ya que el cumplimiento de ellos no podría dejar
de ser violento sin negarse a sí mismos.
En uno y otro caso, la violencia es inseparable de la
política. Pero mientras en un caso se ponen en primer término grandes
principios universales y abstractos y la violencia se practica como un mal que
no se halla en relación de necesidad con su contenido, pero sí con su
aplicación, en otro caso aparece ya inscrita en los principios mismos y, por
tanto, en su aplicación. Mientras en un caso los principios no asumen la
violencia, y ésta es ignorada u ocultada, o considerada como algo exterior a ellos,
en otro, es asumida como un principio universal metafísico consustancial con el
hombre y su historia.
En un mundo regido por la violencia
embozada o franca, ¿qué papel desempeña ella en la actividad práctica del
hombre tendiente a transformar la propia realidad social? La experiencia
histórica del pasado demuestra que, en las sociedades divididas en clases
antagónicas, los grandes cambios sociales que han entrañado una verdadera
transformación revolucionaria de la sociedad, casi nunca han podido prescindir
de la violencia. A juzgar por el ejemplo de las revoluciones inglesas, del
siglo XVII, francesa y norteamericana, del
XVIII, mexicana, rusa, china y cubana, del XX, a las que habría que
añadir las guerras de independencia nacional de los pueblos latinoamericanos
del siglo XIX, y los movimientos de liberación nacional de los pueblos
asiáticos y africanos, del presente siglo, Marx tendría razón al afirmar que
“la violencia es la partera de la historia”[3], pero tomando esta frase en
su sentido recto: la partera no hace ver la luz, sino que ayuda a hacer que se
vea. Pero en ninguna de las revoluciones anteriores se inventó la violencia.
Los revolucionarios de uno y otro tiempo recurrían a ella porque solo así
podían crear unas nuevas relaciones sociales. La violencia surgía, en primer
lugar, para destruir o quebrantar un orden social, encarnado por hombres
concretos de carne y hueso que ejercían, a su vez, determinado tipo de
violencia. Al recurrir a la violencia, en cada una de esas situaciones históricas,
los revolucionarios habían llegado, más o menos claramente, a la conclusión, de
que la no-violencia no puede anular una violencia establecida, y que, por tanto, para
transformar unas relaciones humanas dadas, y crear nuevas relaciones, era
preciso destruir violentamente la realidad social que se asentaba, a su vez,
sobre una violencia real y posible.
LA NECESIDAD HISTÓRICA DE LA VIOLENCIA
Marx y Engels
reconocieron siempre la necesidad histórica de los métodos violentos de lucha
en la transformación revolucionaria de la sociedad y se opusieron, por ello, a
la subestimación del papel de la violencia en dicha transformación. Oponiéndose
a ellos en esta cuestión vital, Karl Kautsky, y con él los jefes de la
socialdemocracia subrayaban, ante todo, la posibilidad de llevar a cabo la
revolución social exclusivamente por medios pacíficos en el marco parlamentario
de la democracia burguesa. Fue justamente esta negación o subestimación del
papel de la violencia, que se había acentuado entre los jefes reformistas de la
socialdemocracia alemana, desde la década del 70 del siglo pasado, la que
condujo a Lenin a recordar firmemente el papel que Marx y Engels atribuían a la revolución violenta en el tránsito del
capitalismo al socialismo. Así, en El Estado y la Revolución, escrito en
vísperas de la revolución de Octubre, decía Lenin: “La doctrina de Marx y
Engels sobre el carácter inevitable de la revolución violenta se refiere al
Estado burgués. Este no puede sustituirse por el Estado proletario (por la
dictadura del proletariado) mediante la “extinción”, sino sólo, como regla
general, mediante la revolución violenta... La necesidad de educar sistemáticamente
a las masas en ésta, precisamente en esta idea de la revolución violenta, es
algo básico en toda la doctrina de Marx y Engels.”4.
Al afirmar Marx y
Engels la importancia de la violencia reaccionaban contra la tendencia de la
historiografía burguesa a negar o enmascarar su papel en el desarrollo
histórico y en la transformación revolucionaria de la sociedad; Lenin, por su
parte, lo hacía justamente para salir al paso de la concepción reformista y
oportunista del marxismo, que elevaba los métodos no violentos de lucha al
plano de lo absoluto. Pero ni Marx ni Engels, por un lado, ni Lenin por otro
trataban de hacer la apología de la violencia y, menos aún, considerarla como
un fin en sí o un método exclusivo de lucha. La violencia era para ellos una necesidad
impuesta por las contradicciones irreconciliables de una sociedad dividida en
clases antagónicas y utilizadas, con fines diametralmente opuestos, tanto por
las clases dominantes como por las clases oprimidas. La experiencia histórica
les demostraba, en efecto, que ninguna clase dominante estaba dispuesta a ceder
voluntariamente sus posiciones económicas y políticas vitales y que, por esta
vía, no se dejaba atar por consideraciones pacifistas o humanitarias; les
demostraba, asimismo, que ante esa resistencia las clases oprimidas y
explotadas encontraban cerradas las vías pacíficas y, en general, sólo les
quedaba el camino de la violencia. Pero de esta experiencia que la historia
brindaba objetivamente, no extraían ninguna apología de la violencia; por el
contrario, del análisis objetivo, científico, del propio desarrollo histórico
y, particularmente, de la sociedad capitalista, deducían la necesidad y
posibilidad de la abolición de la violencia aunque en la realización de esta
posibilidad desempeñara un papel importante la revolución violenta. Por otro
lado, tanto Marx y Engels como Lenin rechazaban toda exageración en cuanto al
papel de la violencia. Ya en su tiempo Marx salió al paso de las consignas
aventureras de blanquistas y anarquistas, que exageraban el papel de los
métodos violentos para tratar de suplir así la ausencia de condiciones reales,
objetivas, para una praxis revolucionaria, a la vez que condenaba la concepción
burda y primitiva del socialismo y el comunismo que reduce estas dos formas
superiores de organización social a una organización basada en la violencia[4].
Frente a la
subestimación del papel de la violencia, propia de reformistas y oportunistas,
y frente a su exageración, característica de un actitud idealista, subjetiva,
voluntarista, los marxistas no pueden dejar de subrayar el papel fundamental de
la violencia, aunque es evidente también que ésta deba ser vista
históricamente, es decir, considerada en diferentes etapas históricas, en
revoluciones diversas y, sobre todo, en distintas situaciones concretas.
Revolución y
violencia aparecen imbricadas, pero sin que en esta relación mutua una se agote
en la otra. La revolución es un cambio radical, cualitativo, en las relaciones
sociales y, particularmente en las relaciones de producción. Con ella,
desaparece una estructura social ya caduca y surge otra nueva, superior.
Entraña, en consecuencia, un cambio en la dirección económica, política e
ideológica de la sociedad. El poder pasa así de una clase social ya regresiva a
otra, revolucionaria. El problema del poder de su conquista y conservación- es,
por ello, vital en toda revolución. Pero no hay que confundir el carácter y
contenido de ésta con la vía por la que se realiza el paso del poder de una
clase a otra, ni creer tampoco que agotan su contenido la conquista y
mantenimiento de dicho poder. De todo esto se deduce que el concepto de
revolución no se reduce al de la violencia, es decir, a la aplicación de la
violencia revolucionaria.
La esencia de una
revolución se determina por las contradicciones fundamentales que viene a
resolver, por las tareas sociales que ha de cumplir y por la clase que posee
los medios de producción y ejerce el poder. Sólo así puede hablarse de
revoluciones burguesas, democrático-burguesas, de liberación nacional y
socialistas.
Pero si revolución y
violencia no se identifican históricamente, no es en la violencia de por sí
donde encontramos su carácter revolucionario, sino que éste se lo da la
revolución a la que sirve.
En suma, violencia y
revolución se encuentran históricamente sin que en este encuentro se fundan o
agoten el contenido de una y otra.
Ahora bien, si la
violencia es una condición fundamental del desarrollo histórico sin ser, por
otro lado, una condición inmutable, invariable o "a priori" de todo
proceso histórico-social cabe preguntarse:
¿El reconocimiento del papel
determinante de la violencia en la praxis social revolucionaria debe llevar a
la exclusión radical del papel que puede, o pudiera desempeñar, la no-violencia
en relación con la praxis histórica, es decir, con el proceso infinito de
formación, o autoproducción del hombre? Pero, antes de responder a esta
cuestión, habrá que precisar el verdadero significado de la no-violencia.
LA NO VIOLENCIA
La no-violencia no
es pasividad, sino actividad. Puede hablarse, ciertamente, de acción
no-violenta en cuanto que, de un modo peculiar, busca producir determinado
efecto en el hombre. Lo que caracteriza a la violencia, decíamos anteriormente,
no es la fuerza en sí sino el uso humano de la fuerza para alterar o quebrantar
una resistencia física, corpórea, dada. La violencia se impone necesariamente
cuando se trata de alterar un objeto físico, o, en el caso del hombre, de
actuar sobre lo que él o sus relaciones o instituciones tienen de material, de
corpóreo, aunque esta acción apunte, en definitiva, a lo que hay en lo humano
de consciente y social. Una acción no violenta dejaría, por tanto, intacto al
objeto de ella en cuanto a objeto físico. Por ello, esa acción resulta
inoperante cuando se trata justamente de alterar o quebrantar físicamente. Así,
en la praxis artística, por ejemplo, una actividad puramente espiritual -no
violenta- sería inoperante, puesto que dicha actividad exige la transformación
real, física, de una materia dada. De ahí que sean tan discutibles las
concepciones artísticas de un Croce o un Collingwood que vienen a ser,
traducidas en este momento a nuestro lenguaje, unas filosofías de la
no-violencia artística. Ahora bien, la obra de arte sólo emerge como tal merced
a la violencia que el artista infiere al material que él transforma. No es que
el hombre no pueda entrar en una relación no violenta con los objetos; tal
relación se da, efectivamente, en actos como percibir, contemplar, pensar o
valorar un objeto, en los cuales sus propiedades físicas o su legalidad propia
no se ven alteradas por la acción del sujeto. El objeto permanece intacto; no
se le hace violencia alguna. Para que el objeto físico vea alteradas sus
propiedades es necesario un cambio de plano: pasar de esta acción no violenta,
propiamente espiritual a una acción violenta - es decir, corpórea,
material.
La no violencia,
como la violencia misma, en las relaciones humanas, apuntaría al hombre como
ser consciente y social, pero en tanto
que la violencia en sentido restringido[5] busca alcanzar a la
conciencia a través de su cuerpo, es decir, a través de una acción ejercida
sobre lo que el hombre tiene de ser corpóreo, físico, la no violencia trataría
de suscitar una transformación de su conciencia, sin pasar por el cuerpo es
decir, sin una acción ejercida directamente sobre éste. La acción educativa podría servirnos de
ejemplo de una acción no violenta que tiende a transformar al individuo como
ser consciente y social, sin someter a violencia su cuerpo.
En un terreno social, la no
violencia acompañaría al intento de transformación pacífica de las relaciones
sociales humanas por una vía puramente espiritual, como el convencimiento, la
educación en todos los órdenes, la fuerza edificante del ejemplo, etc. Es aquí
donde la no-violencia pone de manifiesto, históricamente, su ineficacia, ya que
de ha afirmarse ante un mundo que trata de afirmarse, a su vez,
violentamente. La no-violencia tiene que
desenvolverse, como, ya hemos señalado, en un clima de violencia social, puesto
que junto a la violencia espontánea, de cada día, se halla, como razón última,
la violencia establecida, organizada, frente a la cual la actividad no violenta
resulta ineficaz. Pero no sólo esto. La
no-violencia con su no, entraña, ciertamente, un límite a la violencia, en
cuanto que se renuncia al uso de la fuerza, pero se trata un límite unilateral.
Al ponerse a sí misma como límite a la violencia propia, se limita la violencia posible que se pudiera oponer a la violencia
establecida, pero justamente, en esa misma medida, la violencia exterior deja
de encontrar un límite y, con ello, se contribuye a que se extienda. Como toda
limitación unilateral, por el hecho de ser límite para un solo lado -la violencia
propia posible-, el otro -el de la violencia exterior efectiva- puede
entenderse ilimitadamente. Al
renunciarse por principio a la violencia cuando ésta impera, se corre el riesgo
de ser, objetivamente un cómplice de ella. No se trata, por otra parte, de una
elección personal; o sea de escoger subjetivamente entre la violencia y la no
violencia ya que, hasta ahora, el hombre ha vivido, en un mundo que, en escala
histórico-universal, no ofrece semejante alternativa.
LA CONCIENCIA DE LA NO VIOLENCIA
Si la no violencia
no ha logrado afirmarse realmente, en la historia del pensamiento podemos
hallar, en cambio, en diferentes períodos, la expresión de una conciencia de la
no-violencia. En su forma religiosa, aparece en la sociedad esclavista antigua
con el cristianismo; en su forma filosófica, la hallamos con el hundimiento del
mundo grecoromano en el estoicismo, y, en los tiempos modernos, en el idealismo
alemán; en su forma político-social, la conciencia de la no violencia halla
expresión en ciertas doctrinas socialistas y comunistas utópicas del siglo
pasado, así como en las teorías políticas reformistas que rechazan o
subestiman, por principio, la violencia revolucionaria en la lucha por la
transformación socialista de la sociedad.
La conciencia de la
no-violencia expresa casi siempre una impotencia real: la imposibilidad de
transformar efectivamente el mundo por la vía indispensable para ello. Sin
pasar por la violencia, se ofrece entonces al hombre una liberación celestial,
como lo brinda el cristianismo, una liberación de los bienes externos en la
propia autosuficiencia, o una liberación espiritual por la autonomía y
soberanía del sujeto como la que promete el idealismo alemán. El reformismo
ofrece, a su vez, la esperanza de una liberación, dentro del sistema mismo,
dejando que la historia trabaje por sí misma, mediante una acumulación gradual
de reformas, y sin recurrir a la violencia, sin tratar de acelerar a la
historia misma. Haciendo de la necesidad virtud, en todos estos casos, la violencia
es presentada no como índice de poder, sino de debilidad. La verdadera fuerza
estaría en el espíritu, o, de acuerdo con el economismo reformista, en la
marcha espontánea de las cosas.
Frente a esta
conciencia de la no-violencia, la experiencia histórica demuestra que la
liberación del hombre ha pasado necesariamente por la violencia, es decir, la
praxis social en sus momentos decisivos no ha podido prescindir de ella. Al
subrayarse su papel en la historia y su presencia en las transformaciones radicales
de la sociedad, hay que salir al paso de la elevación de la violencia al plano
de lo absoluto.
Esta
absolutización o apología de la violencia con respecto a toda la praxis social
humana, real o posible, se pondría de manifiesto al afirmarse:
a)
Que la historia es violencia, o que ésta es, en
definitiva, el subsuelo, la entraña o la fuerza motriz de la historia. (La
historia como historia de la violencia humana);
b)
Que la praxis social al estar regida por la violencia
no podría darse nunca como una praxis social no violenta. (La violencia en toda
praxis, presente o futura, como elemento indispensable de ella);
c)
Que la violencia sucederá históricamente a otra.
(Imposibilidad de una nueva sociedad sin Estado o mecanismos coercitivos).
Estas tres
afirmaciones descansan en una concepción metafísica de la violencia, aislada
del contexto histórico-social en que se desenvuelve la praxis social a cuyo
servicio está como medio de ella. Se olvida que hay violencia no sólo porque se
rechaza un orden social dado que se aspira a transformar para crear otro nuevo
(praxis), sino también porque este intento de transformación tropieza con la
resistencia consciente y organizada de quienes se empeñan en mantener la
existente (antipraxis). Hay violencia, en suma, porque hay contradicciones
antagónicas irreconciliables entre los hombres, entre clases sociales. En este
sentido hablan Marx y Engels, en el Manifiesto del Partido Comunista,
de la historia humana como historia de la lucha de clases[6]. En cuanto que las clases
sociales se enfrentan con intereses y fines irreconciliables, esta
contradicción antagónica ha de resolverse violentamente. La violencia es la vía
para conquistar el poder o mantenerlo conquistado. Pero ninguna clase social
prefiere la violencia cuando puede lograr sus objetivos por medios no
violentos, de la misma manera que ninguna clase vacilará en recurrir a ella,
como razón suprema, cuando peligran sus intereses vitales. Esto explica que,
mientras la sociedad ha estado dividida en clases antagónicas, la violencia
haya estado presente en sus recodos históricos, decisivos. Sin embargo, por más
que la historia esté llena de violencia, no hay que detenerse sólo en ésta,
sino también en los intereses y fines humanos de las clases sociales que, al
entrar en conflicto, empujan a la violencia.
LA ESCASEZ Y LA VIOLENCIA
La persistencia de
la violencia a lo largo de la historia, e incluso la prolongación de ciertas
formas suyas después de la socialización de los medios de producción, podría
justificar al parecer una concepción ahistórica de ella. El hombre no podría
dejar de hablar el lenguaje de la violencia. A esta conclusión llegaban
tradicionalmente las concepciones religiosas para las cuales la violencia sería
la expresión de una naturaleza humana corrompida por el pecado, o la viva
presencia del mal; en nuestros tiempos, se pretende a veces dar una explicación
objetiva de ella en el marco de una concepción naturalista o biologista del
hombre de acuerdo con la cual tendría un carácter instintivo que no desaparecía
en el plano social. Sartre, por su lado, expone una concepción de la violencia
en el marco de la antropología existencialista que él propugna; de acuerdo con
ella, la violencia sería una estructura que acompaña a la acción humana
mientras el hombre viva en el reino de la necesidad, o, más exactamente, en el de
la “escasez”[7]. La
violencia es vinculada así a la escasez como “determinación fundamental del
hombre” o “relación fundamental de nuestra historia”. La escasez, según Sartre,
hace posible la historia, y es el fundamento ontológico y el motor de ella[8]. La
escasez engendra no sólo el trabajo humano sino también la lucha entre los
hombres, entendida ésta no propiamente como lucha de clases, sino en el sentido
sartreano de lucha de “cada uno” y del “otro”. La violencia establece una
relación recíproca entre los hombres pero de carácter inhumano, enajenado, que
es consecuencia inevitable de la escasez[9]. Podría pensarse que el
hecho real de la escasez (“no hay bastante para todo el mundo”)[10]
conduce directamente a la violencia. Pero aquí cuenta, sobre todo, de acuerdo
con el lugar privilegiado que Sartre concede a la conciencia, no la escasez
como hecho objetivo sino la escasez vivida, o interiorizada según su propia
terminología. Por ello, dice que “la violencia es la inhumanidad constante de
las conductas en tanto que escasez vivida, es decir, lo que hace que cada uno
vea en cada quien el Otro y el principio del mal”[11].
La idea sartreana de
la violencia descansa, pues, sobre el concepto de escasez, ya que ésta es para
él el fundamento mismo de la división y oposición entre los hombres. Hay
relaciones violentas porque la escasez hace ver al otro como un peligro. En el
campo social la actitud que guardo hacia el otro, se halla determinada por la
conciencia de su peligrosidad, habida cuenta de la escasez. Los hombres se
enfrentan no como piensa el marxismo, es decir, en virtud de que objetivamente
se hallan en situaciones opuestas por lo que toca a la propiedad sobre los
medios de producción. Para un marxista -y hay que advertir que Sartre se
presenta en su Crítica de
la razón dialéctica con la pretensión de completar y enriquecer el
marxismo a partir de su aceptación de las tesis fundamentales del materialismo
histórico-[12] lo
que opone a los hombres, que forman objetivamente una clase, y los lleva a la
violencia, no es la toma de conciencia de una situación como la escasez, sino
su situación objetiva no con respecto a los productos, sino fundamentalmente
con respecto a los medios de producción de ellos. Es la apropiación o
desposesión de estos medios de producción -y no
de los bienes o productos en general- lo que los divide y opone entre
sí. Estos medios de producción en la sociedad capitalista no son “escasos” para
los proletarios; simplemente, no existen para ellos; carecen de esos medios y
esta carencia determina objetivamente su actitud y actividad violenta -en
determinadas circunstancias- hacia el capital (huelgas, manifestaciones,
protestas diversas e incluso insurrección armada). La toma de conciencia de
esta situación vendrá a dar -como hemos visto en capítulos anteriores- un
carácter más consciente y organizado a sus acciones, pero en última instancia
su violencia se halla determinada económica y socialmente, es decir,
objetivamente.
Por otro lado, la
vinculación de la violencia a la escasez no puede explicar la agudización de
los conflictos de clase -ni la extensión y profundización de la violencia que
son consecuencia de ella- en la sociedad capitalista justamente cuando el
incremento sucesivo de las fuerzas productivas aumenta considerablemente las
riquezas. Históricamente, a su vez, la división de la sociedad en clases
antagónicas y la aparición de una violencia organizada -potencial o en acto- se
halla vinculada a la producción de bienes que exceden el consumo directo e
inmediato. La escasez, por otro lado, como escasez vivida no engendra
necesariamente una actitud violenta, y, además, no siempre puede ser vivida
como tal. Son las condiciones históricas y sociales las que permiten esta
conciencia de la escasez. Así, por ejemplo, el miembro enajenado de la sociedad
capitalista que sufre diariamente un proceso de empobrecimiento de su vida
espiritual bajo el influjo de los medios masivos de difusión capitalistas, no
puede tener conciencia de la escasez de aquello que no necesita subjetivamente,
porque ni siquiera se le inculca o despierta la necesidad correspondiente. La
escasez transitoria en una sociedad socialista (por ejemplo, no hay bastantes
obras de Balzac para todo) vivida como escasez es índice de riqueza espiritual,
pero, al mismo tiempo, por ser expresión de una riqueza espiritual humana, no
engendra necesariamente una actitud violenta. En suma, si bien es cierto que el
paso a la fase superior del comunismo requiere la superación de la escasez por
lo que toca a una serie de bienes o productos fundamentales -como superación de
una contradicción concreta entre la producción y el consumo, contradicción, por
otra parte, que no puede ser superada nunca de un modo total y definitivo, en
virtud de que la riqueza de necesidades humanas no puede tener fin-, la escasez
transitoria y relativa que se da en la fase anterior de la sociedad socialista
no engendra forzosamente la división entre los hombres ni la violencia. Admitir
esto, significaría borrar lo que separa cualitativamente a una sociedad basada
en la apropiación privada de los medios de producción y la sociedad en que la
socialización de estos elimina el fundamento real, objetivo, de la división en
clases antagónicas y de la violencia que acompaña a ésta. Si la violencia
sobrevive aún después de la socialización de los medios de producción (como
violencia sobre los enemigos de clase o, en algunos casos, -en los años del
culto a Stalin- contra los propios miembros de la sociedad socialista), las
razones de ello hay que buscarlas en otro plano muy distinto al de la escasez.
FACTORES OBJETIVOS DE LA VIOLENCIA
Ahora bien, si la
explicación de la violencia por la escasez resulta poco convincente, no lo es
más por el hecho de que se vincule a la toma de conciencia de ella, o, como
dice Sartre, a la comprensión de los móviles e intenciones de los hombres en el
marco de la escasez. Al cobrar conciencia de ella, el Otro es para mí algo
extraño, ajeno, con el que sólo puedo contraer una relación violenta. No es
propiamente la escasez la que engendra la violencia, sino la conciencia de ésta
como campo que me hace presente al Otro. La violencia toma así un color
subjetivo que hace que se desvanezcan sus raíces sociales, de clase. Ahora
bien, la violencia existe objetivamente, en cuanto que los hombres luchan entre
sí en virtud de sus intereses de clase, y ello incluso sin tener conciencia de
la situación objetiva que, a través de este choque de intereses, les empuja a
la violencia.
Una vez olvidada la
raíz objetiva, económico-social, de clase, de la violencia, queda despejado el
camino para que la atención se centre en la violencia misma, y no en el sistema
que la engendra necesariamente. De ahí una toma de conciencia de la violencia
misma sin llegar hasta sus raíces sociales. Esa toma de conciencia se pone de
manifiesto sobre todo en relación con las formas directas e inmediatas de ella
(la opresión colonial, la violencia política, el terror, la intervención armada
o la guerra); es decir, con respecto a las formas de violencia que por su
carácter directo e inmediato pueden ser vividas y comprendidas directamente
como tales. Se pierde de vista que esa violencia, que aparece claramente en la
superficie de los hechos y que es vivida directamente, es la expresión de una
violencia más profunda: la explotación del hombre por el hombre, la violencia
económica al servicio de la cual se halla aquélla. En el caso de la opresión
colonial -violencia pura, "en estado de naturaleza", como dice
justamente Frantz Fanon-[13] es
precisamente la explotación económica de la población colonial la fuente de las
relaciones humanas, opresivas. No se puede establecer un muro entre los
explotados de la metrópoli y las colonias, pues así sólo opondremos una
abstracción a otra. El imperialismo inglés -como todo imperialismo o colonialismo-
se hace acreedor a estas palabras de Fanon: “Durante siglos, los capitalistas
se han comportado en el mundo subdesarrollado como verdaderos criminales de
guerra. Las deportaciones, las matanzas, el trabajo forzado, la esclavitud han
sido los principales medios utilizados por el capitalismo para aumentar sus
reservas en oro y en diamantes, sus riquezas, y para establecer su poder”[14].
Pero el imperialismo inglés sólo pudo ejercer esta violencia extrema como
capitalismo, es decir, después de constituirse como tal sobre la base de una
violencia económica terriblemente inhumana que Marx ha descrito objetiva y
vívidamente, al presentarnos la acumulación originaria del capital[15]. Y
si hoy el imperialismo no aplica la misma vara a los obreros de la metrópoli
que a la población de un país colonial o dependiente; si a los primeros trata
de integrarlos en un “sistema de relaciones humanas” del que se excluye la
violencia directa e inmediata, en tanto que fuera de sus fronteras sólo aplica
la ley de la selva, la violencia descarada y sin tapujos (intervención armada,
la guerra, el terror, etc.), la razón hay que buscarla en factores objetivos
que determinan, a su vez, el tipo de relación en un caso y en otro, y que
entrañan de acuerdo con ellos y con el grado de conciencia revolucionaria, el
tipo de respuesta de las correspondientes clases sociales. Esta respuesta puede
oscilar entre la lucha relativamente pacífica cuando no se da una situación
revolucionaria o la lucha armada cuando han sido cerradas las vías legales y
pacíficas de transformación de una sociedad dada. El olvido de los factores
objetivos de la violencia hace que la atención de Sartre se concentre, sobre
todo, en las situaciones opresivas extremas, en las que la violencia aparece en
forma directa e inmediata, relegando a un segundo plano aquellas en que ésta
última toma formas más sutiles e indirectas. Pero, el fundamento de una y otra
-el de la violencia extrema y directa en un país colonial o dependiente, y el
de la violencia callada, oculta y sorda que se ejerce sobre la clase obrera de
un país capitalista desarrollado- es el mismo. La violencia imperialista y
colonial no es sino la prolongación -prolongación que entraña ciertamente
formas de ella más extremas, directas e inmediatas- de la que ejerce el
imperialismo en sus propios países y de la que, potencialmente, existe contra
los países socialistas. La tendencia -que se pone de manifiesto en Fanon- a
disociar la violencia colonial de sus raíces objetivas, de clase, desemboca en
una subestimación de la clase obrera como clase revolucionaria e incluso en una
contraposición gratuita de los objetivos del Tercer Mundo, por un lado, y los
de los países socialistas por otro,[16] cuando es innegable que la
construcción y el fortalecimiento del socialismo junto con la lucha de la clase
obrera en los países capitalistas y la de los pueblos coloniales y dependientes
no son sino corrientes inseparables del movimiento revolucionario mundial.[17]
En suma, al
centrarse la atención en las formas extremas de la violencia -como violencia
política- se olvida que ésta puede dejar paso a otras formas menos directas e
inmediatas -como reconoce Fanon- después de la liberación nacional en algunos
países coloniales; de ahí la necesidad de poner al descubierto las raíces
económicas, de clase, de la violencia, pues sólo así se encuentra el fundamento
último de todas las formas que puede adoptar en la sociedad dividida en clases
antagónicas. Desde el punto de vista marxista, esta vinculación entre la
violencia y los factores económicos y sociales que la determinan es esencial,
porque en el reconocimiento de ella está también la clave para la creación de
una sociedad en la que queden abolidas las relaciones violentas entre los
hombres.
LOS HOMBRES Y LOS INSTRUMENTOS DE LA VIOLENCIA
Ya Engels en el
Anti-Dühring salía al paso de la tendencia a hacer de la violencia el factor
decisivo o fuerza motriz del desarrollo histórico, y señala su subordinación a
factores económicos. Frente a Dühring para el cual “la violencia es el factor
histórico fundamental”, Engels afirma que “la violencia no es más que el medio
y que, en cambio, el fin reside en el provecho económico”[18]. Y en otro pasaje de la
misma obra sostiene que “la violencia está condicionada por la situación
económica, que es la que tiene que dotarla de los medios necesarios para
equiparse con instrumentos y conservar éstos”[19]. Engels tiene razón. En
efecto, el grado de violencia que puede ejercerse en una sociedad dada - sobre
todo, cuando se trata de la violencia militar que es la que tiene Engels
presente en el pasaje citado- está
determinado por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, y de la
tecnología. Pero, evidentemente, el condicionamiento de la violencia no se
reduce a éste. Hay otros condicionantes
más importantes, particularmente cuando se trata de la violencia social. El nivel de desarrollo económico o
tecnológico determina, en un momento dado, los instrumentos de la violencia
(desde la piedra lanzada por el hondero primitivo hasta la bomba atómica
arrojada en Hiroshima). El desarrollo de las fuerzas productivas, de la ciencia
y la industria, es aquí la condición instrumental de un género de violencia, en
cuanto que fija el tipo de medios de destrucción y de aniquilamiento que pueden
emplearse en un momento dado. Pero lo que determina su uso, y la fuerza que
encarnan, es justamente el tipo de relaciones de producción, de organización
social y de Estado, así como la correlación entre las clases en pugna. Es
decir, la violencia no es una entidad metafísica y suprahistórica; se halla
condicionada histórica y socialmente, y, en definitiva, son hombres concretos
los que determinan su uso y el alcance de ella.21
LA PRAXIS SOCIAL NO VIOLENTA
Ahora bien, del
hecho de que en la sociedad dividida en clases antagónicas, impere la violencia
como razón última de la clase dominante, no se deduce que la violencia pueda
imperar de un modo absoluto. En primer lugar, porque todo Estado, aun siendo
esencialmente un instrumento de dominio sobre otras clases, aspira a obtener el
consenso activo de los gobernados, como hace notar justamente Gramsci;22
es decir, deja cierto campo a la no violencia. Y, en segundo lugar, porque
incluso en los regímenes más violentos un determinado grupo o sector social
escapa a los efectos de la violencia: justamente el sector que la instituye y
que, por tanto, no podría aplicarla a sí mismo.
Por otra parte,
aunque la historia ha progresado como proceso de autoproducción del hombre a
través de la violencia y de ahí su innegable papel de “partera de la historia”,
no puede descartarse en nuestra época -si bien es cierto que como vía un tanto
excepcional- una praxis social no violenta. Si, en definitiva, la violencia de
una clase es la respuesta a la violencia de otra, no puede excluirse una situación
en la que la clase dominante se vea forzada, por decirlo así, teniendo presente
la correlación de fuerzas existentes, a no recurrir -en virtud de su debilidad
en esta correlación- a la violencia. Marx admitió la posibilidad de una
situación semejante, en la década del 70 del siglo pasado para Inglaterra y los
Estados Unidos, tomando en cuenta que en aquella época carecían de un aparato
burocrático y militar altamente desarrollado, pero, al mismo tiempo, señaló que
esa vía pacífica podría convertirse fácilmente en violenta23. Lenin
previó una posibilidad de transformación radical pacífica en el periodo
anterior a la revolución de Octubre, pero él mismo descartó esa posibilidad
cuando los acontecimientos siguieron un nuevo sesgo.24
En la actualidad,
después del XX Congreso del P.C.U.S., y
de las Declaraciones de Moscú de 1957 y 1960, firmadas por todos los partidos
marxistas-leninistas del mundo, se plantea la posibilidad de un cambio
revolucionario no violento que permita pasar pacíficamente del capitalismo al
socialismo25. Esta posibilidad se plantea para algunos países
capitalistas tomando en cuenta los cambios operados íntimamente en escala
internacional, y las condiciones concretas que pudieran darse en un país dado
particularmente “la correlación concreta entre las fuerzas de clase, la
organización y madurez de la clase obrera y de su vanguardia y la resistencia
que ofrezcan las clases dominantes”.26 Pero esta posibilidad que
21
Los hombres y no las armas determinan el tipo de
violencia, pues, como dice Hegel, “las armas no son otra cosa que la esencia de
los combatientes mismos” (cita de G. Lukács, Geschichte und Klassenbewusstsein,
p. 254)
22
…Estado -dice Gramsci- es todo el complejo de
actividades prácticas y teóricas con las cuales la clase dirigente no sólo
justifica y mantiene su dominio, sino también logra obtener el consenso activo
de los gobernados... (Notas sobre Maquiavelo, sobre Política
y sobre el Estado Moderno, Ed. Lautaro, Buenos Aires, 1962, pp. 108-109.) 23
Sobre las posibilidades de conquistar pacíficamente
el poder y, ante todo, de ejercerlo, Marx y Engels han escrito en la década del
70. Por lo que toca a Francia y a Alemania, Estados con una burocracia militar
y civil altamente desarrolladas, Marx y Engels señalan que aunque un partido
socialista pudiera conquistar legalmente el poder, esta victoria electoral
marcaría el comienzo de la guerra civil. En cuanto a Inglaterra y a los Estados
Unidos, que carecían entonces de un
fuerte aparato estatal militar-burocrático, Marx opinaba a la sazón, de
distinta manera. En efecto, comentando en 1878 el debate del Reischstag sobre
un proyecto de ley para proscribir el Partido Socialdemócrata, escribía Marx:
“Si, por ejemplo, en Inglaterra o los Estados Unidos la clase trabajadora
lograra la mayoría en el Parlamento o Congreso, podría legalmente poner fin a
leyes e instituciones que se le oponen en el camino de su desarrollo... Sin embargo,
el movimiento <pacífico> podría tornarse <violento> por la rebelión
de aquellos cuyos intereses estuvieran ligados al viejo orden... (pero
entonces) serían como rebeldes opuestos al <poder legal>”. 24
En sus famosas Tesis de abril, expuestas varios meses
antes de la insurrección de octubre de 1917, admitió la posibilidad de que en
las condiciones históricas peculiares que se daban entonces en Rusia, el poder
pasara por vía pacífica a manos del proletariado. Ello era posible justamente
porque el gobierno provisional no recurría aún a la violencia contra la clase
obrera. El golpe contrarrevolucionario de julio del mismo año truncó el curso pacífico de la revolución, y
determinó el camino violento de ésta. Un año antes, Lenin había subrayado la
diversidad de vías de la revolución socialista. “Todas las naciones llegarán al
socialismo -escribía- pero todas llegarán de modo diferente, cada una aportará
cierta originalidad…” (Obras completas, t. 23, p. 17).
25
En la Declaración de Moscú de 1960 se dice
textualmente: “En varios países capitalistas, la clase obrera, encabezada por
su destacamento de vanguardia, puede en las condiciones actuales, basándose en
un frente obrero y popular y en otras posibles formas de acuerdo y colaboración
política de distintos partidos y organizaciones sociales, agrupar a la mayoría
del pueblo, conquistar el poder estatal sin guerra civil y asegurar el paso de
los medios de producción fundamentales al pueblo...En el caso de que las clases
explotadoras recurran a la violencia en contra del pueblo, hay que tener
presente otra posibilidad: el paso al socialismo por vía no pacífica”
(Documentos de las Conferencias de los Partidos Comunistas y Obreros celebradas
en Moscú en 1957 y 1960, México, 1963, página 75). 26 Documentos de las
Conferencias de los Partidos Comunistas y Obreros..., página 74.
sigue siendo casi tan excepcional como en tiempos de Marx y
de Lenin,[20] es
con todo una posibilidad que debe ser aprovechada -es decir, debe lucharse por
realizarla- en cuanto surja. Sin embargo, esta posibilidad no puede llevar a
subestimar el papel de la violencia ni a poner en el mismo plano los
métodos violentos y no violentos, a
contraponer abstractamente estos últimos a los primeros, y, menos aún, a poner
exclusivamente las esperanzas de transformación en la vía pacífica del
socialismo. Hacerlo así significaría caer de nuevo en el reformismo. Así pues
la transición pacífica al socialismo se presenta como una vía posible, pero
excepcional. En este sentido, debe atenderse a la experiencia histórica y no
aferrarse unilateralmente a lo que es, mientras no se realice, una posibilidad.
Cuando se trata de cambios radicales, cualitativos, la violencia sigue siendo
la regla general, pero no por ello hay que descartar las excepciones posibles.28
La praxis creadora, y la revolución que es como hemos visto una forma de ella,
no admite nunca una rígida determinación de lo posible.
LA VIOLENCIA QUE SE NIEGA A SÍ MISMA
La historia nos
muestra hasta ahora que la violencia es la razón última -no la primera y única-
de las clases dominantes. Ya hemos señalado, anteriormente, que ni siquiera el
Estado más violento es la esfera de la violencia pura, o de la constante violencia en acto. Sin embargo, el predominio de la
violencia sobre la no violencia es patente en la praxis como en la antipraxis
social. Ante el uso de la fuerza, en el pasado, no podemos situarnos con un
criterio abstracto, moralizante, al margen de la historia y de su contenido
concreto, de clase. La praxis social ha pasado necesariamente por la violencia.
Pero esto no puede hacernos olvidar lo que ella significa aplicada no ya a un
objeto físico, sino al hombre, como ser consciente y social, en lo que tiene de
ser corpóreo y físico. Si el progreso en la autoproducción del hombre es un
progreso en su humanización, es decir, en su elevación como ser social,
consciente, libre y creador, la violencia -aun siendo positiva históricamente-
resulta, en cierto modo, antihumana, es decir, opuesta a esa naturaleza libre y
creadora que el hombre trata de alcanzar. Unas relaciones verdaderamente
humanas, como las que comienzan ya a forjarse bajo el socialismo, en las que el
hombre sea tratado efectivamente como fin y no como medio, como sujeto y no como
objeto, como hombre y no como cosa, no pueden admitir la violencia. La
violencia que históricamente ha acompañado a las sociedades divididas en clases
será abolida también con la abolición de las clases, y del Estado como
instrumento de dominio y de coerción. La exclusión de los medios violentos para
resolver el conflicto y contradicciones sociales será uno de los índices más
patentes de una sociedad superior, en la que la personalidad de cada uno se
desenvuelva libremente en el seno de una unión libre y consciente de los
individuos y en la que los órganos coercitivos y administrativos del Estado se
sustituyan por órganos de autogestión social. Por esta exclusión de la
violencia de las relaciones humanas, la violencia revolucionaria que hoy
contribuye a crear ese estado futuro de cosas, en verdad es potencialmente la
negación de sí misma, y, en ese sentido, es, como su propia negación, la única
violencia legítima.
Se trata, pues, de
una violencia históricamente determinada que marcha, con su propia contribución,
a su desaparición futura.
HACIA LA EXCLUSIÓN DE LA VIOLENCIA
Los filósofos de
la no violencia han sido incapaces de ver esta función histórica de la
violencia revolucionaria. Cierto es que Hegel, por ejemplo, ha situado
históricamente la violencia, pero justamente para subrayar su negatividad. En
las páginas que Hegel dedica al terror en la Fenomenología del espíritu, esta forma de
violencia extrema se examina en relación con la experiencia histórica de la
Revolución Francesa. La revolución es el intento de realizar la razón en la
tierra, o de poner en obra la libertad absoluta. Pero este intento de
realización de la libertad absoluta desemboca en el terror, en la negación de
lo que quería ser. “A dicha libertad sólo le resta el obrar negativo; es
solamente la furia del desaparecer”.[21] De la libertad absoluta y el terror que la
niega, hay que elevarse a un nuevo reino, al reino del “espíritu cierto de sí
mismo”; de la revolución hay que pasar a la concepción moral del mundo".
Hegel rechaza así
la violencia revolucionaria. El terror, como forma extrema de ella, sólo es lo
negativo. La creación, la praxis, está en otro reino, en otra esfera en la que
el espíritu se encuentra a sí mismo. Se pasa así a una nueva tierra de la que
la violencia está excluida: la tierra del espíritu. Hegel ve justamente, aunque
en forma idealista, que el plano de una historia verdaderamente humana
-espiritual para él- debe negar la violencia. Pero no ve el obrar positivo de
la violencia misma al hacer posible, con su obrar, su propia desaparición.
En Marx, la
violencia revolucionaria aparece como una necesidad histórica que
necesariamente desaparecerá, con el concurso de ella, al desaparecer las
condiciones histórico-sociales que la engendran. No tiene un contenido único,
universal y abstracto; es violencia y contra violencia; sirve a unos intereses
y a otros; es elemento de una praxis y de una antipraxis. No es, por ello, pura
positividad, ni mera negatividad. Es ambivalente. En las condiciones de la sociedad dividida en
clases, es positiva en cuanto que sirve a una praxis social revolucionaria.
Pero un mundo verdaderamente humano donde los hombres se unan libre y
concientemente, la violencia tiene que ser excluida.30 En un mundo
así, en el que la libertad de cada uno presupone la libertad de los demás, la
violencia y la coerción exterior dejarán paso a una elevada conciencia moral y
social que la harán innecesaria. La praxis social ya no habrá de apelar
necesariamente a la violencia.
Así, pues, si bien es cierto que la violencia
-como “partera de la historia”- ha acompañado a la praxis social humana en sus
virajes decisivos, toda violencia de signo positivo, trabaja en definitiva
contra sí misma, es decir, contra la violencia de mañana. Por ello, al hacer
posible una verdadera praxis humana -no violenta-, la violencia revolucionaria,
y, especialmente, la del proletariado, no sólo va dirigida contra una violencia
particular, de clase, de la que surge transitoriamente una nueva violencia -la
dictadura del proletario-, sino que va dirigida contra toda violencia en
general, al hacer posible el paso efectivo a un estado no violento. Sólo
entonces, la praxis social, al dejar de ser violenta, tendrá una dimensión
verdaderamente humana.
[1] En su Crítica de la razón dialéctica,
Sartre utiliza también este término, pero con una significación muy distinta de
la que nosotros le damos. En sentido sartreano, la antipraxis es el proceso
surgido de una multitud de praxis particulares como resultado no querido ni
previsto de éstas; es decir: se trata propiamente de una praxis ciega, sin
autor, opuesta a una praxis libre. (Cf. J.P. Sartre, Critique de la raison
dialéctique, N.R.F., París, 1960, pp. 202 y 235-236). Para nosotros la
antipraxis es la actividad práctica que tiende a destruir una praxis creadora o
a mantener la vigencia de una praxis cuyos productos ya han perdido su
vitalidad.
[2] Dühring,
Gumplowicz, y, en general, los que han tratado de justificar teóricamente el
racismo y el fascismo.
[3] “La violencia es la comadrona de toda
sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva” (C: Marx, El Capital, ed.
cit., t.I, p. 639). 4 V.I. Lenin, El
Estado y la revolución, en Obras completas, ed. esp. cit., tomo 25, p. 393.
[4] Lenin, por su parte, al referirse a la
insurrección, en vísperas de la Revolución de Octubre, establecía una clara
distinción entre marxismo y blanquismo. Cf. sobre esto, Obras completas, ed.
esp. cit., t. 26, pp. 12-13.
[5] En un sentido amplio se habla también
de violencia ideológica, moral, etc. Se trata entonces de una acción ejercida
directamente sobre la conciencia tendiente a transformarla o encauzarla en una
dirección, mediante el debilitamiento o destrucción de sus defensas. En este
sentido, la violencia ideológica o moral se contrapone diametralmente a la
acción ejercida sobre la conciencia por la vía de la educación o del
convencimiento.
[6]
C. Marx y F. Engels, Obras escogidas, ed. cit., t. I, p. 23.
[7] J.P.
Sartre, Critique de la raison dialectique, ed. cit., p. 209.
[8] Ibídem,
pp. 201-203.
[9] Ibídem,
p. 209.
[10]
Ibídem, p. 204.
[11]
Ibídem, p. 221.
[12]
Cf. pp. 103-111 de Critique de la raison dialectique.
[13]
Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, F.C.E., México-Buenos Aires, 1963,
p. 54.
[14]
Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, ed. cit., pp. 92-93.
[15]
Cf. C. Marx, El Capital, ed. esp. cit., t. I, pp. 607-649.
[16] Fanon traza un cuadro magistral de lo
que la violencia significa en el mundo colonial como violencia política,
opresora, a la vez que pone de manifiesto su poder iluminador y liberador.
Pero, como Sartre, no pone al descubierto las raíces económicas, de clase, de
violencia. Por ello, no puede poner de relieve las verdaderas causas de que a
la violencia colonial suceda la nueva forma de violencia política que
corresponde al neocolonialismo. Ello explica también sus soluciones utópicas
para que los países liberados del yugo colonial puedan acelerar su desarrollo
económico. Justo es señalar, por otro lado, que Fanon ha entrevisto la
necesidad de una revolución ininterrumpida al sostener la necesidad de impulsar
la emancipación nacional hasta darle un contenido social, proceso que sólo
puede realizarse dejando a un lado la burguesía. (Acerca de las posiciones
teóricas del autor de Los condenados de la tierra, véase el importante estudio
crítico de
Imre Marton, “Sobre las
tesis de Frantz Fanon”, en Historia y sociedad, México, D.F., núm. 6, 1966, pp.
55-83.)
[17]
Cf. Documentos de las Conferencias de los Partidos Comunistas y Obreros
celebradas en Moscú en 1957 y 1960, ed. cit., p. 43.
[18]
Anti Dühring, ed. esp., EPU, Montevideo, 1960, p. 195.
[19]
Ibídem, p. 203.
[20] Refiriéndose Lenin a la insistencia de
Kautsky en citar a Marx, “quien entre 1870 y 1880 admitió la posibilidad del
tránsito pacífico al socialismo en Inglaterra y Norteamérica”, dice: “En primer
lugar, también en aquel momento Marx consideraba excepcional esta posibilidad;
en segundo lugar, entonces no existía el capitalismo monopolista, es decir, el
imperialismo; finalmente, allí, en Inglaterra y Norteamérica no existía (ahora
sí) camarillas militares como aparato fundamental en la máquina del Estado burgués.”
(V.I. Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky, en Obras
completas, ed. esp. cit., t. 28, p. 100). Claro está que para zanjar
objetivamente esta cuestión en nuestros días, habría que tomar en cuenta los
factores positivos y negativos que hoy existen y que no existían, por supuesto,
ni en tiempos de Marx ni de Lenin. 28
Una excepción de la regla puede
considerarse la revolución húngara de 1919 que condujo al poder a la clase
obrera. Recordemos, asimismo, que la intervención de las potencias
imperialistas puso fin, pocos meses después, a esta revolución socialista que
se había iniciado y desarrollado en forma relativamente pacífica (sin
insurrección ni guerra civil).
[21] Cf.
G. W. Hegel, Fenomenología del espíritu, ed. cit., p. 346. 30
“En
nuestro ideal -escribe Lenin- no hay lugar para la violencia sobre la
gente…todo el desarrollo lleva hacia la abolición de la dominación (violenta)
de una parte de la sociedad por otra” (V.I. Lenin, Sobre la caricatura del
marxismo y el “economismo imperialista”, en Obras completas, ed. esp. cit., t.
23, pp. 66 y 67).
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