INTRODUCCIÓN
LA NATURALEZA (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está
imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y
siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna
parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí
mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida
artificial? ¿Qué es en realidad el corazón
sino un resorte; y los nervios
qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que
dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta
obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto:
gracias al arte se crea ese gran Leviatán
que llamamos república o Estado (en
latín civitas) que no es sino un hombre
artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya
protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo
entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y
ejecución, nexos artificiales; la recompensa
y el castigo (mediante los cuales
cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a
ejecutar su deber) son los nervios que
hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza
y la abundancia de todos los
miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación
del pueblo) son sus negocios; los consejeros,
que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia,
es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la
muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes
de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fíat, o hagamos al hombre, pronunciado
por Dios en la Creación.
Al describir la naturaleza de
este hombre artificial me propongo considerar:
1° La materia de que consta y el
artífice, ambas cosas son el hombre.
2° Cómo y por qué pactos, se
instituye, cuáles son las derechos y el poder justo o la autoridad justa de un
soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila.
3° Qué es un gobierno cristiano.
Por
último qué es el reino de las tinieblas.
Por lo que respecta al primero
existe un hecho acreditado según el cual la sabiduría
se adquiere no ya leyendo en los libros
sino en los hombres. Como consecuencia
aquellas personas que por lo común no
pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que
piensan que han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de
los demás a espaldas suyas. Pero existe otro dicho más antiguo, en virtud del
cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente el uno al otro si se toman
la pena de hacerlo: es el nosce te
ivsurn, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora
usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan
con respecto a sus inferiores: o de inducir hombres de baja estofa a una
conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos. Antes bien, nos enseña
que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los
pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que
hace cuando piensa, opina, razona,
espera, teme, etc, y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente,
cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones
parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza. etc.: no a la
semejanza entre los objetos de las
pasiones, que son las cosas deseadas,
temidas, esperadas, etcétera. Respecto de éstas la constitución individual
y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a
nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y
encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la, ficción y las
erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los
corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus
designios, dejar de compararlos con nuestros
propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden
alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de
confianza o de desconfianza, según que el individuo que lee, sea un hombre
bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro
por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus
circunstantes, que son muy pocos. Quien ha
de gobernar una nación entera debe
leer, en si mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta
más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya
expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán
otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones.
Porque este género de doctrina no admite otra demostración.
PRIMERA PARTE
D E L
H O M B R E
CAPÍTULO I DE LAS SENSACIONES
Por lo que respecta a los
pensamientos del hombre quiero considerarlos en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia
mutua.
Singularmente cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro
'accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos
objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo
humano, y por su diversidad de actuación produce diversidad de apariencias.
El origen de todo ello es lo que
llamamos sensación (en efecto: no
existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido
recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos). Todo lo
demás deriva de ese elemento primordial.
Para el objeto que ahora nos
proponemos no es muy necesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya
en otra parte he escrito largamente acerca del particular. No obstante, para
llenar en su totalidad las exigencias del método que ahora me ocupa, quiero
examinar brevemente, en este lugar, dicha materia.
La causa de la sensación es el
cuerpo externo u objeto que actúa sobre el órgano propio de cada sensación, ya
sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediatamente como en
la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras
fibras y membranas del cuerpo, se adentra por éste hasta el cerebro y el
corazón, y causa allí una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para
libertarse: esfuerzo que dirigido hacia el exterior, parece ser algo externo.
Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres llaman sensación, y consiste para el ojo en una luz o color figurado; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor; para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuerpo en calor, frío, dureza, suavidad y otras diversas cualidades que por
medio de la sensación discernimos. Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las
causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante los cuales actúa ésta
diversamente sobre nuestros órganos. En nosotros, cuando somos influidos por
ese efecto, no hay tampoco otra cosa sino movimientos (porque el movimiento no
produce otra cosa que movimiento). Ahora bien: su apariencia con respecto a
nosotros constituye la fantasía, tanto en estado de vigilia como de sueño; y
así como cuando oprimimos el oído se produce un rumor, así también los cuerpos
que vemos u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque
imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos estuvieran en los cuerpos
u objetos que los causan, no podrían ser separados de ellos como lo son por los
espejos, y en los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que la
cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra. Y aunque a
cierta distancia lo real, el objeto visto parece revestido por la fantasía que
en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o
fantasía. Así que las sensaciones, en todos los casos, no son otra cosa que
fantasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es decir, por los
movimientos de las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y
otros órganos.
Ahora bien, las escuelas filosóficas en
todas las Universidades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de Aristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta a la visión, que la cosa vista emite de sí,
por todas partes, una especie visible,
aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción de ello por el ojo
constituye la visión. Y por lo que respecta a la audición, dicen que la cosa
oída emite de sí una especie
audible,
aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído engendra la audición. Incluso por lo que respecta a
la causa de la comprensión, dicen que
la cosa comprendida emana de sí una especie
inteligible, es decir,
un inteligible
que al llegar a la comprensión nos hace comprender. No digo esto con
propósito de censurar lo que es costumbre en las Universidades, sino porque
como posteriormente he de referirme a su misión en el
Estado, me interesa haceros ver en
todas ocasiones qué cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la
frecuencia con que usan elocuciones desprovistas de significación.
CAPÍTULO II DE LA IMAGINACIÓN
QUE CUANDO una cosa permanece en
reposo seguirá manteniéndose así a menos que algo la perturbe, es una verdad de
la que nadie duda; pero que cuando una cosa está en movimiento continuará
moviéndose eternamente, a menos que algo la detenga, constituye una afirmación
no tan fácil de entender, aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede
cambiar por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente a los demás
hombres, sino a todas las otras cosas, por sí mismos: y como ellos mismos se
encuentran sujetos, después del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan
que toda cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión propia;
tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro movimiento en el cual
consista este deseo de descanso que advierten en sí mismos. En esto se apoya la
afirmación escolástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una
apetencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar que es más
adecuado para ellos: de este modo se adscribe absurdamente a las cosas
inanimadas apetencia y conocimiento de lo que es bueno para su conservación (lo
cual es más de lo que el hombre tiene).
Cuando un cuerpo se pone una vez
en movimiento, se mueve eternamente (a menos que algo se lo impida); y el
obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento en un instante, sino
con el transcurso del tiempo, y por grados. Y del mismo modo que vemos en el
agua cómo, cuando el viento cesa, las olas continúan batiendo durante un
espacio de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene lugar en las
partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc. En efecto: aun después que
el objeto ha sido apartado de nosotros, si cerramos los ojos seguiremos
reteniendo una imagen de la cosa vista, aunque menos precisa que cuando la
veíamos. Tal es lo que los latinos llamaban imaginación,
de la imagen que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica aunque
impropiamente, a todos los demás sentidos. Los griegos, en cambio, la llamaban fantasía, que quiere decir apariencia, y es tan peculiar de un
sentido como de los demás. Por consiguiente, la IMAGINACIÓN no es otra cosa sino una sensación que se debilita;
sensación que se encuentra en los hombres y en muchas otras criaturas vivas,
tanto durante el sueño como en estado de vigilia.
La debilitación de las
sensaciones en el hombre que se halla en estado de vigilia no es la
debilitación del movimiento que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una
obnubilación de ese movimiento, algo análogo a como la luz del sol obscurece la
de las estrellas. En efecto: las estrellas no ejercen menos en el día que por
la noche la virtud que las hace visibles. Pero así como entre las diferentes
solicitaciones que nuestros ojos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los
cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también, siendo
predominante la luz del sol, no impresiona nuestros sentidos la acción de las
estrellas. Cuando se aparta de nuestra vista cualquier objeto, la impresión que
hizo en nosotros permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vienen
a impresionarnos, a su vez, la imaginación del pasado se obscurece y debilita;
así ocurre con la voz del hombre entre los rumores cotidianos. De ello se sigue
que cuanto más largo es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de
un objeto, tanto más débil es la imaginación. El cambio continuo que se opera
en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo, las partes que se movieron en
la sensación; a su vez la distancia en el tiempo o en el espacio producen en
nosotros el mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un lugar el
objeto a que miráis os aparece minúsculo y no hay posibilidad de distinguir sus
detalles; y así como, de lejos, las voces resultan débiles e inarticuladas,
así, también, después de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se
debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades que hemos visto, el recuerdo
de muchas calles; y de las acciones, muchas particulares circunstancias. Esta sensación decadente, si queremos
expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía) la llamamos imaginación, como ya dije antes: pero
cuando queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensación se
'atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria.
Así imaginación y memoria son una
misma cosa que para diversas consideraciones posee, también, nombres diversos.
Memoria. Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se
denomina experiencia. La imaginación
se refiere solamente a aquellas cosas que antes han sido percibidas por los
sentidos, bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la primera
(que consiste en la imaginación del objeto entero tal como fue presentado a los
sentidos) es simple imaginación; así
ocurre cuando alguien imagina, un hombre o un caballo que vio anteriormente. La
otra es compuesta, como cuando de la
visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo en otra, componemos en
nuestra mente la imagen de un centauro. Así, también, cuando un hombre combina
la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre;
por ejemplo, cuando un hombre se imagina a si mismo ser un Hércules o un Alejandro (cosa
que ocurre con frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de
una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción mental. Existen
también otras imágenes que se producen en los hombres (aunque en estado de
vigilia) a causa de una gran impresión recibida por los sentidos. Por ejemplo,
cuando se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos, durante
largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando se mira con fijeza y de un modo
prolongado figuras geométricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté
despierto) tiene luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este género
de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo que comúnmente no cae bajo
el discurso humano.
Ensueños. Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que
llamamos ensueños. También éstas,
como todas las demás imaginaciones, han sido percibidas antes, totalmente o en
partes, por los sentidos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a la
sensación, quedan tan aletargados en el sueño que difícilmente se mueven por la
acción de los objetos externos, durante el sueño no puede producirse otra
imaginación ni, en consecuencia, otro ensueño sino el que procede de la
agitación de las partes internas del cuerpo humano. Dada la conexión que tienen
con el cerebro y otros órganos, cuando estos elementos internos se perturban,
ponen a dichos órganos en movimiento: sólo que hallándose entonces algo
aletargados los órganos de la sensación y no existiendo un nuevo objeto que
pueda dominarla u obscurecerla con una impresión más vigorosa, el ensueño tiene
que ser más claro en eI silencio de las sensaciones que lo son nuestros
pensamientos en el estado de vigilia.
Y aun suele ocurrir que resulte
difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir exactamente entre sensación y
ensueño. Por mí parte, cuando considero que en los sueños no pienso con
frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones
que cuando estoy despierto ; ni recuerdo durante largo rato una serie de
pensamientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además,
cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero
nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me
satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño: mientras que
cuando duermo me pienso estar despierto.
Si advertimos que los ensueños
son causados por la destemplanza de algunas partes internas del cuerpo,
tendremos que esas diversas destemplanzas causarán, necesariamente, ensueños
diferentes. Así acontece que cuando se tiene frío estando echado se sueña con
cosas de terror, y surge la idea o imagen de algún objeto temible (siendo
recíproco el movimiento del cerebro a las partes internas, y de las partes
internas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor en algunas
partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así, cuando dormimos, el exceso de
calor de las mismas partes causa cólera, y engendra en el cerebro la imagen de
un enemigo. De la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos,
engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas partes del cuerpo;
así también el exceso de ardor en estas partes, cuando estamos durmiendo,
sucede en el cerebro la imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros
ensueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia. Sólo que
cuando estamos despiertos el movimiento se inicia en un extremo, y cuando
dormimos, en otro.
Apariciones y visiones. La mayor dificultad en discriminar los
ensueños de un hombre y sus pensamientos en estado de vigilia se advierte
cuando por accidente dejamos de observar que estamos durmiendo, casa que
fácilmente ocurre al hombre que está lleno de terribles pensamientos, y cuya
¡conciencia se halla perturbada, hasta el punto de que duerme .aun en
circunstancias extrañas, por ejemplo al acostarse o al desnudarse, lo mismo que
otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado y se afana, en vano,
por dormir, si una fantasía extraña o exorbitante se le aparece, fácilmente
propenderá a pensar en un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante lo cual fue
asesinado por él) que en Philippi, la
noche de la víspera de la batalla contra César
Augusto, vio una aparición espantable que los historiadores presentan, por
lo común, como una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias,
fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de un ensueño fugaz.
Hallándose sentado en su tienda, pensativo y conturbado por el acto cometido,
no fue difícil para él, aterido de frío como estaba, soñar acerca de lo que más
le afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con lo cual la aparición
fue desvaneciéndose poco a poco. Y como no tenia seguridad de estar durmiendo,
no había motivo para pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa distinta de
una visión. Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los que están
perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son supersticiosos, y se hallan
poseídos por terribles ideas, al estar solos en la obscuridad se ven sujetos a
tales fantasías, y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando
por los cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía, o bien el
fraude de ciertas personas que, abusando del temor ajeno, pasan disfrazadas,
durante la noche, por lugares que desean frecuentar sin ser conocidas.
De esta ignorancia para
distinguir los ensueños, y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones,
surgieron en su mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los
tiempos pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones
por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del concepto que la gente
vulgar tiene de hadas, fantasmas y duendes, así como del poder de las brujas.
En cuanto a estas últimas no creo que su brujería encierre ningún poder
efectivo: pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de
ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran: sus
actividades se hallan más cerca de una nueva religión que de un arte o ciencia.
En cuanto a las hadas y fantasmas de ambulantes, el concepto que sobre ellos se
tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido contradicho, para
acreditar el uso de exorcismos, cruces, agua bendita y otras parecidas
invenciones de personas supersticiosas. A pesar de ello no hay duda de que Dios
puede hacer apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan
frecuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más que temen la
continuidad o el cambio en el curso de la Naturaleza (que también puede
permanecer o cambiar), no es artículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres
malvados, bajo el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados que
dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque sepan que, es falso. Es
cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando
la buena razón haga dignas de crédito las cosas afirmadas. Si esta
superstición, este temor a los espíritus fuese eliminado, y con ello los
pronósticos a base de ensueños y otras cosas concomitantes —mediante las cuales
algunas personas ambiciosas de poder abusan de las gentes sencillas— los
hombres estarían más aptos que lo están para la obediencia cívica.
Tal debería ser la misión de las
escuelas, pero más bien tienden a alimentar semejantes doctrinas. Porque (no
sabiendo lo que son la imaginación y las sensaciones) enseñan aquello que por
tradición conocen. Así afirman algunos que las imaginaciones surgen en nosotros
mismos y no tienen causa. Otros aseguran que más comúnmente se producen por
obra de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados en el hombre
por Dios, y los pensamientos malvados por el demonio: o que los pensamientos
buenos resultan imbuidos (infusos) en el
hombre por Dios, y los malignos por el demonio. Algunos dicen que los
sentidos reciben las especies de las cosas y las entregan al sentido común: que
el sentido común las transmite a la fantasía, y ésta la memoria, y la memoria
al juicio; lo cual parece pura tradición de cosas, con muchas palabras que no
ayudan a la comprensión.
Entendimiento. La imaginación que se produce en el hombre (o en
cualquier otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por medio de
palabras u otros signos voluntarios es lo que generalmente llamamos entendimiento, que es común a los
hombres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender la llamada
o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá con otras bestias. El
entendimiento que es peculiar al hombre, no es solamente comprensión de su
voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación
de los nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y
otras formas de expresión. De
este género de entendimiento he de hablar más adelante.
CAPÍTULO III
DE LA CONSECUENCIA O SERIE DE IMAGINACIONES
POR consecuencia o serie de
pensamientos comprendo la sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para
distinguirlo del discurso en palabras, denominamos discurso mental.
Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su
pensamiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan casual como
pudiera parecer. Un pensamiento cualquiera no sucede a cualquier otro
pensamiento de modo indiferente. Del mismo modo que no tenemos imágenes, a no
ser que antes hayamos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tampoco
tenemos transición de una imagen a otra si antes no la hemos tenido en nuestras
sensaciones. La razón de ello es la siguiente. Todas las fantasías son
movimientos efectuados dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado
en la sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden en las
sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos después de ellas. Asi, al
volver a ocupar el primer movimiento un lugar predominante, continúa el segundo
por coherencia' con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede ser
empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero como en las
sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida, viene una vez una cosa y
otras otra, así ocurre también en el tiempo, que al imaginar una cosa no
podemos tener certidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación. Sólo
una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes, en un tiempo u otro.
Serie de pensamientos sin
orientación. Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos clases. La
primera carece de orientación y designio, es inconstante; no hay en ella
pensamiento apasionado que gobierne y atraiga hacia sí mismo a los que le siguen,
constituyéndose en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso se
dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes uno respecto a otro,
corno en el sueño. Tales son, comúnmente, los pensamientos de los seres humanos
que no sólo están aislados, sino también sin preocupación por cualquiera otra
cosa. Incluso puede ocurrir que estos pensamientos sean tan activos como en
otros tiempos, pero carezcan de armonía, como el sonido de un laúd sin templar
en manos de cualquier hombre; o templado, en manos de alguien que no supiera
tocar. Aun en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe muchas
veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con respecto a otro. Así en un
coloquio acerca de nuestra guerra civil presente ¿qué cosa sería más
desatinada, en apariencia, que preguntar (como alguien lo hizo) cuál era el
valor de un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era bastante
evidente, porque el pensamiento de la guerra traía consigo el de la entrega del
rey a sus enemigos; este pensamiento sugería el de la entrega de Cristo; ésta,
a su vez, el de los treinta dineros que fue el precio de aquella traición:
fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y todo esto en un instante, porque el pensamiento es veloz.
Serie de pensamientos regulados. El segundo es más constante,
puesto que está regulado por algún
deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es,
en efecto, intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retomo:
tan fuerte es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo surge el
pensamiento de algunos medios que hemos visto producir efectos análogos a
aquellos que perseguimos; del pensamiento de estos efectos brota la idea de los
medios conducentes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún
comienzo que está dentro de nuestras posibilidades. Y como el fin, por la
grandeza de la impresión viene con frecuencia a la mente, si nuestros
pensamientos comienzan a disiparse, rápidamente son conducidos otra vez al
recto camino. Observado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar
a los hombres este consejo que ahora recordamos: Respice finem. Es decir, en todas vuestras acciones, considerad
infrecuente aquello que queréis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos
vuestros pensamientos al camino para alcanzarlo.
La serie de pensamientos
regulados es de dos clases. Una cuando tratamos de inquirir las causas o medios
que producen un efecto imaginado: este género es común a los hombres y a los
animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera, tratamos de determinar
los efectos posibles que se pueden producir con ella; es decir, imaginar lo que
podemos hacer con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensamientos
en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna sino sólo en el hombre ésta
es, en efecto, una particularidad que raramente ocurre en la naturaleza de
cualquiera otra criatura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales,
tales como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma, el
discurso mental, cuando está gobernado por designios, no es sino búsqueda o
facultad de invención, lo que los latinos llamaban sagacitas y solertia; una averiguación de las causas de algún
efecto presente o pasado, o de los efectos de alguna causa pasada o presente. A
veces el hombre busca lo que ha perdido; y desde el momento, lugar y tiempo en
que advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de tiempo en
tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenía; esto es, para encontrar un tiempo
y un lugar evidentes y unos límites dentro de los cuales dar comienzo a una
metódica investigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia los
mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué contingencia pueden haberle
hecho perder la cosa.
Remembranza. Es lo que denominamos remembranza o invocación a la mente: los latinos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un
reconocimiento de nuestras acciones anteriores.
A veces el hombre conoce un lugar
determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus
pensamientos hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que
registraríamos una habitación para hallar una joya; o como un perro de caza
recorrería el campo hasta encontrar el rastro; o como alguien consultaría el
diccionario para hallar una rima.
Prudencia. En ocasiones un hombre desea saber el curso de
determinada acción; entonces piensa
en alguna acción pretérita semejante y en las consecuencias ulteriores de ella,
presumiendo que a acontecimientos iguales han de suceder acciones iguales.
Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal recuerda lo que ha
visto ocurrir en crímenes semejantes: el orden de sus pensamientos es éste: el
crimen, los agentes judiciales, la prisión, el juez y la horca. Este género de
pensamiento se llama previsión, prudencia
o providencia; a veces sabiduría; aunque
tales conjeturas, dada la dificultad de observar todas las circunstancias,
resulten muy falaces. Mas es lo cierto que algunos hombres tienen una
experiencia mucho mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida
son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El presente sólo tiene dila realidad en la Naturaleza; las cosas pasadas tienen una realidad en la
memoria solamente; pero las cosas por
venir no tienen realidad alguna. El futuro
no es sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de las
acciones pasadas a las acciones presentes; quien tiene mayor experiencia hace
esto con mayor certeza; pero no con certeza suficiente. Y aunque se llama
prudencia, cuando el acontecimiento responde a lo que esperamos, no es, por
naturaleza, sino presunción. En erecto, la presunción de las cosas por venir,
que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya voluntad sobrevienen. De Él
solamente, y por modo sobrenatural, procede la profecía. El mejor profeta,
naturalmente, es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e
instruido en las materias que examina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar.
Signos. Un signo es el
acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el
consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas
consecuencias. Cuanto más frecuentemente han sido observadas, tanto menos
incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera
clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como
consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en
aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera ventaja de
talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan lo
contrario.
No obstante no es la prudencia lo
que distingue al hombre de la bestia. Hay animales que teniendo un año observan
más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño
puede hacerlo a los diez.
Conjetura del tiempo pasado. La prudencia es una presunción del futuro basada en la experiencia del
pasado; pero existe también una presunción de cosas pasadas, deducida de
otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué
procedimientos y grados un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y
luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que
las causas de ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta
conjetura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futuro;
ambas están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe
otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa
para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos.
Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras
facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre.
Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas
derivan de la invención de las palabras y del lenguaje. Porque aparte de las
sensaciones y de los pensamientos, la mente del hombre no conoce otro
movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades
pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás
criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es
finita. Por consiguiente, no hay idea
o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas
infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza
infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita,
significamos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites
de la cosa mencionada, con lo que no tenemos concepción de la cosa, sino de
nuestra propia incapacidad. De aquí resulta que eI nombre de Dios es usado no para que podamos
concebirlo (puesto que es incomprensible,
y su grandeza y poder resultan imposibles de concebir) sino para que
podamos honrarle. Así (tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha
sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un
hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En
.consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada
en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse
en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro
lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e
idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a
la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propaladas —sin razón
alguna— por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos.
CAPITULO IV DEL LENGUAJE
Origen del lenguaje. La invención de la imprenta, aunque ingeniosa,
no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el
primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer
término las trajo a Grecia fue Cadmo,
hijo de Agenor, rey de Fenicia.
Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo
pasado, y la conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas
regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una
cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de
los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la
necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas. Pero la
más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres
o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos
los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los
enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera
existido entre los hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más
que lo existente entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que
iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia.
Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida
que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para
acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así,
andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no
tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa
alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda
inferirse que se enseñó a Adán los
nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y
relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo,
indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún la de entidad, intencionalidad, quididad, y otras,
insignificantes, de los Escolásticos.
Todo este lenguaje ha ido
produciéndose y fue incrementado por Adán
y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos
los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo
lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse en distintas partes del mundo,
necesariamente hubo de sobrevenir la diversidad de lenguas que ahora existe,
derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de
todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de modo
cada vez más copioso.
Uso del lenguaje. El uso general del lenguaje consiste en trasponer
nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en
una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el registro
de las consecuencias de nuestros pensamientos, que siendo aptos para sustraerse
de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de
nuevo por las palabras con que se distinguen. Así, el primer uso de los nombres
es servir como marcas o notas del
recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas
palabras para significar (por su conexión y orden), una a otra, lo que conciben
o piensan de cada materia; y también lo que desean, temen o promueve en ellos
otra pasión. Y para este uso se denominan signos.
Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que
por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, presentes o pasadas, y
lo que a juicio nuestro las cosas presentes o pasadas puedan producir, o
efecto, lo cual, en suma es el origen de las artes. En segundo término, mostrar
a otros el conocimiento que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y
enseñar uno a otro. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras
voluntades y propósitos, para que podamos prestarnos ayuda mutua. En cuarto
lugar, complacernos y deleitarnos nosotros y los demás, jugando con nuestras
palabras inocentemente, para deleite nuestro.
Abusos del lenguaje. A estos usos se oponen cuatro vicios
correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos
equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con
ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos.
En segundo lugar, cuando usan las palabras metafóricamente, es decir, en otro
sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan
a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su
voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para
agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las
criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos
para atacar al enemigo, constituye un abuso del lenguaje agraviarse con la
lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos
obligados a dirigir; en tal caso ello no implica agravio, sino correctivo y
enmienda.
La manera como el lenguaje se
utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos, consiste en la
aplicación de nombres y en la conexión de ellos.
Nombres propios _y comunes universales. De los nombres, algunos son
propios y peculiares de una sola
cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este
árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un
nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas
todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres,
porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.
El nombre universal se aplica a
varias cosas que se asemejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y
mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los universales
recuerdan cada una de esas cosas diversas.
De los nombres universales
algunos son de mayor extensión, otros de extensión más pequeña; los de
comprensión mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son de igual
extensión, se comprenden uno a otro, recíprocamente. Por ejemplo, el nombre cuerpo es de significación más amplia
que la palabra hombre, y la
comprende; los nombres hombre y racional son
de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora, conviene
advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática,
una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas.
Todas estas palabras: el que en sus
acciones observa las leyes de su país, hacen un solo nombre, equivalente a
esta palabra singular: justo.
Mediante esta aplicación de
nombres, unos de significación más amplia, otros de significación más estricta,
convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente,
en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre
que carece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue
siendo perfectamente sordo y mudo), ve ante sus ojos un triángulo y, junto a
él, dos ángulos rectos, (tales como son los ángulos de una figura cuadrada)
puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese
triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si
se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará
cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también,
iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando
observa que semejante igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los
lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de
que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y de que ésta es toda la
razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión universal
de que semejante igualdad de ángulos tiene lugar con respecto a un triángulo
cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes términos
generales: Todo triángulo tiene sus tres
ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia
advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una
norma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las
circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la
primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.
Ahora bien, el uso de palabras
para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la
numeración. Un imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender de memoria
el orden de los términos numerales, como uno,
dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a
ellos, o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que
existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso;
entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos
para las cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad
nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en
algunas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo. Quien puede
contar hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí mismo y no
sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar y restar, realizar todas las
demás operaciones de la aritmética. Así que sin palabras no hay posibilidad de
calcular números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas
cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género
humano.
Cuando dos nombres se reúnen en
una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, un hombre es una criatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación,
criatura viva, significa todo lo que
significa el primer nombre, hombre, entonces
la afirmación o consecuencia es cierta; en
otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del
lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error
como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no
ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta
de verdad.
Necesidad de las definiciones. Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta
ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de
recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocarlos
adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras,
como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá.
Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al
género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus
palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus
investigaciones.
Esto pone de relieve cuán
necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento
examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando
se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta.
Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida
que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en
definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la
investigación desde el principio ; en ello consiste el fundamento de sus errores.
De aquí resulta que quienes se fían de los libros hacen como aquellos que
reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras
sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no
desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de
seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo
mariposeando en sus libros como los pájaros que habiendo entrado por la
chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre
la falsa luz de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para
considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los
nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia.
Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el
primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese
abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de
los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la
condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera
ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia
verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El
sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza
misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras,
pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible
sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o
extraordinariamente loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad
o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las
palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de
locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un
Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.
Sujeta a nombres. Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda
entrar en cuenta o ser considerada en ella, ser sumada a otra para componer una
suma, o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los latinos daban a las
cuentas el nombre de rationes, y al
contar ratiocinatio: y lo que en las
facturas o libros llamamos partidas, ellos
lo llamaban nomina, es decir, nombres: y de aquí parece derivarse que
extendieron la palabra ratio a la
facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola
palabra, lovgoz,
para las dos cosas: lenguaje y razón. No
quiere esto decir que pensaran que no existe lenguaje sin razón; sino que no
hay raciocinio sin lenguaje. Y al acto de razonar lo llamaban siIogismo, que significa resumir la
consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra. Y como las mismas cosas
pueden considerarse respecto a diversos accidentes, sus nombres se establecen y
diversifican reflejando esta diversidad. Esta diversidad de nombres puede ser
reducida a cuatro grupos generales.
En primer término, una cosa puede
considerarse como materia o cuerpo; como
viva, sencilla, racional, caliente, fría,
movida, quieta; bajo todos estos nombres se comprende la palabra materia o cuerpo; todos ellos son
nombres de materia.
En segundo lugar puede entrar en
cuenta o ser considerado algún accidente o cualidad que concebimos estar en las
cosas como, por ejemplo, ser movido, ser
tan largo, estar caliente, etc.; entonces, del nombre de la cosa misma, por
un pequeño cambio de significación, hacemos un nombre para el accidente que
consideramos; y para viviente tomamos
en consideración vida; para movido, movimiento; para caliente, calor; para largo, longitud; y así sucesivamente.
Todas esas denominaciones son los nombres de accidentes y propiedades mediante
los cuales una materia y cuerpo se distingue de otra. Todos estos son llamados nombres abstractos, porque se separan
(no de la materia sino) del cómputo de la materia.
En tercer lugar consideramos las
propiedades de nuestro propio cuerpo mediante las cuales hacemos distinciones:
cuando una cosa es vista por nosotros
consideramos no la cosa misma, sino la vista,
el color, la idea de ella en la imaginación; y cuando una cosa es oída no captamos la cosa misma, sino la audición o sonido solamente, que es
fantasía o concepción de ella, adquirida por el oído: y estos son nombres de imágenes.
Uso de nombres positivos. En cuarto lugar tomamos en cuenta,
consideramos y damos nombres a los
nombres mismos y a las expresiones: en
efecto, general, universal, especial,
equivoco, son nombres de nombres. Y
afirmación, interrogación, narración, silogismo, oración y otros análogos
son nombres de expresiones. Esta es toda la variedad de los nombres que
denominamos positivos, los cuales se establecen para señalar algo que está en
la Naturaleza o que puede ser imaginado por la mente del hombre, como los
cuerpos que existen o cuya existencia puede concebirse; o los cuerpos que
tienen propiedades o pueden imaginarse provistos de ellas; o las palabras y
expresiones.
Nombres negativos y sus usos. Existen también otros nombres
llamados negativos, y son notas para
significar que una palabra no es nombre de la cosa en cuestión; tal ocurre con
las palabras nada, nadie, infinito,
indecible, tres no son cuatro, etc., y otras semejantes. No obstante, tales
palabras son usuales en el cálculo o en la corrección del cálculo, y aunque no
son nombres de ninguna cosa, nos recuerdan nuestras pasadas cogitaciones,
porque nos hacen rehusar la admisión de nombres que no se usan correctamente.
Palabras sin significación. Todos los demás nombres no son sino
sonidos sin sentido y son de dos clases. Una cuando son nuevos y su significado
no está aún explicado por definición; gran abundancia de ellos ha sido puesta
en circulación por los escolásticos y los filósofos enrevesados.
Otra, cuando se hace un nombre de
dos nombres, cuyos significados son contradictorios e inconsistentes, como, por
ejemplo, ocurre con la denominación de cuerpo
incorporal o (lo que equivale a ello) sustancia
incorpórea, y otros muchos. En efecto, en cualquier caso en que una
afirmación es falsa, si los dos nombres de que está compuesta se reúnen
formando uno, no significan nada en absoluto. Por ejemplo, si es una afirmación
falsa la de decir, que un círculo es un
cuadrado, la frase círculo cuadrado no
significará nada, sino un mero sonido. Del mismo modo es falso decir que la
virtud puede ser insuflada o infusa: las palabras virtud insuflada, virtud infusa son tan absurdas y desprovistas de
significación como círculo cuadrado. Difícilmente
os encontraréis con una palabra sin sentido y significación que no esté hecha
con algunos nombres latinos y griegos. Un francés raramente oirá llamar a su
Salvador con el nombre de Palabra, sino
con el de Verbo; y, sin embargo, palabra y verbo no difieren sino en que
la una es latín y la otra francés.
Comprensión. Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los
pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión pretenden
significar, entonces se dice que la entiende:
comprensión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso. En
consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como lo es, a juicio
nuestro), entonces la comprensión es también peculiar a él. Y por tanto, de
absurdas y falsas afirmaciones, en el caso de que sean universales, no puede
derivarse comprensión; aunque algunos piensan que las entienden, no hacen sino
repetir las palabras y fijarlas en su mente.
De las distintas expresiones que
significan apetitos, aversiones y pasiones de la mente humana., y de su uso y
abuso hablaré cuando haya hablado de las pasiones.
Nombres
inconstantes. Los nombres de las cosas que nos afectan, es decir lo que nos
agrada y nos desagrada (porque la misma cosa no afecta a todos los hombres del
mismo modo, ni a los mismos hombres en todo momento) son de significación inconstante en los
discursos comunes de los hombres. Adviértase que los nombres se establecen para
dar significado a nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son
sino concepciones; así, cuando nosotros concebimos de modo diferente las
distintas cosas, difícilmente podemos evitar llamarlas de modo distinto. Aunque
la naturaleza de lo que concebimos sea la misma, la diversidad de nuestra
recepción de ella, motivada por las diferentes constituciones del cuerpo, y los
prejuicios de opinión prestan a cada cosa el matiz de nuestras diferentes
pasiones. Por consiguiente, al razonar un hombre debe ponderar las palabras;
las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza,
tienen también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés
del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y de los vicios;
porque un hombre llama sabiduría a lo
que otro llama temor; y uno crueldad a lo que otro justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad,
y uno gravedad a lo que otro estupidez,
etc. Por consiguiente, tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero
de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del
lenguaje, si bien éstos son menos peligrosos porque su inconsistencia es
manifiesta, cosa que no ocurre en los demás.
CAPITULO V DE LA RAZÓN Y DE LA CIENCIA
Qué es la razón. Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un
residuo, por sustracción de una suma
respecto a otra: lo cual (cuando se hace por medio de palabras) consiste en
concebir a base de la conjunción de los nombres de todas las cosas, el nombre
del conjunto: o de los nombres de conjunto, de una parte, el nombre de la otra
parte. Y aunque en algunos casos (como en los números), además de sumar y restar, los hombres practican
las operaciones de multiplicar y dividir,
no son sino las mismas, porque la multiplicación no es sino la suma de
cosas iguales, y la división la sustracción de una cosa tantas veces como sea
posible. Estas operaciones no ocurren solamente con los números sino con todas
las cosas que pueden sumarse unas a otras o sustraerse unas de otras. Del mismo
modo que los aritméticos enseñan a sumar y a restar en números, los geómetras enseñan lo mismo con respecto a las líneas, figuras (sólidas y
superficiales), ángulos, proporciones,
tiempos, grados de celeridad, fuerza, poder, y otros términos semejantes:
por su parte, los lógicos enseñan lo mismo en cuanto a las consecuencias de las palabras: suman dos nombres, uno con otro, para componer una afirmación; dos afirmaciones, para hacer un silogismo, y varios silogismos, para hacer una demostración; y de la suma o
conclusión de un silogismo, sustraen
una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman
pactos, uno con otro, para establecer deberes
humanos; y los juristas leyes y
hechos, para determinar lo que es justo
e injusto en las acciones de los individuos. En cualquiera materia en que
exista lugar para la adición y la sustracción existe también lugar para la
razón: y dondequiera que aquélla no
tenga lugar, la razón no tiene nada
que hacer.
La razón definida. A base de todo
ello podemos definir (es decir, determinar) lo que es y lo que significa la
palabra razón, cuando la incluimos entre las facultades mentales. Porque RAZÓN.
en este sentido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las
consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos;
empleo el término caracterización cuando
el cómputo se refiere a nosotros mismos, y
significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con respecto
a otros hombres.
Dónde está la verdadera razón. Del mismo modo que en Aritmética los
hombres que no son prácticos yerran forzosamente, y los profesores mismos
pueden errar con frecuencia, y hacer cómputos falsos, así en otros sectores del
razonamiento, los hombres mas capaces, más atentos y más prácticos pueden
engañarse a sí mismos e inferir falsas conclusiones. Porque la razón es, por sí
misma, siempre una razón exacta, como la Aritmética es un arte cierto e
infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número
cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es
correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente. Por
tanto, así como desde el momento que hay una controversia respecto a un
cómputo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón,
deben fijar como módulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan
ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en
disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata), así ocurre
también en todos los debates, de cualquier género que sean. Cuando los hombres
que se juzgan a sí mismos más sabios que todos los demás, reclaman e invocan a
la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la
razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es tan intolerable
en la sociedad de los hombres, como lo es en el juego, una vez señalado el
triunfo, usar como tal, en cualquiera ocasión, la serie de la cual se tienen
más cartas en la mano. No hacen, entonces, otra cosa tales hombres sino tomar
como razón verdadera en sus propias controversias las pasiones que les dominan,
revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.
Uso de la razón. El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la
suma y verdad de una o de pocas consecuencias, remotas de las primeras
definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar
en éstas y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre
respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas
afirmaciones y negaciones sobre las cuales se fundó e infirió la última. Si un
jefe de familia, al establecer una cuenta, 'asentara los totales de las facturas
pagadas, en una suma, sin tomar en consideración cómo cada una está sumada por
quienes las comunicaron. ni lo que pagó por ellas, no adelantaría él mismo más
que si aceptara la cuenta globalmente, confiando en la destreza y honradez de
los acreedores: así, también, al inferir de todas las demás cosas establecidas,
conclusiones por la confianza que le merecen, los autores, si no las comprueba
desde los primeros elementos de cada cómputo (es decir, respecto a los
significados de los nombres, establecidos por las definiciones) pierde su
tiempo: y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas.
Del error y del absurdo. Cuando un hombre calcula sin hacer uso de
las palabras, lo cual puede hacerse en determinados casos (por ejemplo, cuando
a la vista de una cosa conjeturamos lo que debe precederla o lo que ha de
seguirla), si lo que pensamos que iba a suceder no sucede, o lo que imaginamos
que precedería no ha precedido, llamamos a esto ERROR; a él están sujetos incluso la mayoría de los hombres prudentes.
Pero cuando razonamos con palabras de significación general, y llegamos a una
decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir, comúnmente, se le
denomina error, es, en realidad, un ABSURDO o expresión sin sentido. En
efecto, el error no es sino una decepción al presumir que algo ha pasado o va a
ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una
imposibilidad efectiva. Pero cuando hacemos una afirmación general, a menos que
sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las
palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas. Por
tanto, si un hombre me habla de un rectángulo
redondo; o de accidentes del pan en
el queso; o de substancias
inmateriales; o de un sujeto libre, de
una voluntad libre o de cualquiera
cosa libre, pero libre de ser
obstaculizada por algo opuesto, yo no diré que está en un error, sino que sus
palabras carecen de significación; esto es, que son absurdas.
He dicho antes (en el capitulo
II) que el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que,
cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de
ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma
excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias
advertidas a reglas generales, llamadas teoremas
o aforismos; es decir, que él puede razonar o calcular no solamente en
números, sino en todas las demás cosas que pueden ser sumadas o restadas de
otras.
Pero este privilegio va asociado
a otro; nos referimos al privilegio del absurdo al cual ninguna criatura viva
está sujeta, salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los
que profesan la filosofía. Porque es una gran verdad lo que Cicerón decía de alguien: que no puede
haber nada tan absurdo que sea imposible encontrarlo en los libros de los
filósofos. Y la razón es manifiesta: ninguno de ellos comienza su raciocinio
por las definiciones o explicaciones de los nombres que van a usarse, método
solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta
ciencia se han hecho indiscutibles.
Causas de absurdo. 1. La primera causa de las conclusiones absurdas
la adscribo a la falta de método, desde el momento en que no se comienza el
raciocinio con las definiciones, es decir, estableciendo el significado de las
palabras: es como si se quisiera contar sin conocer el valor de los términos
numéricos: 1, 2 y 3.
Y, como todos los cuerpos pueden
considerarse desde distintos aspectos (a ello me he referido en el precedente
capítulo), siendo estas consideraciones denominadas de diverso modo, origínanse
distintas posibilidades de absurdo por la confusión y conexión inadecuada de
sus nombres en las afirmaciones. Como consecuencia:
2.
La segunda causa de las aserciones absurdas,
la adscribo a la asignación de nombres de cuerpos
a accidentes; o de accidentes a
cuerpos. En ellas incurren quienes dicen que la fe es inspirada o infusa, cuando nada puede ser insuflado o introducido
en una cosa sino un cuerpo; o bien que la
extensión es un cuerpo; que los fantasmas son espíritus, etc.
3.
La tercera la adscribo a la asignación de
nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los
accidentes de nuestros propios cuerpos; en
ella incurren los que dicen que el calor
está en el cuerpo; el sonido en el
oído, etc.
4.
La cuarta, a la asignación de nombres de cuerpos a expresiones; como cuando se
afirma que existen cosas universales, que
una criatura viva es un género, o una
cosa general, etc.
5.
La quinta, a la asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones; como
cuando se dice que la naturaleza de una
cosa es su definición; que el mandato
de un hombre es su voluntad, y así sucesivamente.
6.
La sexta al uso de metáforas, tropos y otras
figuras retóricas, en lugar de las palabras correctas. Por ejemplo, aunque sea
legítimo decir, en la conversación común, que el camino va o conduce a tal o cual parte, o que el proverbio dice esto o aquello (cuando
ni los caminos pueden conducir, ni hablar los proverbios), en la determinación
e investigación de la verdad no pueden admitirse tales expresiones.
7.
La séptima a nombres que no significan nada,
sino que se toman y aprenden rutinariamente en las Escuelas, como hipostático, transubstanciación,
consubstanciación, eternoactual y otras cantinelas semejantes de los
escolásticos.
Quien puede evitar estas cosas no
es fácil que caiga en el absurdo, como no sea por la longitud de su raciocinio,
caso en el cual puede olvidar lo que antes ocurrió. En efecto: todos los
hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen
buenos principios. Porque, ¿quién sería tan estúpido para equivocarse en
Geometría, y persistir en ello, si otros le señalan su error?
Ciencia. De este modo se revela que la razón no es, como el sentido
y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente,
como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo : en primer término, por la
adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, ,aplicando un método
correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a
las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego
hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que
llegamos a un conocimiento de todas las consecuencia de los nombres relativos
al tema considerado; es esto lo que los hombres denominan CIENCIA. Y mientras que la sensación y la memoria no son sino
conocimiento de hecho, que es una cosa pasada e irrevocable, la Ciencia es el conocimiento de las
consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro: a base de esto,
partiendo de lo que en la actualidad podemos hacer, sabemos cómo realizar
alguna otra cosa si queremos hacerla ahora, u otra semejante en otro tiempo.
Porque cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando
las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los
mismos efectos.
Esta es la causa de que los niños
no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcanzado el uso de la
palabra; pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de
tener uso de razón en tiempo venidero. La mayor parte de los hombres, aunque
tienen el uso de razón en ciertos casos como, por ejemplo, para la numeración
hasta cierto grado, les sirve de muy poco en la vida común; gobiérnense ellos
mismos, unos mejor, otros peor, de acuerdo con su grado diverso de experiencia,
destreza de memoria e inclinaciones, hacia fines distintos; pero especialmente
de acuerdo con su buena o mala fortuna y con los errores de uno respecto a
otro. Por lo que a la Ciencia se
refiere, o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos
de ella que no saben lo que es. De la Geometría piensan que es un mágico
conjuro. Pero de las demás ciencias, quienes no han sido instruidos en sus
principios o han hecho algunos progresos en ellas, en forma tal que pueden ver
cómo se adquieren y engendran, son, en este aspecto, como los niños, que no
tienen idea de la generación, y les hacen creer las mujeres que sus hermanos y
hermanas no han nacido, sino que han sido hallados en un jardín.
Eso sí: quienes carecen de
ciencia se encuentran, con su prudencia natural, en mejor y más noble condición
que los hombres que, por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan
equivocadamente, formulan reglas generales que son falsas y absurdas. Por
ignorancia de las causas y de las normas los hombres no se alejan tanto de su
camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que
aspiran cosas que no lo son, sino que, más bien, son causas de lo contrario.
En conclusión: la luz de la mente
humana la constituyen las palabras claras o perspicuas, pero libres y depuradas
de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el
Incremento de ciencia, el camino; y el beneficio del género
humano, el fin. Por el contrario las
metáforas y palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre
absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición, o el desdén.
Prudencia y sapiencia, y sus diferencias. Del mismo modo que mucha
experiencia es prudencia, así mucha
ciencia es sapiencia. Porque aunque
usualmente tenemos el nombre de sabiduría para las dos cosas, los latinos
distinguían siempre entre prudencia y
sapiencia, adscribiendo el primer término a la experiencia, el segundo a la
ciencia. Para que su diferencia nos aparezca más claramente, supongamos un
hombre dotado con una excelente habilidad natural y destreza en el manejo de
las armas, y otro que a esta destreza ha añadido una ciencia adquirida respecto
a cómo puede herir o ser herido por su adversario, en cada postura posible o
guardia. La habilidad del primero sería con respecto a la habilidad del segundo
como la prudencia respecto a la sapiencia: ambas cosas son útiles, pero la
última es infalible. Quienes confiando solamente en la autoridad de los libros,
siguen al ciego ciegamente, son como aquellos que confiando en las falsas
reglas de un maestro de esgrima, se aventuran presuntuosamente ante un
adversario, del cual reciben muerte o desgracia.
Signos de la Ciencia. De los signos de la ciencia unos son ciertos
e infalibles; otros, inciertos. Ciertos, cuando quien pretende la ciencia de
una cosa puede enseñarla, es decir, demostrar la verdad de la misma, de modo
evidente, a otro. Inciertos cuando sólo algunos acontecimientos particulares
responden a su pretensión, y en ciertas ocasiones prueban lo que habían de
probar. Todos los signos de prudencia son inciertas, porque observar
experiencia y recordar todas las circunstancias que pueden alterar el suceso,
es imposible. En cualquier negocio en que un hombre no cuente con una ciencia
infalible en que apoyarse, renunciar al propio juicio natural y dejarse guiar
por las sentencias generales que se leyeron en los autores y están sujetas a
excepciones diversas, es un signo de locura, generalmente tildado con el nombre
de pedantería. Entre aquellos hombres que en los Consejos de gobierno gustan
ostentar sus lecturas en política e historia, muy pocos lo hacen en los
negocios domésticos que atañen a su interés particular; tienen prudencia
bastante para sus asuntos privados,
pero en los públicos aprecian más la reputación de su propio ingenio que el
éxito de los negocios de otros.
CAPITULO VI DEL ORIGEN INTERNO DE LAS
MOCIONES VOLUNTARIAS, COMÚNMENTE LLAMADAS
"PASIONES", Y TÉRMINOS POR MEDIO DE
LOS CUALES SE EXPRESAN
Moción vital y animal. Existen en los animales dos clases de
mociones peculiares a ellos. Unas se llaman vitales;
comienzan en la generación y continúan sin interrupción alguna a través de
la vida entera. Tales son la circulación de
la sangre, el pulso, la respiración, la
digestión, la nutrición, la excreción, etcétera.
Semejantes mociones o movimientos no necesitan la ayuda de la imaginación. Las
otras son mociones animales, con otro
nombre, mociones voluntarias, como
por ejemplo, andar, hablar, mover uno
de nuestros miembros del modo como antes haya sido imaginado por nuestra mente.
Este sentido implica moción en los órganos y partes interiores del cuerpo
humano, causada por la acción de las cosas que vemos, oímos, etc. Y esta
fantasía no es sino la reliquia de la moción misma, que permanece después de
las sensaciones a que hemos aludido en los capítulos I y II. Y como la marcha, la conversación y otras mociones voluntarias dependen siempre de un
pensamiento precedente respecto al dónde,
de qué modo y qué, es evidente
que la imaginación es el primer comienzo interno de toda moción voluntaria. Y
aunque los hombres sin instrucción no conciben moción alguna allí donde la cosa
movida sea invisible, no obstante, tales mociones existen. En efecto, ningún
espacio puede ser tan pequeño que, movido un espacio mayor del cual el primero
sea una parte, no sea primeramente movido en este último.
Esfuerzo. Estos tenues comienzos de la moción, dentro del cuerpo
del hombre, antes de que aparezca en la marcha, en la conversación, en la lucha
y en otras acciones visibles se llaman comúnmente, ESFUERZOS.
Hambre, Sed, Apetito, Deseo. Este esfuerzo, cuando se dirige hacia
algo que lo causa, se llama APETITO O
DESEO; el último es e] nombre general; el primero se restringe con
frecuencia a significar el deseo de alimento, especialmente el hambre y la sed.
Aversión. Cuando
el esfuerzo se traduce en apartamiento de algo, se denomina AVERSIÓN. Estas
palabras apetito y aversión se
derivan del latín; ambas significan
las mociones, una de aproximación y otra de alejamiento.
Los griegos tienen palabras para expresar las mismas ideas,
ovrmhv y ayormhv. En efecto,
la naturaleza misma impone a los hombres ciertas verdades contra las cuales
chocan quienes buscan algo fuera de lo natural. Las Escuelas no encuentran
moción alguna actual en los simples apetitos de ir, moverse, etc.; pero como
forzosamente tienen que reconocer alguna moción la llaman moción metafórica, lo
cual implica una expresión absurda, porque si bien las palabras pueden ser
llamadas metafóricas, los cuerpos y las mociones no.
Amor. Odio. Lo que los hombres desean se dice también que lo AMAN, y que ODIAN aquellas cosas por las cuales tienen aversión. Así que deseo
y amor son la misma cosa, sólo que con el deseo siempre significamos la
ausencia del objeto, y con el amor, por lo común, la presencia del mismo; así
también, con la aversión significamos la ausencia, y con el odio la presencia
del objeto.
De los apetitos y aversiones
algunos nacen con el hombre, como el apetito de alimentarse, el apetito de
excreción y exoneración (que puede también y más propiamente ser llamado
aversión de algo que sienten en sus cuerpos). Los demás, es decir, algunos
otros apetitos de cosas particulares, proceden de la experiencia y comprobación
de sus efectos sobre nosotros mismos o sobre otros hombres. De las cosas que no
conocemos en absoluto, o en las cuales no creemos, no puede haber, ciertamente,
otro deseo sino el de probar e intentar. En cuanto a la aversión la sentimos no
sólo respecto a cosas que sabemos que nos han dañado, sino también respecto de
algunas que no sabemos si nos dañarán o no.
Desprecio. Aquellas cosas que no deseamos ni odiamos decimos que
son despreciadas: el DESPRECIO no es otra cosa que una
inmovilidad o contumacia del corazón, que resiste a la acción de ciertas cosas;
se debe a que el corazón resulta estimulado de otro modo por objetos cuya
acción es más intensa, o por falta de experiencia respecto a lo que
despreciamos.
Como la constitución del cuerpo
humano se encuentra en continua mutación, es imposible que las mismas cosas
causen siempre en una misma persona los mismos apetitos y aversiones: mucho
menos aún pueden coincidir todos los hombres en el deseo de uno y el mismo
objeto.
Bueno. Malo. Lo que de algún modo es objeto de cualquier apetito o
deseo humano es lo que con respecto a él se llama bueno, Y el objeto de su odio y aversión, malo; y de su desprecio, vil
e inconsiderable o indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y
despreciable siempre se usan en relación con la persona que las utiliza. No son
siempre y absolutamente tales, ni ninguna regla de bien y de mal puede tomarse
de la naturaleza de los objetos mismos, sino del individuo (donde no existe
Estado) o (en un Estado) de la persona que lo representa; o de un árbitro o
juez a quien los hombres permiten establecer e imponer como sentencia su regla
del bien y del mal.
Pulchrum Turpe. La lengua latina tiene dos palabras cuya
significación se aproxima a las de bueno y malo; pero no son precisamente lo
mismo: nos referimos a los términos pulchrum
y turpe. Significa el primero aquello que por ciertos signos aparentes
promete lo bueno, y la segunda lo que promete lo malo. Pero en nuestra lengua
no tenemos nombres tan generales para expresar estas ideas. Para pulchrum decimos respecto a algunas
cosas fino; de otras, bello, lindo, galante, honorable, adecuado,
amigable; y para turpe, necio,
deforme, malvado, bajo, nauseabundo, y otros términos parecidos, según
requiera el asunto. Todas estas palabras en su significación propia, no
significan nada sino el aspecto o la
disposición que promete lo bueno y lo malo.
Agradable. Provechoso. Desagradable. Inaprovechable. Así que de lo
bueno existen tres clases; bueno en la promesa, es decir, pulchrum; bueno en el efecto como fin deseado, a lo cual se
denomina jocundo, deleitoso; y bueno
como medio, a lo que se llama útil,
provechoso. Y otras tantas respecto de lo malo, porque lo malo en promesa
es lo que se llama turpe; lo malo en
el efecto y en el fin es molesto,
desagradable, perturbador; y lo malo en los medios, inútil, inaprovechable, penoso.
Así como en las sensaciones lo
que realmente se da en nuestro interior (como antes se ha advertido) es, sólo,
moción causada por la acción de los objetos, aunque sea, en apariencia, para la
vista, luz y color; para el oído, sonido; para el olfato, olor, etcétera, así,
cuando la acción del mismo objeto continúa desde los ojos, oídos y otros
órganos hasta el corazón, el efecto real no es otra cosa sino moción o
esfuerzo, que consiste en apetito o aversión hacia el objeto en movimiento.
Ahora bien, la apariencia o sensación de esta moción es lo que respectivamente
llamamos DELEITE O TURBACIÓN DE LA
MENTE.
Deleite. Pesar. Esta moción que se denomina apetito y en su
manifestación deleite y placer es, a
juicio mío, una corroboración de la moción vital y una ayuda que se le presta:
en consecuencia, aquellas cosas que causan deleite se denominan, con toda
propiedad, jocundas (á juvando), porque
ayudan o fortalecen; y las contrarias, molestas,
ofensivas, porque obstaculizan y perturban la moción vital.
Ofensa. Por tanto, placer (o
deleite) es la apariencia o sensación de lo bueno; y molestia o desagrado,
la apariencia o sensación de lo malo. De aquí que todo deseo, apetito y amor
está acompañado de cierto deleite más o menos intenso; y todo lo odiado y la aversión, se acompañan con desagrado
y ofensa, mayor o menor.
Placeres de los sentidos. De los placeres o deleites, algunos
surgen de la sensación de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los sentidos (la palabra sensual. tal como es usada por quienes
los condenan, no tiene lugar alguno mientras no existen leyes). De este género
son todas las operaciones y exoneraciones del cuerpo como, por ejemplo, todo
cuanto es agradable a la vista, al oído, sal gusto, al tacto y al olfato.
Placeres de la mente. Alegría, dolor, pesar. Otras se engendran en
la expectación que procede de la previsión del fin o de la consecuencia de las
cosas, según que estas cosas agraden o desagraden a los sentidos. Estos son placeres de la mente para quien deduce
tales consecuencias, y por lo común se denominan ALEGRÍA. Del mismo modo que de las cosas desagradables, algunas
afectan a los sentidos y se denominan dolor;
otras fincan en la expectativa de las consecuencias y se denominan pesar.
Estas pasiones simples
denominadas apetito, deseo, amor,
aversión, odio, alegría y pena, tienen nombres diversos según su distinta
consideración. En primer lugar, cuando una de ellas sucede a otra, se denominan
diversamente, según la opinión que los hombres tienen de la posibilidad de
alcanzar lo que desean; en segundo lugar, según es el objeto amado u odiado; en
tercer término, cuando se consideran conjuntamente algunas de ellas; en cuarto
lugar, según la alternativa o sucesión de esas pasiones.
Esperanza. El apetito, unido a la idea de alcanzar, se denomina
ESPERANZA.
Desesperación. La misma cosa sin tal idea, DESESPERACIÓN. Temor. Aversión, con la idea de sufrir
un daño, TEMOR.
Valor. La misma cosa, con la esperanza de evitar este daño por
medio de una resistencia, VALOR.
Cólera. El valor repentino,
CÓLERA.
Confianza. La esperanza constante,
CONFIANZA en nosotros mismos.
Desconfianza. La desesperación
constante, DESCONFIANZA en nosotros.
Indignación. La ira por
un gran daño hecho a otro, cuando concebimos que ha sido hecho injustamente,
INDIGNACIÓN.
Benevolencia. Bondad. El deseo
del bien de otro, BENEVOLENCIA, BUENA VOLUNTAD, CARIDAD. SI se refiere al
hombre en general, BONDAD NATURAL.
Codicia. El deseo de
riquezas, CODICIA; nombre usado siempre en tono de censura, porque los hombres
que luchan por lograrlas ven con desagrado que otros las obtengan. El deseo en
sí mismo debe ser censurado o permitido según los medios que se pongan en juego
para realizarlo.
Ambición. El deseo de
prominencia, AMBICIÓN: nombre usado también en el peor sentido por la razón
antes mencionada.
Pusilanimidad. El deseo de
cosas que conducen difícilmente a nuestros fines, y el temor de cosas que sólo
oponen escasos obstáculos a su logro, PUSILANIMIDAD.
Magnanimidad. El desprecio respecto de esas ayudas u obstáculos
insignificantes, MAGNANIMIDAD.
Valor. Magnanimidad, en el peligro de muerte o heridas, VALOR,
ENTEREZA.
Liberalidad. Magnanimidad en el uso de las riquezas, LIBERALIDAD.
Miseria. Pusilanimidad respecto a lo mismo, TACAÑERÍA y MISERIA, o
PARSIMONIA, según sea aceptable o inaceptable.
Amabilidad. Deseo. Amor hacía las personas en el aspecto de
convivencia, AMABILIDAD. Amor hacia las personas por mera complacencia de los
sentidos, DESEO NATURAL.
Lujuria. Amor del mismo género adquirido por reminiscencia
insistente, es decir, por imaginación del placer pasado, LUJURIA.
Pasión amorosa. Amor singular de alguien, con el deseo de ser
singularmente amado, PASIÓN AMOROSA. La misma cosa, con el temor de que esa
estimación no sea mutua, CELOS.
Afán de venganza.
Deseo de hacer daño a otro, para obligarle a lamentar algún hecho cometido,
AFÁN DE
VENGANZA
Curiosidad. Deseo de saber por qué y cómo, CURIOSIDAD; este
sentimiento no se da en ninguna otra criatura viva sino en el hombre. El hombre se distingue
singularmente no sólo por su razón, sino también por esa pasión, de otros animales, en los cuales el apetito
nutritivo y otros placeres de los sentidos son de tal modo predominantes que
borran toda preocupación de conocer las causas; éste es un anhelo de la mente
que por la perseverancia en el deleite que produce la continua e infatigable
generación de conocimiento, supera a la fugaz vehemencia de todo placer carnal.
Religión. Superstición. Religión verdadera. Temor del poder
invisible imaginado por la mente o basado en
relatos públicamente permitidos,
RELIGIÓN; no permitidos, SUPERSTICIÓN. Cuando el poder imaginado es, realmente,
tal como lo imaginamos, RELIGIÓN
Terror pánico. Temor, sin darse cuenta del por qué o el cómo,
TERROR PÁNICO; así se denomina por las fábulas que hacían a Pan autor de ello;
en verdad existe siempre en quien primero sintió el temor una cierta
comprehensión de la causa, aunque el resto lo ignore; cada uno supone que su
compañero sabe el por qué. Por tal motivo esta pasión ocurre sólo a un grupo numeroso
o multitud de gentes.
Admiración. Alegría por la aprehensión de una novedad, ADMIRACIÓN;
es propia del hombre, puesto que excita el apétitd de conocer la causa.
Gloria. Alegría que surge de la imaginación de la propia fuerza y
capacidad de un hombre, es la exaltación de la mente que se denomina
GLORIFICACIÓN; Si se basa en la experiencia de acciones pasadas coincide con la
confianza; pero cuando se funda en la
adulación de los demás, solamente en el propio concepto, para deleitarse en las
consecuencias de ello, se llama VANAGLORIA, nombre que está muy justamente
aplicado, porque una confianza bien
fundada suscita potencialidad, mientras que suponer una fuerza inexistente no
la engendra; ello hace que a esta gloria se la denomine, con razón, vana.
Desaliento. El pesar causado
por la opinión de una falta del poder se llama DESALIENTO.
La vanagloria que consiste en la ficción o suposición de capacidades
en nosotros mismos, cuando sabemos que no disponemos de ellas, es muy frecuente
en los jóvenes; alimentase por las historias o por la ficción de magnas
empresas; con frecuencia queda corregida por la edad y la ocupación.
Entusiasmo repentino. Risa. El entusiasmo repentino es la pasión
que mueve a aquellos, gestos que constituyen la RISA; es causada o bien por
algún acto repentino que a nosotros mismos nos agrada, o por la aprehensión de
algo deforme en otras personas, en comparación con las cuales uno se ensalza a
sí mismo. Ocurre esto a la mayor parte de aquellos que tienen conciencia de lo
exiguo de su propia capacidad, y para favorecerse observan las imperfecciones
de los demás. Por tanto, la frecuencia en el reír de los defectos ajenos es un
signo de pusilanimidad. Porque los hombres grandes propenden siempre a ayudar a
los demás en sus cuitas, y se comparan sólo con los más capaces.
Desaliento repentino. Llanto. Por el contrario el desaliento repentino es la pasión que
causa LLANTO; está motivado por ciertos accidentes, como la repentina pérdida
de alguna esperanza vehemente o por algún fracaso de la propia fuerza. A ello
propenden aquellas personas que necesitan contar inexcusablemente con una ayuda
externa, como son las mujeres y los niños. Algunos lloran por la pérdida de
amigos; otros por su falta de amabilidad; otros, por la repentina paralización,
causada en sus pensamientos de venganza, por la reconciliación. Pero en todos
los casos ambas cosas, risa y llanto, son mociones repentinas. La costumbre las
elimina paulatinamente. Porque ningún hombre ríe de pasadas chocarrerías, ni
llora por calamidades ya lejanas.
Vergüenza. Rubor. El pesar causado
por el descubrimiento de cierto defecto de capacidad se denomina VERGÜENZA,
pasión que se delata en el RUBOR; consiste en la aprehensión de alguna cosa
poco honorable. En los jóvenes es un signo de la estima en que se tiene la
buena reputación, y por tanto, resulta apreciable. En los viejos es un signo de
lo mismo, pero como viene demasiado tarde, no es apreciable ya.
Impudicia. El desprecio por
la buena reputación se llama IMPUDICIA.
Lástima. El dolor que
causa una calamidad ajena se denomina LÁSTIMA, y se produce por la idea de que
una calamidad semejante puede ocurrirnos a nosotros mismos; esta es la razón de
que también se llame COMPASIÓN, y usando una frase de los tiempos presentes,
COMPAÑERISMO. Cuando se trata de calamidades que derivan de un gran desastre,
los mejores hombres sienten menos lástima, y ante la misma calamidad tienen
menos lástima aquellos que se sienten menos amenazados por ella.
Crueldad. El desprecio o
escaso sentimiento que inspira la desgracia ajena es lo que los hombres llaman
CRUELDAD, y procede de la seguridad de la propia fortuna. Porque yo no concibo
la posibilidad de que un hombre encuentre placer sustantivo en las grandes
desgracias de los demás.
Emulación. Envidia. La pena que
suscita el éxito de un competidor en riquezas, honor u otros bienes, cuando
va unida al propósito de robustecer nuestras propias aptitudes para igualar o
superar a aquél, se llama EMULACIÓN. Si se asocia con el propósito de suplantar
o poner obstáculos a un competidor, ENVIDIA.
Deliberación. Cuando en la mente del hombre surgen alternativamente
los apetitos y aversiones, esperanzas y temores que conciernen a una y la misma
cosa, y diversas consecuencias buenas y malas de nuestros actos u omisiones
respecto a la cosa propuesta acuden sucesivamente a nuestra mente, de tal modo
que a veces sentimos un apetito hacia ella, otras una aversión, en ocasiones
una esperanza de realizarla, otras veces una desesperación o temor de no
alcanzar el fin propuesto, la suma entera de nuestros deseos, aversiones,
esperanzas y temores, que continúan hasta que la cosa se hace o se considera
imposible, es lo que llamarnos DELIBERACIÓN.
En consecuecia, la deliberación no existe respecto de las
cosas pasadas, porque es manifiestamente imposible cambiar lo pasado; ni
tampoco de las cosas que sabemos que son imposibles, o, cuando menos, lo
imaginamos así, porque los hombres saben o piensan que tal deliberación es
vana. Pero de las cosas imposibles que suponemos posibles, podemos deliberar
porque no sabemos que ello es en vano. Y esto se llama deliberación, porque implica poner término a la libertad que
tenemos de hacer u omitir, de acuerdo con nuestro propio apetito o aversión.
Voluntad. En la deliberación,
el último apetito o aversión inmediatamente próximo a la acción o a la
omisión correspondiente, es lo que llamamos VOLUNTAD, acto (y no facultad) de querer. Los animales que tienen
capacidad de deliberación deben tener, también, necesariamente, voluntad. La
definición de la voluntad dada comúnmente por las Escuelas, en el sentido de
que es un apetito racional, es
defectuosa, porque si fuera correcta no podría haber acción voluntaria contra
la razón. Pero si, en lugar de un apetito racional, decimos un apetito que
resulta de la deliberación precedente, entonces la definición es la misma que
he dado aquí. Voluntad, por
consiguiente, es el último apetito en la
deliberación. Y aunque decimos, en el discurso común, que un hombre tuvo,
en cierta ocasión, voluntad de hacer una cosa, y que, no obstante, se abstuvo
de hacerla, esto es propiamente una inclinación que no constituye acción
voluntaria, porque la acción no depende de ello, sino de la última inclinación
o apetito. Si los apetitos intervinientes convirtieran en voluntaria una
acción, entonces, por la misma razón, todas las aversiones intervinientes
deberían hacer involuntaria la misma acción, y así, una y la misma acción,
seria, a la vez, las dos cosas: voluntaria e involuntaria.
Resulta,
así, manifiesto que no sólo son voluntarias las acciones que tienen su comienzo
en la codicia, en la ambición, en el deseo o en otros apetitos con respecto a
la cosa propuesta, sino también todas aquellas que se inician en la aversión o
en el temor de las consecuencias que suceden a la omisión.
Formas de dicción expresivas de las pasiones. Las formas de dicción
mediante las cuales se expresan las pasiones, son parcialmente idénticas y
parcialmente diferentes de aquellas por las cuales expresamos nuestros
pensamientos. En primer lugar, generalmente, todas las pasiones pueden ser
expresadas de modo indicativo, como
yo amo, yo temo, yo me alegro, yo
delibero, yo quiero, yo ordeno; pero algunas de ellas tienen sus
expresiones particulares que, no obstante, no son afirmaciones, a menos que
sirvan para llegar a otras conclusiones distintas de las de la pasión de la
cual proceden. La deliberación puede expresarse, también, de modo subjuntivo, lo cual implica una
expresión propia para significar suposiciones, con sus consecuencias como: si se hace esto, entonces sucederá aquello; y
no difiere del lenguaje del razonamiento, salvo en que el razonamiento se hace
en términos generales, mientras que la deliberación es, en la mayor parte de
los casos, de particulares.
El lenguaje del deseo y de la
aversión es imperativo, como: haz esto, no hagas aquello. Cuando el
interesado se obliga a hacer u omitir, existe un mandato; en otro caso, una súplica;
en algunos, un consejo. El
lenguaje de la vanagloria, de la indignación, de la lástima y del afán de
venganza es optativo. Del deseo de
saber hay una expresión peculiar que se llama interrogativa como: ¿qué es esto? ¿cuándo? ¿cómo? ¿cómo está
hecho? ¿por qué? Yo no conozco otro lenguaje de las pasiones. Porque las
maldiciones, juramentos e insultos, y otras formas semejantes, no tienen valor
como elementos de discurso, sino como mera palabrería.
Estas formas de dicción son
expresiones o significados voluntarios de nuestras pasiones: pero signos
ciertos no lo son, porque pueden ser usados arbitrariamente, ya sea que quienes
los usan tengan esas pasiones o no. Los mejores signos de las pasiones
presentes se encuentran o bien en el talante, o en los movimientos del cuerpo,
en las acciones, fines o propósitos que por otros conductos sabemos que son esenciales
al hombre.
Bien aparente. Mal aparente. Y como, en la deliberación, los
apetitos y aversiones surgen de la previsión de las consecuencias buenas y
malas, y de las secuelas de la acción sobre la cual deliberamos, el efecto
bueno o malo de ello depende de la previsión de una larga serie de
consecuencias, de las cuales raramente un hombre es capaz de ver hasta el
final. Por lejos que un hombre vea, si el bien, en tales consecuencias, supera
en magnitud al mal, la sucesión entera es lo que los escritores llaman bien aparente o semejante; y, contrariamente,
cuando el mal excede ,al bien, el conjunto es mal aparente o semejante; así quien, por experiencia o razón, tiene
las máximas y más seguras perspectivas de las consecuencias, delibera mejor por
sí mismo y es capaz, cuando quiera, de dar el mejor consejo a los demás.
Felicidad. El éxito continuo en la obtención de aquellas cosas que
un hombre desea de tiempo en tiempo, es decir, su perseverancia continua, es lo
que los hombres llaman FELICIDAD. Me refiero a la felicidad en esta vida; en
efecto, no hay cosa que dé perpetua tranquilidad a la mente mientras vivamos
aquí abajo, porque la vida raras veces es otra cosa que movimiento, y no puede
darse sin deseo y sin temor, como no puede existir sin sensaciones. Qué género
de felicidad guarda Dios para aquellos que con devoción le honran, nadie puede
saberlo antes de gozarlo: son cosas que resultan, ahora, tan incomprensibles
como ininteligible parece la frase visión
beatífica de los escolásticos.
Elogio. Exaltación. La forma de dicción por medio de la cual
significan los hombres su opinión acerca de la bondad de una cosa, es el ELOGIO. Aquello con lo cual significan
la capacidad y la grandeza de una cosa, constituye la EXALTACIÓN. Y aquello con lo cual significan la opinión que tienen
de la felicidad de un hombre es lo que los griegos llamaban ma≈arismovz, expresión
para la cual carecemos de un nombre en nuestro idioma. Considero que con lo
dicho hay suficiente, para nuestro propósito, por lo que respecta a las pasiones.
CAPITULO VII DE LOS FINES O RESOLUCIONES DEL
DISCURSO
PARA TODOS los discursos,
gobernados por el afán de saber, existe, en último término, un fin, que
consiste en alcanzar o renunciar a algo. Y dondequiera que se interrumpa la
cadena del discurso, existe un fin circunstancial.
Juicio o sentencia final. Si el
discurso puramente mental, consiste en pensamientos disyuntivos de que la cosa
será o no será, o de que ha sido o no ha sido. Así dondequiera que
interrumpamos la cadena de un discurso humano, dejamos la presunción de que
será o no será; de si ha sido o no ha sido. A todo esto se denomina opinión. Y
así como existen apetitos alternativos, al deliberar respecto al bien y al mal,
así también hay una opinión alternativa en la busca de la verdad respecto al
pasado y al futuro. Y así como el último apetito en la deliberación se denomina
voluntad; así la última opinión en busca de la verdad del pasado y del futuro
se llama JUICIO o sentencia resolutiva y final de quien realiza el discurso.
Duda. Y como la serle completa de
los apetitos alternos, en la cuestión de lo bueno y lo malo, se llama
deliberación, así la serie completa de las opiniones que alternan en la
cuestión de lo verdadero y de lo falso, se llama DUDA.
Ningún discurso puede terminar en
el conocimiento absoluto de un hecho, pasado o venidero. Porque para conocer un
hecho, primero es necesaria la sensación, y luego la memoria. Y en cuanto al
conocimiento de las consecuencias, a lo que anteriormente he dicho que se
denomina ciencia, no es absoluto, sino condicional. Ninguno puede saber por
discurso que esto o aquello es, ha sido o será, porque ello supondría saber
absolutamente: sólo que si esto es, aquello es; o si esto ha sido, aquello ha
sido; o si esto será, aquello será, lo cual implica saber condicionalmente. Y
esta no es la consecuencia de una cosa con respecto a otra, sino del nombre de
una cosa con respecto a otro nombre de la misma cosa.
Ciencia. Por consiguiente cuando
el discurso se expresa verbalmente, y comienza con las definiciones de las
palabras, y avanza, por conexión de las mismas, en forma de afirmaciones
generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, el fin o la última suma se
denomina conclusión; y la idea mental con ello significada es conocimiento
condicional, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que
comúnmente se denomina CIENCIA.
Opinión. Pero si la primera base
de semejante discurso no está constituida por definiciones; o si las
definiciones no se conjugan correctamente unas con otras formando silogismos,
entonces el fin o conclusión continúa siendo OPINIÓN acerca de la verdad de
algo afirmado, aunque a veces con palabras absurdas o insensatas, sin
posibilidad de ser comprendidas.
Conciencia. Cuando dos o más
personas conocen uno y el mismo hecho, se dice que son CONSCIENTES de ello una
respecto a otra, lo cual equivale a conocer conjuntamente. Y como tales
personas son los mejores testigos respecto de los hechos mutuos o de los de un
tercero, fue y ha sido siempre repudiado como un acto censurable, para
cualquier hombre, hablar contra su conciencia, o corromper o forzar a otro para
proceder así. Tal es la causa de que el testimonio de la conciencia haya sido
siempre atendido con diligencia en todos los tiempos. Con posterioridad los
hombres hicieron uso de la misma palabra metafóricamente, para designar un
conocimiento de sus propios actos secretos, y de sus secretos pensamientos, y
así se dice retóricamente que la conciencia equivale a mil testigos. Por
último, quienes están vehementemente enamorados de sus propias opiniones y, por
absurdas que sean, tienden con obstinación a mantenerlas, dan a esas opiniones
suyas el nombre reverente de conciencia, como si les pareciera inadecuado
cambiarlas o hablar contra ellas; y así pretenden saber que son ciertas, cuando
saben a lo sumo que ello no pasa de una opinión.
Creencia. Fe. Cuando el discurso
de un hombre no comienza por definiciones, o bien se inicia por una
contemplación de sí propio, y entonces se llama opinión, o se apoya en
afirmaciones de otra persona, de cuya capacidad para conocer la verdad y de
cuya honestidad sincera no tiene la menor duda; entonces el discurso no
concierne tanto a la casa como a la persona, y la resolución se llama CREENCIA
y FE; fe en el hombre, creencia en dos cosas, en el hombre y en la verdad de lo
que él dice. Así que en la creencia hay dos opiniones, una de ellas de los
dichos del hombre, otra de su verdad. Tener fe en o confiar en, o creer en un
hombre, significan la misma cosa, a saber: una opinión acerca de su veracidad;
pero creer lo que se dice, significa sólo una opinión sobre la verdad de lo
dicho. Observemos que la frase yo creo en, como también la latina, credo in, y
la griega pisevuw
eviz, nunca se usan sino cuando se refieren a lo divino. En lugar de ello,
en otros escritos se dice yo creo en él, yo confío en él, yo tengo fe en él, yo
me apoyo en él; y en latín, credo illi,
Pido illi; en griego, pisevuw avuty; y
esta singularidad del uso eclesiástico de las palabras ha levantado muchas
disputas acerca del verdadero objeto de la fe cristiana.
Pero al decir creo en, como se
afirma en el Credo, no se significa la confianza en la persona, sino la
confesión y reconocimiento de la doctrina. Porque no sólo los cristianos, sino
toda clase de hombres creen de tal modo en Dios que consideran como verdad
cuanto se le atribuye, compréndanlo o no. Este es el máximo de fe y confianza
que una persona cualquiera puede tener. Pero no todos creen la doctrina del
Credo.
De aquí podemos inferir que
cuando creemos en la veracidad de lo que alguien afirma a base de argumentos
tomados no de la cosa misma, o de los principies de la razón natural, sino de
la autoridad y buena opinión que tenemos de quien lo ha dicho, entonces el que
dice o la persona en quien creemos o confiamos, y cuya palabra admitimos, es el
objeto de nuestra fe; y el honor hecho al creer, se hace a él solamente. Como
consecuencia, cuando creemos que las Escrituras son la palabra de Dios, no
teniendo revelación inmediata de Dios mismo, nuestra creencia, fe y confianza
están en la Iglesia, cuya palabra admitimos y a la que prestamos nuestra
aquiescencia. Y aquellos que creen en lo que un profeta les refiere en nombre de
Dios, admiten la palabra del profeta, le honran, y confían y creen en él,
recogiendo la verdad de lo que relata, ya sea un profeta verdadero o falso; y
así ocurre también con todo lo demás en historia. Porque si yo no creyera todo
lo que han escrito los historiadores sobre los actos gloriosos de Alejandro o
de César, no creo que el espíritu de Alejandro o de César tuvieran motivo
alguno para ofenderse por ello, ni ningún otro, salvo el historiador. Si Livio
dice que los dioses hicieron hablar una vez a una vaca y no lo creemos, no
desconfiamos de Dios, sino de Livio. Así es evidente que cualquiera cosa que
creamos, no por otra razón sino solamente por la que deriva de la autoridad de
los hombres y de sus escritos, ya sea comunicada o no por Dios, es fe en los
hombres solamente.
CAPITULO VIII DE LAS "VIRTUDES"
COMÚNMENTE LLAMADAS "INTELECTUALES" Y DE SUS "DEFECTOS"
OPUESTOS
Definición de las virtudes
intelectuales. Generalmente la virtud, en toda clase de asuntos, es algo que se
estima por su eminencia. Consiste en la comparación, porque si todas las cosas
fueran iguales en todos los hombres, nada sería estimado. Y por virtudes INTELECTUALES
se entiende, siempre, aquellas aptitudes de la mente que los hombres aprecian,
valoran y desearían poseer en sí mismos: comúnmente se comprenden bajo la
denominación de un buen talento, aunque la misma palabra talento se use también
para distinguir una cierta aptitud del resto de ellas.
Talento natural o adquirido.
Talento natural. Estas virtudes son de dos clases: naturales y adquiridas. Con
la denominación de naturales no significo lo que un hombre tiene desde su
nacimiento, porque entonces no posee sino sensaciones; en ello difieren los
hombres tan poco unos de otros, y de los animales, que no puede incluirse esa
cualidad entre las virtudes. Me refiero más bien a ese talento que se adquiere
solamente por el uso y la experiencia, sin método, cultura e instrucción. Ese
TALENTO NATURAL consiste principalmente en dos cosas: celeridad de la
imaginación (es decir, con respecto a otro), y sucesión rápida de un.
pensamiento, dirección certera hacia algún fin propuesto. Por lo contrario, una
imaginación lenta constituye el defecto o falta de inteligencia que comúnmente
se denomina PESADEZ, estupidez, y a veces con otros nombres que significan
lentitud de movimiento o dificultad de ser movido.
Buen talento o imaginación. Esta
diferencia de celeridad proviene de la diferencia de las pasiones humanas; unos
hombres aman y aborrecen unas cosas, otros otras; como consecuencia, ciertos
pensamientos humanos siguen un camino, y otros otro, y retienen y observan de
modo diferente las cosas que pasan a través de su imaginación. Y como en esta
sucesión de los pensamientos humanos no hay nada que observar en las cosas
sobre las cuales se piensa, sino es aquello en que una se asemeja o se
diferencia de otra, o para qué sirven, o cómo sirven para determinado
propósito, quienes observan su semejanza, en los casos en que esta cualidad
difícilmente es observada por otros, se dice que tienen un buen talento, con lo
cual, en esta ocasión, se significa una buena imaginación.
Buen juicio. Quienes observan esa
diferencia y desemejanza, actividad que se denomina distinguir, observar y
juzgar entre cosa y cosa, cuando este discernimiento no es fácil, se dice que
tiene un buen juicio, particularmente en materia de conversación y negocios.
Discreción. Cuando han de
discernirse tiempos, lugares y personas, esta virtud se denomina DISCRECIÓN. LO
primero, es decir, la fantasía, sin ayuda del juicio, no puede considerarse
como virtud; pero lo último, es decir, el juicio y la discreción reunidos se
recomiendan por sí mismos aun sin auxilio de la fantasía. Junto a la discreción
sobre tiempos, lugares y personas, que es indispensable para una buena
imaginación, se requiere, también, una aplicación frecuente de los pensamientos
con respecto a su fin; es decir, con respecto al uso que ha de hacerse de
ellos. Hecho esto, quienes poseen esta virtud, fácilmente encuentran
similitudes que no solamente resultan agradables para la ilustración de su
discurso y para exornarlo con nuevas y adecuadas metáforas, sino también por la
rareza de su invención. En cambio, sin ese sentido certero o dirección hacia el
fin, una gran imaginación no es sino una especie de locura; tal ocurre con
quienes iniciando un discurso se apartan de su propósito por alguna cuestión
que les viene a la mente, cayendo en tan abundantes y diversas digresiones y
paréntesis, que se extravían lamentablemente. No conozco ningún nombre especial
para este género de locura, pero su causa es, a veces, la falta de experiencia,
que hace parecer a un hombre nueva y rara una cosa que no lo es para los otros;
a veces la pusilanimidad, cuando lo que parece grande a uno, otros hombres lo
estiman baladí; y como todo lo que es nuevo y grande resulta, por consiguiente,
digno de expresión, aparta a un hombre gradualmente de la vía señalada a sus
discursos.
En un buen poema, ya sea épico o
dramático, como también en sonetos, epigramas y otras piezas, se requieren
ambas cosas, juicio e imaginación. Pero la imaginación debe ser preeminente;
porque tales obras deben agradar por su extravagancia, pero no desagradar por
su indiscreción.
En una buena historia la cualidad
eminente debe ser el juicio, porque la bondad consiste en el método, en la verdad y en la selección de las acciones más
dignas de ser conocidas. La imaginación no tiene ahí adecuado lugar si no
es para adornar el estilo.
En las oraciones laudatorias y en
las invectivas la, imaginación predomina, porque el fin propuesto no es la
verdad, sino el ensalzamiento o la denigración, lo cual se logra mediante
comparaciones nobles o viles. El juicio sugerirá qué circunstancias hacen un
acto laudable o reprobable.
En las exhortaciones e informes,
como la verdad o la simulación sirven mejor al designio propuesto, unas veces
interesa más el juicio y otras la fantasía.
En la demostración, en el consejo
y en toda busca rigurosa de la verdad, el juicio lo es todo, salvo en aquellas
ocasiones en que la comprensión necesita facilitarse por una semblanza
adecuada, caso en el cual precisa recurrir a la imaginación. En cuanto a las
metáforas, deben ser decididamente excluidas en este caso porque revelan una
simulación, y admitirlas en un consejo o razonamiento seria insensatez
manifiesta.
En un discurso cualquiera, si el
defecto de discreción es evidente, por extraordinaria que sea la imaginación,
el discurso entero será considerado corno un signo de falta de talento; nunca
ocurre esto cuando la discreción es manifiesta, aunque la imaginación resulte
pobre.
Los pensamientos secretos de un
hombre giran en torno a todas las cosas, santas y profanas, limpias, obscenas,
graves y ligeras, sin vergüenza ni desdoro; no ocurre lo mismo con el discurso
verbal, ya que el juicio debe tener en cuenta el lugar, el tiempo y las
personas. Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre
cosas sucias, porque su objeto no es agradar sino ser útil; pero que otro
hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas,
es como sí alguien sé presentara en una reunión después de haberse revolcado en
el fango. La diferencia consiste en la falta de discreción. En los casos de deliberada
disipación de la mente y en el circulo familiar, un hombre puede juzgar con los
sonidos y con las significaciones equívocas de las palabras, cosa que en
ocasiones es signo de extraordinaria fantasía. Pero en un sermón, o en público,
o ante personas desconocidas, o delante de aquellas a quienes reverenciamos,
tales juegos de palabras no pueden ser considerados sino como necedad
manifiesta; y la diferencia consiste una vez más en la falta de discreción. Así
que donde falta el ingenio, no es la imaginación lo que estorba, sino la falta
de discreción. Por consiguiente, el juicio sin imaginación es talento, pero la
fantasía sin juicio no lo es.
Prudencia. Cuando los
pensamientos de un hombre que se propone algo, giran en torno a una multitud de
cosas, y observa cómo pueden conducirle a tal designio, o qué designios pueden
conducirle a ello, si sus observaciones son de tal linaje que no pueden
considerarse fáciles o usuales, este talento de la persona en cuestión se
denomina PRUDENCIA, y depende en gran parte de la experiencia y memoria de
cosas análogas anteriores y de sus consecuencias. En esto no existe tanta
diferencia entre los hombres como la hay en sus fantasías y en sus juicios; en
efecto, la experiencia de los hombres de una misma edad no difiere grandemente
en orden a la cantidad, pero varía según las diferentes ocasiones, ya que cada
uno tiene sus particulares designios. Gobernar bien una familia y un reino no
son grados diferentes de prudencia, sino diferentes especies de negocios; del
mismo modo que diseñar un cuadro en pequeño o en grande, o en tamaño mayor que
el natural no implica sino grados diferentes de arte. Un esposo sencillo es más
prudente en los negocios de su propia casa que un consejero privado en los
asuntos de otro hombre.
Astucia. Si a la prudencia se
añade el uso de medios injustos o deshonestos, tales como los que usualmente
arbitra el hombre cuando siente temor o necesidad, nos encontramos con esa
especie de sabiduría tortuosa que se denomina ASTUCIA, y es un signo de pusilanimidad.
En efecto, la magnanimidad implica el desprecio de ayudas injustas o
deshonestas. Y lo que los latinos llaman versutia (traducido al inglés
shifting), que consiste en aceptar el peligro presente para evitar otro mayor,
como ocurre cuando alguien roba a uno para pagar a otro, es una astucia de
corto radio, lo que se llama versutia, derivado de versura, que significa tomar
dinero a usura para hacer frente al pago actual del interés.
Talento adquirido. En cuanto al
talento adquirido (me refiero al logrado por el método y la instrucción) no es
otra cosa que la razón; está fundado en el uso correcto del lenguaje, y produce
las ciencias. Pero de razón y de ciencia he hablado ya en los capítulos V y VI.
Las causas de esta diferencia de
talento se encuentran en las pasiones; y la diferencia de pasiones procede, en
parte, de la diferente constitución del cuerpo, y en parte de la distinta
educación. Porque si la diferencia procediese del temple del cerebro y de los
órganos de los sentidos tanto externos como internos, no habría menos
diferencia entre los hombres en cuanto a la vista, al oído y otros sentidos,
que en cuanto a su imaginación y a su discernimiento. La diferencia de talento
procede, por consiguiente, de las pasiones, que no solamente difieren por la
diversa complexión humana, sino, también, por sus diferencias en punto a
costumbres y educación.
Disipación. Locura. Las pasiones
que más que nada causan las diferencias de talento son, principalmente, un
mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo
lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir: al afán de poder. Porque las
riquezas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de poder.
Por tal razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es
lo que suele llamarse un indiferente, aunque, por lo demás, puede ser un hombre
tan cabal que sea incapaz de ofender a nadie, pero sin gran imaginación ni
adecuado juicio. Porque los pensamientos son, con respecto a los deseos, como
escuchas o espías, que precisa situar para que avizoren el camino hacia las
cosas deseadas. Toda la firmeza en los actos de la inteligencia y toda la
rapidez de la misma proceden de aquí. En efecto, no tener deseos es estar
muerto; tener pasiones débiles es pereza; apasionarse indiferentemente por
todas las cosas, DISIPACIÓN y distracción; y tener por alguna cosa pasiones más
fuertes y más vehementes de lo que es ordinario en los demás, es lo que los
hombres llaman LOCURA.
Existen clases tan diversas de
locura como de pasiones mismas. A veces la pasión, extraordinaria y
extravagante, procede de la defectuosa constitución de los órganos del cuerpo,
o de un daño que se le ha inferido; a veces el daño e indisposición de los
órganos lo causan la vehemencia o prolongada continuidad de la pasión. Pero en
ambos casos la locura es de una sola y la misma naturaleza.
La pasión, cuya violencia o
continuidad producen la locura, es, o bien una gran vanagloria, lo que
comúnmente se llama orgullo y alta estimación de si mismo, o un gran desaliento
o desánimo.
Rabia. El orgullo lanza al hombre
a la violencia, y su exceso es la locura, RABIA vehemente o FUROR. Y así ocurre
que un excesivo anhelo de venganza, cuando se hace habitual, perturba los
órganos y se convierte en rabia. El amor excesivo, con celos, se transforma en
rabia también. La exagerada opinión que un hombre tiene de sí mismo, cuando
siente la inspiración divina, por su sabiduría, por su enseñanza, sus maneras,
etc., se convierte en distracción y disipación. La misma cosa, asociada con la
envidia, se convierte en rabia; la opinión vehemente de la verdad de todas las
cosas, contradicha por los otros, engendra rabia también.
Melancolía. El abatimiento
provoca en el hombre temores inmotivados; es llamado comúnmente MELANCOLÍA y
tiene también manifestaciones diversas; por ejemplo, la frecuentación de
cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien
o a alguna cosa en concreto.
En suma, todas las pasiones que
producen una conducta extraña y desusada reciben, por lo general, el nombre de
locura. Pero de las diversas clases de ella quien quisiera tomarse la pena
podrá contar una legión, y si los excesos son locura, no hay duda de que las
pasiones mismas, cuando tienden al mal, son grados de ella.
Por ejemplo, aunque el efecto de
la locura en quienes creen hallarse inspirados, no siempre es visible en una
persona por una acción extravagante que proceda de tales pasiones, cuando
varias personas obedecen a una de esas inspiraciones, la rabia de la multitud
entera es bastante visible, Porque ¿qué mayor prueba de locura que increpar,
herir y lapidar vuestros mejores amigos?: y esto es lo menos que semejante
multitud puede hacer. Esa multitud increpará, combatirá y aniquilará a aquellos
que en tiempos pasados de su vida les aseguraron contra el mal. Y si esto es
locura en la multitud, lo mismo ocurre con et hombre particular. Porque, como
en 'medio del mar, aunque un hombre no perciba el rumor del agua que le rodea,
está bien seguro de que esta porción contribuye al rumor de las olas, tanto
como cualquiera otra parte del mar entero, así, aunque no percibamos una gran
inquietud en uno o en dos hombres, podemos estar seguros que sus pasiones
singulares son parte de la agitación que anima a una nación turbulenta. Y si no
existiera nada que manifestara su locura, por lo menos la pretensión misma de
asignarse tal inspiración, es prueba suficiente de ello. Si un habitante de
Bedlam os entretuviera en términos pretenciosos, y al despediros quisierais
saber quién es, para corresponder más tarde a su atención, y os dijera que es
Dios Padre, pienso que no necesitaríais esperar ninguna otra acción
extravagante para tener una prueba de su locura.
Este sentido de la inspiración,
llamado comúnmente espíritu particular, se inicia con mucha frecuencia en el
hallazgo o percepción de un error en que generalmente incurren los demás; y no
sabiendo o no recordando por qué conducto de razón llegan a una verdad tan
singular (como ellos lo piensan, aunque lo que descubren sea, en muchos casos,
una sinrazón), actualmente se admiran a sí mismos, suponiendo que se encuentran
en posesión de la gracia del Todopoderoso que les ha revelado esa verdad, de
modo sobrenatural, por su Espíritu.
Que a su vez esta locura no es
otra cosa sino la muestra de una excesiva pasión, se advierte por los efectos
del vino, muy semejantes a los de la mala disposición de los órganos. Porque la
manera de conducirse los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de
los locos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo
extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el
vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la
deformidad de las pasiones. Ni los hombres más sobrios, cuando caminan solos,
dando rienda suelta a su imaginación, tolerarían que la extravagancia de sus
pensamientos fuera públicamente advertida: lo cual es una confesión de que las
pasiones sin guía son, en la mayor parte de los casos, mera locura.
Lo mismo en tiempos pasados que
en otros más cercanos, las opiniones del mundo concernientes a la causa de la
locura han sido dos. Algunos la hacen derivar de las pasiones; otros, de los
demonios o espíritus, tanto buenos como malos, pensando que esos entes son
susceptibles de agitar sus órganos en tan extraña e Inconsiderada manera como
suele ocurrir a los locos. Los primeros llaman a tales hombres locos; pero los
últimos les denominan demoníacos (es decir, poseídos por los espíritus); a
veces energúmenos (es decir, agitados o movidos por los espíritus); y ahora en
Italia se les llama no solamente pazzi
o locos, sino también spiritati, o
posesos.
Hubo una vez una gran afluencia
de gente en Abdera, ciudad de los griegos, durante la representación de la
tragedia de Andrómeda, en un día extraordinariamente caluroso; como
consecuencia de ello una gran parte de los espectadores contrajo fiebres,
accidente causado por el calor y por la tragedia juntamente, y no hacían otra
cosa sino pronunciar yámbicos con los nombres de Perseo y Andrómeda; esto,
juntamente con la fiebre, quedó curado con el advenimiento del invierno.
Decíase que esta locura procedía de la pasión suscitada por la tragedia. Del
mismo modo cayó sobre dicha ciudad griega una racha de locura que afectaba
solamente a las jóvenes doncellas e inducía a muchas de ellas a ahorcarse.
Supúsose por muchos que esta locura era acto del demonio. Pero hubo quien
sospechó que el hastío de la vida sentido por las jóvenes podía proceder de
cierta pasión de la mente, y suponiendo que estimaban en más su honor, aconsejó
a los magistrados que desnudaran a las interesadas y las dejasen colgar
desnudas. De este modo dice la historia que curaron su locura. Pero por otro
lado los mismos griegos atribuían frecuentemente la locura unas veces a la
actuación de las Euménides o Furias; otras, a Ceres, a Febo y a otros dioses.
Muchas cosas atribuían entonces los hombres a los fantasmas, suponiéndoles
cuerpos aéreos vivientes, y en general los llamaban espíritus. Los romanos, en
esto, tenían la misma opinión que los griegos, y así ocurrió también con los
judíos. Llamaban éstos a los profetas locos o demoníacos, según los
considerasen inspirados por espíritus buenos o malos; y algunos de ellos
llamaban a ambos, profetas y demoníacos, hombres locos; y otros llaman al mismo
hombre las dos cosas, demoníaco y loco. En cuanto a los gentiles no puede esto
causar extrañeza, porque las enfermedades y la salud, los vicios y las virtudes
y muchos accidentes naturales eran denominados y conjurados por ellos como
demonios; así que cualquiera comprendía bajo la denominación de demonio lo
mismo una fiebre que un diablo. Pero que los judíos tengan tal opinión es algo
extraño, porque ni Moisés ni Abraham pretendían profetizar por la posesión de
un espíritu, sino por la voz de Dios o por la visión o ensueño. Ni existe,
tampoco, cosa alguna en su ley moral o ceremonial, por la cual pueda
pretenderse que existiera tal entusiasmo o posesión. Cuando se dice que Dios
(Num., 11, 25) tomó el espíritu que había en Moisés y lo dio a los setenta más
ancianos, el espíritu de Dios (considerándolo como la sustancia de Dios) no
queda por ello dividido. Las Escrituras, al decir espíritu de Dios en el
hombre, significan un espíritu humano propenso a lo divino. Y donde se dice
(Ex., 28, 3) a aquel a quien he henchido con el espíritu de la sabiduría para
que haga vestidos a Aarón, no quiere decirse que se haya imbuido en él un
espíritu que pueda hacer vestidos. sino la sabiduría de sus propios espíritus
en este género de trabajo. En el mismo sentido cuando el espíritu del hombre
produce acciones impuras, se llama ordinariamente espíritu impuro; y así se
habla también de otros espíritus, por lo menos cuando la verdad y el vicio son
de tal naturaleza que resultan extraordinarios y eminentes. Tampoco los otros
profetas del Antiguo Testamento pretendieron estar inspirados o que Dios
hablara por ellos, sino que se les manifestara mediante la voz, visión o
ensueño. Y el peso del Señor, no era posesión sino orden o mando. ¿Cómo
pudieron los judíos caer en esta idea de la posesión? Yo no me imagino razón
alguna sino la que es común a todos los hombres, especialmente el anhelo de
curiosidad por buscar las causas naturales, y su empeño de situar la felicidad
en la adquisición de los grandes placeres de los sentidos, y en las cosas que
más inmediatamente conducen a ellos. En efecto, quienes ven ciertas
excelencias, desastres y defectos en una mente humana, a menos que no se den
cuenta de la causa que pudo probablemente originarlos, difícilmente pensarán
que sea cosa natural, y si no es natural, habrá de ser sobrenatural; y entonces
¿qué puede haber sino Dios o el demonio en ellos? De aquí que cuando nuestro
Salvador (Mr., 3, 21) se hallaba rodeado por la multitud, sus familiares
sospechaban que estuviera loco y salieron de casa para detenerle. Pero los
escribas decían (Jn 10, 20) que tenía a Belzebú, y que gracias a él expulsaba a
los demonios, como si el loco más grande empujara a los más pequeños. Así en el
Antiguo Testamento aquel que vino a ungir a Jehú (2 R., 9, 11), era un profeta;
pero alguno de los circunstantes preguntó: Jehú ¿qué viene a hacer ese loco?
Así que, en suma, es manifiesto que todo aquel que se comporta de un modo
extraordinario, era considerado por los judíos como poseído bien por un dios,
bien por un espíritu maligno; exceptuábanse los saduceos, quienes, por otra
parte, erraban tanto que no creían en absoluto en la existencia de los
espíritus (lo cual no dista mucho de inducir al ateísmo); y a causa de esto,
acaso, los demás, propendían a denominar a tales hombres demoníacos, más bien
que locos.
Pero ¿por qué nuestro Salvador
procedió en la curación de ellos como si estos hombres fueran posesos, y no
como si fuesen locos? A ello no puedo dar otro género de respuesta sino el que
se da a quienes tratan de utilizar análogamente la Escritura contra la opinión
del movimiento de la tierra. La Escritura fue escrita para mostrar a los
hombres el reino de Dios, y para preparar sus espíritus para ser sus súbditos
obedientes, abandonando el mundo, y la filosofía a él referente, a la disputa
de los hombres, para ejercicios de su razón natural. Que las tierras o los
soles en su movimiento creen el día y la noche; que las acciones exorbitantes
de los hombres procedan de la pasión o del demonio (con tal de que no le
rindamos culto) es lo mismo, por lo que se refiere a nuestra obediencia y
sumisión a la Omnipotencia divina, objeto para el cual fue escrita la
Escritura. En cuanto a que nuestro Salvador hablase a la enfermedad como a una
persona, es la frase usual de todos aquellos que curan solamente por la
palabra, como lo hizo Cristo (y como pretenden hacerlo los encantadores, ya
invoquen al diablo o no). Porque ¿no se dice que Cristo increpó también (Mt.,
8, 26) a los vientos? ¿no se le atribuye igualmente (Lc., 4, 39) haber
recriminado a la fiebre? Sin embargo, esto no permite argüir que una fiebre sea
un demonio. Y cuando se dice que muchos de estos demonios confesaron a Cristo,
el pasaje en cuestión no debe interpretarse necesariamente de otro modo sino en
el sentido de que aquellos locos lo confesaron. Y cuando nuestro Salvador (Mt.,
12, 43) habla de un espíritu impuro, que habiendo salido de un hombre va
errando por el desierto, en busca de descanso y sin hallarlo, y vuelve al mismo
hombre, en compañía de otros siete espíritus peores que él mismo, esto es
evidentemente una parábola, refiriéndose a un hombre que después de haberse
esforzado tenuemente por despojarse de sus deseos, fue vencido por la potencia
de ellos y se hizo siete veces peor de lo que era. Así que yo no veo
absolutamente nada en la Escritura que obligue a creer que los demoníacos eran
otra cosa que locos.
Palabras sin sentido. Y todavía
existe otro defecto en los discursos de algunas personas, que puede ser
enumerado entre las especies de locura: nos referimos al abuso de palabras de
que anteriormente he hablado, en el capítulo V, bajo la denominación de
absurdas. Tal ocurre cuando los hombres expresan palabras que reunidas unas con
otras carecen de significación, no obstante lo cual las gentes, sin comprender
sus términos, las repiten de modo rutinario, y son usadas por otros con la
intención de engañar mediante la oscuridad que hay en ellas. Ocurre esto
solamente a aquellos que conversan sobre temas incomprensibles, como los escolásticos,
o sobre cuestiones de abstrusa filosofía. El común de las gentes raramente dice
palabras sin sentido, y esta es la razón de que esas otras egregias personas
las tengan por idiotas. Pero para asegurarnos de que sus palabras carecen de
contenido correspondiente en su espíritu, habríamos de citar algunos ejemplos;
si alguien lo requiere, que tome por su cuenta un escolástico y vea si puede
traducir cualquier capítulo concerniente a un punto difícil. como la Trinidad,
la Deidad, la naturaleza de Cristo, la transubstanciación, el libre albedrío,
etc., a alguna de las lenguas modernas, para hacerlo inteligible, o en un latín
tolerable como el que nos dieron a conocer quienes vivieron cuando el latín era
una lengua común. ¿Qué significan estas palabras: La causa primera, en razón de
la subordinación esencial de las causas segundas, no necesita introducir algo
en éstas, por medio de lo cual pueda ayudarlas a obrar? Tal es la traducción
del título del capítulo sexto de Suárez, libro primero, Del Concurso. del
movimiento y de la ayuda de Dios. Cuando los hombres escriben volúmenes enteros
acerca de tales necedades ¿no están locos o tratan de volver locos a los demás?
Particularmente en el problema de la transubstanciación. Cuando, después de
haber pronunciado determinadas palabras como blancura, redondez, magnitud,
cualidad, corruptibilidad, se dice que todo esto que es incorpóreo pasa de la
Hostia al Cuerpo de nuestro bendito Salvador ¿no prueban con todas aquellas
terminaciones abstractas que hay otros tantos espíritus que poseen su cuerpo?
Por espíritus entienden estas gentes, en efecto, cosas que siendo incorpóreas
se mueven, no obstante, de un lugar a otro. De modo que este género de absurdos
puede correctamente ser incluido entre las diversas especies de locura; y todo
el tiempo en que, guiados por pensamientos claros de sus pasiones mundanas, se
abstienen de discutir o de escribir así, no son sino intervalos de lucidez. Y
así ocurre con muchas de las virtudes y defectos intelectuales.
CAPITULO IX DE LAS DISTINTAS "MATERIAS"
DEL "CONOCIMIENTO"
HAY DOS clases de CONOCIMIENTO:
uno es el conocimiento de hecho, y otro el conocimiento de la consecuencia de
una afirmación con respecto a otra. El primero no es otra cosa sino sensación y
memoria, y es conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un hecho o
recordamos que se hizo; de ese género es el conocimiento que se requiere de un
testigo. El último se denomina ciencia y es condicional, como cuando sabemos
que si determinada figura es un círculo, toda línea recta que pase por el
centro debe dividirla en dos partes iguales. Este es el reconocimiento
requerido de un filósofo, es decir, de quien pretende razonar.
El registro del conocimiento de
hecho se denomina historia natural, que es la historia de aquellos hechos o
efectos de la Naturaleza que no dependen de la voluntad humana; tales son las
historias de metales, plantas, animales, y otras cosas semejantes. La otra es
historia civil, que es la historia de las acciones voluntarias de los hombres
constituidos en Estado.
Los registros de la ciencia son
los libros que contienen las demostraciones de la consecuencia de una
afirmación con respecto a otra, y es lo que se llama comúnmente libros de
filosofía. De ellos existen diversas especies según la diversidad de la
materia, y pueden dividirse tal como lo he hecho en la siguiente tabla:
CAPITULO X DEL "PODER", DE LA
"ESTIMACIÓN", DE LA "`DIGNIDAD", DEL "HONOR" Y
DEL "TITULO A LAS COSAS"
EL PODER de un hombre
(universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener
algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental.
Poder. Poder natural es la
eminencia de las facultades del cuerpo o de la inteligencia, tales como una
fuerza, belleza, prudencia, aptitud, elocuencia, liberalidad o nobleza
extraordinarias. Son instrumentales aquellos poderes que se adquieren mediante
los antedichos, o por la fortuna, y sirven como medios e instrumentos para
adquirir más, como la riqueza, la reputación, los amigos y los secretos designios
de Dios, lo que los hombres llaman buena suerte. Porque la naturaleza del poder
es, en este punto, como ocurre con la fama, creciente a medida que avanza; o
como el movimiento de los cuerpos pesados, que cuanto más progresan tanto más
rápidamente lo hacen. El mayor de los poderes humanos es el que se integra con
los poderes de varios hombres unidos por el consentimiento en una persona
natural o civil; tal es el poder de un Estado; o el de un gran número de
personas, cuyo ejercicio depende de las voluntades de las distintas personas
particulares, como es el poder de una facción o de varias facciones coaligadas.
Por consiguiente, tener siervos es poder; tener amigos es poder, porque son
fuerzas unidas. También la riqueza, unida con la liberalidad, es poder, porque
procura amigos y siervos. Sin liberalidad no lo es, porque en este caso la
riqueza no protege, sino que se expone a las asechanzas de la envidia.
Reputación de poder es poder,
porque con ella se consigue la adhesión y afecto de quienes necesitan ser
protegidos.
También es, por la misma razón,
la reputación de amor que experimenta la nación por un hombre (lo que se llama
popularidad).
Por consiguiente, cualquiera
cualidad que hace a un hombre amado o temido de otros, o la reputación de tal cualidad,
es poder, porque constituye un medio de tener la asistencia y servicio de
varios.
El éxito es poder, porque da
reputación de sabiduría o buena fortuna, lo cual hace que los hombres teman o
confíen en él.
La afabilidad de los hombres que
todavía están en el poder, es aumento de poder, porque engendra cariño.
La reputación de prudencia en la
conducta de la paz y de la guerra, es poder, porque a los hombres prudentes les
encomendamos el gobierno de nosotros mismos más gustosamente que a los demás.
Nobleza es poder, no en todo
lugar, sino solamente en los Estados donde tiene privilegios: porque en tales
privilegios consiste el poder.
Elocuencia es poder, porque se
asemeja a la prudencia.
Las buenas maneras son poder,
porque siendo un don de Dios, recomiendan a los hombres el favor de las mujeres
y extraños.
Las ciencias constituyen un poder
pequeño, porque no es eminente, y por tanto no es reconocido por todos. Ni está
en todos, sino en unos pocos, y en ellos sólo en pocas cosas. En efecto, la ciencia
es de tal naturaleza, que nadie puede comprenderla como tal, sino aquellos que
en buena parte la han alcanzado.
Las artes de utilidad pública
como fortificación, confección de ingenios y otros artefactos de guerra son
poder, porque favorecen la defensa y confieren la victoria. Y aunque la
verdadera madre de ellas es la ciencia, particularmente las Matemáticas, como
son dadas a la luz por la mano del artífice, resultan estimadas (en este caso
la partera pasa por madre) como producto suyo.
Estimación. El valor o ESTIMACIÓN
del hombre, es, como el de todas las demás cosas, su precio; es decir, tanto
como sería dado por el uso de su poder. Por consiguiente, no es absoluto, sino
una consecuencia de la necesidad y del juicio de otro. Un hábil conductor de soldados
es de gran precio en tiempo de guerra presente o inminente; pero no lo es en
tiempo de paz. Un juez docto e incorruptible es mucho más apreciado en tiempo
de paz que en tiempo de guerra. Y como en otras cosas, así en cuanto a los
hombres, no es el vendedor, sino el comprador quien determina el precio. Porque
aunque un hombre (cosa frecuente) se estime a sí mismo con el mayor valor que
le es posible, su valor verdadero no es otro que el estimado por los demás.
La manifestación del valor que
mutuamente nos atribuimos. es lo que comúnmente se denomina honor y deshonor.
Estimar a un hombre en un elevado precio es honrarle; en uno bajo, deshonrarle.
Pero alto y bajo en este caso deben ser comprendidos con relación al tipo que
cada hombre se asigna a sí mismo.
Dignidad. La estimación pública
de un hombre, que es el valor conferido a él por el Estado, es lo que los
hombres comúnmente denominan DIGNIDAD. Esta estimación de él por el Estado se
comprende y expresa en cargos de mando, judicatura empleos públicos, o en los
nombres y títulos introducidos para distinguir semejantes valores.
Elogiar a otro por una ayuda de
cualquier género es honrarlo, porque expresa nuestra opinión de que posee una
fuerza capaz de ayudar; y cuanto más difícil es la ayuda, tanto más alto es el
honor.
Honrar y deshonrar. Obedecer es
honrar, porque ningún hombre obedece a quien no puede ayudarle o perjudicarle.
Y en consecuencia, desobedecer es deshonrar.
Hacer grandes dones a un hombre
es honrarlo, porque ello significa comprar su protección y reconocer su poder.
Hacer pequeños dones es deshonrarlo, porque constituyen limosnas, y dan idea de
la necesidad de ayudas pequeñas. Ser solícito en promover el bien de otro, así
como adularle, es honrarlo, porque constituye un signo de que buscamos su
protección o ayuda. Desatenderlo es deshonrarlo.
Ceder el paso o el lugar a otro
en cualquiera cuestión, es honrarlo, porque constituye el reconocimiento de un
mayor poder. Hacerle frente es deshonrarlo.
Mostrar cualquier signo de amor o
temor a otro es honrarlo; porque ambas cosas, amor y temor, implican aprecio.
Suprimir o disminuir el amor o el temor, más de lo que el interesado espera, es
deshonrarle, y, en consecuencia, estimarlo en poco.
Apreciar, exaltar o felicitar es
honrar, porque nada se aprecia como la bondad, el poder y la felicidad.
Despreciar, injuriar o compadecer es deshonrar.
Hablar a otro con consideración,
aparecer ante él con decencia y humildad es honrarle, porque constituye un
signo del temor de ofenderlo. Hablarle ásperamente, hacer ante él algo obsceno,
reprobable, impúdico, es deshonrarle.
Creer, confiar, apoyarse en otro,
es honrarle, pues revela una idea de su virtud y de su poder. Desconfiar o no
creer en él, es deshonrarle.
Solicitar el consejo de un hombre
o sus discursos, cualesquiera que sean, es honrarle, porque denotamos pensar
que es sabio, o elocuente, o sagaz. Dormitar o pasar de largo, o hablar
mientras otro habla, es deshonrarlo.
Hacer tales cosas a otro que él
considere como signos de honor, o que así lo sean según la ley de la costumbre,
es honrarle; porque aprobando el honor hecho por otros, se reconoce el poder
que otros le confieren. Rehusarlas, es deshonrar.
Coincidir en opinión con alguien
es honrarle, pues implica un modo de aprobar su juicio y sabiduría. Disentir es
deshonrarle y tacharle de error, o si el disentimiento afecta a muchas cosas,
de locura. Imitar es honrar, porque implica aprobar de modo vehemente. Imitar
al enemigo es deshonrarle.
Honrar a aquel a quienes otros
honran, es honrar a éstos, como signo de aprobación de su juicio. Honrar a sus
enemigos es deshonrarle.
Tomar consejo de alguien, o
utilizarlo en acciones difíciles, es honrarle, pues ello constituye un signo
que revela su sabiduría u otro poder. Negarse a emplear, en casos semejantes, a
quienes desean ser utilizados, es deshonrarles.
Todas estas vías de estimación
son naturales, tanto con Estados como sin ellos. Pero como, en los Estados,
aquel o aquellos que tienen la suprema autoridad pueden hacer lo que les
plazca, y establecer signos de honor, existen también otros honores.
Un soberano hace honor a un
súbdito con cualquier título, oficio, empleo o acción que él mismo estima como
signo de su voluntad de honrarle. El rey de Persia honró a Mordecay cuando
dispuso que fuera conducido por las calles, con las vestiduras regias, sobre
uno de los caballos del rey, con una corona en su cabeza, y un príncipe ante
él, proclamando: Así se hará con aquel a quien el rey quiera honrar. Y otro rey
de Persia, o el mismo en otro tiempo, a un súbdito que por cierto gran servicio
solicitaba llevar uno de los vestidos del rey, le otorgó lo que pedía, pero
añadiendo que debería llevarlo como bufón suyo; y esto era deshonor.
Así, la fuente del honor civil
está en el Estado, y depende de 'la voluntad del soberano; por tal razón es
temporal, y se llama honor civil: eso ocurre con la magistratura, con los
cargos públicos, con los títulos y, en algunos lugares, con los uniformes y
emblemas. Los hombres honran a quienes los poseen, porque son otros tantos
signos del favor del Estado; este favor es poder.
Honorable. Honorable es cualquier
género de posición, acción o calidad que constituye argumento y signo del
poder.
Deshonroso. Por consiguiente, ser
honrado, querido de muchos, es honorable, porque ello constituye expresión de
poder. Ser honrado por pocos o por ninguno, es deshonroso.
Dominio y victoria son cosas
honorables porque se adquieren por la fuerza; y la servidumbre, por necesidad o
temor, es deshonrosa.
La buena fortuna (si dura) es
honorable, como signo que es del favor de Dios. La mala fortuna y el infortunio
son deshonrosos. Los ricos son honorables porque tienen poder. La pobreza es
deshonrosa. La magnanimidad, la liberalidad, la esperanza, el valor, la
confianza, son honorables porque proceden de la conciencia del poder. La
pusilanimidad, la parsimonia, el temor y la desconfianza, son deshonrosas.
La resolución oportuna, o la
determinación de lo que una persona tiene que hacer, es honorable, porque
implica el desprecio de las pequeñas dificultades y peligros. La irresolución
es deshonrosa, como signo que es de conceder valor excesivo a pequeños
impedimentos y a pequeñas ventajas: porque cuando un hombre ha pensado las
cosas tanto tiempo como le es permitido, y no resuelve, la diferencia de
ponderación es pequeña; y por consiguiente si no resuelve, sobrestima las cosas
pequeñas, lo cual es pusilanimidad. Todas las acciones y conversaciones que
proceden o parecen proceder de una gran esperanza, discreción o talento, son
honorables, porque todas ellas son poder. Las acciones o palabras que proceden
del error, ignorancia o locura, son deshonrosas.
La gravedad, en cuanto parece
proceder de una mente empleada también en otras cosas, es honorable, porque esa
dedicación es un signo de poder. Pero si parece proceder de un propósito de
simular gravedad, es deshonroso. Porque la gravedad del primero es como la de
un barco cargado con mercancías, mientras que la del último es como la de un
barco que lleva un lastre de arena o de otro inútil cargamento.
Ser distinguido, es decir,
conocido por las riquezas, los cargos, las acciones grandes o la bondad
eminente, es honorable, porque constituye un signo del poder de quien es
distinguido. Por el contrario, la obscuridad es deshonrosa.
Descender de padres distinguidos
es honorable, porque así se obtiene más fácilmente la ayuda y las amistades de
los antecesores. Por el contrario, descender de una parentela obscura, es
deshonroso.
Las acciones que proceden de la
equidad y van acompañadas de pérdidas, son honorables, porque son signos de
magnanimidad, y la magnanimidad es un signo de poder. Por el contrario la
astucia, la falta de equidad, son deshonrosas.
La codicia de grandes riquezas, y
la ambición de grandes honores, son honorables, como signos de poder para
obtenerlas. La codicia y ambición de pequeñas ganancias o preeminencias, es
deshonrosa.
No altera el caso del honor el
hecho de que una acción (por grande y difícil que sea y, aunque por
consiguiente, revele un gran poder) sea justa e injusta: porque el honor
consiste solamente en la opinión del poder. Por esa razón los antiguos épicos
no pensaban que deshonraban, sino que honraban a los dioses cuando los
introducían en sus poemas, cometiendo raptos, hurtos y otros actos grandes,
pero injustos o poco limpios. Nada es tan célebre en Júpiter como sus
adulterios; ni en Mercurio como sus robos; de los elogios que se le hacen en un
himno de Hornero, el mayor es que habiendo nacido en la mañana, inventó la
música a mediodía, y antes de la noche robó el rebaño de Apolo a sus pastores.
Así, entre los hombres, hasta que
se constituyeron los grandes Estados, no se consideraba como deshonor ser
pirata o salteador de caminos, sino que más bien se estimaba éste como un
negocio lícito, no sólo entre los griegos, sino también en todas las demás
naciones: así lo prueba la historia de los tiempos antiguos. Y al presente, en
esta parte del mundo, los duelos privados son, y serán siempre, honorables,
aunque ilegales, hasta que venga un tiempo en que el honor ordene rehusar, y
arroje ignominia sobre quienes los efectúen. Porque los duelos también son,
muchas veces, efecto del valor, y la base del valor está siempre en la
fortaleza o en la destreza, que son poder, aunque, en la mayor parte de los
casos, son efecto de conversaciones ligeras y del temor al deshonor en uno o en
ambos contendientes, los cuales, agitados por la cólera, deciden pelear entre
sí para no perder la reputación.
l3lasones. Los escudos y blasones
hereditarios son honorables cuando llevan consigo eminentes privilegios. No lo
son en otros casos, porque su poder radica bien en tales privilegios, o en las
riquezas, o en ciertas cosas que son estimadas en los demás hombres. Este
.género de honor, comúnmente llamado nobleza, deriva sin duda de los antiguos
germanos, porque nunca se conocía tal cosa donde las costumbres germanas eran
ignoradas; ni ahora se usa en ninguna parte donde antes no habitaran los
germanos. Cuando los antiguos caudillos griegos partían para la guerra,
pintaban sus escudas con las divisas que eran de su agrado; un escudo sin
emblema era signo de pobreza y de ser un soldado común; pero los griegos no
admitían la tradición de esos signos por herencia. Los romanos transmitieron
los emblemas de sus familias, pero eran las imágenes y no las divisas de sus
antepasados. Entre los pueblos de Asia, Africa y América no existían ni existen
nunca semejantes cosas. Solamente los germanos tuvieron esta costumbre; de
ellos derivó a Inglaterra, Francia, España e Italia cuando, en gran número,
ayudaron a los romanos, o hicieron conquistas propias en aquellas comarcas
occidentales del mundo.
En cuanto a Germania, más antigua
que todas las demás naciones, y dividida en sus comienzos en un infinito número
de pequeños señores, jefes o familias, continuamente hallábanse éstos en guerra
entre sí. Tales señores o jefes, principalmente para que, cuando iban armados,
pudieran ser reconocidos por sus secuaces, y también por vía de ornato,
llevaban pintadas sobre su armadura, su escudo o su ropaje, la efigie de algún
animal o de otro objeto; y así también ponían alguna marca ostensible y manifiesta
en la cimera de sus yelmos. Y este ornamento de las dos cosas, armas y cimeras,
se transmitía por herencia hasta sus hijos, al primogénito en toda su pureza, y
al resto con alguna nota de diversidad, que el Herealt, como dicen en alemán,
juzgaba conveniente. Ahora bien, cuando varias de estas familias, reuniéndose,
formaron una gran monarquía, esta misión del heraldo, que consistía en
distinguir los escudos, se convirtió en un cargo privado independiente. Estos
señores constituyen el origen de la más grande y antigua nobleza; en la mayor
parte de los casos llevaban como emblema seres señalados por su valor o afán de
rapiña, o castillos, almenas, tiendas, armas, empalizadas y otros signos de
guerra; porque ninguna otra virtud era tan estimada como la virtud militar.
Posteriormente, no sólo los reyes, sino los Estados populares otorgaron
diversas clases de escudos, a quienes iban a la guerra o volvían de ella, para
estimularles o recompensar sus servicios, Cualquier lector perspicaz podrá
encontrar estas alusiones en las antiguas historias de griegos y latinos, con
referencia a la nación alemana, y a las maneras germanas contemporáneas del
historiador.
Títulos de honor. Los títulos de
honor, tales como los de duque, conde, marqués y barón son honorables, porque
expresan la estimación que el poder soberano del Estado les otorga. Estos
títulos fueron, en tiempos antiguos, títulos de cargos y de mando, algunos
derivados de los romanos, otros de los germanos y franceses. Duques, en latín
duces, eran generales en guerra; condes, comités, eran los compañeros o amigos
de los generales, y se les encargaba gobernar y defender las plazas
conquistadas y pacificadas; los marqueses, marchiones, fueron condes que
gobernaban las marcas o fronteras del Imperio. Tales títulos de duque, conde y
marqués fueron introducidos en el Imperio, hacia la época de Constantino el
Grande, 'a usanza de las militia germanas. Pero barón parece haber sido titulo
de las Galias, y significa hombre grande; constituían los barones la guardia de
reyes o príncipes, quienes en la guerra los tenían siempre cerca de sus
personas; parece derivar de nir a ber y bar, y significaba lo mismo, en el lenguaje de las Galias, que vir en latín; de aquí se derivan bero y baro, de modo que tales hombres fueron
llamados berones, y después barones, en español barones. Quien desee tener más
detalles acerca del origen de los títulos de honor, puede encontrarlos, como yo
lo he hecho, en el excelente tratado que sobre esta materia ha escrito Mr.
Selden. Andando el tiempo, con ocasión de disturbios o por razones de buen
gobierno, estos cargos de honor fueron convertidos en meros títulos; en su
mayor parte servían para distinguir la preeminencia, lugar y orden de los
súbditos en el Estado, y así se nombraron duques, condes, marqueses y barones
de lugares donde tales personas no tenían posesión ni cargo; otros títulos
tuvieron también el mismo fin.
Dignidad. Aptitud. EXCELENCIA es
una cosa distinta de la estimación o valor de un hombre, y también de su mérito
o falta de él; consiste en un poder particular o capacidad para aquello en lo
cual sobresale; esta habilidad particular se llama usualmente aptitud.
En efecto, es apto para ser
director o juez, o para tener otro cargo cualquiera, quien está mejor dotado
con las cualidades requeridas para el buen ejercicio de dicho cargo; y el más
excelente de los ricos es aquel que tiene las cualidades requeridas para el
buen uso de la riqueza. Aunque falte una de estas cualidades, puede una persona
ser un hombre digno y estimable por otros conceptos. A su vez, un hombre puede
ser digno por su riqueza o su cargo o su empleo y, sin embargo, no tener
derecho a ostentarlo antes que otro; por consiguiente, no puede decirse que lo
merezca. Porque el mérito presupone un derecho, y la cosa merecida lo es por
primacía. A esto me referiré posteriormente, cuando hable de los contratos.
CAPITULO XI DE LA DIFERENCIA DE
"MANERAS"
Qué se entiende aquí por maneras.
Bajo la denominación de MANERAS no significo, aquí, la decencia de conducta:
por ejemplo, cómo debe uno saludar a otro, o cómo debe lavarse la boca, o
hurgarse los dientes delante de la gente, y otros consejos de pequeña moral,
sino más bien aquellas cualidades del género humano que permiten vivir en común
una vida pacífica y armoniosa. A este fin recordemos que la felicidad en esta
vida no consiste en la serenidad de una mente satisfecha; porque no existe el finis ultimus (propósitos finales) ni el summum bonum (bien
supremo), de que hablan los libros de los viejos filósofos moralistas. Para un
hambre, cuando su deseo ha alcanzado el fin, resulta la vida tan imposible como
para otro cuyas sensaciones y fantasías estén paralizadas. La felicidad es un
continuo progreso de los deseos, de un objeto a otro, ya que la consecución del
primero no es otra casa sino un camino para realizar otro ulterior. La causa de
ello es que el objeto de los deseos humanos no es gozar una vez solamente, y
por un instante, sino asegurar para siempre la vía del deseo futuro. Por
consiguiente, las acciones voluntarias e inclinaciones de todos los hombres
tienden no solamente a procurar, sino, también, a asegurar una vida feliz;
difieren tan sólo en el modo como parcialmente surgen de la diversidad de las
pasiones en hombres diversos; en parte, también, de la diferencia de costumbres
o de la opinión que cada uno tiene de las causas que producen el efecto
deseado.
Un incesante afán de poder en
todos los hombres. De este modo señalo, en primer lugar, como inclinación
general de la humanidad entera, un perpetuo e incesante afán de poder, que cesa
solamente con la muerte. Y la causa de esto no siempre es que un hombre espere
un placer más intenso del que ha alcanzado; o que
no llegue a satisfacerse con un
moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su
voluntad actual, sino adquiriendo otros nuevos. De aquí se sigue que los reyes
cuyo poder es más grande, traten de asegurarlo en su país por medio de leyes, y
en el exterior mediante guerras; logrado esto, sobreviene un nuevo deseo: unas
veces se anhela la fama derivada de una nueva conquista; otras, se desean
placeres fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser adulado
por la excelencia en algún arte o en otra habilidad de la mente.
El afán de lucha se origina en la
competencia. La pugna de riquezas, placeres, honores u otras formas de poder,
inclina a la lucha, a la enemistad y a la guerra. Porque el medio que un
competidor utiliza para la consecución de sus deseos es matar y sojuzgar,
suplantar o repeler a otro. Particularmente la competencia en los elogios
induce a reverenciar la Antigüedad; porque los hombres contienden con los
vivos, no con los muertos, y adscriben a éstos más de lo debido, para que
puedan obscurecer la gloria de aquéllos.
La obediencia civil se origina en
el afán de tranquilidad. El afán de tranquilidad y de placeres sensuales
dispone a los hombres a obedecer a un poder común, porque tales deseos les
hacen renunciar a la protección que cabe esperar de su propio esfuerzo o afán.
El temor a la muerte y a las heridas dispone a lo mismo, y por idéntica razón.
Por el contrario, los hombres necesitados y menesterosos no están contentos con
su presente condición; así también, los hombres ambiciosos de mando militar
propenden a continuar las guerras y a promover situaciones belicosas: porque no
hay otro honor militar sino el de la guerra, ni ninguna otra posibilidad de
eludir un mal juego que comenzando otro nuevo.
Y en el amor a las artes. El afán
de saber, y las artes de la paz inclinan a los hombres a obedecer un poder
común, porque tal deseo lleva consigo un deseo de ocio, y, por consiguiente, de
tener la protección de algún otro poder distinto del propio.
El amor a la virtud, en el amor a
los elogios. El afán de alabanza dispone a realizar determinadas acciones
laudables que agradan a aquel cuyo juicio se estima; nada nos importan, en
cambio, los elogios de quienes despreciamos. El afán de fama después de la
muerte lleva al mismo fin. Y aunque después de la muerte no se sienten ya las
alabanzas que nos hacen en la tierra, porque esas alegrías o bien se desvanecen
ante los inefables goces del cielo o se extinguen en los extremados tormentos
del infierno, sin embargo, semejante fama no es vana, porque los hombres
encuentran un deleite presente en la previsión de ella, y en el beneficio que
asegurarán para su posteridad; y así, aunque ahora no lo vean se lo imaginan; y
toda cosa que es placer en las sensaciones, lo es también en la imaginación.
Odio derivado de la dificultad de
corresponder a grandes beneficios. Haber recibido de uno, a quien consideramos
igual a nosotros, beneficio más grande de lo que esperábamos, dispone a
fingirle amor; pero realmente engendra un íntimo aborrecimiento, y pone a un
hombre en la situación del deudor desesperado que al vencer la letra de su
acreedor, tácitamente desea hallarse en un sitio donde nunca más lo viera.
Porque los beneficios obligan, y la obligación es servidumbre; y la obligación
que no puede corresponderse, servidumbre perpetua; y esta situación, en
definitiva, se resuelve en odio. Por el contrario, haber recibido beneficios de
uno a quien reconocemos como superior, inclina a amarle, porque la obligación
no engendra una degradación, en este caso; y la aceptación lisonjera (lo que
los hombres llaman gratitud) es para quien otorga el beneficio un honor que
generalmente se considera como retribución, Así, recibir beneficios aunque de
uno igual o inferior, mientras se tiene esperanza de devolverlos, dispone a
amar, porque en la intención de quien recibe, la obligación es de ayuda y
servicio mutuo; de ello procede una emulación para excederse en el beneficio.
Esta es la pugna más noble y provechosa posible, porque el vencedor se complace
en su victoria, y el otro encuentra su venganza en confesarla.
Y de la conciencia de merecer ser
odiado. Haber hecho a alguien un daño mayor del que puede o desea expiar,
inclina al agente a odiar a quien sufrió daño, porque es de esperar la revancha
o el perdón, cosas odiosas ambas.
La prontitud en el daño deriva
del miedo. El temor a la opresión dispone a prevenirla o a buscar ayuda en la
sociedad; no hay, en efecto, otro camino por medio del cual un hombre pueda
asegurar su libertad y su vida.
Y de la desconfianza en el propio
ingenio. Quienes desconfían de su propia sutileza se hallan, en el tumulto y en
la sedición, mejor dispuestos para la victoria que quienes se suponen a sí
mismos juiciosos o sagaces. Porque a éstos les gusta consultar, y a los otros,
temerosos de ser circunvenidos, luchar primero. Y en la sedición, como las
gentes están siempre dispuestas a la batalla, defenderse unos a otros, usando
todas las ventajas de la fuerza, es una mejor estratagema que ninguna otra que
pueda proceder de la sutileza del ingenio.
Las empresas vanas, de la
vanagloria. Quienes sienten la vanagloria sin tener conciencia de una gran
capacidad, se complacen en suponerse valientes y propenden solamente a la
ostentación, pero no a la empresa, porque, cuando aparecen el peligro o la
dificultad, no piensan en otra cosa sino en ver descubierta su insuficiencia.
Quienes sienten la vanagloria y
estiman su capacidad por la adulación de otros hombres, o por la fortuna de
alguna acción precedente, sin un seguro motivo de esperanza basado en el
verdadero conocimiento de sí mismos, son propensos a lanzarse sin meditación a
las empresas, y al aproximarse el peligro o la dificultad, a retirarse si
pueden. En efecto, no viendo el camino de la salvación, más bien arriesgarán su
honor, que puede ser salvado con una excusa, en lugar de comprometer sus vidas,
para las cuales ninguna salvación es suficiente.
Los hombres que tienen una firme
opinión de su propia sabiduría, en materia de gobierno, son propensos a la ambición,
porque el honor de la sabiduría se pierde si no existe empleo público en el
consejo o en la magistratura. Por esta causa los oradores elocuentes son
propensos a la ambición, porque la elocuencia aparece como sabiduría a quienes
la tienen y a los demás.
Irresolución, de una valoración
excesiva de cuestiones baladres. La pusilanimidad dispone a los hombres a la
irresolución y, como consecuencia, a perder las ocasiones y oportunidades más
adecuadas para actuar. Cuando se ha permanecido deliberando hasta el momento en
que la acción se aproxima, si aún entonces no es manifiesta la conducta mejor,
esto es un signo de que la diferencia de motivos, la elección entre los dos
caminos, no es clara. Por ello, no resolver, entonces, es perder la ocasión,
por conceder importancia a cuestiones baladíes, lo cual es pusilanimidad.
La frugalidad, aunque en los
pobres sea una virtud, hace inepto al hombre para llevar a cabo aquellas
acciones que requieren, de una vez, la fuerza de varios hombres; porque
debilita sus fuerzas, que deben ser nutridas y vigorizadas por la recompensa.
Confianza en otros, de la
ignorancia de los signos de sabiduría y de la bondad. La elocuencia, unida a la
adulación, dispone los hombres a confiar en quien la tiene, porque la primera
simula sabiduría, y la segunda bondad. Si a ello se añade la reputación
militar, dispone los hombres a la adhesión y a someterse a quienes la poseen.
Las dos primeras previenen contra el peligro que pudiera proceder de él,
mientras que la última protege contra el peligro que proceda de otros.
Y de
la ignorancia de las causas naturales. La falta de ciencia, es decir, la
ignorancia de las causas, dispone o, más bien, constriñe a un hombre, a fiarse
de la opinión y autoridad de otros. En efecto, todos los hombres a quienes
interesa la verdad, cuando no confían en sí propios, deben apoyarse en la
opinión de algún otro a quien juzgan más sabio que a sí mismos, y en quien no
ven motivo alguno para ser defraudados.
Y de la falta de comprensión. La
ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de
comprensión, dispone los hombres no sólo a aceptar, confiados, la verdad que no
conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de
aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser
descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras.
De esa misma ignorancia se deduce
que los hombres dan nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de
sus propias pasiones. Así, quienes aprueban una opinión privada, la llaman
opinión; quienes están inconformes con ella, herejía; y aun herejía no
significa otra cosa sino opinión particular, sino que con un mayor tinte de
cólera.
También deriva de ello que sin
estudio y sin una gran inteligencia no es posible distinguir entre una acción
de varios hombres y varias acciones de una multitud: por ejemplo, entre la
acción singular de todos los senadores de Roma, dando muerte a Catilina, y las
diversas acciones de un número de senadores matando a César. En consecuencia propenden
a considerar como acción del pueblo lo que es una multitud de acciones
realizadas por una multitud de hombres, guiados, acaso, por la persuasión de
uno solo.
Adhesión a la costumbre, de la
ignorancia de la naturaleza de lo justo y de lo injusto. La ignorancia de las
causas y la constitución original del derecho, de la equidad, de la ley, de la
justicia, disponen al hombre a convertir la costumbre y el ejemplo en norma de
sus acciones, de tal modo que se considera injusto lo que por costumbre se ha visto
castigar, y justo aquello de cuya impunidad y aprobación se puede dar algún
ejemplo, o precedente, como dicen, de una manera bárbara los juristas, que usan
solamente esta falsa medida de justicia. Son como los niños pequeños, que no
tienen otra norma de las buenas y de las malas maneras, sino los correctivos
que les imponen sus padres y maestros, con la diferencia de que los niños son
fieles a su norma, mientras que los hombres no lo son, porque a medida que se
hacen fuertes y tercos, apelan de la costumbre a la razón, y de la razón a la
costumbre, según lo requiere su interés, apartándose de la costumbre cuando su
interés lo exige, y situándose contra la razón tantas veces como la razón está
contra ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo justo y de lo injusto
sea objeto de perpetua disputa, por parte de la pluma y de la espada, mientras
que la teoría de las líneas y de las figuras no lo es, porque en tal caso los
hombres no consideran la verdad como algo que interfiera con las ambiciones, el
provecho o las apetencias de nadie.
En efecto, no dudo de que si
hubiera sido una cosa contraria al derecho de dominio de alguien, o al interés
de los hombres que tienen este dominio, el principio según el cual los tres
ángulos de un triángulo equivalen a dos ángulos de un cuadrado, esta doctrina
hubiera sido si no disputada, por lo menos suprimida, quemándose todos los
libros de Geometría, en cuanto ello hubiera sido posible al interesado.
Adhesión a los particulares, de
la ignorancia de las causas de la paz. La ignorancia de las causas remotas
dispone a atribuir todos los acontecimientos a causas inmediatas e
instrumentales, porque éstas son las únicas que se perciben. Y aun ocurre que
en todos los sitios en que los hombres se ven gravados con tributas fiscales,
descargan su cólera sobre los publícanos, es decir, los granjeros, recaudadores
y otros funcionarios del fisco, y se asocian a todos aquellos que censuran al
gobierno, y arrastrados más allá de los límites de toda posible justificación,
llegan a atacar a la autoridad suprema, por temor del castigo o por vergüenza
de recibir perdón.
Credulidad, de la ignorancia de
la naturaleza. La ignorancia de las causas naturales dispone a la credulidad,
hasta hacer creer a menudo en cosas imposibles. Nada se sabe en contrario de
que puedan ser verdaderas, cuando se es incapaz de advertir la imposibilidad. Y
como se complacen en escuchar en compañía, la credulidad dispone a los hombres
a mentir. Así la ignorancia sin malicia es susceptible de hacer que un hombre crea
en los embustes y los diga, e incluso en ocasiones los invente.
Curiosidad de saber, de la
preocupación por el futuro. La ansiedad del tiempo futuro dispone a los hombres
a inquirir las causas de las cosas, porque el conocimiento de ellas hace a los
hombres mucho más capaces para disponer el presente en su mejor ventaja.
Religión natural, de lo mismo. La
curiosidad o afición al conocimiento de las causas nos lleva de la
consideración del efecto a la investigación de la causa, y a su vez a la causa
de la causa, hasta que necesariamente se llega, en definitiva, a pensar que hay
alguna causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es eterna: lo
que los hombres llaman Dios. Así, es imposible hacer una investigación profunda
en las leyes naturales, sin propender a la creencia de que existe un Dios
Eterno, aun cuando en la mente humana no puede haber ninguna idea de Él, que
responda a su naturaleza. En efecto, del mismo modo ,que un ciego de nacimiento
que oye a los demás hablar de calentarse al fuego, conducido ante éste, puede
fácilmente concebir y asegurarse de que existe algo que los hombres llaman
fuego, y que es la causa del calor que siente, pero no puede imaginar qué cosa
sea, ni tener de ello en su mente una idea análoga a los que lo ven, así por
las cosas visibles de este mundo, y por su orden admirable, puede concebirse
que existe una causa de ello, lo que los hombres llaman Dios, y, sin embargo,
no tener idea o imagen de él en la mente.
Y quienes se preocupan poco o
nada de las causas naturales de las cosas, temerosos por lo menos de su
ignorancia misma, acerca de lo que tiene poder para hacerles mucho bien o mucho
mal, propenden a suponer e imaginar por sí mismos diversas clases de poderes
invisibles, y están pendientes de sus propias ficciones, invocando a esos
poderes en tiempos de desgracia, y mostrándoles su gratitud cuando existe
perspectiva de éxito: así hacen dioses de las creaciones de su propia fantasía.
Por esto tenía que ocurrir que de la innumerable variedad de fantasías, los
hombres crearan en el mundo innumerables especies de dioses. Y este temor de
las cosas invisibles es la semilla natural de que cada uno en sí mismo llama
religión, y en quienes adoran o temen poderes diferentes de los propios,
superstición.
Y habiéndose observado por muchos
esta simiente de religión, algunos de quienes la observan propendieron a
alimentarla, revestirla y conformarla a leyes, y añadir a ello, de su propia
invención, alguna idea de las causas de los acontecimientos futuros, mediante
las cuales podían hacerse más capaces para gobernar a los otros, haciendo,
entre los mismos, el máximo uso de su poder.
CAPÍTULO XII DE LA "RELIGIÓN"
Religión, sólo en eI hombre. Si
tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de religión sino en el
hombre, no hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de
la religión, que consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un
grado eminente que no se halla en otras criaturas vivas.
Primero, del deseo de conocer las
causas. En primer término es peculiar a la naturaleza del hombre inquirir las
causas de los acontecimientos por él contemplados: unos buscan más, otros
menos, pero todos sienten la curiosidad de conocer las causas de su propia
fortuna, buena o mala.
De la consideración del comienzo
de las cosas. En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo un comienzo,
piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado
instante, y no más temprano o más tarde.
De su observación de la
consecuencia de las cosas. En tercer término, para los animales no existe otra
felicidad que el disfrute de sus alimentos, de su reposo y de sus placeres
cotidianos, pues tienen poca o ninguna previsión para el porvenir, por falta de
observación y memoria del orden, consecuencia y dependencia de las cosas que
ven; en cambio observa el hombre cómo un acontecimiento ha sido producido por
otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente ; y cuando no puede
asegurarse por si mismo de las verdaderas causas de las cosas (porque las
causas de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces),
imagina ciertas causas sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad de
otros hombres que supone amigos suyos y más sabios que él mismo.
La causa natural de la religión,
la ansiedad del tiempo venidero. Los dos primeros motivos causan ansiedad. En
efecto, cuando se está seguro de que existen causas para todas las cosas que
han sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se
propone asegurarse a sí mismo contra el mal que terne y procurarse el bien que
desea, no estar en perpetuo anhelo del tiempo por venir. Así que cada hombre, y
en especial los más previsores, se hallan en situación semejante a la de
Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere decir el hombre prudente) estaba
encadenado al Monte Cáucaso, en un lugar de amplia perspectiva, donde un
águila, alimentándose de sus entrañas, devoraba en el día lo que era restituido
por la noche. Así, el hombre que avizora muy lejos delante de sí, preocupado
por el tiempo futuro, tiene su corazón durante el día entero amenazado por el
temor de la muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de reposo
ni paz para su ansiedad, sino en el sueño.
Que le hace temer del poder de
las cosas invisibles. Este perpetuo temor que siempre acompaña a la humanidad
en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las tinieblas, necesita
tener por objeto alguna cosa. En consecuencia cuando nada se ve, a nadie se
acusa de la buena o de la mala fortuna, sino a
algún poder o agente invisible.
Era en este sentido, acaso, que los antiguos poetas decían que los dioses
habían sido creados originariamente por el temor humano, cosa que resulta
verdad cuando se refieren a los dioses (es decir, a los numerosos dioses de los
gentiles). Pero el conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede
derivarse más bien del deseo que los hombres experimentan de conocer las causas
de los cuernos naturales y de sus distintas virtudes y modos de operar, que no
del temor de aquello que ha de ocurrirles en el tiempo venidero. Porque quien
del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y
de ahí elevarse a la causa de esa causa, sumiéndose profundamente en la
investigación de todas ellas, llegará en último término a la idea de que debe
existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un motor inicial, es
decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres
significan con el nombre de Dios. Y todo esto sin tener en cuenta su fortuna,
ya que el anhelo de ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y
aleja de la investigación de las causas de otras causas, dando. por
consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres existen para
imaginar esa ficción.
Y las supone incorpóreas. Y en
cuanto a la materia o substancia de los agentes invisibles, así imaginados, no
puede llegarse por el discurso natural a otro concepto, sino al que coincide
con el del espíritu del hombre. Y como el espíritu del hombre era de la misma
substancia que la que aparece, en un sueño, a uno que duerme, o en un espejo, a
quien está despierto, ignorando los hombres que tales apariciones no son otra
cosa sino creación de la fantasía, piensan que
son substancias reales y externas, y por eso las llaman fantasmas, como los
latinos las llamaban imagines y umbrae;
y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos aéreos; y a los temidos
agentes invisibles los consideran como tales fantasmas, salvo que aparecen y
desaparecen cuando gustan. Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de
un hombre la idea de que tales espíritus son incorpóreos; nunca puede
imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así los hombres que por
meditación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y
Eterno, propenden más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de
su comprensión. Por consiguiente, definir su naturaleza como la de un espíritu
incorpóreo y reputar luego su definición como ininteligible, o darle ese
título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer comprensible la
naturaleza divina, sino comportarse piadosamente, es decir, honrarle con
atributos de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe
suponer de la grandeza de los cuerpos visibles.
Pero ignoran el modo cómo
efectúan cada cosa. Así, por el procedimiento mediante el cual piensan que
estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas
usaron para hacer que las cosas ocurran, los hombres que ignoran (es decir, la
mayor parte de los hombres) qué es lo causante, no tienen otro medio para
inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han visto preceder al
mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el
suceso antecedente y el consecuente ninguna dependencia o conexión, en
absoluto. Y por consiguiente, de las mismas cosas pasadas esperan las mismas
cosas por venir, y esperan la buena o la mala suerte, supersticiosamente, de
cosas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron los
atenienses, quienes en su guerra de Lepanto demandaron otro Formio; como la
facción pompeyana, para su guerra en Africa, pidió otro Escipión; y desde
entonces otros han hecho cosas análogas en otras distintas ocasiones. Del mismo
modo se atribuye la fortuna a determinada persona presente, a un lugar feliz o
desgraciado, a ciertas expresiones, especialmente si entre ellas figura el
nombre de Dios, así como a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las
brujas), tanto como a creer que se tiene aptitud para convertir una piedra en
pan, el pan en hombre, o una cosa en otra.
Se honran como a los hombres. En
tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por naturaleza, a los
poderes invisibles, no puede ser otra sino la que consiste en aquellas mismas
expresiones de reverencia que suelen emplear con respecto a los hombres:
donativos, 'peticiones, gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta
sobria, palabras meditadas, juramentos (es decir, asegurarse uno a otro de sus
promesas) al invocar dichos poderes. Aparte de esto, nada sugiere la razón, y
deja que cada uno persista en ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes
considera más sabios.
Por último, en lo que concierne a
cómo estos poderes invisibles declaran a los hombres las cosas que ocurrirán
después, especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general, o al
éxito feliz o desgraciado en una empresa particular, todos los hombres se
hallan, naturalmente, en la misma perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar
del tiempo venidero por el tiempo pasado, no sólo propenden a tomar cosas
casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos de otras
semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de
otros hombres, de los cuales tienen una buena opinión.
Cuatro cosas, que son semilla
natural de la religión. En estas cuatro cosas, idea de los espíritus,
ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen, y
admisión de cosas casuales como pronóstico, consiste la semilla natural de la
religión; la cual, a causa de las diferentes fantasías, juicios y pasiones de
los distintos hombres, se ha desarrollado en ceremonias tan diferentes, que las
usadas por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas para otro.
Se hacen diferentes por la
cultura. En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas
especies de hombres. Una de esas clases está constituida por quienes han
nutrido y ordenado la materia religiosa de acuerdo con su propia invención. La
otra lo ha hecho bajo el mando y dirección de Dios. Pero ambos grupos se
propusieron que quienes confiaban en ellas fuesen más aptos para la obediencia,
las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la
primera especie es una parte de la política humana, y enseña parte de los
deberes que los reyes terrenales requieren de sus súbditos. La religión de la
última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes se han
erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son
todos los fundadores de Gobiernos y los legisladores de los paganos. De la
última especie fueron Abraham, Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado
hasta nosotros las leyes del reino de Dios.
Absurda opinión del paganismo.
Respecto a esa parte de religión que consiste en las opiniones concernientes a
la naturaleza de los poderes invisibles, casi nada existe con un hombre que
antes no haya sido estimado entre los gentiles, en un lugar u otro, como un
Dios o un demonio; o imaginado por sus poetas como animado, habitado o poseído
por uno u otro espíritu.
La materia del mundo era un Dios,
denominado Caos.
El cielo, el océano, los
planetas, el fuego, la tierra, los vientos eran otros tantos dioses.
Los hombres, las mujeres, un
pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla fueron
deificados. Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus
llamados demonios. Las llanuras con Panes o panisios o sátiros; las selvas, con
faunos y ninfas; el mar, con tritones y otras ninfas; cada río y cada fuente
con un espíritu de su nombre, y con ninfas; cada casa con sus lares o
familiares; cada hombre con su Genio; el infierno con espíritus y acólitos
suyos, como Caron, Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares con
Larvcee, Lemures, espíritus de seres fallecidos, y todo un mundo de fantasmas y
duendes. También asignaban divinidad y dedicaron templos a meros accidentes y
cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, el
odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y cosas
semejantes; y cuando rogaban en pro o en contra de ellas lo hacían como si los
espíritus así denominados pendieran sobre sus cabezas y dejaran caer o evitaran
el bien o el mal aludido. Invocaban también sus propios ingenios con el nombre
de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; su propio deseo con
el nombre de Cupido; su propia rabia con el nombre de Furia; su propio miembro
viril con el nombre de Príapo; y atribuían sus poluciones a Incubos y Súcubus:
y nada habla que un poeta pudiese introducir como persona en su poema que no lo
convirtiese en dios o demonio.
Los mismos autores de la religión
de los gentiles, practicando el segundo grupo de religión, que es la ignorancia
humana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para atribuir la
fortuna a motivos respecto de los cuales no existe dependencia evidente,
pusieron, en su ignorancia, en lugar de causas segundas, una especie de dioses
secundarios y ministeriales. Adscribieron la causa de la fecundidad a Venus; la
causa de las artes a Apolo; de la sutileza y la sagacidad a Mercurio; de las
tormentas y tempestades a Eolo; y de otros efectos a otros dioses, ya que en e]
cielo existe una variedad de dioses tan grande como la de asuntos o negocios.
A las formas de veneración que
los hombres naturalmente concebían .como más adecuadas respecto de sus dioses,
en particular las oblaciones, plegarias y acciones de gracias, así como a las
demás manifestaciones anteriormente citadas, los mismos legisladores de los
gentiles añadieron imágenes de los dioses, en pintura y en escultura; de tal
manera que incluso los más ignorantes (es decir, la mayor parte o el común de
las gentes), pensando acerca de los dioses en tales imágenes representados,
realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más grande el temor que
infundiesen. Y los dotaron con casas y tierras, publicanos y rentas, poniendo
todo ello fuera del comercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus
ídolos, como cavernas, grutas, selvas, montañas e islas enteras; y no sólo les
atribuyeron figura de hombres, animales o monstruos, sino también las
facultades y pasiones de hombres, como sentidos, lenguaje, sexo, anhelos,
generación (y esto no solamente mezclándolos uno con otro para propagar el
linaje de los dioses, sino aparejándolos con hombres y mujeres, para producir
dioses híbridos, pero moradores del cielo, como Baco, Hércules y otros),
asignáronles, además, ira, deseo de venganza y otras pasiones de las criaturas
vivas, y los actos que proceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el
robo, la sodomía y todos los vicios que pueden ser tomados como efecto del
poder o causa de los placeres, así como aquellos otros vicios que entre los
hombres se desarrollan más bien en contra de la ley que del honor.
Por último, a los pronósticos del
tiempo venidero, que no son, naturalmente, sino conjeturas basadas en la
experiencia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina, los
autores de la religión de los gentiles, en parte a base de una pretendida
experiencia, en parte fundándose en una pretendida revelación, añadieron otros
e innumerables supersticiosos modos de adivinación. Así se hizo creer a los
hombres que encontrarían su fortuna a veces en las respuestas ambiguas o
absurdas de los sacerdotes de Delfos, De los, Ammon y otros famosos oráculos,
cuyas respuestas se hacían deliberadamente ambiguas para que fueran adecuadas a
las dos posibles eventualidades de un asunto, o absurdas por las emanaciones
tóxicas del lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en las cavernas
sulfurosas. A veces en las hojas de la sibilas, de cuyas profecías (como,
acaso, la de Nostradamuss porque los
fragmentos que ahora conservamos parecen invención de tiempos recientes)
existieron varios libros muy reputados durante la República romana. A veces en
las frases, desprovistas de significado, de los locos, a quienes se suponía
poseídos por un espíritu divino: a esta posesión la llamaban entusiasmo, y a
estos modos de predecir acontecimientos se les denominaba teomancia o profecía.
A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo cual
se llamaba horoscopia, estimándose como una parte de la astrología judicial. A
veces en sus propias esperanzas y temores, en lo llamado tumomancia o presagio.
A veces en las predicciones de los magos, que pretendían conversar con los
muertos, a lo cual se llamaba nigromancia, conjuro y hechicería, y no es otra
cosa sino impostura y fraude. A veces en el vuelo casual o en la forma de
alimentarse las aves, lo que llamaban augurio. A veces en las entrañas de los
animales sacrificados, a lo que se llama aruspicina. A veces en los sueños; a
veces en el graznar de los cuervos o el canto de los pájaros. A veces en las líneas
de la cara, a lo que se llamaba metoposcopia; o en las líneas de la mano, palmisteria; o en palabras casuales, omina. A veces en monstruos o accidentes
desusados, como eclipses, cometas, meteoros raros, temblores de tierra,
inundaciones, nacimientos prematuros y cosas semejantes, a lo que se llamaba portenta y ostenta, porque parecían
predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera. A veces en el mero azar,
como en el acertijo de cara y cruz, o en la adivinanza del número de orificios
de una criba; en el juego de elegir versos de Hornero y Virgilio, y en otros
vanos e innumerables conceptos análogos a los citados. Tan fácil es que los
hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire
y destreza puede sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia.
Designios de los autores de la
religión de los paganos, Por esa razón los primeros fundadores y legisladores
de los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente, mantener al
pueblo en obediencia y paz, se preocuparon en todos los lugares: primero de
imprimir en sus mentes la convicción de que los preceptos promulgados
concernían a la religión, y no podían considerarse inspirados por su propia
conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo
ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes
podían ser admitidas más fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la
Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos. Y el primer rey y
fundador del reino del Perú, aseguraba que él mismo y su mujer eran hijos del
Sol; y Mahoma, al establecer su nueva religión, presumía de tener coloquios con
el espíritu divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron buen
cuidado de hacer creer que las cosas prohibidas por las leyes eran, igualmente,
desagradables a los dioses. En tercer término de prescribir ceremonias,
plegarias, sacrificios y festividades, haciendo creer que la cólera de los
dioses podía ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos
afortunados en la guerra, los grandes contagios de enfermedades, los temblores
de tierra y toda clase de miserias humanas venían de la cólera de los dioses, y
que esta cólera se debía a la negligencia en la adoración, o al olvido o
confesión de algún detalle de las ceremonias referidas, Y aunque entre los
antiguos romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que en los poetas se
escribe acerca de las penalidades y placeres después de esta vida, creencias
que diversos individuos de gran autoridad y seriedad, en dicho Estado,
satirizaron abiertamente en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más
estimada que la contraria.
Con estas y otras instituciones,
y de conformidad con su propósito (que era la tranquilidad del Estado),
lograron que el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba en la
negligencia o error en las ceremonias o en su propia desobediencia a las leyes,
haciéndolo, así, lo menos capaz posible de amotinarse contra sus gobernantes. Y
entretenidos con la pompa y pasatiempos de los festivales públicos, hechos en
honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos para abstenerse
del descontento, la murmuración y la protesta contra el Estado. Por estas
causas los romanos que habían conquistado la mayor parte del mundo entonces
conocido, no tuvieron escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la misma
ciudad de Roma, salvo cuando en esa religión había algo incompatible con su
gobierno civil; ni leemos que fuera prohibida ninguna religión sino la de los
judíos, quienes (por ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal
reconocerse como súbditos de cualquier rey mortal o Estado. Y así podéis
apreciar cómo la religión de los gentiles era una parte de su política.
La verdadera religión y las leyes
del reino de Dios, son lo mismo. Cap. 35. Pero allí donde Dios mismo, por
revelación sobrenatural, instituyó una religión, se estableció para sí mismo un
reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los hombres
respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino
de Dios la política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por
ello no tiene lugar alguno la distinción de dominio temporal y espiritual.
Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede ser, también,
rey de una nación particular y elegida. En ello no hay incongruencia, como no
la hay tampoco en que quien tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la
vez, el de un regimiento o hueste particular suya. Dios es rey de toda la
tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey en virtud de un pacto.
Causas del cambio de religión.
Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la religión, no resulta
difícil comprender las causas en virtud de las cuales todo se resuelve en sus
primeras semillas o principios, que son solamente la idea de una deidad y de
poderes invisibles sobrenaturales. Nada puede arrancar esas semillas de la
naturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse nuevas religiones, por la
cultura de ciertos hombres que gozan de reputación a tales efectos.
Si advertimos que toda religión
instituida se basa, en primer término, sobre la fe que una multitud tiene en
cierta persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que labora
para procurarles felicidad, sino, también, que es un hombre santo, elegido por
Dios para declararle su voluntad por vía sobrenatural, se deduce necesariamente
que cuando quienes tienen a su cargo el gobierno de la religión resultan
sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su amor, o cuando se
muestran incapaces de producir algún signo manifiesto de la revelación divina,
la religión que desean instituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe
temor al brazo civil, contradicha y repudiada.
Imposición de creer en imposibles.
Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha instituido una religión o
a quien añade algo a una religión ya formada, es la imposición de creencias
contradictorias. En efecto, no es posible que las dos partes de una
contradicción sean, a la vez, verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en
cosas contradictorias es una prueba de ignorancia que el autor revela,
desacreditándose en todas las cosas propuestas como revelación sobrenatural:
porque la revelación puede tenerla evidentemente sobre cosas que están por
encima de la razón natural, pero nunca contra ella.
Actos contrarios a la religión
por ellos establecida. Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la
realización o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como signos de
que la creencia reclamada de otro hombre no es compartida por ellos mismos. Por
tal causa, todo cuanto se hace o dice se denomina escandaloso, porque no son
sino obstáculos que hacen caer a los hombres en la vía de la religión; tales
son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la avaricia y la lujuria. Porque
¿quién creerá que quien hace ordinariamente cosas que tienen uno de esos
orígenes, piense que exista algún poder invisible que haya de ser temido y que
asuste a los otros por faltas menores?
Lo que arrebata la reputación de
amor es advertir que se persiguen fines particulares: por ejemplo, cuando la fe
que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adquisición de dominio,
riquezas, dignidad o placer seguro, sólo o especialmente para quien exige.
Porque lo que procura beneficio para sí mismo, se juzga realizado para sí
propio y no por el amor de los demás.
Necesidad del testimonio de los
milagros. Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir de su
vocación divina no puede ser otro sino la realización de milagros, o la
auténtica profecía (que es también un milagro), o la extraordinaria felicidad.
Por consiguiente, sobre los artículos de religión formulados por quien hizo
milagros, los añadidos por quien no prueba su vocación divina con algún hecho
milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la que la costumbre y la ley de
los lugares en que han sido educados, les procura. Porque en las cosas
naturales, los hombres juiciosos requieren signos naturales; pero en las cosas
sobrenaturales, signos también sobrenaturales (q.'e son milagros), antes de
mostrar una íntima y cordial aquiescencia.
Todas esas causas de debilitación
de la fe humana aparecen de modo manifiesto en los ejemplos siguientes. Primero
tenemos el ejemplo de los hijos de Israel, los cuales, cuando Moisés, que había
probado su vocación divina por medio de milagros y por la feliz conducción de
que les hizo objeto al salir de Egipto, se ausentó durante cuarenta días, se
rebelaron contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por Moisés, e
instituyendo 1 como Dios un becerro de oro, cayeron en la idolatría de los
egipcios, de quienes acababan de ser libertados. Y luego, después de muertos
Moisés, Aarón y Josué, y la generación que había vista las grandes obras de
Dios en Israel 2, surgió otra generación que adoró a Baal. Así que al fallar los
milagros falló la fe.
En otra ocasión, cuando los hijos
de Samuel.;, constituidos por su padre como jueces en Bersabé, recibieron
_presentes y emitieron un fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó seguir
teniendo a Dios por su rey, de modo distinto a como era rey de otro pueblo; y
por ello exigieron de Samuel que les eligiera un rey tal como lo tenían en
otras naciones. Así que, fallando la justicia, falló también la fe, hasta el
punto de que los israelitas depusieron a Dios de la soberanía que tenía sobre
ellos.
Al implantarse la religión
cristiana, cesaron los oráculos en todos los lugares del Imperio romano, y
creció portentosamente, día por día, el número de cristianos, por la
predicación de los apóstoles y evangelistas; una gran parte de este éxito puede
atribuirse razonablemente al desprecio que los sacerdotes de los paganos de
aquel tiempo habían merecido por sus impurezas, por su avaricia y por su
condescendencia con los príncipes. Así, también, la religión de la iglesia de
Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en Inglaterra y en algunas
otras partes de la cristiandad: en efecto, cuando falla la virtud de los
pastores, falla la fe del pueblo. En parte se debió a la introducción de la
filosofía y de la doctrina de Aristóteles en la religión, por los escolásticos,
pues de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el clero cayó
en una reputación de ignorancia y de intención fraudulenta, lo cual hizo que el
pueblo propendiera a rebelarse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus
propios príncipes, como en Francia y Holanda, o con su aquiescencia, como en
Inglaterra.
Por último, entre los puntos
declarados por la iglesia de Roma como necesarios para la salvación, existen
tantos que manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos
espirituales que residen en los territorios de otros príncipes cristianos, que
si no hubiera sido por la pugna entre tales príncipes, hubieran podido excluir
toda autoridad extraña, sin guerra ni perturbaciones, con la misma facilidad que
ocurrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a quién beneficia
el creer que un rey no tiene su autoridad de Cristo sino cuando un obispo lo
corona? ¿Que un rey, si es sacerdote, no puede contraer matrimonio? ¿Que si un
rey ha nacido o no de un matrimonio legal, es asunto que deba juzgarse por la
autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan verse liberados de su promesa si la
Corte de Roma juzgó al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico de
Francia, pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin causa
alguna, y entregado su reino a uno de sus súbditos? ¿Que el clero secular y
regular esté exento, en lo criminal, de la jurisdicción de su rey? O ¿no se
advertirá en provecho de quién redundan los emolumentos del altar y de las indulgencias,
con otros signos de interés privado, suficientes para matar la fe más viva, si,
como ya he dicho, no estuvieran más sostenidos por el poder civil que por la
opinión sustentada acerca de la santidad, sabiduría o probidad de sus maestros?
Así, puedo atribuir todos los cambios de religión en el mundo a una sola y
única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes, y no sólo entre los
católicos sino incluso en esta iglesia que tanto ha presumido de reforma.
CAPITULO XIII DE LA "CONDICIÓN NATURAL"
DEL GÉNERO RUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y A SU MISERIA
Hombres iguales por naturaleza.
La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y
del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de
cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto,
la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda
reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no
pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el
más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante
secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo
peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades
mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en
particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo
que se llama ciencia, arte que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya
que no se trata de una facultad innata, o nacida con nosotros, ni alcanzada,
como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una
igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque
la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por
igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las cuales se consagran por
igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano
concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan
poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los
hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más .a quienes reconocen
su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos
mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen
que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a
creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su
propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es
lo que mejor prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que
desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de
distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho
con la porción que le corresponde.
De la igualdad procede la
desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad
de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de
que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla
ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es,
principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo)
tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme
otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra,
construye o posee un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan
otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto
de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el invasor, a su
vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.
De la desconfianza, la guerra.
Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable
existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es
decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres
que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de
amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y
es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio
poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su
seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices
manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de
la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente
en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de
un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir
también.
Además, los hombres no
experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado)
reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En
efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo
que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o
subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello
(lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es
suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), 'arrancar una mayor
estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por
el ejemplo.
Así hallamos en la naturaleza del
hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda,
la desconfianza; tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los
hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad;
la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para
convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros
hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por
motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta,
como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas
o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su
profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay
siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que
durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice
a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra
tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en
batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en
que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción
del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra,
como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del
mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión 'a llover
durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha
actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que
no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Son incomodidades de una guerra
semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de
guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también
en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia
fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante
no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por
consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los
artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni
instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento
de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni
sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte
violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.
A quien no pondere estas cosas
puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los hombres
aptos para invadir y destruirse mutuamente ; y puede ocurrir que no confiando
en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la
experiencia. Haced, pues, que se considere a si mismo; cuando emprende una
jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir
cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus
arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos
armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de
sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus
puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto
acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora
bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y
otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos
que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley los prohíbe: que los
hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse
una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la persona
que debe promulgarla.
Acaso puede pensarse que nunca
existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero
existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en
varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya
concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en
absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De
cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no
exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que
antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.
Ahora bien, aunque nunca existió
un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de
guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas
con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de
continua enemistad, en la situación y postura de los gladiadores, con las armas
asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones
y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus
vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero como a la vez
defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella
miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
En semejante guerra nada es
injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada
puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia
están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay
ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes
cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del
espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el
mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas,
cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es
natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni
distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y
sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable
condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si
bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus
pasiones, en parte por su razón.
Pasiones que inclinan a los
hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor
a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida
confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón
sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por
mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de
naturaleza: a ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos
siguientes.
CAPITULO XIV DE LA PRIMERA Y DE LA SEGUNDA
"LEYES NATURALES" Y DE LOS "CONTRATOS"
Qué es derecho natural. El
DERECHO DE NATURALEZA, 10 que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada
hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su
propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer
todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos
para lograr ese fin.
Qué es la libertad. Por LIBERTAD
se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de
impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder
que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el
poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten.
Ley de naturaleza (lex naturalis)
es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual
se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los
medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda
quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones
acostumbran confundir ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir
esos términos, porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir,
mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y
el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son
incompatibles cuando se refieren a una misma materia.
La ley fundamental de naturaleza.
La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente)
es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está
gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso,
que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De
aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer
cualquiera cosa, Incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente,
mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las
cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de
existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a
los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud
de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza
de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las
ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley
primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La
segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros
mismos, por todos los medios posibles.
Segunda ley de naturaleza. De
esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los hombres
que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los
demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y
defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a
satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea
concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga
su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de
guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe
razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que
disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no
está obligado ningún hombre). Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis
que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de
la humanidad entera: Quod tibi fieri non
vis, alteri ne feceris.
Qué es renunciar un derecho.
Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de
impedir a otro el. beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En
efecto, quien renuncia o abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho
que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un hombre no tenga
derecho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para qué éste
pueda gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo y sin impedimento
ajeno. Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al derecho de
alguien, es, en cierto modo, disminución de los impedimentos para el uso de su
propio derecho originario.
Qué es la renuncia a un derecho.
Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por transferencia a
otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la
persona beneficiada por su renuncia.
Qué es transferencia de un derecho.
Obligación. Por TRANSFERENCIA cuando desea que el beneficio recaiga en
una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o
transferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dicese que está
OBLIGADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se
concede o abandona el derecho.
Debe. Injusticia. Debe aquél, y
es su deber, no hacer nulo por su voluntad este acto. Si el impedimento
sobreviene, prodúcese INJUSTICIA O INJURIA, puesto que es sine jure, ya que el
derecho se renunció o transfirió anteriormente. Así que la injuria o
injusticia, en las controversias terrenales, es algo semejante a lo que en las
disputas de los escolásticos se llamaba absurdo. Considérase, en efecto,
absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente: así, también,
en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir voluntariamente
aquello que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El procedimiento
mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una
declaración o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace
esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o transferido la cosa a
quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples acciones; o
(como a menudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. Unas y otras cosas
son los amos por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos
cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan
fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala
consecuencia resultante de la ruptura.
No todos los derechos son
alienabilidad de los alienables. Cuando alguien transfiere su derecho, o
renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le
ha sido transferido, o por algún otro bien que de ello espera. Trátase, en
efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de
cualquier hombre es algún bien para si mismo. Existen, así ciertos derechos,
que a nadie puede atribuirse haberlos abandonado o transferido por medio de
palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede
renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para
arrancarle la vida, ya que es incomprensible que de ello pueda derivarse bien
alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la
esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente a esa
tolerancia, ya que nadie sufrirá con paciencia ser herido o aprisionado por
otro, aun sin contar con que nadie puede decir, cuado ve que otros proceden
contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte. En
definitiva, el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y
transferencia de derecho no es otro sino la seguridad de una persona humana, en
su vida, y en los modos de conservar ésta en forma que no sea gravosa. Por
consiguiente, si un hombre, mediante palabras u otros signos, parece oponerse
al fin que dichos signos manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía
o que tal era su voluntad, sino que ignoraba cómo debían interpretarse tales
palabras y acciones.
Qué es contrato. La mutua
transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO.
Existe una diferencia entre
transferencia del derecho a la cosa, y transferencia o tradición, es decir,
entrega de la cosa misma. En efecto, la cosa puede entregarse a la vez que se
transfiere el derecho, como cuando se compra y vende con dinero constante y
sonante, o se cambian bienes o tierras. También puede ser entregada la cosa
algún tiempo después.
Qué es pacto. Por otro lado, uno
de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el
otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado,
durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se
llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes pueden contratar ahora para cumplir
después: en tales casos, como a quien ha de cumplir una obligación en tiempo
venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama observancia de
promesa, o fe; y la falta de cumplimiento, cuando es voluntaria, violación de
fe.
Liberalidad. Cuando la
transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere,
con la esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus
amigos ; o con la esperanza de ganar reputación de persona caritativa o
magnánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión, o con la
esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de un contrato,
sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD O GRACIA: todas estas palabras significan una y
la misma cosa.
Signos expresos de contrato. Los
signos del contrato son o bien expresos o por inferencia. Son signos expresos
las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales
palabras son o bien de tiempo presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he
dado, yo he otorgado, yo quiero que esto sea tuyo; o de carácter futuro, como
yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carácter futuro entrañan una PROMESA.
Signos de contrato por
inferencia. Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las,
palabras, a veces, consecuencia del silencio, a veces consecuencia de acciones,
a veces consecuencia de abstenerse de una acción. En términos generales, en
cualquier contrato un signo por inferencia es todo aquello que de modo
suficiente arguye la voluntad del contratante.
Liberalidad por palabras de
presente o de pasado. Las simples palabras cuando se refieren al tiempo
venidero y contienen una promesa, son un signo insuficiente de liberalidad y,
por tanto, no son obligatorias. En efecto, si se refieren al tiempo venidero, como:
Mañana daré, son un signo de que no he dado aún, y, por consiguiente, de que mi
derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene hasta que lo transfiera
por algún otro acto. Pero si las palabras hacen relación al tiempo presente o
pasado, como: Yo he dado o doy para entregar mañana, entonces mi derecho de
mañana se cede hoy, y esto ocurre por virtud de las palabras, aunque no existe
otro argumento de mi voluntad. Y existe una gran diferencia entre la
significación de estas frases: Volo hoc
tuum esse tras, y Cras dabo; es decir, entre Yo quiero que esto sea tuyo
mañana y Yo te lo daré mañana. Porque la frase Yo quiero, en la primera
expresión, significa un acto de voluntad presente, mientras que en la última
significa la promesa de un acto de voluntad, venidero. En consecuencia, las
primeras palabras son de presente, pero transfieren un derecho futuro; las
últimas son de futuro, pero nada transfieren. Ahora bien, si, además de las
palabras, existen otros signos de la voluntad de transferir un derecho,
entonces, aunque la donación sea libre, puede considerarse otorgada por
palabras de futuro. Si una persona ofrece un premio para el primero que llegue
a una determinada meta, la donación es libre, y aunque las palabras se refieran
al futuro, el derecho se transfiere, porque si el interesado no quisiera que
sus palabras se entendiesen de ese modo, no las hubiera enunciado así.
Los signos de contrato son
palabras de pasado, presente y futuro. En los contratos transfiérese el derecho
no sólo cuando las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando
pertenecen al futuro, porque todo contrato es mutua traslación o cambio de
derecho. Por consiguiente, quien se limita a prometer, porque ha recibido ya el
beneficio de aquel a quien promete, debe considerarse que accede a transferir
el derecho; si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendiesen de
modo diverso, el otro no hubiera efectuado previamente su prestación. Por esta
causa en la compra y en la venta, y en otros actos contractuales, una promesa
es equivalente a un pacto, y tal razón es obligatoria.
Qué es merecimiento. Decimos que
quien cumple primero un contrato MERECE lo que ha de recibir en virtud del
cumplimiento del contrato por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como
algo debido. Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo solamente al
ganador, o se arrojan monedas en un grupo, para que de ellas se aproveche quien
las coja, entonces se trata de una liberalidad, y el hecho de ganar o de tomar
las referidas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA, porque el
derecho se transfiere al proponer el premio o al arrojar las monedas, aunque no
quede determinado el beneficiario, sino cuando el certamen se realiza. Pero
entre estas dos clases de mérito existe la diferencia de que en el contrato yo
merezco en virtud de mi propia aptitud, y de la necesidad de los contratantes,
mientras que en el caso de la liberalidad, mi mérito solamente deriva de la
generosidad del donante. En el contrato yo merezco de los contratantes que se
despojen de su derecho mientras que en el caso de la donación yo no merezco que
el donante renuncie a su derecho, sino que, una vez desposeído de él, ese
derecho sea mío, más bien que de otros. Tal me parece ser el significado de la
distinción escolástica entre meritum
congrui y meritum condigni. En efecto, habiendo prometido la Omnipotencia
divina el Paraíso a aquellos hombres (cegados por los deseos carnales) que
pueden pasar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones
prescritos por Él, dícese que quienes así proceden merecen el Paraíso ex
congruo. Pero como nadie puede demandar un derecho a ello por su propia
rectitud o por algún poder que en sí mismo posea, sino, solamente, por la libre
gracia de Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex condigno. Tal
creo que es el significado de esa distinción; pero como los que sobre ello
discuten no están de acuerdo acerca de la significación de sus propios términos
técnicos, sino en cuanto les son útiles, no afirmaría yo nada a base de tales
significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don se entrega
definitivamente como premio a disputar, quien gana puede reclamarlo, y merece
el premio, como cosa debida.
Cuándo son inválidos los pactos
de confianza mutua. Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a su
cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la
condición de mera naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra
todos) cualquiera sospecha razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe
un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para
obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero
no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las
palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia,
la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un
poder coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condición de mera
naturaleza, en que todos los hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus
propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo,
contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus
medios de subsistencia.
Pero en un Estado civil donde
existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo, violarían su
palabra, dicho temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud del
pacto viene obligado a cumplir primero, tiene el deber de hacerlo así.
La causa del temor que invalida
semejante pacto, debe ser, siempre, algo que emana del pacto establecido, como
algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en ningún otro
caso puede considerarse nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un
hombre prometer, no puede admitirse que sea un obstáculo para cumplir.
El derecho al fin, implica el
derecho a los medios. Quien transfiere un derecho transfiere los medios de
disfrutar de él, mientras está bajo su dominio. Quien vende una tierra, se
comprende que cede la hierba y cuanto crece sobre aquélla. Quien vende un
molino no puede desviar la corriente que lo mueve. Quienes da .a un hombre el
derecho de gobernar, en plena soberanía, se comprende que le transfieren el
derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistrados
para la administración de justicia.
No hay pactos con las bestias. Es
imposible hacer pactos con las bestias, porque como no comprenden nuestro
lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna traslación de derecho, ni pueden
transferir un derecho a otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna.
Ni pactos con Dios, sin
revelación especial. Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por mediación
de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por
quienes en su nombre gobiernan: de otro modo no sabríamos si nuestros pactos
han sido o no aceptados. En consecuencia quienes hacen votos de alguna cosa
contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injusto
libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley de
naturaleza, lo que obliga no es el voto, sino la ley.
Ni pacto sino de lo posible y
futuro. La materia u objeto de pacto es, siempre, algo sometido a deliberación
(en efecto, el pacto es un acto de la voluntad, es decir, un acto —el último—
de deliberación); así se comprende que sea siempre algo venidero que se juzga
posible de realizar por quien pacta.
En consecuencia, prometer lo que
se sabe que es imposible, no es pacto. Pero si se prueba ulteriormente como
imposible algo que se consideró como posible en un principio, el pacto es
válido y obliga (si no a la cosa misma, por lo menos a su valor); o, si esto es
imposible, a la obligación manifiesta de cumplir tanto como sea posible; porque
nadie está obligado a más.
Liberación de los pactos. De dos
maneras quedan los hombres liberados de sus pactos: por cumplimiento o por
remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la
remisión es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una
retransferencia del derecho en que la obligación consiste.
Pactos arrancados por temor, son
válidos. Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera naturaleza,
son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por ver
conservada mi vida por un enemigo, quedo obligado por ello. En efecto, se trata
de un pacto en que uno recibe el beneficio de la vida; el otro contratante
recibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por consiguiente, donde (como
ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) no existe otra ley que
prohiba el cumplimiento, el pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de
guerra que se comprometen al pago de su rescate, están obligados a abonarlo. Y
si un príncipe débil hace una paz desventajosa con otro más fuerte, por temor a
él, se obliga a respetarla, a menos (como antes ya hemos dicho) que surja algún
nuevo motivo de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo me
viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole dinero, estaría obligado a
pagarle, a menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo cuanto yo
puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por
miedo; y lo que yo legalmente estipule, legalmente no puedo quebrantarlo.
El pacto anterior hecho con uno,
anula el posterior hecho con otro. Un pacto anterior anula otro ulterior. En
efecto, cuando uno
ha transferido su derecho a una
persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra, mañana; por
consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir, es
nula.
Un pacto de no defenderme a mi
mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he
manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su
derecho de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el
encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad de
despojarse de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la
fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En
efecto, aunque un hombre pueda pactar lo siguiente : Si no hago esto o aquello,
matadme; no puede pactar esto otro: Si no hago esto o aquello, no resistiré
cuando vengáis a matarme. El hombre escoge por naturaleza el mal menor, que es
el peligro de muerte que hay en la resistencia, con preferencia a otro peligro
más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y la certidumbre
de ello está reconocida por todos, del mismo modo que se conduce a los
criminales a la prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar de que
tales criminales han reconocido la ley que les condena.
Nadie está obligado a acusarse a
sí mismo. Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a sí mismo, sin
garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un hombre
es juez no existe lugar para la acusación. En el Estado civil, la acusación va
seguida del castigo. y, siendo fuerza, nadie está obligado a tolerarlo sin
resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la acusación de aquellos
por cuya condena queda un hombre en la miseria, como, por ejemplo, por la
acusación de un padre, esposa o bienhechor. En efecto, el testimonio de
semejante acusador, cuando no ha sido dado voluntariamente, se presume que está
corrompido por naturaleza, y, como tal, no es admisible. En consecuencia,
cuando no se ha de prestar crédito al testimonio de un hombre, éste no está
obligado a darlo. Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se
reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como medio de conjetura
y esclarecimiento en un ulterior examen y busca de la verdad. Lo que en tal
caso se confiesa tiende, sólo, a aliviar al torturado, no a informar a los
torturadores: por consiguiente, no puede tener el crédito de un testimonio
suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resultado de una
acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su
propia vida.
Finalidad del juramento. Corno la
fuerza de las palabras, débiles —como antes advertí— para mantener a los hombres
en el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza
humana dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen
las consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgullo de
serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una generosidad que
raramente se encuentra, en particular en quienes codician riquezas, mando o
placeres sensuales; y ellos son la mayor parte del género humano. La pasión que
mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno,
el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes
con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande,
el temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del primero es,
en cada ser humano, su propia religión, implantada en la naturaleza del hombre
{antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, no
es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque
en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne
sino en la eventualidad de la lucha. Así, en el tiempo anterior a la sociedad
civil, o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra, nada puede
robustecer un convenio de paz, estipulado contra las tentaciones de la
avaricia, de la ambición, de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el
temor de este poder invisible al que todos veneran como .a un Dios, y al que
todos temen como vengador de su perfidia. Por consiguiente, todo cuanto puede
hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno
a otro a jurar por el Dios que temen.
Forma de juramento. Este
JURAMENTO es una forma de expresión, agregada a una promesa por medio de la
cual quien promete significa que, en el caso de no cumplir, renuncia a la
gracia de Dios, y pide que sobre él recaiga su venganza. La forma del juramento
pagano era ésta: Que Júpiter me mate, como yo mato a este animal. Nuestra forma
es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y así, por los ritos y
ceremonias que cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe
puede hacerse más grande.
No hay juramento, sino por Dios.
De aquí se deduce que un juramento efectuado según otra forma o rito, es vano
para quien jura, y no es juramento. Y no puede jurarse por cosa alguna si el
que jura no piensa en Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar
por sus reyes, movidos por temor o adulación, con ello no dan a entender sino
que les atribuyen honor divino. Por otro lado, jurar por Dios,
innecesariamente, no es sino profanar su nombre; y jurar por otras cosas, como
los hombres hacen habitualmente en sus coloquios, no es jurar, sino practicar
una impía costumbre, fomentada por el exceso de vehemencia en la conversación.
Nada
agrega el juramento a la obligación. De aquí se infiere que el juramento nada
añade a la obligación. En efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los
ojos de Dios, lo mismo sin juramento que con él: cuando es ilegal, no obliga en
absoluto, aunque esté confirmado por un juramento.
CAPÍTULO XV DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA
La tercera ley de naturaleza,
justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a
transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la
humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos
que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contienen sino palabras
vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas,
seguimos hallándonos en situación de guerra.
Qué es justicia, e injusticia. En
esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto,
donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los
hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser
injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición
de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En
consecuencia, lo que no es injusto es justo.
La justicia y la propiedad
comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua
confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de
las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el
origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente
injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede
hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra.
Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de
justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres,
igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más
grande que el beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de
otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo
contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no
existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la
definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la
justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde
no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se
ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay
propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto
donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia
consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los
pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para
compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la
propiedad.
La justicia no es contraria a la
razón. Los necios tienen la convicción íntima de que no existe esa cosa que se
llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con
toda seriedad que estando encomendada la conservación y el bienestar de todos
los hombres a su propio cuidado, no puede existir razón alguna en virtud de la
cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que él imagina conducente a tal
fin. En consecuencia, hacer o no hacer, observar o no observar los pactos, no
implica proceder contra la razón, cuando conduce al beneficio propio. No se
niega con ello que existan pactos, que a veces se quebranten y a veces se
observen; y que tal quebranto de los mismos se denomine injusticia; y justicia
a la observancia de ellos. Solamente se discute si la injusticia, dejando
aparte el temor de Dios (ya que los necios íntimamente creen que Dios no
existe) no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada uno su
propio bien, y particularmente cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al
hombre en condición de despreciar no solamente el ultraje y los reproches, sino
también el poder de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por la
violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injusta?
¿Irla contra la razón obtenerlo así, cuando es imposible que de ello resulte
algún daño para sí propio? Y si no va contra la razón, no va contra la
justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena. A
base de razonamientos como estos, la perversidad triunfante ha logrado el
nombre de virtud, y algunos que en todas las demás cosas desaprobaron la
violación de la fe, la han considerado tolerable cuando se trata de ganar un
reino. Los paganos creían que Saturno habla sido depuesto por su hijo Júpiter;
pero creían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia.
Algo análogo se encuentra en un escrito jurídico, en los comentarios de Coke,
sobre Litleton, cuando afirma lo siguiente: aunque el legítimo heredero de la
corona esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin embargo;
pero en instante la deposición tiene que ser formulada. De estos ejemplos,
cualquiera podría inferir con razón que si el heredero aparente de un reino da
muerte al rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto
injusticia, o dársele cualquier otro nombre, pero nunca podrá decirse que va
contra la razón, si se advierte que todas las acciones voluntarias del hombre
tienden al beneficio del mismo, y que se consideran como más razonables
aquellas acciones que más fácilmente conducen a sus fines. No obstante, bien
Clara es la falsedad de este especioso razonamiento.
No podrían existir, pues, promesas
mutuas, cuando no existe seguridad de cumplimiento por ninguna de las dos
partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre
quienes prometen; semejantes promesas no pueden considerarse como pactos. Ahora
bien, cuando una de las partes ha cumplido ya su promesa, o cuando existe un
poder que le obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a
determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el beneficio que la
otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir. Y yo digo que no es contra
razón. Para probar este aserto, tenemos que considerar: primero, que si un
hombre hace una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su
propia destrucción, aunque un accidente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo,
al acaecer, en un acto para él beneficioso, tales acontecimientos no hacen
razonable o juicioso su acto. En segundo lugar, que en situación de guerra,
cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la falta de un poder común
que los mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propia fuerza o
destreza le proteja suficientemente contra la destrucción, sin recurrir a
alianzas, de las cuales cada uno espera la misma defensa que los demás. Por
consiguiente, quien considere razonable engañar a los que le ayudan, no puede
razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con
su propia fuerza. En consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la
vez, que puede hacer tal cosa con razón, no puede ser tolerado en ninguna
sociedad que una a los hombres para la paz y la defensa, a no ser por el error
de quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede continuarse
admitiéndole, cuando se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden
ser computados razonablemente entre los medios de seguridad: el resultado es
que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad, el hombre perece, y si
vive en sociedad es por el error de los demás hombres, error que él no puede
prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores
contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no
contribuyen a su destrucción, sólo perdonan por ignorancia de lo que a ellos
mismos les conviene.
Por lo que respecta a ganar, por
cualquier medio, la segura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión es
frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en
quebrantar, sino en cumplir lo pactado.
Es contrario a la razón alcanzar
la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es manifiesto
que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al
contrario; y porque al ganarla en esa forma, se enseña a otros a hacer lo
propio. Por consiguiente, la justicia, es decir, la observancia del pacto, es
una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer cualquiera cosa
susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza.
Algunos van más lejos todavía, y
no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen a la
conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una
felicidad eterna después de la muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto
puede conducir a ello, y en consecuencia son justos y razonables (son así
quienes piensan que es un acto meritorio matar o deponer, o rebelarse contra el
poder soberano constituido sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora
bien, como no existe conocimiento natural del Estado del hombre después de la
muerte, y mucho menos de la recompensa que entonces se dará a quienes
quebranten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen otros
hombres que están en posesión de conocimientos sobrenaturales por medio directo
o indirecto, quebrantar la fe no puede denominarse un precepto de la razón o de
la Naturaleza.
No se libera un compromiso por
vicio de la persona con quien se ha pactado. Otros, estando de acuerdo en que
es una ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción
de ciertas personas, por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran a
cumplir sus pactos. También esto va contra la razón, porque si cualquiera falta
de un hombre fuera suficiente para liberarle del, pacto que con él hemos hecho,
la misma causa debería, razonablemente, haberle impedido hacerlo.
Qué es justicia de los hombres, y
justicia de las acciones. Los nombres de justo e injusto, cuando se atribuyen a
los hombres, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las
acciones. Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad o
disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En cambio, cuando se
atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con
respecto a la razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos
particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se preocupa cuanto
puede de que todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es el que no
pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como
hombres rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa
que justo e injusto. Un hombre justo no perderá ese título porque realice una o
unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores
respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición
de tal por las acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se
sustenta en la justicia, sino en el beneficio aparente de lo que hace. Lo que
presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura
(raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el
bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta
justicia de la conducta es lo que se significa cuando la justicia se llama
virtud, y la injusticia vicio.
Ahora bien, la justicia de las
acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino inocentes; y la
injusticia de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la
calificación de culpables.
Justicia de la conducta, e injusticia
de las acciones. A su vez, la injusticia de la conducta es la disposición o
aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se proceda a la acción,
y sin esperar a que un individuo cualquiera, sea injuriado. Ahora bien, la
injusticia de una acción (es decir, la injuria) supone una persona individual
injuriada; en concreto, aquella con la cual se hizo el pacto. Por tanto, en
muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño da de rechazo
sobre otro. Tal es el caso que ocurre cuando el dueño ordena a su criado que
entregue dinero a un extraño. Si esta orden no se realiza, la injuria se hace
al dueño a quien se había obligado a obedecer, pero el daño redunda en
perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía obligación y a quien,
por consiguiente, no podía injuriar. Así en los Estados los particulares pueden
perdonarse unos a otros sus deudas, pero no los robos u otras violencias que
les perjudiquen: en efecto, la falta de pago de una deuda constituye una
injuria para los interesados, pero el robo y la violencia son injurias hechas a
la personalidad de un Estado.
Ninguna cosa que se hace a un
hombre, con consentimiento suyo, puede ser injuria. Cualquiera cosa que se haga
a un hombre, de acuerdo con su propia voluntad, significada a quien realiza el
acto, no es una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha
renunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho originario a hacer lo
que le agrade, no hay quebrantamiento del pacto y, en consecuencia, no se le
hace injuria. Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de
que el ofendido haya expresado su voluntad respecto a la acción, libera de ese
pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria.
Justicia conmutativa y
distributiva. Los escritores dividen la justicia de las acciones en conmutativa
y distributiva: la primera, dicen, consiste en una proporción aritmética, la
última, en una proporción geométrica. Por tal causa sitúan la justicia
conmutativa en la igualdad de valor de las cosas contratadas, y la distributiva
en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Según eso
sería injusticia vender más caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que
merece. El valor de todas las cosas contratadas se mide por la apetencia de los
contratantes, y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar.
El mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el cumplimiento de una
parte hace acreedor al cumplimiento por la otra, y cae bajo la justicia
conmutativa, y no distributiva) no es debido por justicia, sino que constituye
solamente una recompensa de la gracia. Por tal razón no es exacta esta
distinción en el sentido en que suele ser expuesta. Hablando con propiedad, la
justicia conmutativa es la justicia de un contratante, es decir, el
cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiento y la
aceptación de él; el prestar y el pedir prestado; el cambio y el trueque, y
otros actos contractuales.
Justicia distributiva es la
justicia de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Mereciendo
la confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza,
se dice que distribuye a cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto,
distribución justa, y puede denominarse (aunque impropiamente) justicia
distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es una ley de
naturaleza, como mostraremos en lugar adecuado.
La cuarta ley de naturaleza, gratitud. Del mismo modo que
la justicia depende de un pacto antecedente, depende la GRATITUD de una gracia
antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley de
naturaleza, que puede expresarse en esta forma: que quien reciba un beneficio
de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo
razonable para arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino
con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y
el objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio
bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado, no
habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua
ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro. Y así continuará
permaneciendo todavía en situación de guerra, lo cual es contrario a la ley
primera y fundamental de naturaleza que ordena a los hombres buscar la paz. El
quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación con
la gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto.
La quinta, mutuo acomodo o complacencia. Una quinta ley de
naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir, que cada uno se esfuerzo por
acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos considerar que existe
en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que
surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que advertimos en las
piedras que se juntan para construir un edificio. En efecto, del mismo modo que
cuando una piedra con su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más
espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla
plana, lo cual impide utilizarla en la construcción, es eliminada por los
constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un hombre que,
por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo
son superfluas y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no
pudiera ser corregido, debe ser abandonado o expulsado de la sociedad como
hostil a ella. Si advertimos que cada hombre, no sólo por derecho sino por
necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es
necesario para su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos,
es culpable de la lucha que sobrevenga, y, por consiguiente, hace algo que es
contrario a la ley fundamental de naturaleza que ordena buscar la paz. Quienes
observan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los llamaban commodi): lo contrario de sociable es
rígido, insociable, intratable.
La sexta, facilidad para
perdonar. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente : que, dando garantía del
tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pasadas de quienes,
arrepintiéndose, deseen ser perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa
sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza a quien persevera en su
hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía del
tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por consiguiente, contraria a
la ley de naturaleza.
La séptima, que en las venganzas los hombres consideren solamente
el bien venidero. Una séptima ley es que en las venganzas (es decir, en la
devolución del mal por mal) los hombres no consideren la magnitud del mal
pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido
infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o
servir de guía a los demás. Así, esta ley es consiguiente a la anterior a ella,
que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro. En cambio, la
venganza sin respeto al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo o
glorificación a base del daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin,
porque el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se propone
ningún fin es pura vanagloria y contraria a la razón; y hacer daño sin razón
tiende a engendrar la guerra, lo cual va contra la ley de naturaleza y, por lo
común, se distingue con el nombre de crueldad.
La octava, contra la contumelia.
Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha, hasta el punto de
que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la
venganza, en octavo lagar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto
de que ningún hombre, por medio de actos, palabras, continente o gesto
manifieste odio o desprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina
comúnmente contumelia.
La novena, contra el orgullo. La
cuestión relativa a cuál es el mejor hombre, no tiene lugar en la condición de
mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado, todos
los hombres son iguales. La desigualdad que ahora exista ha sido introducida
por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el primer libro de su
Política, para fundamentar su doctrina, considera que los hombres son, por
naturaleza, unos más aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los
cuales se considera él mismo por su filosofía); otros, para servir
(refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no son filósofos
como él) ; como si la condición de dueño y de criado no fueran establecidas por
consentimiento entre los hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no
va solamente contra la razón, sino también contra la experiencia. En efecto,
pocos son tan insensatos que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser
gobernados por otros; ni los que a juicio suyo son sabios y luchan, por la
fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría, alcanzan siempre, o con
frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha
hecho iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo
modo debe ser admitida dicha igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres
desiguales, puesto que los hombres que se consideran a sí mismos iguales no
entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales. Y en
consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca
a los demás como iguales suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este
precepto es el orgullo.
La décima, contra la arrogancia.
De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie exija
reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por
cualquier otro. Del mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan
la paz renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad
para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte,
para la vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como el de gobernar
sus. propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de
las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin
las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en
este caso, al establecerse la paz, exigen los hombres para si mismos aquello
que no hubieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la cual
ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en consecuencia, también,
contra la ley de naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos
modestos, y quienes la infringen, arrogantes. Los griegos llamaban plenexiva a la
violación de esta ley: ese término implica un deseo de tener una porción
superior a la que corresponde.
La undécima, equidad. Por otra
parte, si a un hombre se le encomienda juzgar entre otros dos, es un precepto
de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la
guerra puede determinar las controversias de los hombres, Por tanto, quien es
parcial en sus juicios, hace cuanto está a su alcance para que los hombres
aborrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por consiguiente (contra la ley
fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra.
La observancia de esta ley que ordena una distribución
igual, a cada hombre, de lo que por razón le pertenece, se denomina EQUIDAD y,
como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepción de personas,
proswpolmyiva.
La duodécima, uso igual de cosas
comunes. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no pueden ser
divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa
lo permite, sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes
tienen derecho a ello. De otro modo la distribución es desigual y contraria a
la equidad.
La décimotercia, de la suerte.
Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en
común. Entonces, la ley de naturaleza que prescribe equidad, requiere que el
derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera posesión, sea
determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza y no
pueden imaginarse otros medios de equitativa distribución.
La décimocuarta, de la
primogenitura y del primer establecimiento. Existen dos clases de suerte:
arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la
natural es o bien primogenitura (lo que los griegos llaman klhronomiva, lo
cual significa dado por suerte) o primer establecimiento. En consecuencia,
aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben
adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogénito como
adquiridas por suerte.
La décimoquinta, de los
mediadores. Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que sirven
de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena
la paz como fin, ordena la intercesión, como medio, y para la intercesión, el
medio es el salvoconducto.
La décimosexta, sumisión al
arbitraje. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes voluntariamente,
siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si
se hizo o no se hizo; segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley.
La primera de estas dos cuestiones se denomina cuestión de hecho; la segunda,
cuestión de derecho. En consecuencia, mientras las partes en disputa no se
avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este
otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de
naturaleza que quienes están en controversia, sometan. su derecho al juicio de
su árbitro.
La décimoséptima, que nadie es
juez de sí propio. Considerando que se presume que cualquier hombre hará todas
las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su
propia causa; y como la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta
de árbitro adecuado, si uno es admitido como juez, también debe admitirse el
otro; y así subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra la
ley de naturaleza.
La décimoctava, que nadie sea
juez, cuando tiene una causa natural de parcialidad. Por la misma razón, en una
causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta
aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte
que de la otra; porque entonces recibe una liberalidad (y una liberalidad
inconfesable); y nadie puede ser obligado a confiar en él. Y ello es causa
también de que se perpetúe la controversia y la situación de guerra,
contrariamente a la ley de naturaleza.
La décimonovena, de los testigos.
En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más a uno que a otro
(si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un
tercero y a un cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda
indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley de naturaleza
Estas son las leyes de naturaleza
que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas, y que
sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras cosas que
tienden a la destrucción de los hombres individualmente, como la embriaguez y
otras manifestaciones de la intemperancia, las cuales pueden ser incluidas, por
consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien,
no es necesario mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar.
Regla mediante la cual pueden ser
fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. Acaso pueda parecer lo que sigue
una deducción excesivamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se
percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado
ocupados en buscar el sustento, y el resto son demasiado negligentes para
comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hombres,
incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede
expresarse diciendo: no hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti.
Esto significa que al aprender las leyes de naturaleza y cuando se confrontan
las acciones de otros hombres con la de uno mismo, y parecen ser aquéllas de
mucho peso, lo que procede es colocar las acciones ajenas en el otro platillo
de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con objeto de que nuestras pasiones
y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas
leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable.
Las leyes de naturaleza obligan
en conciencia siempre, pero en la realidad sólo cuando existe seguridad
bastante, Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van
ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no siempre obligan in foro
externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto, quien sea correcto y
tratable, y cumpla cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo
haría, se sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contrariamente al
fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la conservación de
ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los demás observarán
respecto a él las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz sino
la guerra, y, por consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la
violencia.
Todas aquellas leyes que obligan
in foro interno, pueden ser quebrantadas no sólo por un hecho contrario a la
ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina
contrario. Porque aunque su acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley,
su propósito era contrario a ella; lo cual constituye una infracción cuando la
obligación es in foro interno.
Las leyes de naturaleza son
eternas. Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la
injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la
desigualdad o acepción de personas, y todo lo restante, nunca pueden ser cosa
legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra conserve la vida, y la paz
la destruya.
Y aun fáciles. Las mismas leyes,
como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo genuino
y constante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo;
quien se propone su cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.
La ciencia de estas leyes es la
verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y
auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la
ciencia de lo que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana.
Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y aversiones, que son
diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres.
Diversos hombres difieren no
solamente en su juicio respecto a la sensación de lo que es agradable y
desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también
respecto a lo que, en las acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en
desacuerdo con la razón. Incluso el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere
de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno, a lo que otra vez
desprecia y llama malo; de donde surgen disputas, controversias y, en último
término, guerras. Por consiguiente un hombre se halla en la condición de mera
naturaleza (que es condición de guerra), mientras el apetito personal es la
medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también, todos los hombres convienen
en que la paz es buena, y
que lo son igualmente las vías o
medios de alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la
gratitud, la modestia, la equidad, la misericordia, etc., y el resto de las
leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son malos, en cambio, sus
contrarios, los vicios. Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la
Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina de las leyes de naturaleza
es la verdadera Filosofía moral. Aunque los escritores de Filosofía moral
reconocen las mismas virtudes y vicios, como no advierten en qué consiste su
bondad ni por qué son elogiadas como medios de una vida pacífica, sociable y
regalada, la hacen consistir en una mediocridad de las pasiones: como si no fuera
la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que constituyera la fortaleza; o
no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva, lo que constituyera la
liberalidad.
Estos dictados de la razón suelen
ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no son sino
conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa
de los seres humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien
por derecho tiene mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos
teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por derecho manda sobre
todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes.
CAPITULO XVI DE LAS "PERSONAS",
"AUTORES" Y COSAS PERSONIFICADAS
Qué es una persona. Una PERSONA
es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas o como suyas propias, o
como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra
cosa a la cual son atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.
Persona natural y artificial.
Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se denomina persona
natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de
otro, entonces es una persona imaginaria o artificial.
Origen de la palabra persona. La palabra persona es latina;
en lugar de ella los griegos usaban provswpon,
que significa la faz, del mismo modo que persona, en latín, significa el
disfraz o apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más
particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o
antifaz. De la escena se ha trasladado a cualquiera representación de la
palabra o de la acción, tanto en los tribunales como en los teatros. Así que
una persona es lo mismo que un actor, tanto en el teatro como en la
conversación corriente; y personificar es actuar o representar a sí mismo o a
otro; y quien actúa por otro, se dice que responde de esa otra persona, o que
actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos Cicerón cuando decía:
Unus sustineo tres Personas; mei adversarri p judicis yo sostengo
tres personas: la mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas
ocasiones ese contenido se enuncia de diverso modo, con los términos de
representante, mandatario, teniente, vicario, abogado, diputado, procurador,
actor, etcétera.
Actor. Autor. De
las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones apropiadas
por quienes las representan. Entonces, la persona es el actor, y quien es dueño
de sus palabras y acciones, es el autor. En este caso, el actor actúa por
autoridad. Porque lo que con referencia a bienes y posesiones se llama dueño y
en latín, dominus, en griego, cuvrioz,
respecto a las acciones se denomina autor. Y así como el derecho de posesión se
llama dominio, el derecho de realizar una acción se llama AUTORIDAD. En
consecuencia, se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún
acto; y hecho por autorización, es lo realizado por comisión o licencia de
aquel a quien pertenece el derecho.
Pactos por autorización obligan
al autor. De aquí se sigue que cuando el actor hace un pacto por autorización,
obliga con él al autor, no menos que si lo hiciera este mismo, y no le sujeta
menos, tampoco, a sus posibles consecuencias. Por consiguiente, todo cuanto
hemos dicho anteriormente (Capítulo XIV) acerca de la naturaleza de los pactos
entre hombre y hombre en su capacidad natural, es verdad, también, cuando se
hace por sus actores, representantes o procuradores con autorización suya, en
cuanto obran dentro de los límites de su comisión, y no más lejos.
Por tanto, quien hace un pacto
con el actor o representante no conociendo la autorización que tiene, lo hace a
riesgo suyo, porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor, ni,
por consiguiente, por un pacto hecho en contra o al margen de la autorización
que dio.
Pero no al actor. Cuando el actor
hace alguna cosa contra la ley de naturaleza, por mandato del autor, si está
obligado a obedecerle por un pacto anterior, no es él sino el autor quien
infringe la ley de naturaleza, porque aunque la acción sea contra la ley de
naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla es contra la ley
de naturaleza que prohíbe quebrantar el pacto.
Debe exhibirse la autorización.
Quien hace un pacto con el autor, por mediación del actor, ignorando cuál es la
autorización de éste, y creyéndolo solamente por su palabra, cuando esa
autorización no sea manifestada a él, al requerirla, no queda obligado por más
tiempo; porque el pacto hecho con el autor no es válido sin esa garantía. Pero
si quien pacta sabe de antemano que no era de esperar ninguna otra garantía que
la palabra del actor, entonces el pacto es válido, porque el actor, en este
caso, se erige a sí mismo en autor. Por consiguiente, del mismo modo que cuando
la autorización es evidente, el pacto obliga al autor y no al actor, así cuando
la autorización es imaginaria obliga al actor solamente, ya que no existe otro
autor que él mismo.
Cosas imaginadas personificadas.
Pocas cosas existen que no puedan ser representadas por ficción, Cosas
inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente pueden ser personificadas
por un rector, un director, o un inspector. Pero las cosas inanimadas no pueden
ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus actores. Sin embargo,
los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, siendo
dada a ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de
dichas cosas. Por esa razón tales cosas no pueden ser personificadas mientras
no exista un cierto estado de gobernación civil.
Irracionales. Del mismo modo los
niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden ser
personificados por guardianes o cuidadores; pero durante ese tiempo no pueden
ser autores de una acción hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el
uso de razón) puedan juzgar razonable dicho acto. Aun durante el estado de
locura, quien tiene derecho al gobierno del interesado puede dar autorización
al guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un Estado civil,
porque antes de instituirse éste no existe dominio de las personas.
Falsos
dioses. Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personificado, como lo
fueron los dioses de los paganos, los cuales, por conducto de los funcionarios
instituidos por el Estado, eran personificados y tenían posesiones y otros
bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo en
tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La
autorización procede del Estado, y, por consiguiente, antes de que fuera
introducida la gobernación civil, los dioses de los paganos no podían ser
personificados.
El verdadero Dios. El verdadero Dios puede ser personificado,
como lo fue primero por Moisés, quien gobernó a los israelitas (los cuales eran
no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su propio nombre con el Hoc dicit Moses, sino en nombre de Dios,
con el Hoc dicit Dominus. En segundo
lugar, por el hijo del hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador
Jesucristo, que vino para sojuzgar a los judíos e inducir todas las naciones a
situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por sí mismo, sino como
enviado por su Padre. En tercer lugar, por el Espíritu Santo, o confortador,
que hablaba o actuaba por los Apóstoles; Espíritu Santo que era un confortador
que no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los otros dos.
Cómo una multitud de hombres se convierte en una persona.
Una multitud de hombres se
convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona,
de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que
integran esta multitud en particular. En efecto, la unidad del representante,
no la unidad de los representados es lo que hace la persona una, y es el
representante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la unidad no
puede comprenderse de otro modo en la multitud.
Cada uno es autor. Y como la
unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser considerada como uno,
sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su
nombre. Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de cada
uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones,
en caso de que le den autorización ilimitada. De otro modo, cuando le limitan
respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de
más sino de lo que le da la autorización para actuar.
Un actor puede ser varios hombres
hechos uno por pluralidad de votos. Y si los representados son varios hombres,
la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En
efecto, si un número menor se pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un
número mayor por la negativa, habrá negativas más que suficientes para destruir
las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho,
constituye la única voz que tienen los representados.
Representantes, cuando los grupos
están empatados. Un representante de un número par, especialmente cuando el
número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en muchos
casos, resulta en numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin
embargo, en algunos casos, votos contradictorios empatados en número pueden
decidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad de votos,
precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no
condenan en cuanto no absuelven. Porque una vez efectuada la audiencia de una
causa, no condenar es absolver; por el contrario, decir que no absolver es
condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una deliberación de ejecutar
actualmente o de diferir para más tarde, porque cuando los votos están
empatados, al no ordenarse la ejecución, ello equivale a una orden de dilación.
Voto negativo. Cuando el número
es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene, por su
voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos
afirmativos del resto, este número no es representativo, porque dada la
diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se convierte muchas veces,
y en casos de máxima importancia, en una persona muda e inepta, como para otras
muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo
de guerra.
De los autores existen dos
clases. La primera se llama simplemente así, y es la que antes he definido como
dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta
dueño de una acción o pacto de otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza
si el otro no lo hace hasta un cierto momento antes de él. Y estos autores
condicionales se denominan generalmente FIADORES, en latín fidejussores y sponsores,
particularmente para las deudas, procedes, y para la comparecencia ante un juez
o magistrado, nades.
SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y
DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"
El fin del Estado es,
particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los
hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al
introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando
Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de
una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición
de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las
pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga
a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a
la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y
XV.
Que no se obtiene por la ley de
naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad,
modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan
por ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder
que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales
nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes
de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas,
cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es
suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá
hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los
demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas
familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser
reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto
mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las
leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres
sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias
pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más
grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de
peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los
invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus
vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra
garantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos.
Ni de la conjunción de unos pocos
individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo
que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos
números, las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la
ventaja de la fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da
aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los
efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por
comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad
del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a
intentar el acontecimiento de la guerra.
Ni de una gran multitud, a menos
que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus
acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares
apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo
común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opiniones
concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos
componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente,
y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia,
fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin
contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen
guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos
imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la
justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para
mantenerlos a raya, podríamos suponer Igualmente que todo el género humano
hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún
gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción
alguna.
Y esto, continuamente. Tampoco es
suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida durante
su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante
un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque
obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior,
después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como
enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la
diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Por qué ciertas criaturas sin
razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder
coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las
hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las
enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus
particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la
cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio
común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo
mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en
continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello
se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y
finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas,
el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a su
beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el
hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no
puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.
Tercero, que no teniendo estas
criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven
ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los
hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para
gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar
e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean
perturbación y guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas
criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras sus
sentimientos, les falta este género de palabras por medio de las cuales los
hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el
demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir
la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los
hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas
irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente,
mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el
hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está, porque es
entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de
quien gobierna el Estado.
Por último, la buena convivencia
de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es
decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del
pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese
algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el
beneficio colectivo.
La generación de un Estado. El
único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la
invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal
suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan
nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza
a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de
votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir:
elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y
que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de
cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas
cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan
sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto
es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en
una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en
forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre
o asamblea de hombres mí derecho de gobernarme a mi mismo, con la condición de
que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos
de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se
denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran
LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al
cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en
virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el
Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira
es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio
país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero.
Definición de Estado. Qué es
soberano y súbdito. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos
definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran
multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa
persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conveniente
para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina
SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es
SÚBDITO Suyo.
Se alcanza este poder soberano
por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que
sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de
destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus
enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre
el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para
someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza
de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede
hablarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de
Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado por
institución,
CAPITULO XVIII DE LOS "DERECHOS" DE LOS
SOBERANOS POR INSTITUCIÓN
Qué es el acto de instituir un
Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres
convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de
hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de
todos (es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han
votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las
acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran
suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos
contra otros hombres.
Las consecuencias de esa
institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y
facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por
el consentimiento del pueblo reunido.
1.
Los súbditos no pueden cambiar de forma de
gobierno. En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están
obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En
consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello,
obligados por el pacto, a considerar corno propias las acciones y juicios de
uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para obedecer a
cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia,
también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia
renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada;
ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra
asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a
considerar como propio y
ser reputados como autores de
todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la
sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los
restantes deben quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es
injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien
representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es
suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata. de
deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él a causa de tal
tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que es, por
institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un
hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es
también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su
soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres, sino con
Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por
mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino
el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión
de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia
de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de disposición injusta, sino,
también, vil e inhumana.
2.
El poder soberano no puede ser enajenado. En
segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a
quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no
del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto
por parte del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose
en una infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en
soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es
manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del
pacto, o debe hacer un pacto singular con cada persona. Con el conjunto como
parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces no constituye una persona;
y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos
resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda
ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí
mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de
cada uno de ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden
quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución, y otros o alguno
de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo semejante
quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia;
en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres
recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza,
contrariamente al designio que les anima a efectuar la institución. Es, por
tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente. La
opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo
condicional, procede de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la
cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza
para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que
resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel
hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas acciones son
firmemente mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos
en ella están unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres,
entonces ningún hombre imagina que semejante pacto haya pasado a la
institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por ejemplo, que
el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a
base de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los
romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres no adviertan la
razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular, procede
de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una
asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía,
de cuyo disfrute desesperan.
3.
Nadie sin injusticia puede protestar contra la
institución del soberano declarada por la mayoría. En tercer lugar, si la
mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe
ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos
que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si
voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea,
declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto
tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón, si
rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado,
procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o
no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien
someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes
se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.
4.
Los actos del soberano no pueden ser, con
justicia, acusados por el súbdito. En cuarto lugar, como cada súbdito es, en
virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano
instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede
constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de
injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por
autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya
autorización actúa. Pero en virtud de la Institución de un Estado, cada
particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien
se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo de que él
mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí
mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es impasible.
Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no
injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.
5.
Nada que haga un soberano puede ser castigado
por el súbdito. En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de
afirmar. ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o
castigado de otro modo por sus
súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su
soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo. Como eI
fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene
derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde de derecho a
cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo
tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los
obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera
cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la
seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del
extranjero, ya, cuando la. paz y la seguridad se han perdido, para la
recuperación de la misma.
6.
El soberano es juez de lo que es necesario para
la paz y la defensa de sus súbditos. Y juez respecto de qué doctrinas son
adecuadas para su enseñanza. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el ser
juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la
paz; y por consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué
puede confiarse en los hombres, cuando hablan a las multitudes, y quién debe
examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los
actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las
opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y
concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la
verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la
doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la
paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en
un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros
circulan, con carácter general las falsas doctrinas, las verdades contrarias
Pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de
una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo
en ocasiones despertar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de
modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir
una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino
solamente de cesación de hostilidades por temor mutuo; y viven como si se
hallaran continuamente en los preludios de la batalla.
Corresponde, *Por consiguiente, a
quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de opiniones
y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la
discordia y la guerra civil.
7.
El derecho de establecer normas, en virtud de
las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que es suyo propio, y que ningún
otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es inherente a
la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales
cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar
a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que
los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder soberano
(como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a
todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por
consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del
poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas
normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo
legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es
decir, leyes de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté,
ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que
siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en aquella época
fueron, en dichas comarcas, la ley civil.
8.
También le corresponde el derecho de judicatura,
y la decisión de las controversias. En octavo lugar, es inherente a la
soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las
controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural,
con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no
existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes
concernientes a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre
compete, por el apetito natural y necesario de su propia conservación, el
derecho de protegerse a sí mismo con su fuerza particular, que es condición de
la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo Estado.
9.
Y de hacer la guerra y la paz, como consideren
más conveniente. En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de
hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es
para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y
pagadas para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para
sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que
ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un
ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez
compete al soberano instituido, porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y,
por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un ejército, quien
tiene el poder soberano es siempre generalísimo.
10.
Y de escoger todos los consejeros y ministros,
tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar, es inherente a la soberanía
la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios,
tanto en la paz como en la guerra. Si, en efecto, eI soberano está encargado de
realizar el fin que es la paz y defensa común, se comprende que ha de tener
poder para usar tales medios, en la forma que él considere son más adecuados
para su propósito.
11.
Y de recompensar y castigar; y esto (cuando
ninguna ley anterior ha determinado la medida de ello) arbitrariamente. En
undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u
honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia,
a cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si
no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para
estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier
acto contrario al mismo.
12.
Y de honores y preeminencias. Por último,
considerando qué valores acostumbran los hombres a asignarse a sí mismos, qué
respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre
ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en
definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente
a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial
para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien
al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas
leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o
fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas las controversias es
inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de
honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y
qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse
cada uno a otro.
Estos derechos son indivisibles.
Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los
signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de
hombres está situado y
reside el poder soberano. Son
estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acuñar
moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos
; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas
estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante,
retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la
militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá
ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar moneda, la militia es
inútil ; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán
contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los
mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no
producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual
se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que un
reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se
produce esta división, nunca puede sobrevenir la división en ejércitos
contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida por la
mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes están divididos entre el rey, y
los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido,
ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero entre los que discrepaban en
política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de
religión ; y ello ha instruido a los hombres de tal modo, en este punto de
derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no adviertan cómo estos
derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuando
muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean
olvidadas; y no más, excepto si el vulgo es instruido mejor de lo que ha sido
hasta ahora.
Y no pueden ser cedidos sin
renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos esenciales e inseparables,
necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos
haya sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos.
y el nombre del soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario,
la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido todo lo posible si
mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.
El poder y el honor se desvanecen
de los súbditos en presencia del poder soberano. Siendo indivisible esta gran
autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca razón para
la opinión de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores, o sea de mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son
universas minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si
con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces
todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si
por todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el
poder de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la
expresión es absurda. Este absurdo lo ven con claridad suficiente cuando la
soberanía corresponde a una asamblea del pueblo; pero en un monarca no lo ven,
y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que
esté colocado.
Como el poder, también el honor
del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus súbditos:
porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord,
conde, duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño
todos los sirvientes son iguales y sin honor alguno, así son también los
súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia,
parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en
presencia del sol.
El poder soberano no es tan gravoso
como la necesidad de él, y el daño deriva casi siempre de la escasa disposición
a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es
muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares
pasiones de aquel o aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo
común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un defecto de
la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea
soberana. atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad,
el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto vara protegerlos, es el
mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u
otra incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede
suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara
con las miserias y horribles calamidades que acompañan a una guerra civil, o a
esa disoluta condición de los hombres desenfrenados, sin sujeción a leyes y a
un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la
venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no
procede del deleite o del provecho que pueden esperar del daño o de la
debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su propia gloria y
fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a
la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos
cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en
cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para resistir o
adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por
naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su
egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pequeña contribución aparece
como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes
prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que
penden sobre ellos y que no pueden ser evitadas sin tales aportaciones.
CAPITULO XIX DE LAS DIVERSAS ESPECIES DE GOBIERNO
POR INSTITUCIÓN Y DE LA SUCESIÓN EN EL PODER SOBERANO
Las formas diferentes de gobierno
son sólo tres. La diferencia de gobiernos consiste en la diferencia del
soberano o de la persona representativa de todos y cada uno en la multitud.
Ahora bien, como la soberanía reside en un hombre o en la asamblea de más de
uno, y como en esta asamblea puede ocurrir que todos tengan derecho a formar
parte de ella, o no todos sino algunos hombres distinguidos de los demás, es
manifiesto que pueden existir tres clases de gobierno. Porque el representante
debe ser por necesidad o una persona o varias: en este último caso o es la
asamblea de todos o la de sólo una parte. Cuando el representante es un hombre,
entonces el gobierno es una MONARQUÍA; cuando lo es una asamblea de todos
cuantos quieren concurrir a ella, tenemos una DEMOCRACIA o gobierno popular;
cuando la asamblea es de una parte solamente, entonces se denomina
ARISTOCRACIA. No puede existir otro género de gobierno, porque necesariamente
uno, o más o todos deben tener el poder soberano (que como he mostrado ya, es
indivisible).
Tiranía y oligarquía no son sino
nombres distintos de monarquía y aristocracia. Existen otras denominaciones de
gobierno, en las historias y libros de política: tales son, por ejemplo, la
tiranía y la oligarquía. Pero estos no son nombres de otras formas de gobierno,
sino de las mismas formas mal interpretadas. En efecto, quienes están
descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la
aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados
bajo una democracia la llaman anarquía, que significa falta de gobierno. Pero
yo me imagino que nadie cree que la falta de gobierno sea una especie de
gobierno; ni, por la misma razón, puede creerse que el gobierno es de una clase
cuando agrada, y de otra cuando los súbditos están disconformes con él o son
oprimidos por los gobernantes.
Representantes subordinados,
peligrosos. Es manifiesto que cuando los hombres están en absoluta libertad
pueden, si gustan, dar autoridad a uno para representarlos a todos, lo mismo
que pueden otorgar, también, esa autoridad a una asamblea de hombres
cualesquiera; en consecuencia, pueden someterse, si lo consideran oportuno, a
un monarca, de modo tan absoluto como a cualquier otro representante. Por esta
razón, una vez que se ha erigido un poder soberano, no puede existir otro
representante del mismo pueblo, sino solamente para ciertos fines particulares,
delimitados por el soberano. Lo contrario sería instituir dos soberanos, y que
cada hombre tuviera su persona representada por dos actores que al oponerse
entre sí, necesariamente dividirían un poder que es indivisible, si los hombres
quieren vivir en paz; ello situaría la multitud en condición de guerra,
contrariamente al fin por el cual se ha instituido toda soberanía. Por esta
razón es absurdo que si una asamblea soberana invita al pueblo de sus dominios
para que envíe sus representantes, con facultades para dar a conocer sus
opiniones o deseos, haya de considerar a tales diputados, más bien que a la
asamblea misma, como representantes absolutos del pueblo; e igualmente absurdo
resulta con referencia a una monarquía. No me explico cómo una verdad tan
evidente sea, en definitiva, tan poco observada: que en una monarquía quien
detentaba la soberanía por una descendencia de 600 años, era solamente llamado
soberano, poseía el título de majestad de cada uno de sus súbditos, y era
incuestionablemente considerado por ellos como su rey, nunca fuera, sin
embargo, considerado como representante suyo ; esta denominación se utilizaba,
sin réplica alguna, como título peculiar de aquellos hombres que, por mandato
del soberano, eran enviados por el pueblo para presentar sus peticiones y darle
su opinión, si lo permitía. Esto puede servir de advertencia para que quienes
son los verdaderos y absolutos representantes de un pueblo, instruyan a los
hombres en la naturaleza de ese cargo, y tengan en cuenta cómo admiten otra
representación general en una ocasión cualquiera, si piensan responder a la
confianza que se ha depositado en ellos.
Comparación entre monarquía y
asambleas soberanas. La diferencia entre estos tres géneros de gobierno no
consiste en la diferencia de poder, sino en la diferencia de conveniencia o
aptitud para producir la paz y seguridad del pueblo, fin para el cual fueron
instituidos. Comparando la monarquía con las otras dos formas podemos observar:
primero, que quienquiera represente la persona del pueblo, aunque sea uno de
los elementos de la asamblea representativa, sustenta, también, su propia
representación natural. Y aun cuando en su persona política procure por el
interés común, no obstante procurará más, o no menos cuidadosamente, por el
particular beneficio de si mismo, de sus familiares, parientes y amigos; en la
mayor parte de los casos, si el interés público viene a entremezclarse con el
privado, prefiere el privado, porque las pasiones de los hombres son, por lo
común, más potentes que su razón. De ello se sigue que donde el interés público
y el privado aparecen más íntimamente unidos, se halla más avanzado el interés
público. Ahora bien, en la monarquía, el interés privado coincide con el
público. La riqueza, el poder y el honor de un monarca descansan solamente
sobre la riqueza, el poder y la reputación de sus súbditos. En efecto, ningún
rey puede ser rico, ni glorioso, ni hallarse asegurado cuando sus súbditos son
pobres, o desobedientes, o demasiado débiles por necesidad o disentimiento,
para mantener una guerra contra sus enemigos. En cambio, en una democracia o en
una aristocracia, la prosperidad pública no se conlleva tanto con la fortuna
particular de quien es un ser corrompido o ambicioso, como lo hacen con una
opinión pérfida, un acto traicionero o una guerra civil.
En segundo lugar, que un monarca
recibe consejo de aquél, cuando y donde le place, y, por consiguiente, puede
escuchar la opinión de hombres versados en la materia sobre la cual se
delibera, cualquiera que sea su rango y calidad, y con la antelación y con el
sigilo que quiera. Pero cuando una asamblea soberana tiene necesidad de
consejo, nadie es admitido a ella sino quien tiene un derecho desde el
principio; en la mayor parte de los casos los titulares del mismo son personas
más bien versadas en la adquisición de la riqueza que del conocimiento, y han
de dar su opinión en largos discursos, que pueden, por lo común excitar a los
hombres a la acción, pero no gobernarlos en ella. Porque el entendimiento no se
ilumina, antes bien se deslumbra por la llama de las pasiones. Ni existe lugar
y tiempo en que una asamblea pueda recibir consejo en secreto, a causa de su
misma multitud.
En tercer lugar, que las
resoluciones de un monarca no están sujetas a otra inconstancia que la de la
naturaleza humana; en cambio, en las asambleas, aparte de la inconstancia
propia de la naturaleza, existe otra que deriva del número. En efecto, la
ausencia de unos pocos, que hubieran hecho continuar firme la resolución una
vez tomada (lo cual puede suceder por seguridad, negligencia o impedimentos
privados) o la apariencia negligente de unos pocos de opinión contraria hace
que no se realice hoy lo que ayer quedó acordado.
En cuarto lugar, que un monarca
no puede estar en desacuerdo consigo mismo por razón de envidia o interés; en
cambio puede estarlo una asamblea, y en grado tal que se produzca una guerra
civil.
En quinto lugar, que en la
monarquía existe el inconveniente de que cualquier súbdito puede ser privado de
cuanto posee, por el poder de un solo hombre, para enriquecer a un favorito o
adulador; confieso que es, éste, un grave e inevitable inconveniente. Pero lo
mismo puede ocurrir muy bien cuando el poder soberano reside en una asamblea,
porque su poder es el mismo, y sus miembros están tan sujetos al mal consejo y
a ser seducidos por los oradores, como un monarca por quienes lo adulan; y al
convertirse unos en aduladores de otros, van sirviendo mutuamente su codicia y
su ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son pocos, y no
tienen que aventajar sino a los de su propio linaje, los favoritos de una
asamblea son muchos, y sus allegados mucho más numerosos que los de cualquier
monarca. Además, no hay favorito de un monarca que no pueda del mismo modo
socorrer a sus amigos y dafiar a sus enemigos, mientras que los oradores, es
decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque piensan que tienen gran
poder para dañar, tienen poco para defender. Porque para acusar hace falta
menos elocuencia (esto va en la naturaleza humana) que para excusar; y la
condena más se parece a la justicia que la absolución.
En sexto lugar, es un
inconveniente en la monarquía que el poder soberano pueda recaer sobre un
infante o alguien que no pueda discernir entre el bien y el mal; ello implica
que el uso de su poder debe ponerse en manos de otro hombre o de alguna
asamblea ele hombres que tienen que gobernar por su derecho y en nombre suyo,
como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero decir que es un
inconveniente poner el uso del poder en manos de un hombre o de una asamblea de
hombres, equivale a decir que todo gobierno es más inconveniente que la
confusión y la guerra civil. Por consiguiente, todo el peligro que puede
presumirse ha de surgir de la disputa de quienes pueden convertirse en
competidores respecto de un cargo de tan gran honor y provecho. Para demostrar
que este inconveniente no procede de la forma de gobierno que llamamos
monarquía, imaginemos que el monarca precedente ha establecido quién ejercerá
la tutela de su infante sucesor, bien sea expresamente por testamento, o
tácitamente, para no oponerse a la costumbre que es normal en este caso.
Entonces el inconveniente, si ocurre, debe atribuirse no ya a la monarquía,
sino a la ambición e injusticia de los súbditos, que es la misma en todas las
formas de gobierno en que el pueblo no está bien instruído en sus deberes y en
los derechos de la soberanía. O bien el monarca precedente no ha tomado
disposiciones para esa tutela, y entonces la ley de naturaleza ha provisto la
norma suficiente, de que la tutela debe corresponder a quien por naturaleza
tiene más interés en conservar la autoridad del infante, y a quien menos
beneficio puede derivar de su muerte o menoscabo. En efecto, si consideramos
que cada persona persigue por naturaleza su propio beneficio y exaltación,
poner un infante en manos de quienes pueden exaltarse a sí mismos por la
anulación o daño del niño, no es tutela sino traición. Así que cuando se ha
provisto de modo suficiente contra toda justa querella respecto al gobierno
durante una minoría de edad, si se produce alguna disputa que da lugar a la
perturbación de la paz pública, no debe atribuirse a la forma de monarquía,
sino a la ambición de los súbditos y a la ignorancia de su deber. Por otra
parte, no existe un ' gran Estado cuya soberanía resida en una gran asamblea,
que en las consultas relativas a la paz y la guerra, y en la promulgación de
las leyes, no se encuentre en la misma condición que si el gobierno estuviera
en manos de un niño. En efecto, del mismo modo que un niño carece de juicio
para disentir del consejo que se le da, y necesita en consecuencia, tomar la
opinión de aquel o de aquellos a quienes está confiado, así una asamblea carece
de la libertad para disentir del consejo de la mayoría, sea bueno o malo. Y del
mismo modo que un niño tiene necesidad de un tutor o protector, que defienda su
persona y su autoridad, así también (en los grandes Estados) la asamblea
soberana, en todos los grandes peligros y perturbaciones, tiene necesidad de custodes libertatis; es decir, de
dictadores o protectores de su autoridad, que vienen a ser como monarcas
temporales a quienes por un tiempo se les confiere el total ejercicio de su
poder; y, al término de ese tiempo, suelen ser privados de dicho poder con más
frecuencia que los reyes infantes, por sus protectores, regentes u otros
tutores cualesquiera.
Aunque las formas de soberanía no
sean, como he indicado, más que tres, a saber: monarquía, donde la ejerce una
persona.; democracia, donde reside en la asamblea general de los súbditos, o
aristocracia, en que es detentada por una asamblea nombrada por personas
determinadas, o distinguidas de otro modo de los demás, quien haya de
considerar los Estados que en particular han existido y existen en el mundo,
acaso no pueda reducirlas cómodamente a tres, y propenda a pensar que hay otras
formas resultantes de la mezcla de aquéllas. Por ejemplo, monarquías electivas,
en las que los reyes tienen entre sus manos el poder soberano durante algún
tiempo; o reinos en los que el rey tiene un poder limitado, no obstante lo cual
la mayoría de los escritores llaman monarquías a esos gobiernos. Análogamente,
si un gobierno popular o aristocrático sojuzga un país enemigo, y lo gobierna
con un presidente procurador u otro magistrado, puede parecer, acaso, a primera
vista, que sea un gobierno democrático o aristocrático; pero no es así. Porque
los reyes electivos no son soberanos, sino ministros del soberano; ni los reyes
con poder limitado son soberanos, sino ministros de quienes tienen el soberano
poder. Ni las provincias que están sujetas a una democracia o aristocracia de
otro Estado, democrática o aristocráticamente gobernado, están regidas
monárquicamente.
En primer término, por lo que
concierne al monarca electivo, cuyo poder está limitado a la duración de su
existencia, como ocurre en diversos lugares de la cristiandad, actualmente, o
durante ciertos años o meses, como el poder de los dictadores entre los
romanos, si tiene derecho a designar su sucesor, no es ya electivo, sino
hereditario. Pero si no tiene poder para elegir su sucesor, entonces existe
otro hombre o asamblea que, a la muerte del soberano, puede elegir uno nuevo, o
bien el Estado muere y se disuelve con él, y vuelve a la condición de guerra.
Si se sabe quién tiene el poder de otorgar la soberanía después de su muerte,
es evidente, también, que la soberanía residía en él, antes: porque ninguno
tiene derecho a dar lo que no tiene derecho a poseer, y a conservarlo para sí
mismo si lo considera adecuado. Pero si no hay nadie que pueda dar la soberanía,
al morir aquel que fue inicialmente elegido, entonces, si tiene poder, está
obligado por la ley de naturaleza a la provisión, estableciendo su sucesor,
para evitar que quienes han confiado en él para el gobierno recaigan en la
miserable condición de la guerra civil. En consecuencia, cuando fue elegido,
era un soberano absoluto.
En segundo lugar, este rey cuyo
poder es limitado, no es superior a aquel o aquellos que tienen el poder de
limitarlo; y quien no es superior, no es supremo, es decir, no es soberano. Por
consiguiente, la soberanía residía siempre en aquella asamblea que tenía
derecho a limitarlo; y como consecuencia el gobierno no era monarquía, sino
democracia o aristocracia, como en los viejos tiempos de Esparta cuando los
reyes tenían el privilegio de mandar sus ejércitos, pero la soberanía se
encontraba en los éforos.
En tercer lugar, mientras que
anteriormente el pueblo romano gobernaba el país de Judea, por ejemplo, por
medio de un presidente, no era Judea por ello una democracia, porque no estaba
gobernada por una asamblea en la cual algunos de ellos tuvieron derecho a
intervenir; ni por una aristocracia, porque no estaban gobernados por una
asamblea a la cual algunos pudieran pertenecer por elección; sino que estaban
gobernados por una persona, que si bien respecto al pueblo de Roma era una
asamblea del pueblo o democracia, por lo que hace relación al pueblo de Judea,
que no tenía en modo alguno derecho a participar en el gobierno, era un
monarca. En efecto, aunque allí donde el pueblo está gobernado por una asamblea
elegida por el pueblo mismo de su seno, el gobierno se denomina democracia o
aristocracia, cuando está gobernado por una asamblea que no es de propia
elección, constituye una monarquía no de un hombre, sino de un pueblo sobre
otro pueblo.
Como la materia de todas estas
formas de gobierno es mortal, ya que no sólo mueren los monarcas individuales,
sino también las asambleas enteras, es necesario para la conservación de la paz
de los hombres, que del mismo modo que se arbitró un hombre artificial, debe
tenerse también en cuenta una artificial eternidad de existencia; sin ello, los
hombres que están gobernados por una asamblea recaen, en cualquier época, en la
condición de guerra; y quienes están gobernados por un hombre, tan pronto como
muere su gobernante. Esta eternidad artificial es lo que los hombres llaman
derecho de sucesión.
No existe forma perfecta de
gobierno cuando la disposición de la sucesión no corresponde al soberano
presente. En efecto, si radica en otro hombre particular o en una persona
privada, recae en la persona de un súbdito, y puede ser asumida por el soberano,
a su gusto; por consiguiente, el derecho reside en sí mismo. Si no radica en
una persona particular, sino que se encomienda a una nueva elección, entonces
el Estado queda disuelto, y el derecho corresponde a aquel que lo recoge,
contrariamente a la intención de quienes instituyeron el Estado para su
seguridad perpetua, y no temporal.
En una democracia, la asamblea
entera no puede fallar, a menos que falle la multitud que ha de ser gobernada.
Por consiguiente, en esta forma de gobierno no tiene lugar, en absoluto, la
cuestión referente al derecho de sucesión.
En una aristocracia, cuando muere
alguno de la asamblea, la elección de otro en su lugar corresponde a la
asamblea misma, como soberano al cual pertenece la elección de todos los
consejeros y funcionarios. Porque lo que hace el representante como actor, lo
hace uno de los súbditos como autor. Y aunque la asamblea soberana pueda dar
poder a otros para elegir nuevos hombres para la provisión de su Corte, la
elección se hace siempre por su autoridad y es ella misma la que (cuando el
bienestar público lo requiera) puede revocarla.
El monarca presente tiene derecho
a disponer de la sucesión. La mayor dificultad respecto al derecho de sucesión
radica en la monarquía. La dificultad surge del hecho de que a primera vista no
es manifiesto quién ha de designar al sucesor, ni en muchos casos quién es la
persona a la que ha designado. En ambas circunstancias se requiere un
raciocinio más preciso que el que cada persona tiene por costumbre usar. En
cuanto a la cuestión de quién debe designar el sucesor de un monarca que tiene
autoridad soberana, es decir, quién debe determinar el derecho hereditario
(porque los reyes y príncipes electivos no tienen su poder soberano en
propiedad, sino en uso solamente) tenemos que considerar que bien el que posee
la soberanía tiene derecho a disponer de la sucesión, o bien este derecho recae
de nuevo en la multitud desintegrada. Porque la muerte de quien tiene el poder
soberano deja a la multitud sin soberano, en absoluto; es decir, sin
representante alguno sin el cual pueda estar unida, y ser capaz de realizar una
mera acción. Son, por tanto, incapaces de elegir un nuevo monarca, teniendo
cada hombre igual derecho a someterse a quien considere más capaz de
protegerlo; o si puede, a protegerse a sí mismo con su propia espada, lo cual
es un retorno a la confusión y a la condición de guerra de todos contra todos,
contrariamente al fin para el cual tuvo la monarquía su primera institución. En
consecuencia, es manifiesto que por la institución de la monarquía, la
designación del sucesor se deja siempre al juicio y voluntad de quien
actualmente la detenta.
En cuanto a la cuestión, que a
veces puede surgir, respecto a quién ha designado el monarca en posesión para
la sucesión y herencia de su poder, ello se determina por sus palabras expresas
y testamento, o por cualesquiera signos tácitos suficientes.
Sucesión establecida por palabras
expresas. Por palabras expresas o testamento, cuando se declara por él durante
su vida. viva vote, o por escrito, como los primeros emperadores de Roma
declaraban quiénes habían de ser sus herederos. Porque la palabra heredero no
implica simplemente los hijos o parientes más próximos de un hombre, sino
cualquiera persona que, por el procedimiento que sea, declare que quiere
tenerlo en su cargo como sucesor. Por consiguiente, si un monarca declara
expresamente que un hombre determinado sea su heredero, ya sea de palabra o por
escrito, entonces este hombre, inmediatamente después de la muerte de su
predecesor, es investido con el derecho de ser monarca.
O por no gobernar una costumbre.
Ahora bien, cuando falta el testamento o palabras expresas, deben tenerse en
cuenta otros signos naturales de la voluntad. Uno cae ellos es la costumbre.
Por tanto, donde la costumbre es que el más próximo de los parientes suceda de
modo absoluto, entonces el pariente más próximo tiene derecho a la sucesión,
porque si la voluntad de quien se hallaba en posesión de la soberanía hubiese
sido otra, la hubiera podido declarar sin dificultad mientras vivió. Y
análogamente, donde es costumbre que suceda el más próximo de los parientes
masculinos, el derecho de sucesión recae en el más próximo de los parientes
masculinos, por la misma razón. Así ocurriría también si la costumbre fuera
anteponer una hembra: porque cuando un hombre puede rechazar cualquier
costumbre con una simple palabra y no lo hace, es una señal evidente de su
deseo de que dicha costumbre continúe subsistiendo.
O por la presunción de afecto
natural. Ahora bien, donde no existe costumbre ni ha precedido el testamento
debe comprenderse: primero, que la voluntad del monarca es que el gobierno siga
siendo monárquico, ya que ha aprobado este gobierno en sí mismo. Segundo, que
un hijo suyo, varón o hembra, sea preferido a los demás; en efecto, se presume
que los hombres son más propensos por naturaleza a anteponer sus propios hijos
a los hijos de otros hombres; y de los propios, más bien a un varón que a una
'hembra, porque los varones son, naturalmente, más aptos que las mujeres para
los actos de valor y de peligro. Tercero, si falla su propio linaje directo,
más bien a un hermano que a un extraño; igualmente se prefiere al más cercano
en sangre que al más remoto, porque siempre se presume que el pariente más
próximo es, también, el más cercano en el afecto, siendo evidente, si bien se
reflexiona, que un hombre recibe siempre más honor de la grandeza de su más
próximo pariente.
Disponer de la sucesión, aun para
un rey de otra nación, no es ilegítimo. Pero si bien es legítimo para un monarca
disponer de la sucesión en términos verbales de contrato o testamento, los
hombres pueden objetar, a veces, un gran inconveniente: que pueda vender o
donar su derecho a gobernar, a un extraño; y como los extranjeros (es decir,
los hombres que no acostumbran a vivir bajo el mismo gobierno ni a hablar el
mismo lenguaje) se subestiman comúnmente unos a otros, ello puede dar lugar a
la opresión de sus súbditos, cosa que es, en efecto, un gran inconveniente;
inconveniente que no procede necesariamente de la sujeción a un gobierno
extranjero, sino de la falta de destreza de los gobernantes que ignoran las
verdaderas reglas de la política. Esta es la causa de que los romanos, cuando
hablan sojuzgado varias naciones, para hacer su gobierno tolerable, trataban de
eliminar ese agravio, en cuanto ello se estimaba necesario, dando a veces a
naciones enteras, y a veces a hombres preeminentes de cada nación que
conquistaban, no sólo los privilegios, sino también el nombre de romanos,
llevando muchos de ellos al Senado y a puestos prominentes incluso en la ciudad
de Roma. Esto es lo que nuestro sapientísimo rey, el rey Jacobo, perseguía,
cuando se propuso la unión de los dos reinos de Inglaterra y Escocia. Si
hubiera podido obtenerlo, sin duda hubiese evitado las guerras civiles que
hacen en la actualidad desgraciados a ambos reinos. No es, pues, hacer al
pueblo una injuria, que un monarca disponga de la sucesión, por su voluntad, si
bien a veces ha resultado inconveniente por los particulares defectos de los
príncipes. Es un buen argumento de la legitimidad de semejante acto el hecho de
que cualquier inconveniente que pueda ocurrir si se entrega un reino a un
extranjero, puede suceder también cuando tiene lugar un matrimonia con
extranjeros, puesto que el derecho de sucesión puede recaer sobre ellos; sin
embargo, esto se considera legítimo por todos.
CAPITULO XX DEL DOMINIO "PATERNAL" Y
DEL "DESPÓTICO"
Soberanía por adquisición. Un
Estado por adquisición es aquel en que el poder soberano se adquiere por la
fuerza. Y por la fuerza se adquiere cuando los hombres, singularmente o unidos
por la pluralidad de votos, por temor a la muerte o a la servidumbre, autorizan
todas las acciones de aquel hombre o asamblea que tiene en su poder sus vidas y
su libertad.
Diferente de la soberanía por
institución. Este género de dominio o soberanía difiere de la soberanía por
institución solamente en que los hombres que escogen su soberano lo hacen por
temor mutuo, y no por temor a aquel a quien instituyen. Pero en este caso, se
sujetan a aquel a quien temen. En ambos casos lo hacen por miedo, lo cual ha de
ser advertido por quienes consideran nulos aquellos pactos que tienen su origen
en el temor a la muerte o la violencia: si esto fuera cierto nadie, en ningún
género de Estado, podría ser reducido a la obediencia. Es cierto que una vez
instituida o adquirida una soberanía, las promesas que proceden del miedo a la
muerte o a la violencia no son pactos ni obligan cuando la cosa prometida es
contraria a las leyes. Pero la razón no es que se hizo por miedo, sino que
quien prometió no tenia derecho a la cosa prometida. Así, cuando algo se puede
cumplir legítimamente y no se cumple, no es la invalidez del pacto lo que
absuelve, sino la sentencia del soberano. En otras palabras, lo que un hombre
promete legalmente, ilegalmente lo incumple. Pero cuando el soberano, que es el
actor, lo absuelve, queda absuelto por quien le arrancó la promesa, que es en
definitiva, el autor de tal absolución.
Los derechos de la soberanía son
los mismos en los dos casos. Ahora bien, los derechos y consecuencias de la
soberanía son los mismos en los dos casos. Su poder no puede ser transferido,
sin su consentimiento, a otra persona; no puede enajenarlo; no puede ser
acusado de injuria por ninguno de sus súbditos; no puede ser castigado por
ellos; es juez de lo que se considera necesario para la paz, y juez de las
doctrinas; es el único legislador y juez supremo de las controversias, y de las
oportunidades y ocasiones de guerra y de paz; a él compete elegir magistrados,
consejeros, jefes y todos los demás funcionarios y ministros, y determinar
recompensas y castigos, honores y prelaciones. Las razones de ello son las
mismas que han sido alegadas, en el capítulo precedente, para los mismos
derechos y consecuencias de la soberanía por institución.
Cómo se adquiere el dominio
paternal. No por generalización, sino por contrato. El dominio se adquiere por
dos procedimientos: por generación y por conquista. El derecho de dominio por
generación es el que los padres tienen sobre sus hijos, y se llama paternal. No
se deriva de la generación en el sentido de que el padre tenga dominio sobre su
hijo por haberlo procreado, sino por consentimiento del hijo, bien sea expreso
o declarado por otros argumentos suficientes. Pero por lo que a la generación
respecta, Dios ha asignado al hombre una colaboradora; y siempre existen dos
que son parientes por igual: en consecuencia, el dominio sobre el hijo debe
pertenecer igualmente a los dos, y el hijo estar igualmente sujeto a ambos, lo
cual es imposible, porque ningún hombre puede obedecer a dos dueños. Y aunque
algunos han atribuído el dominio solamente al hombre, por ser el sexo más
excelente, se equivocan en ello, porque no siempre la diferencia de fuerza o
prudencia entre el hombre y la mujer son tales que el derecho pueda ser
determinado sin guerra. En los Estados, esta controversia es decidida por la
ley civil: en la mayor parte de los casos, aunque no siempre, la sentencia
recae en favor del padre, porque la mayor parte de los Estados han sido
erigidos por los padres, no por las madres de familia. Pero la cuestión se
refiere, ahora, al estado de mera naturaleza donde se supone que no hay leyes
de matrimonio ni leyes para la educación de los hijos, sino la ley de
naturaleza, y la natural inclinación de los sexos, entre si, y respecto a sus
hijos. En esta condición de mera naturaleza, o bien los padres disponen entre
sí del dominio sobre los hijos, en virtud de contrato, o no disponen de ese
dominio en absoluto. Si disponen el derecho tiene lugar de acuerdo con el
contrato. En la historia encontramos que las Amazonas contrataron con los
hombres de los países vecinos, a los cuales recurrieron para tener
descendencia, que los descendientes masculinos serían devueltos, mientras que
los femeninos permanecerían con ellas; de este modo el dominio sobre las
hembras correspondía a la madre.
O educación. Cuando no existe
contrato, el dominio corresponde a la madre, porque en la condición de mera
naturaleza, donde no existen leyes matrimoniales, no puede saberse quién es el
padre, a menos que la madre lo declare: por consiguiente el derecho de dominio
sobre el hijo depende de la voluntad de ella, y es suyo, en consecuencia.
Consideremos, de otra parte, que el hijo se halla primero en poder de la madre,
la
cual puede alimentarlo o
abandonarlo; si lo alimenta, debe su vida a la madre, y, por consiguiente, está
obligado a obedecerla, can preferencia a cualquier otra persona: por lo tanto,
el dominio es de ella. Pero si lo abandona, y otro lo encuentra y lo alimenta,
el dominio corresponde a este último. En efecto, el niño debe obedecer a quien
le ha protegido, porque siendo la conservación de la vida el fin por el cual un
hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia al
que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo.
O sujeción precedente de uno de
los padres a otro. Si la madre está sujeta al padre, el hijo se halla en poder
del padre; y si el padre es súbdito de la madre (como, por ejemplo, cuando una
reina soberana contrae matrimonio con uno de sus súbditos) el hijo queda sujeto
a la madre, porque también el padre es súbdito de ella.
Si un hombre y una mujer,
monarcas de dos distintos reinos, tienen un niño y contratan respecto a quién
tendrá el dominio del mismo, el derecho de dominio se establece por el
contrato. Si no contratan, el dominio corresponde a quien domina el lugar de su
residencia, porque el soberano de cada país tiene dominio sobre cuantos residen
en él.
Quien tiene dominio sobre el
hijo, lo tiene también sobre los hijos del hijo, y sobre los hijos de éstos,
porque quien tiene dominio sobre la persona de un hombre, lo tiene sobre todo
cuanto es, sin lo cual el dominio sería un mero título sin eficacia alguna.
El derecho de sucesión sigue las
reglas del derecho de posesión. El derecho de sucesión al dominio paterno
procede del mismo modo que el derecho de sucesión a la monarquía, del cual me
he ocupado ya suficientemente en el capítulo anterior.
Cómo se adquiere el dominio
despótico. El dominio adquirido por conquista o victoria en una guerra, es el
que algunos escritores llaman DESPÓTICO, de lespovthz, que significa señor o dueño,
y es el dominio del dueño sobre su criado. Este dominio es adquirido por el
vencedor cuando el vencido, para evitar el peligro inminente de muerte, pacta,
bien sea por palabras expresas o por otros signos suficientes de la voluntad,
que en cuanto su vida y la libertad de su cuerpo lo permitan, el vencedor
tendrá uso de ellas, a su antojo. Y una vez hecho este pacto, el vencido es su
siervo, pero antes no, porque con la palabra SIERVO (ya se derive de servire, servir, o de servare, proteger, cosa cuya disputa
entrego a los gramáticos) no se significa un cautivo que se mantiene en prisión
o encierro, hasta que el propietario de quien lo tomó o compró, de alguien que
lo tenía, determine lo que ha de hacer con él (ya que tales hombres, comúnmente
llamados esclavos, no tienen obligación ninguna, sino que pueden romper sus
cadenas o quebrantar la prisión; y matar o llevarse cautivo a su dueño,
justamente), sino uno a quien, habiendo sido apresado, se le reconoce todavía
la libertad corporal, y que prometiendo no escapar ni hacer violencia a su
dueño, merece la confianza de éste.
No por la victoria, sino por el consentimiento del vencido.
No es, pues, la victoria la que da el derecho de dominio sobre el vencido, sino
su propio pacto. Ni queda obligado porque ha sido conquistado, es decir,
batido, apresado o puesto en fuga, sino porque comparece y se somete al
vencedor. Ni está obligado el vencedor, por la rendición de sus enemigos (sin
promesa de vida), a respetarles por haberse rendido a discreción; esto no
obliga al vencedor por más tiempo sino en cuanto su discreción se lo aconseje.
Cuando los hombres, como ahora se
dice, piden cuartel, lo que los griegos llamaban Zwgriva, dejar con vida, no hacen sino
sustraerse a la furia presente del vencedor, mediante la sumisión, y llegar a
un convenio respecto de sus vidas, mediante la promesa de rescate o
servidumbre. Aquel a quien se ha dado cuartel no se le concede la vida, sino
que la resolución sobre ella se difiere hasta una ulterior deliberación, pues
no se ha rendido con la condición de que se le respete la vida, sino a
discreción. Su vida sólo se halla en seguridad, y es obligatoria su
servidumbre, cuando el vencedor le ha otorgado su libertad corporal. En efecto,
los esclavos que trabajan en las prisiones o arrastrando cadenas, no lo hacen
por obligación, sino para evitar la crueldad de sus guardianes.
El señor del siervo es dueño,
también, de cuanto éste tiene, y puede reclamarle el uso de ello, es decir, de
sus bienes, de su trabajo, de sus siervos y de sus hijos, tantas veces como lo
juzgue conveniente. En efecto, debe la vida a su señor, en virtud del pacto de
obediencia, esto es, de considerar como propia y autorizar cualquiera cosa que el dueño pueda hacer. Y si el señor, al rehusar el
siervo, le da muerte o lo encadena, o le castiga de otra suerte por su
desobediencia, es el mismo siervo autor de todo ello, y no puede acusar al
dueño de injuria.
En suma, los derechos y
consecuencias de ambas cosas, el dominio paternal y el despótico, coinciden
exactamente con los del soberano por institución, y por las mismas razones a
las cuales nos hemos referido en el capítulo precedente. Si un monarca lo es de
diversas naciones, y en una de ellas tiene la soberanía por institución del
pueblo reunido, y en la otra por conquista, es decir, por la sumisión de cada
individuo para evitar la muerte o la prisión, exigir de una de estas naciones
más que de la otra, por título de conquista, por tratarse de una nación
conquistada, es un acto de ignorancia de los derechos de soberanía. En ambos
casos es el soberano igualmente absoluto, o de lo contrario la soberanía no
existe; y de este modo, cada hombre puede protegerse a sí mismo legítimamente,
si puede, con su propia espada, lo cual es condición de guerra.
Diferencia entre una familia y un
reino. De esto se infiere que una gran familia, cuando no forma parte de algún
Estado, es, por sí misma, en cuanto a los derechos de soberanía, una pequeña
monarquía, ya conste esta familia de un hombre y sus hijos, o de un hombre y
sus criados, o de un hombre, sus hijos y sus criados conjuntamente; familia en
la cual el padre o dueño es el soberano. Ahora bien, una familia no es propiamente
un Estado, a menos que no alcance ese poder por razón de su número, o por otras
circunstancias que le permitan no ser sojuzgada sin el azar de una guerra.
Cuando un grupo de personas es manifiestamente demasiado débil para defenderse
a sí mismo, cada uno usará su propia razón, en tiempo de peligro, para salvar
su propia vida, ya sea huyendo o sometiéndose al enemigo, como considere mejor;
del mismo modo que una pequeña compañía de soldados, sorprendida por un
ejército, puede deponer las armas y pedir cuartel, o escapar, más bien que
exponerse a ser exterminada. Considero esto como suficiente, respecto a lo que
por especulación y deducción pienso de los derechos soberanos, de la
naturaleza, necesidad y designio de los hombres, al establecer los Estados, y
al situarse bajo el mando de monarcas o asambleas, dotadas de poder bastante
para su protección.
Derechos de la monarquía según la
Escritura. Consideremos ahora lo que la Escritura enseña acerca de este
extremo. A Moisés, los hijos de Israel le decían: Háblanos y te oiremos; pero
no hagas que Dios nos hable, porque moriremos 1. Esto implica absoluta
obediencia a Moisés. Respecto al derecho de los reyes, Dios mismo dijo, por
boca de Samuel: Este será el derecho del rey que deseáis ver reinando sobre vosotros.
Él tornará vuestros hijos, y los hará guiar sus carros, y ser sus jinetes, y
correr delante de sus carros; y recoger su cosecha; y hacer sus máquinas de
guerra e instrumentos de sus carros; y tomará vuestras hijas para hacer
perfumes, para ser sus cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestros
viñedos y vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Tomará las primicias de
vuestro grano y de vuestro vino, y las dará a los hombres de su cámara y a sus
demás sirvientes. Tomará vuestros servidores varones, y vuestras sirvientes
doncellas, y la flor de vuestra juventud, y la empleará en sus negocios. Tomará
las primicias de vuestros rebaños, y vosotros seréis sus siervos 1. Trátase de
un poder absoluto, resumido en las últimas palabras: vosotros seréis sus
siervos. Además, cuando el pueblo oyó qué poder iba a tener el rey,
consintieron en ello, diciendo: Seremos como todas las demás naciones, y
nuestro rey juzgará nuestras causas, e irá ante nosotros, para guiarnos en
nuestras guerras 2. Con ello se confirma el derecho que tienen los soberanos,
respecto a la militia y a la judicatura entera; en ello está
contenido un poder tan absoluto como un hombre pueda posiblemente transferir a
otro. A su vez, la súplica del rey Salomón a Dios era ésta: Da a tu siervo
inteligencia para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo
3. Corresponde, por tanto, al soberano ser juez, y prescribir las reglas para
discernir el bien y el mal: estas reglas son leyes, y, por consiguiente, en él
radica el poder legislativo. Saúl puso precio a la vida de David; sin embargo,
cuando este último tuvo posibilidad de dar muerte a Saúl, y sus siervos podían
haberlo hecho, David lo prohibió, diciendo: Dios prohíbe que realice semejante
acto contra mi Señor, el ungido de Dios 4. Respecto a la obediencia de los
siervos, decía San Pablo: Los siervos obedecen a sus señores en todas las cosas
s, y Los hijos obedecen a sus padres en todo 6. Es la obediencia simple en
quienes están sujetos a dominio paternal o despótico. Por otra parte, Los
escribas y fariseos están sentados en el sitial de Moisés, y por consiguiente,
cuanto os ordenen observar, observadlo y hacedlo 7. Esto implica, de nuevo, una
simple obediencia. Y San Pablo dice: Advertid que quienes se hallan sujetos a los
príncipes, y a otras personas con autoridad, deben obedecerles s. También esta
obediencia es sencilla. Por último, nuestro mismo Salvador reconocía que los
hombres deben pagar las tasas impuestas por los reyes cuando dijo: Dad al César
lo que es del César, y pagó él mismo ese tributo. Y que la palabra del rey es
suficiente para arrebatar cualquiera cosa a cualquier súbdito, si lo necesita,
y que el rey es el juez de esta necesidad. Porque el mismo Jesús, como rey de
los judíos, mandó a sus discípulos que cogieran una borrica y su borriquillo,
para que lo llevara a Jerusalén, diciendo: Id al pueblo que está frente a
vosotros, y encontraréis una borriquilla atada y su borriquillo con ella:
desatadlos y traédmelos. Y si alguno os pregunta qué os proponéis, decidle que
el Señor los necesita, y entonces, os dejarán marchar 1. No preguntan si su
necesidad es un título suficiente, ni si es juez de esta necesidad, sino que se
allanan a la voluntad del Señor.
A estos pasajes puede añadirse
también aquel otro del Génesis: Debéis ser como Dios, que conoce el bien y el
mal 2. Y el versículo II: ¿Quién te dijo que estabas desnudo? ¿Has comido del
árbol, del cual te ordené que no comieras? Porque habiendo sido prohibido el
conocimiento o juicio de lo bueno y de lo malo, por el nombre del árbol de la
ciencia, como una prueba de la obediencia de Adán, el demonio, para inflamar la
ambición de la mujer a la que este fruto siempre había parecido bello, le dijo
que probándolo conocería, como Dios, el bien y el mal. Una vez que hubieron
comido ambos, disfrutaron la aptitud de Dios para el enjuiciamiento de lo bueno
y de lo malo, pero no adquirieron una nueva aptitud para discernir rectamente
entre ellos. Y aunque se dice que habiendo comido, ellos advirtieron que
estaban desnudos, nadie puede interpretar este pasaje en el sentido de que
antes estuvieran ciegos y no viesen su propia piel: la significación es clara,
en el sentido de que sólo entonces juzgaban que su desnudez (en la cual Dios
los había creado) era inconveniente; y al avergonzarse, tácitamente censuraban
al mismo Dios. Seguidamente Dios dijo: Has comido, etc., como queriendo decir:
Tú que me debes obediencia, ¿vas a atribuirte la capacidad de juzgar mis
mandatos? Con ello se significaba claramente (aunque de modo alegórico) que los
mandatos de quien tiene derecho a mandar, no deben ser censurados ni discutidos
por sus súbditos.
En todos los Estados, el poder
soberano debe ser absoluto. Así parece bien claro a mi entendimiento, lo mismo
por la razón que por la Escritura, que el poder soberano, ya radique en un
hombre, como en la monarquía, o en una asamblea de hombres, como en los
gobiernos populares y aristocráticos, es tan grande, como los hombres son
capaces de hacerlo. Y aunque, respecto a tan ilimitado poder, los hombres
pueden imaginar muchas desfavorables consecuencias, las consecuencias de la
falta de él, que es la guerra perpetua de cada hombre contra su vecino, son
mucho peores. La condición del hombre en esta vida nunca estará desprovista de
inconveniente; ahora bien, en ningún gobierno existe ningún otro inconveniente
de monta sino el que procede de la desobediencia de los súbditos, y del
quebrantamiento de aquellos pactos sobre los cuales descansa la esencia del
Estado. Y cuando alguien, pensando que el poder soberano es demasiado grande,
trate de hacerlo menor, debe sujetarse él mismo al poder que pueda limitarlo,
es decir, a un poder mayor.
La objeción máxima es la de la
práctica: cuando los hombres preguntan dónde y cuándo semejante poder ha sido
reconocido por los súbditos. Pero uno puede preguntarse entonces, a su vez,
cuándo y dónde ha existido un reino, libre, durante mucho tiempo, de la
sedición y de la guerra civil. En aquellas naciones donde los gobiernos han
sido duraderos y no han sido destruidos sino por las guerras exteriores, los
súbditos nunca disputan acerca del poder soberano. Pero de cualquier modo que
sea, un argumento sacado de la práctica de los hombres, que no discriminan
hasta el fondo ni ponderan con exacta razón las causas y la naturaleza. de los
Estados, y que diariamente sufren las miserias derivadas de esa ignorancia, es
inválido. Porque aunque en todos los lugares del mundo los hombres establezcan
sobre la arena los cimientos de sus casas, no debe deducirse de ello que esto
deba ser así. La destreza en hacer y mantener los Estados descansa en ciertas
normas, semejantes a las de la aritmética y la geometría, no (como en el juego
de tenis), en la práctica solamente: estas reglas, ni los hombres pobres tienen
tiempo ni quienes tienen ocios suficientes han tenido la curiosidad o el método
de encontrarlas.
CAPÍTULO XXI DE LA "LIBERTAD" DE LOS
SÚBDITOS
Qué es libertad. LIBERTAD
significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición
significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las
criaturas irracionales e inanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que
esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda moverse sino dentro de un
cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos
que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las
criaturas vivas mientras estén aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas;
y del agua, mientras está contenida por medio de diques o canales, pues de otro
modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad
para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora
bien, cuando el impedimento de la moción radica en la constitución de la cosa
misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de fuerza para moverse,
como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por
una enfermedad.
Qué es ser libre. De acuerdo con
esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE quien en
aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está
obstaculizado para hacer lo que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y
libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos, lo son de modo
abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a
impedimento. Por tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se
significa libertad del camino, sino de quienes lo recorren_ sin impedimento. Y
cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa
donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o
pacto. Así, cuando hablamos libremente, no aludimos a la libertad de la voz o
de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna ley ha obligado a
hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío
no puede inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad
del hombre, la cual consiste en que no encuentra obstáculo para hacer lo que
tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad, coherentes.
Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja sus
mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo,
voluntariamente, y puede abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente,
la acción de alguien que era libre: así también, un hombre paga a veces su
deuda sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía
abstenerse de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad. Generalmente
todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por temor a la ley,
son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad coherentes.
Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el agua, que
no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo
sucede en las acciones que voluntariamente realizan los hombres, las cuales,
como proceden de su voluntad, proceden de la libertad, e incluso como cada acto
de la libertad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna causa, y
ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano
de Dios, la primera de todas las causas), proceden de la necesidad. Así que a
quien pueda advertir la conexión de aquellas causas le resultará manifiesta la
necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente, Dios,
que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al
hacer lo que quiere, va acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios
quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres hacen muchas cosas que Dios
no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden
tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de
Dios. Y si esto no asegurara la necesidad de la voluntad humana y, por
consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la libertad del
hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de
Dios. Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa
libertad natural que es la única que propiamente puede llamarse libertad.
Vínculos artificiales, o pactos.
Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la
conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar
Estado, así tenemos también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes
civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos han fijado fuertemente, en un
extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el
poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos,
débiles por su propia naturaleza, pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el
peligro aunque no por la dificultad de romperlos.
La libertad de los súbditos
consiste en libertad respecto de los pactos. Sólo en relación con estos
vínculos he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si
advertimos que no existe en el mundo Estado alguno en el cual se hayan
establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y
palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en
todo género de acciones, preteridas por las leyes, los hombres tienen la
libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para mayor provecho de sí
mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal,
es decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres
clamaran, como lo hacen, por la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si
consideramos, además, la libertad como exención de las leyes, no es menos
absurdo que los hombres demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la
cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que
sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para
protegerles si no existe una espada en las manos de un hombre o de varios para
hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto,
solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones no ha
pretermitido el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de
hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia residencia, su
propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea
conveniente, etc.
La libertad del súbdito se
compagina con el poder ilimitado del soberano. No obstante, ello no significa
que con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida
y muerte. En efecto, hemos manifestado ya, que nada puede hacer un
representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que pueda
propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que
cada súbdito es autor de cada uno de los actos del soberano, así que nunca
necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él mismo es súbdito de Dios
y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza. Por
consiguiente, es posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un
súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato del poder soberano, y sin
embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte fue la causa de que
su hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así
tiene libertad para realizar la acción en virtud de la cual es, sin embargo,
conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un príncipe
soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea
contra la ley de naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con
el asesinato de Uriah por David, ello no constituyó una injuria para Uriah,
sino para Dios. No para Uriah, porque el derecho de hacer aquello que le
agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque
David era súbdito de Dios, y toda injusticia está prohibida por la ley de
naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta distinción cuando se
arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo,
cuando el pueblo de Atenas desterró al más poderoso de su Estado por diez años,
pensaba que no cometía injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen
había cometido, sino qué daño podría hacer; sin embargo, ordenaron el destierro
de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al
mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de aquel a quien deseaba
desterrar, sin acusarlo, unas veces desterro a un Arístides, por su reputación
de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo, para burlarse de él.
Y nadie puede decir que el pueblo soberano de Atenas carecía de derecho a
desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para
ser justo.
La libertad apreciada por los
escritores. Es la libertad de los soberanos; no de los particulares. La
libertad, de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y
en la filosofía de los antiguos griegos y romanos, y en los escritos y
discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de
política, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del
Estado, que coincide con la que cada hombre tendría si no existieran leyes
civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los mismos.
Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra
de cada uno contra. i vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que
esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una
libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados o
repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no
cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo
que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su
beneficio. Con ello viven en condición de guerra perpetua, y en los
preliminares de la batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados
contra los vecinos circundantes. Atenienses y romanos eran libres, es decir,
Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese libertad
para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus
representantes tuvieran la libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las
torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres,
la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre
particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa
ciudad que en Constantinopla. Tanto si el Estado es monárquico como si es
popular, la libertad es siempre la misma.
Pero con frecuencia ocurre que
los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de libertad; por
falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho
innato suyo lo que es derecho público solamente. Y cuando el mismo error resulta
confirmado por la autoridad de quienes gozan fama por sus escritos sobre este
tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno. En estos
países occidentales del mundo solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la
institución y derechos de los Estados, de Aristóteles, Cicerón y otros hombres,
griegos y romanos, que viviendo en régimen de gobiernos populares, no derivaban
sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los transcribían en sus
libros basándose en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, del
mismo modo que los gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la
práctica contemporánea; o las reglas de poesía, fundándose en los poemas de
Hornero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba (para apartarles del deseo
de cambiar su gobierno) que eran hombres libres, y que cuantos vivían en
régimen monárquico eran esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política (Lib.
6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad; porque comúnmente se
reconoce que ningún hombre es libre en ninguna otra forma de gobierno. Y corno
Aristóteles, así también Cicerón y otros escritores han fundado su doctrina
civil sobre las opiniones de los romanos a quienes el odio a la monarquía se
aconsejaba primeramente por quienes, habiendo depuesto a su soberano,
compartían entre si la soberanía de Roma, y más tarde por los sucesores de
éstos. Y en la lectura de estos autores griegos y latinos, los hombres (como
una falsa apariencia de libertad) han adquirido desde su infancia el hábito de
fomentar tumultos, y de ejercer un control licencioso de los actos de sus
soberanos; y además de controlar a estos controladores, con efusión de mucha
sangre; de tal modo que creo poder afirmar con razón que nada ha sido tan caro
en estos países occidentales como lo fue el aprendizaje de la lengua griega y
de la latina.
Cómo ha de medirse la libertad de
los súbditos. Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera libertad
de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el
soberano, puede, no obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia;
vamos a considerar qué derecho renunciamos cuando constituímos un Estado o, lo
que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos, al hacer propias,
sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituimos en
soberano nuestro. En efecto, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos
cosas: nuestra obligación y nuestra libertad, lo cual puede inferirse mediante
argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe obligación impuesta a
un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia,,ya que todos los
hombres, igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos
pueden derivar o bien de palabras expresas como: Yo autorizo todas sus
acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese poder
(intención que viene a expresarse en la finalidad en virtud de la cual se
somete), la obligación y libertad del súbdito ha de derivarse ya de aquellas
palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la soberanía, a
saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo
común
Los súbditos tienen libertad para
defender su propio cuerpo incluso contra quienes legalmente los invaden. Por
consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía por institución se
establece por pacto de todos con todos, y la soberanía por adquisición por
pactos del vencido con el vencedor, o del hijo con el padre, es manifiesto que
cada súbdito tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser
transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV,
que los pactos de no defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. Por
consiguiente:
No están obligados a dañarse a si
mismos. Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se
mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que
se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra
cosa sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer.
Si un hombre es interrogado por
el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no
viene obligado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he
manifestado en el mismo capítulo, nadie puede ser obligado a acusarse a sí
mismo por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un
súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: Autorizo o tomo a
mi cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su
propia y anterior libertad natural, porque al permitirle que me mate, no quedo
obligado a matarme yo mismo cuando me lo ordene. Una cosa es decir: Mátame o
mata a mi compañero, si quieres, y otra: Yo me mataré a mí mismo y a mi compañero.
De ello resulta que
Nadie está obligado por sus
palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la
obligación que un hombre, puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del
soberano, de ejecutar una misión peligrosa o poco honorable, no depende de los
términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la intención que debe
interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a
obedecer frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay libertad
para rehusar; en los demás casos, sí.
Ni a guerrear, a menos que
voluntariamente emprendan la guerra. Por esta razón, un hombre a quien como
soldado se le ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho
bastante para castigar su negativa con la muerte, puede, no obstante, en
ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando procura un soldado
sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado.
También debe hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres
(de las cuales no puede esperarse la ejecución de un deber peligroso), sino
también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejércitos, en uno
de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen
a traición, sino a miedo, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la
misma razón, evitar la batalla no es injusticia, sino cobardía. Pero quien se
enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la excusa de
un teprior de este género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino
también a no escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la
defensa del Estado requiere, a la vez, .la ayuda de quienes son capaces de
manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la institución del
Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano.
Nadie tiene libertad para
resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente,
porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es,
por consiguiente, destructiva de la verdadera esencia del gobierno.
Ahora bien, en el caso de que un
gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano, o
cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte,
¿no tendrán la libertad de reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro?
Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus vidas a lo cual el
culpable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió
injusticia en el primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que
posteriormente hicieran armas, aunque sea para mantener su actitud inicial, no
es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para defender sus personas no es
injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de perdón arrebata a
aquellos a quienes se ofrece, la excusa de propia defensa, y hace ilegal su
perseverancia en asistir o defender a los demás.
La máxima libertad de los
súbditos depende del silencio de la ley. En cuanto a las otras libertades
dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha
prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo
con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos sitios
mayores, y en otros más pequeños, en algunos tiempos más y en otros menos,
según consideren más conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo,
existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera podía penetrar en sus
tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente las ocupara.
Posteriormente esa libertad de penetración violenta fue suprimida por un
estatuto que el rey promulgó con el Parlamento. Así también, en algunos países
del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias mujeres, mientras
que en otros lugares semejante libertad no está. permitida.
Si un súbdito tiene una
controversia con su soberano acerca de una deuda o del derecho de poseer
tierras o bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o
respecto a cualquiera pena corporal o pecuniaria fundada en una ley precedente,
el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como si su
antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces
designados por el soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley
anterior y no en virtud de su poder, con lo cual declara que no requiere más
sino lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por
consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el
súbdito tiene la libertad de exigir que su causa sea oída y sentenciada de
acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el pretexto de
su propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el
soberano hace en virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito,
y, por consiguiente, quien realiza una acción contra el soberano, la efectúa, a
su vez, contra sí mismo.
Si un monarca o asamblea soberana
otorga una libertad a todos o alguno de sus súbditos, de tal modo que la
persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus
súbditos, la concesión es nula, a menos que directamente renuncie o transfiera
la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera sido su voluntad, hubiese
podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde
resulta que no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la
ignorancia de la contradicción existente entre esa libertad y el poder
soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos
los poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de
hacer la guerra y la paz, de enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y
consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes mencionados en el
capítulo XVIII.
En qué casos quedan los súbditos
absueltos de su obediencia a su soberano. La obligación de los súbditos con
respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que
dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el
derecho que los hombres tienen, por naturaleza, a protegerse a sí mismos,
cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La
soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo los
miembros ya no reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la
protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o en la de otro,
por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y
aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo
está sujeta, por su propia naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una
guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y pasiones de los hombres
tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad
natural, por las discordias intestinas.
En caso de cautiverio. Si un
súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan
en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la
condición de quedar sometido al vencedor, tiene libertad para aceptar la
condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso, porque no
tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda
retenido, en esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es
retenido en prisión o en cadenas, no posee la libertad de su cuerpo, ni ha de
considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede,
tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
En caso de que el soberano
renuncie al gobierno, en nombre propio y de sus herederos. Si un monarca
renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos
vuelven a la libertad absoluta de la naturaleza. En efecto, aunque la
naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de su
linaje depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente
capítulo) instituir quién será su heredero. Por tanto, si no quiere tener
heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el mismo si muere sin
sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo
conocido el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
En caso de destierro. Si el
soberano destierra a su súbdito, durante el destierro no es súbdito suyo. En
cambio, quien se envía como mensajero o es autorizado para realizar un viaje,
sigue siendo súbdito, pero lo es por contrato entre soberanos, no en virtud del
pacto de sujeción. Y es que quien entra en los dominios de otro queda sujeto a
todas las leyes de ese territorio, a menos que tenga un privilegio por
concesión del soberano, o por licencia especial.
En caso de que un soberano se
constituya, a sí mismo, en súbdito de otro. Si un monarca, sojuzgado en una
guerra, se hace él mismo súbdito del vencedor, sus súbditos quedan liberados de
su anterior obligación, y resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien,
si se le hace prisionero o no conserva su libertad corporal, no se comprende
que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos
vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente
instituidos, y que gobiernan no en nombre propio, sino en el del monarca. En
efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo la relativa a
la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, ya que si no
tiene medios para nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo
designó anteriormente.
CAPITULO XXII DE LOS "SISTEMAS" DE
SUJECIÓN POLÍTICA Y PRIVADA
Las diversas clases de sistemas
de pueblos. Después de haber estudiado la generación, forma y poder de un
Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos del mismo: en primer
lugar, a los sistemas, que asemejan las partes análogas o músculos de un cuerpo
natural. Entiendo por SISTEMAS un número de hombres unidos por un interés o un
negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son regulares
aquellos en que un hombre o asamblea de hombres queda constituido en
representante del número total. Todos los demás son irregulares.
De los regulares, algunos son
absolutos e independientes, pues no están sujetos a ningún otro sino a su
representante: solamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en los
cinco últimos capítulos. Otros son dependientes, es decir, subordinados a algún
poder soberano, al que cada uno de sus elementos está sujeto, incluso quien los
representa.
De los sistemas subordinados unos
son políticos y otros privados. Son políticos (de otra manera llamados cuerpos
políticos y personas públicas) aquellos que están constituidos por la autoridad
del poder soberano del Estado. Son privados aquellos que están constituidos por
los súbditos, entre sí mismos, o con autorización de un extranjero. En efecto,
ninguna autoridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio de otro, es
pública, sino privada.
Entre los sistemas privados, unos
son legales, otros, ilegales. Son legales aquellos que están tolerados por el
Estado: todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que no
teniendo representantes consisten simplemente en la afluencia o reunión de
gente; estos sistemas son legales cuando no están prohibidos por el Estado, ni
hechos con malvados designios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los mercados
o ferias y otras reuniones análogas). Pero cuando la intención es maligna, o,
siendo el número considerable, ignorada, son ilegales.
En todos los cuerpos políticos,
el poder del representante es limitado. En los cuerpos políticos el poder de
los representantes es siempre limitado, y quien prescribe los límites del mismo
es el poder soberano. En efecto, poder ilimitado es soberanía absoluta, y el
soberano, en todo Estado, es el representante absoluto de todos los súbditos;
por tanto, ningún otro puede ser representante de una parte de ellos, sino en
cuanto el soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de súbditos
para que tuviese una representación absoluta para todas las cuestiones y
propósitos, sería abandonar el gobierno de una parte tan importante del Estado,
y dividir el dominio, contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no
podría comprenderse que el soberano hiciese, por ninguna concesión, cuyo fin no
fuera descargarlos plena y directamente, de su sujeción. En efecto, las consecuencias
de las palabras no son signos de su voluntad cuando otras consecuencias son
signo de lo contrario, sino más bien signos de error y falta de cálculo, a lo
cual es propenso el género humano.
Por cartas patentes. Los límites
de este poder que se da al representante de un cuerpo político se advierten en
dos cosas. La una está constituida por los escritos o cartas que tienen de sus
soberanos; la otra es la ley del Estado. En efecto, aunque en la institución o
adquisición de un Estado que es independiente, no hay necesidad de escritura,
porque el poder del representante no tiene otros límites sino los establecidos
por la ley, no escrita, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos
subordinados precisan diversas limitaciones, respecto a sus negocios, tiempos y
lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser tenidas en cuenta a
menos que tales cartas sean exhibidas, para que puedan ser leídas, y por
añadidura selladas o testificadas con otros signos permanentes de la autoridad
soberana.
Y leyes. Y como no siempre es
fácil o a veces posible establecer en las cartas esas limitaciones, las leyes
ordinarias, comunes a todos los súbditos, deben determinar lo que los
representantes pueden hacer legalmente en todos los casos en que las cartas mismas
nada dicen. Por consiguiente:
Cuando el representante es un
hombre, sus actos no autorizados son exclusivamente suyos. En un cuerpo
político, si el representante es un hombre, cualquier cosa que haga en la
persona del cuerpo, que no esté acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es
un acto suyo propio, y no el acto de la corporación ni el de otro miembro de la
misma, distinto de él, porque más allá del límite de sus cartas o de las leyes,
a nadie representa sino a sí mismo. Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el
acto de cada uno de los representados: porque del acto del soberano cada uno de
ellos es autor, ya que el soberano es su representante ilimitado; y el acto del
representante que no se aparta de las cartas del soberano, es el acto del soberano,
y, por consiguiente, cada miembro de la corporación es autor de él.
Cuando es una asamblea. Ahora
bien, si el representante es una asamblea, cualquiera cosa que la asamblea
decrete, y no esté autorizada por sus cartas o por las leyes, es el acto de la
asamblea o cuerpo político, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto
se formuló el decreto, pero no el acto de un hombre que estando presente votó
en contra, ni el de ningún hombre ausente, a menos que votara por procura. Es
el acto de la asamblea, porque fue votado por la mayoría; y si fue un delito,
la asamblea puede ser castigada, en cuanto ello es posible, con la disolución,
o la derogación de sus cartas (lo que es capital para tales corporaciones
artificiales y ficticias), o (si la asamblea tiene un patrimonio común, en el
que ninguno de los miembros inocentes tiene participación), por multa
pecuniaria. La naturaleza ha eximido de penas corporales a todos los cuerpos
políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes, porque la asamblea no
puede representar a nadie en cosas no autorizadas por sus cartas, y, por
consiguiente, tales miembros no están involucrados en esos votos.
Cuando el representante es un
hombre, si presta dinero o lo debe, en virtud de contrato, sólo él es
responsable y no los miembros. Si siendo un hombre solo la persona del cuerpo
político, presta dinero a un extraño, es decir, a uno que no pertenece al mismo
cuerpo (las letras no necesitan fijar limitaciones a los préstamos, ya que esa
restricción se deja a las inclinaciones propias de los hombres) la deuda es de
los representantes. En efecto, si en virtud de sus cartas tuviera autoridad
para hacer que los miembros pagasen lo que él pidió en préstamo, tendría, como
consecuencia, la soberanía de ellos, y por tanto la representación sería nula,
como derivada del error que es consustancial a la naturaleza humana. y por ser
un signo insuficiente de la voluntad del representado; o si fuera permitida por
él, entonces el representante sería soberano, y entonces el caso no correspondería
a la presente cuestión, que sólo hace referencia a los cuerpos subordinados.
Ningún miembro viene, por consiguiente, obligado a pagar la deuda así prestada,
sino el representante mismo, porque siendo el que presta un extraño a las
cartas y a la calificación del cuerpo político, comprende solamente como
deudores suyos a quienes se obligan, y considerando que el representante puede
comprometerse a sí mismo y a nadie más, si le tiene. a él sólo por deudor, y
es, por consiguiente, quien debe pagarle, del patrimonio común (si alguno
existe) o (si no hay ninguno) del suyo propio.
El caso es el mismo si la deuda
se adquiere por contrato o por multa.
Cuando es una asamblea, sólo
quedan obligados los que han asentido. Ahora bien, cuando el representante es
una asamblea, y la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda
todos aquellos y solamente aquellos que dieron sus votos para el préstamo, o
para el contrato que le dio origen, o para el hecho por causa del cual la multa
fue impuesta, porque cada uno de los que votaron quedó, por sí mismo,
comprometido al pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado al
pago, incluso de la deuda entera, si bien al ser pagada ésta por uno queda,
aquél, liberado.
Si la deuda es respecto a un
miembro de la asamblea, sólo el cuerpo político queda obligado. Si la deuda es
respecto a un miembro de la asamblea, sólo la asamblea está obligada al pago,
con su propio patrimonio (si existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si
el interesado vota que el dinero debe pedirse en préstamo, vota que sea pagado;
si vota que no se tome el préstamo, o está ausente, y al hacerse el préstamo lo
vota, contradice su voto anterior, y queda obligado por el último,
constituyéndose a la vez en prestamista y prestatario; por consiguiente, no
puede solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo común,
solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio ni queja sino contra sí
mismo, ya que conociendo los actos de la asamblea y sus posibilidades de pagar,
y no siendo compelido a ello, prestó, no obstante, su dinero, en un acto de
manifiesta necedad.
La protesta contra los decretos
de los cuerpos políticos es, a veces legítima, pero jamás contra el poder
soberano. Con esto queda evidenciado que en los cuerpos políticos subordinados
y sujetos al poder soberano, resulta a veces para los miembros en particular,
no sólo legal sino expeditivo protestar abiertamente contra los decretos de la
asamblea de representantes, y hacer que su disentimiento quede registrado, u
obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a pagar las deudas
contraídas, y se hacen responsables de los delitos cometidos por otras
personas. Pero en una asamblea soberana esa libertad no existe, primero porque
quien protesta en ella niega la soberanía, y, además, porque cualquiera cosa
que se ordene por el poder soberano resulta justificado para el súbdito (aunque
no siempre ante los ojos de Dios) por su mandato, ya que de semejante mandato
cada súbdito es autor.
Cuerpos políticos para el
gobierno de una provincia, colonia o ciudad. La variedad de los cuerpos
políticos es casi infinita, porque no solamente se distinguen según los
distintos negocios para los cuales fueron instituidos, y hay de ellos una indecible
diversidad, sino que también respecto a tiempo, lugar y número están sujetos a
muchas limitaciones. En cuanto a sus respectivas misiones, algunos se
instituyen para la gobernación: en primer término, el gobierno de una provincia
puede ser conferido a una asamblea en la cual todas las resoluciones dependan
de los votos de la mayoría; entonces esta asamblea es un cuerpo político y su
poder limitado por la comisión. La palabra provincia significa un encargo o
cuidado de negocios que el interesado en ellos confiere a otro hombre para que
administre bajo su mandato y en nombre suyo; por consiguiente, cuando en un
gobierno existen diversos países que tienen leyes distintas unos de otros, o
que están muy distantes entre sí, estando conferida la administración del
gobierno a diversas personas, aquellas comarcas donde no reside el soberano,
sino que éste gobierna por comisión, se llaman provincias. Ahora bien, del
gobierno de una provincia por una asamblea que resida en la provincia misma
existen pocos ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de varias
provincias, siempre las gobernaban por medio de presidentes y pretores, no por
asambleas, como gobernaban la ciudad de Roma y los territorios adyacentes. Del
mismo modo cuando se enviaron colonos de Inglaterra para las plantaciones de
Virginia y SommerIslands, aunque el gobierno fue en estos lugares encomendado a
asambleas residentes en Londres, nunca estas asambleas encargaron la
gobernación a ninguna asamblea subordinada, sino que a cada plantación se envió
un gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por naturaleza están
presentes desean participar en el gobierno, en los casos en que no pueden estar
presentes propenden, también por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus
intereses comunes más bien a una forma monárquica que a una forma popular de
gobierno. Ello es de igual modo evidente en aquellos hombres que, poseyendo
grandes dominios privados, no desean tomar sobre sí el cuidado de administrar
los negocios que les pertenecen, y se deciden por confiar en uno de sus
siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus amigos o de sus vasallos. De
cualquier modo que ocurra, podemos suponer el gobierno de una provincia o
colonia encomendado a una asamblea; y lo que al respecto me interesa establecer
ahora es lo siguiente: que cualquier deuda contraída por esa asamblea, o
cualquier acto ilegal decretado por ella, es el acto solamente de aquellos que
asienten, y no de quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones
antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera de los límites de la
colonia donde ejerce el gobierno no puede ejercitar dominio alguno sobre las
personas o bienes de cualesquiera de los miembros de la colonia, ni obligarles,
por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera de la colonia
misma, puesto que no tiene jurisdicción ni autoridad de ningún género, sino que
ha de atenerse a los recursos que la ley del lugar les ofrezca. Y aunque la
asamblea tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de sus miembros
que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la colonia no tienen derecho a
ejecutar dichas leyes. Y lo que se dice aquí de los derechos de una asamblea,
respecto al gobierno de una provincia o de una colonia, es aplicable, también,
a una asamblea para el gobierno de una ciudad, de una universidad, de un
colegio, de una iglesia, o de otro gobierno cualquiera sobre las personas
individuales.
Generalmente, y en todos los
cuerpos políticos, si algún miembro particular se considera injuriado por la
corporación misma, el conocimiento de su causa corresponde al soberano, y a
quienes el soberano ha establecido como jueces para causas análogas, o designe
para ese caso particular; y no a la corporación misma. Porque la corporación
entera es, en ese caso, un súbdito como el reclamante. En cambio, en una
asamblea soberana ocurre de otro modo: porque en ella si el soberano no es
juez, aun de su propia causa, no puede haber juez en absoluto.
Cuerpos políticos para la
ordenación del comercio. En un cuerpo político instituido para el buen orden
del tráfico exterior, la representación más adecuada reside en la asamblea de
todos los miembros, es decir, en una asamblea tal que todo aquel que arriesgue
su dinero pueda estar presente en las deliberaciones y resoluciones de la
corporación, si lo desea. Como prueba de ello, hemos de considerar el fin para
el cual los hombres que son comerciantes, y pueden comprar y vender, exportar e
importar sus mercancías, de acuerdo con sus propias decisiones, se obligan, no
obstante, a sí mismos constituyendo una corporación. Es evidente que pocos
comerciantes existen que con la mercancía que compran en su país puedan fletar
un barco para exportarla: o con la que compran en el exterior, para traerla a
su país de origen. Por consiguiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la
que cada uno puede o bien participar en la ganancia, de acuerdo con la
proporción de su riesgo, o tomar sus propias cosas y vender los artículos
importados a los precios que estime convenientes. Pero esto no es un cuerpo
político, ya que no tienen un representante común que les obligue a ninguna
otra ley distinta de la que es común a todos los demás súbditos. El fin de su
asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea posible, lo cual se logra de
dos modos, por simple compra o por simple venta, ya sea en el propio país o en
el extranjero. Así que conceder a una compañía de mercaderes la calidad de
corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble monopolio, de los cuales
uno consiste en ser compradores exclusivos, otro en ser únicos vendedores. En
efecto, cuando existe una compañía constituida para un país extranjero en
particular, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa comarca, siendo único
comprador en el propio país, y único vendedor fuera. En el país propio no hay,
entonces, sino un comprador y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas
son beneficiosas para el mercader, ya que de este modo compra en el país a un
tipo más bajo, y vende en el extranjero a uno más alto. Y en el exterior sólo
existe un comprador de mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país,
cosas ambas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores.
De este doble monopolio, una
parte es desventajosa para el pueblo en el propio país, otra para los
extranjeros. Porque en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de
exportación, fijan el precio que les agrada para los productos de la tierra y
de la industria, y por la importación exclusiva, el precio que les agrada sobre
todos los artículos extranjeros de que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas
son desfavorables para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta
exclusiva de productos nativos en el exterior, y por la compra exclusiva de
artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio de aquéllos y rebajan
el precio de éstos, en desventaja del extranjero. Así, cuando uno solo vende,
la mercancía es más cara; y cuando uno solo compra, más barata. Por
consiguiente, tales corporaciones no son otra cosa que monopolios, si bien
resultan muy provechosos para el Estado, cuando estando ligados en una
corporación en los mercados exteriores, mantienen su libertad en los interiores
para que cada uno compre y venda al precio que pueda.
No siendo, pues, la finalidad de
estas corporaciones de mercaderes un beneficio común para la corporación entera
(que en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se deduce de las
particulares empresas, para la construcción, adquisición, avituallamiento y
dotación de los buques), sino el beneficio particular de cada especulador, es
razón que a cada uno se le dé a conocer el empleo de sus propias cosas; es
decir, que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para ordenar el
conjunto, y le sean exhibidas las cuentas correspondientes. Por consiguiente,
la representación de ese organismo debe corresponder a una asamblea en la que
cada miembro de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones, si
lo desea.
Si una corporación política de
mercaderes contrae una deuda con respecto a un extranjero, por actos de su
asamblea representativa, cada miembro responde individualmente por el todo. En
efecto, un extranjero no puede tener en cuenta las leyes particulares, sino que
considera a los miembros de la corporación como otros tantos individuos, cada
uno de los cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho por uno
libere a todos los demás. Pero si el débito se contrae con un miembro de la
compañía, el acreedor es deudor, por el todo, a sí mismo, y no puede, por
consiguiente, demandar su deuda sino sólo del patrimonio común, si es que
existe alguno.
Si el Estado impone un tributo
sobre la corporación, se comprende que lo establece, sobre cada miembro,
proporcionalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso no existe
otro patrimonio común sino el constituido por sus riesgos particulares.
Si se impone una multa a la
corporación, por algún acto ilegal, únicamente son responsables aquellos en
virtud de cuyos votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue
ejecutado. En ninguno de los restantes puede existir otro delito sino el de
pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la
corporación fue ordenada por la autoridad del Estado.
Si uno de los miembros se hace
deudor a la corporación, puede ser perseguido por la corporación misma, pero ni
sus bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión por la
autoridad de la corporación, sino, sólo, por la autoridad del Estado. En
efecto, si pudiera hacerlo por su propia autoridad, podría, por esa autoridad
misma, juzgar que la deuda es debida, lo cual significa tanto como ser juez de
su propia causa.
Un cuerpo político para el
consejo que ha de darse al soberano. Estas corporaciones instituidas por el
gobierno de los hombres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o
para un tiempo fijado por escrito. Existen, también, corporaciones cuya
duración es limitada solamente por la naturaleza de sus negocios. Por ejemplo,
si un monarca soberano o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las ciudades
y otras diversas partes de su territorio para que le envíen sus diputados para
que le informen de la situación y necesidades de los súbditos, o para deliberar
con él acerca de la promulgación de buenas leyes, o por cualquier otra causa,
mediante una persona que representa la comarca entera, tales diputados,
teniendo un lugar y un tiempo fijos de reunión, son entonces y allí una
corporación política que representa a cada uno de los súbditos del dominio,
pero solamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la persona o
asamblea que en virtud de su autoridad soberana ordenó su venida; y cuando se
declare que nada más debe proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación
queda disuelta. En efecto, si fueran representantes absolutos del pueblo,
entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían dos asambleas
soberanas o dos soberanos sobre el mismo pueblo, lo cual sería incompatible con
la paz del mismo. Por tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede
haber representación absoluta del pueblo sino por mediación de ella. Y en
cuanto a la amplitud con que una corporación representará al pueblo entero,
queda fijada en el escrito de convocatoria. Porque el pueblo no puede elegir
sus diputados para otra finalidad que la expresada en el escrito dirigido a
ellos por su soberano.
Un cuerpo regular privado, legal,
como una familia. Son corporaciones privadas, regulares y legales las
constituidas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las leyes
comunes a todos los demás súbditos. Como están unidas en una persona
representativa, son consideradas como regulares; tales son todas las familias
en las que el padre o la madre ordena la familia entera. El jefe en cuestión
obliga a sus hijos y sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no más
allá, porque ninguno de ellos está obligado a la obediencia en aquellas
acciones cuya realización está prohibida por la ley. En todas las demás
acciones, durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están
sujetos a sus padres y dueños, como inmediatos soberanos suyos. En efecto
siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado soberanos
absolutos de sus familias, no pierden, posteriormente, de su autoridad sino lo
que la ley del Estado les arrebata.
Cuerpos privados regulares, pero
ilegales. Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aquellas que
están unidas en una persona representativa, sin autoridad pública en absoluto;
tales son las asociaciones de mendigos, ladrones y gitanos, constituidas para mejor
ordenar su negocio de pedir y robar, así como las corporaciones de individuos
que, por autorización de un extranjero, se reúnen en dominio ajeno para la más
fácil propagación de doctrinas, y para instituir un partido contra el poder del
Estado.
Sistemas irregulares, tales como
las ligas privadas. Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas y, a
veces la mera concurrencia de gentes, sin nexo de unión para realizar un
designio particular, ni estar obligados uno a otro, sino procediendo solamente
por una similitud de voluntades e inclinaciones, resultan legales o ilegales
según la legitimidad o ilegitimidad de los diversos designios particulares
humanos que en ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los
casos.
Como las ligas se constituyen
comúnmente para la defensa común, las ligas de súbditos son en un Estado (que
no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los
casos, innecesarias, y traslucen designios ilegales; son, por esta causa,
ilegales, y se comprenden por lo común bajo la denominación de facciones o
conspiraciones. En efecto, siendo una liga la unión de individuos ligados por
pactos, si no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal ocurre en
la situación de mera naturaleza para obligar al cumplimiento, la liga es válida
tan sólo en cuanto no suscita justa causa de desconfianza: por consiguiente,
las ligas entre Estados, sobre las cuales no existe ningún poder humano
establecido para mantenerlos a raya, no sólo son legales, sino también
provechosas por el tiempo que duran. En cambio, las ligas de súbditos de un
mismo Estado, donde cada uno puede obtener su derecho por medio del poder
soberano, son innecesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e
ilegales si su designio es pernicioso o desconocido para el Estado. En efecto,
toda conjunción de fuerzas realizada por individuos privados, es injusta cuando
abriga una intención maligna; si la intención es desconocida, esas ligas
resultan peligrosas para la cosa pública e injustamente secretas.
Intrigas secretas. Si el poder
soberano reside en una gran asamblea, y un número de componentes de la misma,
sin la autorización oportuna, instigan a una parte para fijar la orientación
del resto, tenemos una facción o conspiración ilegal, ya que resulta una
fraudulenta dedicación de la asamblea, para los particulares intereses de esos
pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés privado se discute y juzga en la
asamblea trata de ganar tantos amigos como pueda, no comete injusticia, porque en
este caso no forma parte de la asamblea. Y aunque compre tales amigos con
dinero, siempre que no lo prohiba la ley expresa, ello no constituye
injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los hombres se comportan, la
justicia no puede lograrse sin dinero; y cada uno puede pensar que su propia
causa es justa, hasta que sea oído y juzgado.
Feudos de familias privadas. En
todos los Estados, si un particular entretiene más siervos de los que exige el
gobierno de sus bienes y el legítimo empleo de los mismos, se constituye una
facción, lo cual es ilegal. En efecto, teniendo la protección del Estado, no
necesita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y aunque en naciones
no del todo civilizadas, varias familias numerosas han vivido en hostilidad
continua, haciéndose objeto de mutuas invasiones en las que hicieron uso de la
fuerza privada, resulta evidente por demás que lo hicieron de modo injusto, o
bien que no estaban constituidas en Estado.
Facciones para el gobierno. Lo
mismo que las facciones de parientes, así también las que se proponen el
gobierno de la religión, como las de papistas, protestantes, etc., las de
patricios y plebeyos en los antiguos tiempos de Roma, y las de aristócratas y
demócratas en los de Grecia, son injustas, como contrarias a la paz y a la
seguridad del pueblo y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano.
La reunión de gente es un sistema
irregular cuya legalidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número de los
reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es legal, por
ejemplo, la usual asamblea de gentes en la iglesia o en una exhibición pública,
en número acostumbrado; porque si el número es extraordinariamente grande la
justificación no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, individualmente,
razón adecuada de su presencia allí, debe considerarse animado de un designio
ilegal y tumultuoso. Puede ser legal que un millar de hombres se reúna para
formular una petición a un juez o magistrado; sin embargo, si un millar de
hombres viene a presentarla, tenemos una asamblea tumultuosa, ya que para ese
propósito bastarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un número
fijo lo que hace ilegal una asamblea, sino un número tal que los funcionarios
presentes no sean capaces de sojuzgar y reducir a la normalidad legal.
Cuando un número desusado de
personas se reúne contra un hombre al que acusan, la asamblea es un tumulto
ilegal, ya que hubieran bastado unos pocos o un hombre solo para formular su
acusación al magistrado. Tal fue el caso de San Pablo en Efeso, cuando Demetrio
y un gran número de personas condujeron dos de los amigos de Pablo ante el
magistrado, diciendo a una: Grande es Diana de los Efesios; éste era su modo de
demandar justicia contra aquél, por enseñar a las gentes una doctrina que iba
contra su religión y sus negocios. En este caso la ocasión, teniendo en cuenta
las leyes del pueblo, era justa; sin embargo, la asamblea se estimó ilegal, y
el magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: Si Demetrio y los
demás obreros pueden acusar a alguien de alguna cosa, existen audiencias y
diputados; que se acusen, pues, uno a otro. Y si tenéis alguna otra cosa que
pedir vuestro caso puede ser juzgado en una asamblea convocada legítimamente.
Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos días, ya que no
existe motivo por el cual una persona pueda dar una razón de esta asamblea de
gentes i. Por ello, a una asamblea de la que las gentes no pueden dar justa
cuenta, la llamaban una sedición, de tal naturaleza que no puede justificarse.
Y esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los sistemas y asambleas del
pueblo, que pueden ser comparadas, como digo, a las partes semejantes del
cuerpo humano; las legítimas a los músculos; las ilegales a los tumores,
cálculos y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia de humores
malignos.
CAPITULO XXIII DE LOS "MINISTROS
PÚBLICOS" DEL PODER SOBERANO
EN EL ÚLTIMO capítulo he hablado
de las partes similares de un Estado: en éste voy a hablar de las partes
orgánicas, que son los ministros públicos.
Quién es ministro público. Se
denomina MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por el soberano (sea un monarca o
una asamblea) en algunos negocios, con autorización para representar en ese
empleo la personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o asamblea que
tiene soberanía representa a dos personas o, según la frase común, tiene dos
capacidades, una natural y otra política (como un monarca tiene no sólo la
personalidad del Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana no
sólo tiene la personalidad del Estado, sino también la de la asamblea), quienes
son servidores del soberano en su capacidad natural no son ministros públicos,
siéndolo solamente quienes le sirven en la administración de los negocios
públicos. Por consiguiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros
empleados que constituyen la guardia de la asamblea, sin otro propósito que la
comodidad de los reunidos, en una aristocracia o democracia; ni los
administradores, chambelanes, cajeros y otros empleados de la casa de un
monarca son ministros públicos en una monarquía.
Ministros para la administración
general. De los ministros públicos, algunos tienen conferido el cargo por la
administración general, ya sea del dominio entero ya de una parte del mismo.
Del conjunto, como, por ejemplo, a un protector o regente se le puede
encomendar por el antecesor del rey niño, durante su minoría de edad, la
administración entera de su reino. En este caso, cada súbdito está obligado a
prestar obediencia, en tanto que lo establezcan las ordenanzas que haga y los
mandatos que curse en nombre del rey, y no sean incompatibles con el poder
soberano de éste. De una parte o provincia, como cuando un monarca o una
asamblea soberana dan el encargo general de la misma a un gobernador, teniente,
prefecto o virrey. Y en este caso, también, cada uno de los habitantes de la
provincia está obligado por todo aquello que el representante haga en nombre
del soberano, y que no sea incompatible con el derecho de éste. En efecto,
tales protectores, virreyes y gobernadores no tienen otro derecho sino el que
deriva de la voluntad del soberano; ninguna comisión que se les confiera puede
ser interpretada como declaración de la voluntad de transferir la soberanía,
sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal propósito. Este género de
ministros públicos se asemeja a los miembros y tendones que mueven los diversos
miembros de un cuerpo natural.
Para la administración especial,
por ejemplo, para el régimen económico. Otros tienen administración especial,
es decir, les está, encomendada la realización de ciertos asuntos especiales,
en el propio país o en el extranjero. En el país, en primer término, quienes,
para el régimen económico del Estado, tienen autorización relativa al Tesoro,
como la de establecer tributos, impuestos, rentas, exacciones o cualquier
ingreso público, así como para recopilar, recibir, publicar o tomar las cuentas
relativas a los mismos, son ministros públicos: ministros porque sirven a la
persona del representante, y nada pueden hacer contra su mandato, ni sin su
autoridad: públicos porque les sirven en su capacidad política.
En segundo lugar, los que poseen
una autoridad concerniente a la militia;
los que tienen la custodia de armas, fuertes o puertos; los que se ocupan de
reclutar, pagar o mandar soldados, o de suministrar todas las cosas necesarias
para las atenciones de la guerra, sea por tierra o por mar, son ministros
públicos. En cambio, un soldado sin mando, aunque luche por el Estado, no
representa, por ello, la persona del mismo; en ese caso no hay nada que
representar, ya que cada uno que tiene mando representa al Estado, con respecto
a aquellos a quienes manda.
Para instrucción del pueblo. Son
también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo su
deber, con respecto al poder soberano, y para instruirlo en el conocimiento de
lo que es justo e injusto, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para
vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir a los enemigos
públicos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por
la de otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en
virtud de ninguna otra autoridad sino la del soberano. El monarca o asamblea
soberana son los únicos que tienen autoridad inmediata derivada de Dios para
enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder
simplemente Dei gratia; es decir,
solamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el
favor y providencia de Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei
gratia et Regis, o Dei providentia et voluntate Regis.
Para la judicatura. Aquellos a quienes
se da jurisdicción son ministros públicos, porque en los lugares donde
administran justicia representan la persona del soberano; y su sentencia es la
sentencia de este último, porque (como antes hemos manifestado) toda la
judicatura va esencialmente aneja a la soberanía, y, por tanto, todos los demás
jueces no son sino ministros de aquel o de aquellos que tienen el poder
soberano. Y del mismo modo que las controversias son de dos clases, a saber: de
hecho y de derecho, así también los juicios son algunos de hecho y otros de
derecho, y, por consiguiente, en la misma controversia puede haber dos jueces,
uno de hecho y otro de derecho.
En ambas controversias puede
surgir una controversia nueva entre la parte juzgada y el juez; y siendo ambos
súbditos del soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por personas
elegidas con el consentimiento de uno y otro, ya que nadie puede ser juez en su
propia causa. Ahora bien, el soberano es siempre reconocido como juez de ambos,
y, por tanto, o bien puede proceder a la audiencia de la causa, fallándola por
sí mismo, o confirmar como juez aquel a quien los dos interesados convengan en
designar. Este acuerdo se comprende entonces como hecho entre ellos, de diverso
modo: primero, si el acusado puede formular excepción contra aquellos de sus
jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas (mientras que el demandante ha
escogido ya su propio juez), aquellos contra los cuales no formula excepción
son jueces que él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no
puede ya seguir apelando, porque su apelación fue decidida por él. En tercer
término, si apela al soberano, y éste, por sí propio o por delegados admitidos
por las partes, pronuncian sentencia, esta sentencia es final, porque el
acusado es juzgado por sus propios jueces, es decir, por sí mismo.
Teniendo en cuenta estas
peculiaridades de un justo y racional enjuiciamiento, no puedo abstenerme de
observar la excelente constitución de los tribunales de justicia establecidos
en Inglaterra, tanto para los litigios comunes como para los públicos. Bajo la
denominación de causas comunes comprendo aquellas en que tanto el demandante
como el demandado son súbditos; como públicas (llamadas también pleitos de la
Corona) aquellas en que el demandante es el soberano, Cuando existían dos
órdenes de personas, uno de los cuales era el de los Lores y otro el de los
Comunes, los Lores tenían el privilegio de no reconocer como jueces sino a
Lores, en todos los delitos capitales, y tantos Lores como hubiera presentes;
siendo esto reconocido como un privilegio de favor, sus jueces no eran sino los
que ellos mismos deseaban. Y en todas las controversias cada súbdito (como
también en los pleitos civiles los Lores) tenía como jueces a hombres del país
a que correspondía la materia controvertida; ante ellos podía formular sus
excepciones, hasta que, por último, habiendo sido designados doce hombres
libres de tacha, eran juzgados por estos doce. Teniendo, pues, sus propios
jueces, no podía alegarse por la parte interesada que la sentencia no fuera
final. Estas personas públicas, con autoridad del poder soberano para instruir
o juzgar al pueblo, son los miembros del Estado que con razón pueden compararse
con los órganos de la voz en un cuerpo natural.
Para la ejecución. Son también ministros
públicos todos aquellos que tienen autoridad del soberano para procurar la
ejecución de las sentencias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del
soberano; reprimir tumultos; prender y encarcelar a los malhechores, y otros
actos que tienden a la conservación de la paz. Porque cada acto que hacen en
virtud de tal autoridad es acto del Estado; y su servicio correspondiente al de
las manos en un cuerpo natural.
Son ministros públicos en el
extranjero aquellos que representan la persona de su propio soberano en otros
Estados. Tales son los embajadores, mensajeros, agentes y heraldos enviados con
autorización pública y para asuntos públicos.
En cambio, quienes son enviados
por la autoridad solamente de alguna región privada de un Estado en conmoción,
aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados del Estado,
porque ninguno de sus actos tiene al Estado como autor. Del mismo modo, un
embajador enviado por un príncipe, para felicitar, dar el pésame o asistir a
una solemnidad, aunque la autoridad sea pública, como el asunto es privado y
compete a él en su capacidad natural, es una persona privada. Del mismo modo,
si, secretamente, se envía una persona a otro país, para explorar su opinión y
fortaleza, aunque ambas cosas, la autoridad y el negocio, sean públicas, como
nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es un ministro
privado, aunque sea un ministro de Estado; y puede compararse con el ojo en el
cuerpo natural. Y quienes son designados para recibir las peticiones u otras
informaciones del pueblo, viniendo a ser como los oídos públicos, son ministros
públicos, y representan a su soberano en este oficio.
Consejeros sin otra misión que la de
informar, no son ministros públicos. Tampoco un consejero (ni un Consejo de Estado,
si lo consideramos sin autoridad de judicatura o mando, sino sólo para dar una
opinión al soberano cuando sea requerido, o para ofrecerla sin requerimiento)
es una persona pública, porque el consejo se dirige al soberano solamente, cuya
persona no puede estar representada ante él, en su propia presencia, por otra.
Ahora bien, un cuerpo de consejeros nunca deja de tener alguna otra autoridad,
o bien de judicatura o de administración inmediata: en una monarquía
representan al monarca, transfiriendo los mandatos de éste a los ministros
públicos; en una democracia, el Consejo o Senado propone el resultado de sus
deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuando designa jueces o toma
causas en audiencia, o recibe embajadores, es en calidad de ministro del
pueblo; y en una aristocracia el Consejo de Estado es, por sí mismo, la
asamblea soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea.
CAPITLTLO XXIV DE LA "NUTRICIÓN" Y
"PREPARACIÓN" DE UN ESTADO
LA NUTRICIÓN de un Estado
consiste en la abundancia y distribución de materiales que conducen a la vida:
en su acondicionamiento o preparación, y, una vez acondicionados, en la
transferencia de ellos para su uso público, por conductos adecuados.
La nutrición de un Estado
consiste en los productos del mar y de la tierra. En cuanto a la abundancia de
materias, está limitada por la Naturaleza a aquellos bienes que, manando de los
dos senos de nuestra madre común, la tierra y el mar, ofrece Dios al género
humano, bien libremente, bien a cambio del trabajo.
En cuanto a la materia de esta
nutrición, consistente en animales, vegetales y minerales, Dios los ha puesto
libremente ante nosotros, dentro o cerca de la faz de la tierra, de tal modo
que no hace falta sino el trabajo y la actividad para hacerse con ellos. En tal
sentido la abundancia depende, aparte del favor de Dios, simplemente del
trabajo y de la laboriosidad de los hombres.
Estas materias, comúnmente
llamadas artículos, son en parte nativas, en parte extranjeras. Son nativas las
que pueden obtenerse dentro del territorio del Estado; extranjeras, las que se
importan del exterior. Y como no existe territorio bajo el dominio de un solo
Estado (salvo cuando es de una extensión muy considerable) que produzca todas
las cosas necesarias para el mantenimiento y moción del cuerpo entero; y como
hay pocos países que no produzcan algo más de lo necesario, los artículos
superfluos que pueden obtenerse en el país, dejan de ser superfluos, ya que
proveen a la satisfacción de las necesidades nacionales mediante importación de
lo que puede obtenerse en el extranjero, sea por cambio, o por justa guerra, o
por el trabajo; porque también el trabajo humano es un artículo susceptible de
cambio con beneficio, lo mismo que cualquier otra cosa. Han existido Estados
que, no teniendo más territorio que el necesario para la habitación, no sólo
han mantenido, sino también aumentado su poder, en parte por la actividad
mercantil entre una plaza y otra, y en parte vendiendo los productos cuyas
materias primas habían sido obtenidas en otros lugares.
Y en la justa distribución de
ellos. La distribución de los materiales aptos para esa nutrición da lugar a
las categorías de mío, tuyo y suyo, en una palabra, la propiedad, y compete, en
todos los géneros de gobierno, al poder soberano. En efecto, donde el Estado no
se ha constituido, existe, como hemos manifestado anteriormente, una situación
de guerra perpetua de cada uno contra su vecino. Por tanto, cada cosa pertenece
a quien la tiene y la conserva por la fuerza, lo cual no es ni propiedad, ni
comunidad, sino incertidumbre. Esto es tan evidente que el mismo Cicerón,
apasionado defensor de la libertad, atribuye toda la propiedad a la ley civil:
En cuanto la ley civil, dice, es abandonada o guardada de un modo negligente —
no digamos cuando es oprimida— nada existe que un hombre pueda estar seguro de
recibir de su predecesor, o de transferir a sus hijos. Y en otro lugar:
Suprimid la ley civil y nadie sabrá lo que es suyo propio y lo que es de otro
hombre. Si advertimos, por consiguiente, que la institución de la propiedad es
un efecto del Estado, el cual no puede hacer nada sino por mediación de la
persona que lo representa, advertiremos que es acto exclusivo del soberano, y
consiste en las leyes que nadie puede hacer si no tiene ese soberano poder.
Esto lo sabían perfectamente los antiguos cuando llamaban »i(4, es decir,
distribución, a lo que nosotros llamamos ley; y definían la justicia como el
acto de distribuir a cada uno lo que es suyo.
Todos los dominios territoriales
privados, proceden originariamente de la arbitraria distribución hecha por el
soberano. En esta distribución, la primera ley se refiere a la división del
país mismo: en ella el soberano asigna a cada uno una porción, según lo que él
mismo, y no un súbdito cualquiera o un cierto número de ellos, juzgue conforme
a la equidad y al bien común. Los hijos de Israel eran un Estado en el
desierto, pero necesitaban los bienes de la tierra, hasta que fueran dueños de
la tierra de promisión, que posteriormente fue dividida entre ellos no a su
propio arbitrio, sino según el criterio de Eleazar el sacerdote, y de Josué, su
general. Eran, entonces, doce tribus, más una decimotercia hecha por
subdivisión de la tribu de José; no obstante, hicieron sólo de la tierra doce
porciones, no asignando parte alguna a la tribu de Leví, pero otorgando a ésta,
en cambio, la décima parte de los frutos; esta división fue, por consiguiente,
arbitraria. Y aunque un pueblo que entra en posesión de una tierra por
procedimientos guerreros no siempre extermina a sus antiguos habitantes como
hacían los judíos, sino que dejan muchos o la mayor parte o todos los antiguos
moradores en sus posesiones, es manifiesto que, posteriormente, esas tierras
pasan a ser patrimonio del vencedor, tal como ocurrió con el pueblo de
Inglaterra, cuyas relaciones de dominio derivan de Guillermo el Conquistador.
La propiedad de un súbdito no
excluye el dominio del soberano sino, solamente, el de otro súbdito. De ello
podemos inferir que la propiedad que un súbdito tiene en sus tierras consiste
en un derecho a excluir a todos los demás súbditos del uso de las mismas, pero
no a excluir a su soberano, ya sea éste una asamblea o un monarca. En efecto,
considerando que el soberano, es decir, el Estado (cuya persona representa) no
hace otra cosa sino ordenar la paz y seguridad común, mediante la distribución
de las tierras, dicho reparto debe considerarse hecho para ese mismo fin. Por
consiguiente, cualquier distribución que haga en perjuicio de aquella norma es
contraria a la voluntad de cada súbdito, que encomendó su paz y seguridad a la
discreción y a la conciencia del soberano; por tanto, por la voluntad de cada
uno de ellos debe reputarse nula. Cierto es que un monarca soberano o la mayor
parte de una asamblea soberana pueden ordenar que se hagan muchas cosas
siguiendo los dictados de sus pasiones y contrariamente a su conciencia, lo
cual es un quebrantamiento de la confianza y de la ley de naturaleza; pero esto
no es bastante para autorizar a un súbdito ya sea para hacer la guerra por tal
causa, o para quejarse de la injusticia, o para hablar mal de su soberano en
cualquier otro sentido, ya que ha autorizado todas sus acciones, y al confiar
en el poder soberano, hace propios los actos que el soberano realice. En qué
casos las órdenes de los soberanos son contrarias a la equidad y a la ley de
naturaleza, es algo que consideramos posteriormente, en otro lugar.
Los Estados no pueden someterse a
dieta. En la distribución de tierras puede ocurrir que el Estado mismo tenga
asignada una porción, y sus representantes la posean e incrementen; y que esta
porción pueda hacerse suficiente para sostener el total dispendio que exigen la
paz común y la defensa necesaria. Ello seria muy cierto si pudiera imaginarse
algún representante libre de las pasiones y miserias humanas. Pero siendo como
es la naturaleza de los hombres, la asignación de tierras públicas o de
determinadas rentas del Estado es en vano, y tiende a la disolución del
gobierno y a la condición de mera naturaleza y guerra, tan pronto como el poder
soberano recae en las manos de un monarca o de una asamblea que o bien son
demasiado negligentes en cuestiones pecuniarias o excesivamente arriesgados en
aventurar el patrimonio publico en una larga y costosa guerra. Los Estados no
pueden soportar la dieta, ya que no estando limitados sus gastos por sus
propios apetitos sino por sus accidentes externos y por los apetitos de sus
vecinos, los caudales públicos no reconocen otros límites sino aquellos que
requieran las situaciones emergentes. Y aunque en Inglaterra el Conquistador se
reservó diversas tierras para su propio uso (aparte de bosques y caes de caza,
tanto para su recreo como para la conservación del arbolado) y se atribuyó
igualmente el derecho a ciertas servidumbres sobre las tierras que concedió a
sus súbditos, sin embargo parece ser que esa reserva no se hizo para su
mantenimiento público, sino por razón de su capacidad natural, ya que él y sus
sucesores establecieron para todo esto tasas arbitrarias sobre las tierras de
sus súbditos, cuando lo juzgaron necesario. O si estas tierras y servicios
públicos fueron establecidos para procurar un suficiente mantenimiento del
Estado, ello fue contrario a la finalidad de la institución, puesto que (como
resulta de esas tasas subsiguientes) tales recursos son insuficientes y (como
se infiere por las reducidas rentas de la Corona) están sujetos a enajenación y
disminución. Es, por consiguiente, en vano, asignar una porción al Estado, el
cual puede vender o ceder, y vende y cede, cuando lo hace su representante.
Los lugares y materia del tráfico
dependen, como su distribución, del soberano. En cuanto a la distribución de
las tierras en el propio país, así como en lo relativo a determinar en qué
lugares y con qué mercancías puede traficar el súbdito con el exterior, es
asunto que compete al soberano. Porque si encomienda a los particulares ordenar
ese tráfico según su propia discreción, algunos pueden atreverse, movidos por
afán de lucro, a suministrar al enemigo los medios de dañar al Estado, y a
dañarse ellos mismos, importando aquellas cosas que siendo gratas a los
apetitos humanos, son, no obstante, perniciosas o, por lo menos,
inaprovechables para el Estado. Corresponde, por tanto, al Estado (es decir, al
soberano solamente), aprobar o desaprobar los lugares y materias del tráfico
con el extranjero.
Las leyes relativas del Estado
competen, también, al soberano. Si advertimos, además, que para la sustentación
de un Estado no basta que cada hombre ejerza dominio sobre una porción de
tierra, o sobre unos pocos bienes, o posea una habilidad natural en algún arte
útil (y no existe arte en el mundo que no sea necesario para la existencia o el
bienestar de la mayoría de los hombres en concreto), es necesario que los
hombres distribuyan lo que puedan ahorrar y transfieran su propiedad sobre
ello, mutuamente de uno a otro, por cambio y mutuo contrato. Corresponde, por
consiguiente, al Estado, es decir, al soberano, determinar de qué modo deben
llevarse a cabo todas las especies de contratos entre súbditos (como los actos
de comprar, vender, cambiar, prestar, tomar prestado, arrendar y tomar en
arrendamiento), y por qué palabras y signos deben ser considerados como
válidos. Si tenemos en cuenta la estructura de la presente obra, lo antedicho
es suficiente respecto a la materia y distribución de los elementos nutritivos
entre los diversos miembros del Estado.
Entiendo por acondicionamiento la
reducción de todos los bienes que no se consumen actualmente sino que se
reservan para el sustento en tiempos venideros a una cosa de igual valor y, por
añadidura, tan portátil que no impida la traslación de los hombres de un lugar
a otro, sino que gracias a ella cada persona tenga en cualquier lugar el
sustento que el lugar exija. Y ese bien no es otra cosa que el oro, la plata y
el dinero. En efecto, siendo (como son) el oro y la plata altamente estimados
en la mayor parte de los países del mundo, constituyen una medida objetiva del
valor de las cosas entre las naciones; y el dinero (cualquiera que sea la
materia en que esté acuñado por el soberano de un Estado) es una medida
suficiente del valor de todas las cosas entre los súbditos de ese Estado. Por
medio de esa medida, todos los bienes muebles e inmuebles pueden acompañar a un
hombre a todos los lugares donde se traslade, dentro y fuera de la localidad de
su ordinaria residencia ; y ese mismo medio pasa de un hombre a otro, dentro
del Estado, y lo recorre entero, alimentando, a su paso, todas las partes del
mismo. En este sentido ese acondicionamiento viene a ser como la irrigación sanguínea
del Estado; en efecto, la sangre natural se Integra con los frutos de la
tierra, y al circular nutre a cada uno de los miembros del cuerpo humano.
Y así como la plata y el oro
tienen su valor derivado de la materia misma, poseen, en primer lugar, el
privilegio de que el valor de esas materias no puede ser alterado por el poder
de uno ni de unos pocos Estados, ya que es una medida común de los bienes en
todos los países. Ahora bien, la moneda legal puede ser fácilmente elevada o
rebajada de valor. En segundo lugar, tiene el privilegio de hacer que los
Estados lleven y extiendan sus armas, cuando lo estimen necesario, por países
extranjeros, procurando, así, provisión no sólo a individuos particulares que
viajan, sino también a ejércitos enteros. Ahora bien, la acuñación, cuyo valor
es insignificante en relación con la materia, y sólo nos indica la localidad,
es incapaz de soportar un cambio de aire, y por eso produce efectos solamente
en su propio país, en el cual se halla sujeta al cambio de leyes y, por
consiguiente, a ver disminuido su valor, muchas veces en perjuicio de quienes
la poseen.
Los conductos y vías del dinero
para usos públicos. Los conductos y procedimientos por los cuales circula para
uso público son de dos clases: una de las vías conduce el dinero a las arcas
públicas; otra, les da salida de ellas para efectuar gagos públicos. Sirven a
la primera misión los recaudadores, cajeros y tesoreros; pertenecen a la
segunda también los tesoreros y los funcionarios designados para el pago de los
diversos ministros públicos y privados. También en esto presenta el hombre
artificial una semejanza con el natural, cuyas venas reciben la sangre de las
diversas partes del cuerpo, y la llevan al corazón; después de vitalizarla, el
corazón la expele por medio de arterias, con objeto de vivificar y hacer aptos
para el movimiento todos los miembros del cuerpo.
Las colonias, como filiales de un
Estado. La procreación, es decir, las creaciones filiales de un Estado, son lo
que denominamos plantaciones o colonias, grupos de personas enviadas por el
Estado, al mando de un jefe o gobernador, para habitar un país extranjero que o
bien carece de habitantes, o han sido éstos eliminados por la guerra. Una vez
establecida una colonia, o bien se constituye un Estado con sus habitantes,
cesando toda sujeción respecto al soberano que los envió (tal como ocurría con
muchos Estados en los tiempos antiguos), caso en el cual el Estado de que
procedían se denominaba su metrópoli, o madre, y no exige de ellos otra cosa
sino lo que los hombres requieren, como signo de honor y amistad de los hijos a
quienes emancipan y liberan de su gobierno doméstico; o bien permanecen unidos
a su metrópoli, como lo estaban las colonias del pueblo de Roma; entonces no
son Estados sustantivos, sino provincias y partes del Estado que las instituyó.
Así que el derecho de las colonias (aparte del honor y de la conexión con su
metrópoli) depende totalmente de la licencia o carta en virtud de la cual el
soberano autorizó la plantación.
CAPITULO XXV DEL "CONSEJO"
Que es consejo. Cuan falaz es
juzgar de la naturaleza de las cosas por el uso ordinario e inconstante de las
palabras, aparece con más claridad que en ninguna otra cosa en la confusión de
consejos y órdenes, que resulta de la manera imperativa de hablar en ambos
casos, y en otras muchas ocasiones. En efecto, las palabras: Haz esto, son los
términos en que se expresa no sólo el que manda, sino también el que da
consejo, y el que exhorta. Sin embargo, pocos dejarán de advertir que estas son
cosas diferentes, o tendrán dificultades para distinguir cuándo se trata de
determinar quién habla y a quién va dirigida la palabra, y en qué ocasión.
Ahora bien, como estas frases las hallamos en los escritos de los hombres, y
existe incapacidad o falta el deseo de considerar las circunstancias, se
confunden a veces los preceptos de los consejeros, tomándolos como preceptos de
quien manda, y a veces lo contrario, siempre de acuerdo con las conclusiones
que se desea inferir, o con los actos que merecen aprobación. Para evitar estas
confusiones y dar a los términos de mandar, aconsejar y exhortar sus propias y
características significaciones, voy a pasar a definirlas.
Diferencias entre órdenes y
consejos. ORDEN es cuando un hombre dice: Haz esto o No hagas esto, sin esperar
otra razón que la voluntad de quien formula el mandato. De esto se sigue por
modo manifiesto que quien manda pretende con ello su propio beneficio, ya que
su mandato obedece solamente a su propia voluntad, y el objeto genuino de la
voluntad de cada hombre es algún bien para sí mismo.
CONSEJO es cuando un hombre dice:
Haz o No hagas esto, y deduce sus razones del beneficio que obtendrá aquel a
quien se habla. De ello es evidente que quien da consejo pretende solamente
(cualquiera que sea, por otra parte, su intimo propósito) el bien de aquel a
quien se da el consejo.
Por consiguiente, entre consejo y
orden existe esta gran diferencia: que la orden se dirige al propio beneficio
de uno mismo, y el consejo al beneficio de otro hombre. Y de ello deriva otra
distinción: que un hombre puede ser obligado a hacer lo que le ordenan, cuando
se ha obligado a obedecer: en cambio, no puede ser obligado a hacer lo que se
le aconseja, porque el daño que resulta de no obedecer es suyo propio; o bien,
si se ha obligado a seguirlo, el consejo adquiere la naturaleza de la orden.
Una tercera diferencia entre los dos conceptos consiste en que nadie puede
pretender un derecho a ser consejero de otro hombre, porque con ello no puede
pretender un beneficio para sí mismo: exigir un derecho de aconsejar a otro
arguye una voluntad de conocer sus propósitos o de conseguir algún otro bien
para sí mismo, lo cual, como he dicho anteriormente, es el peculiar objeto de
la voluntad de cada hombre.
Es también consustancial al
consejo que quien lo solicite, no puede equitativamente acusar o castigar al
que aconseja. En efecto, solicitar consejo de otro es permitirle que dé dicho
consejo del modo que juzgue más conveniente. Por tanto, quien da consejo a su
soberano (ya sea un monarca o una asamblea) cuando éste lo solicita, no puede
equitativamente ser castigado por ello, ya sea o no conforme el consejo a la
opinión de la mayoría, en la proposición que se debate. Porque si el sentido de
la asamblea puede ser advertido antes de que el debate termine, no debe el
soberano solicitar ni tomar otro consejo, porque el sentido de la asamblea es
la resolución del debate y el fin de toda deliberación. Generalmente quien
solicita consejo es autor de él, y, por tanto, no puede castigar al que lo da.
Y lo que el soberano no puede, ningún otro puede hacerlo. Pero si un súbdito da
consejo a otro, en el sentido de hacer alguna cosa contraria a las leyes, tanto
si el consejo procede de una mala intención como si deriva de la ignorancia
solamente, es susceptible de castigo por parte del Estado; porque la ignorancia
de la ley no es buena excusa, ya que cada uno está obligado a tener noticia de
las leyes a que está sujeto.
Qué son exhortación y disuasión.
EXHORTACIÓN Y DISUASIÓN es un consejo que en quien lo da, va acompañado de un
vehemente y manifiesto deseo de verlo atendido; o, para decirlo más brevemente,
consejo en el cual se insiste con vehemencia. En efecto, quien exhorta no
deduce las .consecuencias de lo que él recomienda que se haga, y se vincula a
sí mismo al rigor de un razonamiento veraz, sino que excita a la acción, a
aquel a quien aconseja. Del mismo modo, quien disuade, induce a desistir de
ella. Con tal propósito al formular sus razonamientos tienen en cuenta, en sus
frases, las pasiones comunes y las opiniones de los hombres, y hacen uso de
símiles, metáforas, ejemplos y otros recursos de la oratoria, para persuadir a
sus oyentes de la utilidad, honor o justicia de seguir su opinión.
De ello puede inferirse, primero:
que la exhortación y la disuasión se dirigen al bien de quien da el consejo, no
al de aquel que lo solicita, lo cual es contrario al deber de un consejero, ya
que éste, por definición, debe considerar no su beneficio propio, sino el de
aquel a quien da su opinión. Y que orienta su consejo al propio beneficio es
bastante manifiesto por el repetido y vehemente empeño o por el artificio con
que se da; no siéndole esto requerido, y procediendo, en consecuencia, según la
ocasión, se dirige principalmente al beneficio propio, y sólo de modo
accidental, o en ningún caso, al bien de quien es aconsejado.
En segundo lugar, este uso de la
exhortación y de la disuasión tiene solamente lugar cuando un hombre habla a
una multitud, puesto que cuando la oración se dirige a uno solo, su
interlocutor puede interrumpirle y examinar sus razones más rigurosamente que
puede hacerlo una multitud, ya que ésta se halla integrada por varios
individuos que resultan excesivos en número para entablar disputa o diálogo con
quien les habla de modo indiferente y a la vez.
En tercer lugar, que quienes
exhortan y disuaden, cuando son requeridos para emitir un consejo, son
consejeros corrompidos, como si estuvieran movidos por su propio interés. En
efecto, por excelente que sea el consejo que den, quien lo da no es buen
consejero, corno no puede decirse que sea un juez justiciero quien da una
sentencia justa a cambio de una recompensa. Ahora bien, cuando un hombre puede
mandar legítimamente como un padre en su familia o un jefe en un ejército, sus
exhortaciones y disuasiones no son sólo legítimas, sino también necesarias y
laudables. No obstante, cuando ya no son consejos sino órdenes por las cuales
se encomienda la ejecución de un trabajo rudo, la necesidad unas veces y la
humanidad otras, requieren que la notificación se haga con dulzura, para que
sirvan de estímulo, dándoles más bien el tono y la frase de un consejo, que el
áspero lenguaje de una orden.
Ejemplos de la diferencia entre
orden y consejo podemos extraerlos de las formas de expresión usadas por la
Sagrada Escritura: No tengas otro Dios sino YO: no hagas para ti mismo imágenes
grabadas; no tomes el nombre de Dios en vano; santifica el sábado; honra a tus
padres; no mates; no robes, etc., son órdenes, porque la razón en virtud de la
cual tenemos que obedecerlas está fijada por la voluntad de Dios, nuestro Rey,
al cual estamos obligados a obedecer. Pero las palabras: Vende todo lo que
tienes, dalo a los pobres y sígueme, implican un consejo, ya que la razón por
la cual hemos de realizar esos actos se basa en nuestro propio beneficio; a
saber, que así tendremos un tesoro en el cielo. Las palabras: Id a la aldea que
está delante de vosotros y luego encontraréis una borrica atada, y su
borriquilla; soltadla, y traédmela, son una orden; porque la razón de este acto
radica en la voluntad de su dueño. En cambio las palabras: Arrepentíos y sed
bautizados en el nombre de Jesús, son un consejo, ya que la razón en virtud de
lacual debemos realizar ese acto no tiende a beneficio alguno de la
Omnipotencia divina, que siempre seguirá siendo Rey, aunque nosotros nos
rebelemos, sino de nosotros mismos, que no tenemos otros medios de evitar el
castigo que pende sobre nosotros, por nuestros pecados.
Diferencia entre consejeros aptos
e ineptos. La diferencia entre consejo y orden ha sido deducida, en este caso,
de la naturaleza del consejo, que consiste en inferir el beneficio o daño que
puede resultar para quien es aconsejado, a base de las consecuencias necesarias
o probables de la acción que se propone; de esa misma distinción pueden
derivarse también las diferencias existentes entre consejeros aptos e ineptos.
Siendo la experiencia recuerdo de las consecuencias de acciones semejantes,
anteriormente observadas, y el consejo la expresión en virtud de la cual esta
experiencia se da a conocer a otro, las virtudes y defectos del consejo
coinciden con las virtudes y defectos intelectuales. A la persona del Estado,
le sirven sus consejeros como memoria y discurso mental. Pero a esta semejanza
que existe entre el Estado y el hombre natural, va unida una discrepancia de
gran monta, a saber: que un hombre natural adquiere su experiencia en los
objetos naturales de los sentidos, que actúan sobre él sin pasión o interés
propio, mientras que los que dan consejo a la persona representativa de un
Estado pueden tener, y tienen a menudo, sus fines y pasiones particulares, que
hacen sus consejos siempre sospechosos, y a veces nada fidedignos. Por
consiguiente, podemos establecer como primera condición de un buen consejero:
Que sus fines e interés no sean incompatibles con los fines e interés de aquel
a quien aconsejan.
En segundo lugar, como la misión
de un consejero, cuando se procede a deliberar sobre alguna acción, es hacer
manifiestas las consecuencias de ella, de tal modo que quien recibe el consejo
pueda ser informado de modo veraz y evidente, debe presentar su opnión en
términos tales que la verdad aparezca, con la máxima evidencia, es decir, con
un raciocinio tan firme, con un lenguaje tan adecuado y significativo, y tan
breve como la evidencia lo permita. Por consiguiente, las inferencias
precipitadas y carentes de evidencia (tales como las que sólo se apoyan en
ejemplos o en la autoridad de los libros, sin argumentar lo que es bueno o
malo, sino aportando sólo testimonios de hecho o de opinión), las expresiones
oscuras, confusas y ambiguas, es decir, las frases metafóricas que tienden a
desatar las pasiones (desde el momento en que tales razonamientos y expresiones
sólo son útiles para decepcionar o para dirigir quien recibe el consejo hacia
fines distintos de los suyos propios) son contrarias a la misión de consejero.
En tercer lugar, como la
capacidad de aconsejar procede de la experiencia y del prolongado estudio, y
nadie se presume que tiene experiencia en todas aquellas cosas que deben ser
conocidas para la administración de un gran Estado, nadie se presume que puede
ser buen consejero, sino en aquellos negocios en los que no solamente está muy
versado, sino sobre lose cuales ha meditado y consultado largamente. En efecto,
si se tiene en cuenta que la misión de un Estado consiste en mantener el pueblo
en paz, en el interior, y defenderlo contra la invasión extranjera,
advertiremos que es preciso un gran conocimiento de la condición del género
humano, de los derechos del gobierno, y de la naturaleza de la equidad, de la
ley, de la justicia y del honor, que no puede alcanzarse sin estudio; así como
de la fortaleza, bienes y lugares, tanto del propio país como de sus vecinos, y
de las inclinaciones y designios de todas las naciones que de algún modo pueden
perjudicarla. Todo esto no se logra sino con una gran experiencia. De este
cúmulo de requisitos no sólo la suma entera sino cada una de las porciones
particulares requiere la edad y la observación de un hombre maduro, con
estudios más amplios que los ordinarios. Como he dicho anteriormente (Cap.
VIII), el ingenio requerido para el consejo es lo que se llama juicio. Las
diferencias entre los hombres, a este respecto, proceden de la diferente
educación de algunos para un género de estudio o de negocio, de otros para otro
distinto. Aunque para realizar ciertas cosas existan reglas infalibles (como ocurre
en ingeniería y en edificación, con las reglas de la Geometría), toda la
experiencia del mundo no puede igualar el consejo de quien aprendió o descubrió
la regla. Y cuando la norma no existe, quien tiene más experiencia en un
particular género de negocios, tiene, en consecuencia, el mejor juicio, y debe
ser el mejor consejero.
En cuarto lugar, para ser capaz
de dar consejo a un Estado, en un asunto que hace referencia a otro Estado, es
necesario estar informado de los convenios y relatos que vienen de allí, y de
las noticias de tratados y otras transacciones de los Estados entre sí, cosa
que nadie puede hacer sino aquellas personas que el representante considere
pertinentes. Por todo ello podemos advertir que quienes no son llamados a
consejo, no puede confiarse que puedan darlo satisfactoriamente en tales casos.
En quinto lugar, suponiendo que
el número de consejeros sea igual, es preferible oírlos aparte que no reunidos
en asamblea, y esto por varias razones. En primer término, oyéndoles aparte, tenéis
la opinión de cada uno, mientras que en una asamblea muchos de ellos expresan
su opinión con un Sí o un No, o con las manos o los pies, que no se mueven de
modo espontáneo, sino por la elocuencia de otro; o por el temor de desagradar,
con su contradicción, a quienes han hablado o a la asamblea entera; o por temor
de aparecer más tardo de inteligencia que quienes han aplaudido la opinión
contraria. En segundo lugar, en una asamblea numerosa no puede evitarse que
haya algunos cuyos intereses sean contrarios a los del público; y a éstos sus
intereses les hacen apasionados, y, la pasión elocuentes, y la elocuencia suya
atrae a otros a su misma opinión. Porque las pasiones de los hombres, que
aisladamente son moderadas, como el calor de la llama, en asamblea son como
antorchas diversas que mutuamente se inflaman (en especial cuando unos a otros
se soplan con oraciones), incendiando al Estado, con la pretensión de
aconsejarlo. En tercer lugar, escuchando aparte a cada uno, cabe examinar,
cuando se necesita, la veracidad o probabilidad de sus razones, y de las
razones de la opinión que da, por medio de frecuentes interrupciones y
objeciones, cosa que no puede hacerse en una asamblea, donde, a cada difícil
pregunta, un hombre queda más bien estupefacto y aturdido por la variedad de
los discursos que llueven sobre él, que informado acerca del camino que debe
tomar. Además, en una asamblea numerosa, convocada para dar su opinión, no
dejará de haber algunos que tengan la ambición de ser estimados y elocuentes y
duchos en política, y que den su opinión teniendo en cuenta no ya el asunto
tratado, sino el aplauso que esperan para sus abigarradas oraciones, tejidas
con hilos policromos que pertenecen a diversos autores; ello es, en definitiva,
una impertinencia que impide toda consulta seria, y que fácilmente se evita por
el procedimiento de tomar consejo en secreto. En cuarto lugar, en
deliberaciones que deben ser mantenidas en secreto (cosa que con frecuencia
ocurre en los negocios públicos) los consejos de varios, y en particular en las
grandes asambleas, necesitan confiar tales asuntos a grupos más reducidos,
constituidos por las personas versadas y en cuya fidelidad se tiene más
confianza.
En conclusión, ¿quién se atrevería a
pedir, con riesgo propio, el consejo de una gran asamblea, tratándose de casar
a sus hijos, disponer de sus tierras, gobernar su hogar o administrar su
patrimonio privado, especialmente si entre los consejeros existe quien no desea
su prosperidad? Un hombre que hace sus negocios con la ayuda de diversos y
prudentes consejeros, consultando con cada uno de ellos en aquello que
entiende, es como quien utiliza buenos compañeros en el juego de tenis,
colocándolos en lugares adecuados. Sigue en perfección quien usa sólo de su
propio juicio, ya que no se apoya en ningún otro. Pero quien es llevado de aquí
para allá, respecto a sus negocios, en un consejo forjado, no pudiéndose mover
sino por la pluralidad de las opiniones concordes, cuya unión (aparte de la
envidia o interés) resulta comúnmente retardada por quienes disienten, ese lo
hace el peor de todos, como el jugador al que aun teniendo buenos compañeros de
juego, obstaculizan y retardan las discrepancias de parecer, tanto más cuanto
mayor es el número de quienes intervienen en el asunto, y en grado superlativo
cuando entre ellos hay uno o más que desean su perdición. Y aunque es cierto
que varios ojos ven más que uno, no debe comprenderse así cuando se trata de
varios consejeros, a no ser que entre éstos la resolución final corresponda a
un solo hombre. De otro modo, como varios ojos ven la misma cosa en diversos
planos, y propenden a mirar de soslayo su particular beneficio, quienes no
están dispuestos a perderlo de vista, aunque miren con dos ojos sólo se fijan
con uno. Esta es la causa de que ningún gran Estado popular pudiera conservarse
sino cuando un enemigo exterior lo mantuvo unido, o por la reputación de algún
hombre eminente entre ellos, o por el consejo secreto de unos pocos, o por el
mutuo temor de facciones iguales, y no por las deliberaciones abiertas de la
asamblea. Y en cuanto a los pequeños Estados, ya sean populares o monárquicos,
no hay sabiduría humana que pueda conservarlos sino mientras dura la envidia
entre sus vecinos.
CAPITULO XXVI DE LAS "LEYES CIVILES"
Qué es ley civil. Entiendo por
leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar porque son
miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto,
el conocimiento de las leyes particulares corresponde a aquellos que profesan
el estudio de las leyes de diversos países; pero el conocimiento de la ley
civil en general, a todos los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley
civil, de la palabra civitas, que
significa el Estado. Y los países que, habiendo estado sometidos al Imperio
romano y gobernados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, porque
la estiman oportuna, llaman a esta parte ley
civil, para distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es
de esto de lo que voy a hablar aquí: mi designio no es exponer lo que es ley en
un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal como lo hicieron Platón,
Aristóteles, Cicerón y otros varios, sin hacer profesión del estudio de la ley.
Es evidente, en primer término,
que la regla en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre a
otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anteriormente está
obligado a obedecerle. Y en cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de
la persona que manda, que es la persona civitatis,
la persona del Estado.
Teniendo esto en cuenta, yo
defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas
reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos
suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo
injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario
a la ley.
En esta definición no hay nada
que no sea evidente desde el principio, porque cualquiera puede observar que
ciertas leyes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a provincias
particulares; algunas, a vocaciones especiales, y algunas otras a determinados
hombres: son, por consiguiente, leyes para cada uno de aquellos a quienes la
orden se dirige, y para nadie más. Así, también, se advierte que las leyes son
normas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado injusto lo que no
sea contrario a ninguna ley. Del mismo modo resulta que nadie puede hacer leyes
sino el Estado, ya que nuestra subordinación es respecto del Estado solamente;
y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficientes, ya que, de
otro modo, un hombre no puede saber cómo obedecerlas. Por consiguiente,
cualquier cosa que por necesaria consecuencia sea deducida de esta definición,
debe ser reconocida como verdadera. Y así deduzco de ella lo que sigue.
1.
El legislador en todos los Estados es sólo el
soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o una asamblea de hombres como
en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y el
Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos
leyes: por tanto, el Estado es el legislador. Pero el Estado no es nadie, ni
tiene capacidad de hacer una cosa sino por su representante (es decir, por el
soberano), y, por tanto, el soberano es el único legislador. Por la misma
razón, nadie puede abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley
no es abrogada sino por otra ley que prohíbe ponerla en ejecución.
2.
El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o
un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer
y revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución, abrogando
las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas; por consiguiente, era libre
desde antes. En efecto, es libre aquel que puede ser libre cuando quiera. Por
otro lado, tampoco es posible para nadie estar obligado a sí mismo; porque
quien puede ligar, puede liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo
solamente, no está ligado.
3.
Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad
de una ley, no es la duración del tiempo lo que le da autoridad, sino la
voluntad del soberano, significada por su silencio (ya que el silencio es, a
veces, un argumento de aquiescencia) ; y no es ley en tanto que el soberano
siga en silencio respecto de ella. Por consiguiente, si el soberano tuviera una
cuestión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en las leyes
anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no puede traer ningún
perjuicio a su derecho, pero la cuestión debe ser juzgada por la equidad. En
efecto. muchas acciones injustas, e injustas sentencias, permanecen
incontroladas durante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar. Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes
consuetudinarias, sino las que son razonables, y sostienen que las malas
costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es razonable y de lo
que debe ser abolido corresponde a quien hace la ley, que es la asamblea
soberana o el monarca.
4.
La ley de naturaleza y la ley civil se contienen
una a otra y son de igual extensión. En efecto, las leyes de naturaleza, que
consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que
dependen de ellas en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al
final del capítulo XV), no son propiamente leyes, sino cualidades que disponen
los hombres a la paz y la obediencia. Desde el momento en que un Estado queda
establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado,
y, por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a
los hombres a obedecerlas. En las disensiones entre particulares, para
establecer lo que es equidad, lo que es justicia, y lo que es virtud moral, y
darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano, y
de castigos que serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son,
por consiguiente, parte de la ley civil. Por tal razón, la ley de naturaleza es
una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo. Recíprocamente
también, la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza, ya que la
justicia, es decir, el cumplimiento del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un
dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito en un Estado ha
estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro, como cuando se
reúnen para constituir una representación común, o con el representante mismo,
uno por uno, cuando, sojuzgados por la fuerza, prometen obediencia para
conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también,
de la ley de naturaleza. Ley civil y ley natural no son especies diferentes,
sino partes distintas de la ley; de ellas, una parte es escrita, y se llama
civil; la otra no escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho de
naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y
restringida por la ley civil: más aún, la finalidad de hacer leyes no es otra
sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley no fue
traída al mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres
individuales, de tal modo que no pudieran dañarse sino asistirse uno a otro y
mantenerse unidos contra el enemigo común.
5.
Las leyes provinciales no son hechas por la
costumbre, sino por el poder soberano. Si el soberano de un Estado sojuzga a un
pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente
lo gobierna por las mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son
leyes civiles del vencedor y no del Estado sometido. En efecto, el legislador
no es aquel por cuya autoridad se hicieron inicialmente las leyes, sino aquel
otro por cuya autoridad continúan siendo leyes, ahora. Por consiguiente, donde
existen diversas provincias, dentro del dominio de un Estado, y en estas
provincias diversidad de leyes, que comúnmente se llaman costumbres de cada
provincia singular, no hemos de entender que estas costumbres tienen su fuerza
solamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con anterioridad, leyes
escritas, o dadas a conocer de otro modo por las constituciones y estatutos de
sus soberanos. Ahora bien, para que en todas las provincias de un dominio una
ley no escrita sea generalmente observada, sin que aparezca iniquidad alguna en
la observancia de la misma, esta ley no puede ser sino una ley de naturaleza,
que obliga por igual a la humanidad entera.
6.
Opiniones ligeras de los juristas sobre la forma
de hacer las leyes. Advirtiendo que todas las leyes, estén o no escritas,
reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la
voluntad del representante (que en una monarquía es el monarca, y en otros
Estados la asamblea soberana), cualquiera se sorprenderá al ver de dónde
proceden opiniones tales como las halladas en los libros de los juristas
eminentes en distintos Estados, y en las que directamente, o por consecuencia,
hacen depender el poder legislativo de hombres particulares o jueces
subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la creencia de que la ley común no
tiene otro control sino el del Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento
tiene el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino por su propio
arbitrio. En efecto, si existe algún derecho en alguien para disolverlo,
entonces existe también un derecho a controlarlo, y, por consiguiente, a
controlar su control. Y por el contrario, si semejante derecho no existe, quien
controla las leyes no es el parlamentum,
sino el rex in Parlamento. Y cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y
sabios que sean los hombres que reúna, con cualquier motivo, de los países sujetos
a él, nadie creerá que semejante asamblea haya adquirido por tal causa el poder
legislativo. Además, se dice: los dos brazos de un Estado son la fuerza y la
justicia, el primero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está
depositado en manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera subsistir cuando
la fuerza esté en manos de alguno a quien la justicia no tenga autoridad para
mandar y gobernar.
7.
Sir Edward Coke, acerca de Littleton, Lib. 2, C. 6, fol 97 b. Convienen nuestros
juristas en que esa ley nunca puede ser contra la razón; afirman también que la
ley no es la letra (es decir, la construcción legal), sino lo que está de
acuerdo con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda
estriba en qué razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No puede
tratarse de una razón privada, porque entonces existiría entre las leyes tanta
contradicción como entre las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed. Coke)
en una perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo estudio,
observación y experiencia (como era su caso). En efecto, es posible que un
prolongado estudio aumente y confirme las sentencias erróneas: pero cuando los
hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la
ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y
observan con igual empleo de tiempo y diligencia, son y deben permanecer
discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia
o sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro
hombre artificial, y sus mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el
Estado, en su representación, una sola persona, no puede fácilmente surgir
ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es
capaz, por interpretación o alteración, de eliminarla. En todas las Cortes de
justicia es el soberano (que personifica el Estado) quien juzga. Los jueces
subordinados deben tener en cuenta la razón que motivó a su soberano a
instituir aquella ley, a la cual tiene que conformar su sentencia; sólo
entonces es la sentencia de su soberano; de otro modo es la suya propia, y una
sentencia injusta, en efecto.
8.
La ley establecida, si no se da a conocer, no es
ley. Del hecho de que la ley es una orden, y una orden consiste en la
declaración o manifestación de la voluntad de quien manda, por medio de la
palabra, de la escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma,
podemos inferir que la orden dictada por un Estado es ley solamente para
quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles
natos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni
son capaces del título de justo e injusto, porque nunca tuvieron poder para
realizar un pacto o para comprender las consecuencias del mismo, y, por
consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier
soberano, como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado. Y
análogamente a los que por naturaleza o accidente carecen de noticia de las
leyes en general, quienes por cualquier accidente no imputable a ellos mismos
carecen de medios para conocer la existencia de una ley particular, quedan
excusados si no la observan, y, propiamente hablando, esta ley no es para
éllos. Es, por consiguiente, necesario, considerar en este lugar qué argumentos
y signos son suficientes para el conocimiento de lo que es la ley, es decir,
cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías como en otras formas
de gobierno.
Las leyes no escritas son, todas
ellas, leyes de naturaleza. En primer lugar, si existe una ley que obliga a
todos los súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado —por
cualquier otro procedimiento— en lugares adecuados para que de ella se tenga
noticia, es una ley de naturaleza. En efecto, cualquier cosa de que los hombres
adquieran noticia y consideren como ley no por las palabras de otros hombres,
sino por las de su propia razón, debe ser algo aceptable por la razón de todos
los hombres; y esto con ninguna ley ocurre sino con la ley de naturaleza. Por
consiguiente, las leyes de naturaleza no necesitan ni publicación ni
promulgación, ya que están contenidas en esta sentencia, aprobada por todo el
mundo: No hagas a otro lo que tú consideres irrazonable que otro te haga a ti.
En segundo lugar, si existe una
ley que obliga solamente a alguna categoría de hombres, o a un hombre en
particular, y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también una
ley de naturaleza, conocida por los mismos argumentos y signos que distinguen a
sus titulares, en tal condición de los demás súbditos. Porque cualquier ley que
no esté escrita o promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser
conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha de obedecerla: y es
también, por consiguiente, una ley no sólo civil, sino natural. Por ejemplo, si
el soberano emplea un ministro público sin comunicarle instrucciones escritas
respecto a lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por
instrucciones los dictados de la razón; así como si instituye un juez, éste ha
de procurar que su sentencia se halle de acuerdo con la razón de su soberano; e
imaginándose siempre ésta como equitativa, está ligado a ella por la ley de
naturaleza; o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus
instrucciones escritas) debe considerar como instrucción lo que la razón le
dicte como más conducente al interés de su soberano; y así puede decirse de
todos los demás ministros de la soberanía, pública y privada. Todas estas
instrucciones de la razón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común
de fidelidad, que es una rama de la justicia natural.
Exceptuada la ley de naturaleza,
las demás leyes deben ser dadas a conocer a las personas obligadas a
obedecerlas, sea de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que
manifiestamente proceda de la autoridad soberana. En efecto, la voluntad de
otro no puede ser advertida sino por sus propias palabras o actos, o por
conjeturas tomadas de sus fines y propósitos, lo cual, en la persona del
Estado, debe suponerse siempre en armonía con la equidad y la razón. En los
tiempos antiguos antes de que las cartas fueran de uso común, las leyes eran
reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo llano, complaciéndose en
cantarlas o recitarlas, pudiera más fácilmente retenerlas en la memoria. Por la
misma causa, Salomón recomienda a un hombre que le ligue los diez mandamientos
a sus diez dedos'. Y en cuanto a la ley que Moisés dió al pueblo de Israel en
la renovación del pacto; él les pide que la enseñen a sus hijos, conversando
acerca de ella, lo mismo en casa que en ruta: cuando vayan a la cama o se
levanten de ella; y que la escriban en los montantes y dinteles de sus casas 2;
y que reúnan a las gentes, hombres, mujeres y
niños, para escuchar su lectura
3.
Ni es ley cuando el legislador no
puede ser conocido. Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que
han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del
soberano. En efecto, cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza
bastante para realizar sus injustos designios, o perseguir sin peligro sus
ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad
legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consiguiente, no sólo la
declaración de la ley, sino la existencia de signos suficientes del autor y de
la autoridad. El autor o legislador ha de ser, sin duda, evidente en cada
Estado, porque el soberano que habiendo sido instituido por el consentimiento
de cada uno, se supone suficientemente conocido por todos. Y aunque la
ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la mayor parte de los casos, que
cuando se disipa el recuerdo de la primera constitución de su Estado, no
consideran en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos,
protegidos en sus actividades, y afirmados en su derecho cuando se les hace
injuria; como ningún hombre que medite sobre el particular puede abrigar duda
alguna, no cabe tampoco alegar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde
está situada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por
consiguiente, una ley evidente de naturaleza, que nadie debe debilitar ese
poder cuya protección él mismo ha demandado o ha recibido, contra otros, con
conocimiento suyo. Por consiguiente, nadie puede tener duda de quién es
soberano, sino por su propia culpa (cualesquiera que sean las razones que
puedan invocar los hombres malos).
Diferencia entre verificación y
autorización. La dificultad consiste en la evidencia de la autoridad derivada
del soberano; la remoción de esa dificultad depende del conocimiento de los
registros públicos, de los consejos públicos, de los ministros públicos y de
los tribunales públicos, los cuales verifican suficientemente todas las leyes;
verifican, digo, no autorizan; porque la verificación no es sino testimonio y
registro, no la autoridad de la ley que consiste, solamente, en la orden del
soberano.
La ley verificada por el juez
subordinado. Por tanto, si un hombre tiene una cuestión por injuria a la ley de
naturaleza, es decir, a la equidad común, la sentencia del juez, que por
comisión tiene autoridad para conocer tales causas, es una verificación
suficiente de la ley de naturaleza en este caso individual. Porque aunque la
opinión de uno que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios,
no es sino una opinión: es decir, el juez debe comunicar a los hombres lo que
es ley, después de oír la controversia.
Por los Registros públicos. Pero
cuando la cuestión es de injuria o delito contra la ley escrita, cada hombre,
recurriendo por sí mismo o por otros a los Registros, puede (si quiere) estar
suficientemente informado antes de realizar tal injuria o delito, y establecer
si es injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un nombre duda de si el acto
que realiza es justo o injusto, y puede informarse a sí mismo si quiere, el
acto realizado es ilegal. Del mismo modo, quien se supone a si mismo injuriado,
en un caso establecido por la ley escrita que él puede examinar por sí mismo o
por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace injustamente, y
más bien procede a vejar otros hombres que a demandar su propio derecho.
Por documentos patentes y sellos
públicos. Si la cuestión promovida es la de obediencia en un funcionario
público, oír leer la comisión para el cargo que le ha sido confiado, o tener
medios de informarse de ello, cuando uno lo desee, es una verificación
suficiente de su autoridad. En efecto, cada hombre está obligado a hacer todo
cuanto pueda para informarse por sí mismo de todas las leyes escritas que pueden
afectar a sus acciones futuras. Conocido el legislador, y suficientemente
publicadas las leyes, sea por escrito o por la luz de la naturaleza, todavía
necesitan otra circunstancia muy material para que sean obligatorias.
La interpretación de la ley
depende del poder soberano. Ciertamente no es en la letra sino en la
significación, es decir, en la interpretación auténtica de la ley (que estriba
en el sentido del legislador) donde radica la naturaleza de la ley. Por tanto,
la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana, y los
intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual
deben los súbditos obediencia). De otro modo la sagacidad de un intérprete
puede hacer que la ley tenga un sentido contrario al del soberano; entonces el
intérprete se convierte en legislador.
Todas las leyes necesitan
interpretación. Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de
interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil de reconocer
para aquellos que, sin parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y,
por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si se tiene en cuenta que
son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su
egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura
de todas las leyes, y es, por consiguiente, la más necesitada de intérpretes
capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente son mal
interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son
largas, resultan más oscuras por las significaciones diversas de varias
palabras; en este sentido, ninguna ley escrita promulgada en pocas o muchas
palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas
finales para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas
finales reside en el legislador. Por tanto, para él no puede haber en la ley
ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del mismo, y
desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera (como hizo Alejandro con su
espada, en el caso del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que
ningún otro intérprete puede hacer.
La interpretación auténtica de la
ley no es la de los escritores. La interpretación de las leyes de naturaleza no
depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los
escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por
muy veraces que sean. Lo que vengo escribiendo en este tratado respecto a las
virtudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea
verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos
los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza
razonable, sólo es ley por el poder soberano. De otro modo sería un gran error
llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas, acerca de esto vemos muchos
volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un
mismo libro.
La interpretación de la ley se
hace por el juez, quien da sentencia viva vote en cada caso particular. La
interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido
por la ley soberana para oír y fallar las controversias que de él dependen; y
consiste en la aplicación de la ley al caso debatido. En efecto, en el acto del
juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las partes
está de acuerdo con la razón natural y con la equidad; y la sentencia que da
es, por consiguiente, la interpretación de la ley de naturaleza, interpretación
auténtica no porque es su sentencia privada, sino porque la da por autorización
del soberano; con ello viene a ser la sentencia de soberano, que es ley, en
aquel entonces, para las partes en litigio.
La sentencia de un juez no le
obliga, a dar, a él o a otro juez posteriormente la misma sentencia en casos
análogos. Ahora bien como no hay juez subordinado ni soberano que no pueda
errar en un juicio de equidad, si posteriormente, en otro caso análogo,
encuentra más de acuerdo con la equidad dar una sentencia contraria, está
obligado a hacerlo. Ningún error humano se convierte en ley suya, ni le obliga
a persistir en él: ni (por la misma razón) se convierte en ley para otros
jueces, aunque haya hecho promesa de seguirla. En efecto, aunque una sentencia
equivocada que se dé por autorización del soberano, si él la conoce y la
permite, viene a constituir una nueva ley (cuando las leyes son mutables, e
incluso las pequeñas circunstancias son idénticas), en cambio, en las leyes
inmutables, tales como son las leyes de naturaleza, no existen leyes respecto a
los mismos o a otros jueces, en los casos análogos que puedan ocurrir posteriormente.
Los príncipes se suceden uno a otro, y un juez pasa y otro viene, pero ni el
cielo ni la tierra se van, ni un solo titulo de la ley de naturaleza
desaparece, tampoco, porque es la eterna ley de Dios. Por tanto, entre todas
las sentencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no pueden, todas
juntas, hacer una ley contraria a la equidad natural. Ningún ejemplo de jueces
anteriores puede garantizar una sentencia irracional, ni librar al juez actual
de la preocupación de estudiar lo que es la equidad (en el caso que ha de
juzgar), según los principios de su propia razón natural. Por ejemplo, va
contra la ley de naturaleza castigar al inocente, e inocente es quien
judicialmente queda liberado y reconocido como inocente por el juez. Supongamos
ahora el caso de que un hombre es acusado de un delito capital, y teniendo en
cuenta el poder y la malicia de algún enemigo, y la frecuente corrupción y
parcialidad de los jueces, escapa por temor a lo que pueda ocurrir, y
posteriormente es detenido y conducido ante un tribunal legal donde resulta que
no era culpable del delito, y en consecuencia queda liberado, no obstante cual se le condena a perder sus bienes; esto
es una manifiesta condenación del inocente. Afirmo, por consiguiente, que no
hay lugar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación de una ley
de naturaleza, o ser convertido en ley por las sentencias de los jueces
anteriores que hicieron lo mismo. Quien juzgó primero juzgó injustamente, y
ninguna injusticia puede ser modelo de juicio para los jueces sucesivos. Puede
existir una ley escrita que prohíba huir al inocente, y le castigue por haber
escapado; pero que la fuga por temor a un daño deba ser considerada como
presunción de culpabilidad, cuando un hombre ha sido ya judicialmente absuelto
del delito, es contrario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya
lugar después de emitido el fallo. Sin embargo, esta opinión es controvertida
por un gran jurista de la ley común en Inglaterra. Si un inocente, dice, es
acusado de felonía, y escapa por temor a esa acusación, aunque judicialmente
quede liberado del cargo de felonía, si se averigua que huyó por tal causa,
debe perder todos sus bienes, castillos, créditos y acciones a pesar de su
inocencia. En efecto, en cuanto a la pérdida de ello, la ley no admitirá prueba
contra la presunción legal fundada en el hecho de su huida. Así veis que un
inocente, judicialmente liberado, a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley
escrita le prohibía huir), después de su liberación resulta condenado, por una
presunción legal, a perder todos los bienes que posee. Si la ley funda sobre su
huida una presunción del hecho (que era sustancial) la sentencia debió haber
sido sustancial también; si la presunción no era hecho ¿por qué había de perder
sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni es una condena fundada
sobre una presunción de ley, sino sobre la presunción de los jueces. Es,
también, contrario a la ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra
una presunción de ley. En efecto, todos los jueces. soberanos y subordinados,
cuando rehusan escuchar pruebas rehusan hacer justicia: aunque la sentencia sea
justa, los jueces que condenan sin atender las pruebas ofrecidas son jueces
injustos, y su presunción no es sino prejuicio, cosa que ningún hombre debe
llevar consigo a la sede de la justicia, cualesquiera que sean los juicios
precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen otras cosas de esta
naturaleza en las que los juicios de los hombres han sido pervertidos por
confiar en los precedentes; pero esto bastará para mostrar que aunque la
sentencia del juez sea una ley para la parte que litiga, no lo es para
cualquier juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo.
De la misma manera cuando se
trata del significado de las leyes escritas, no es intérprete de ellas quien se
limita a escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comentarios
están más sujetos a objeción que el texto mismo, y por tanto necesitan otros
comentarios, con lo cual no tendrían fin tales interpretaciones. Por esta
causa, a menos que exista un intérprete autorizado por el soberano, del cual no
pueden apartarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro que
el juez ordinario, del mismo modo que ocurre en los casos de la ley no escrita;
y sus sentencias deben ser reconocidas por quien pleitea como leyes en este
caso particular; ahora bien, no obligan a otros jueces a dar juicios análogos
en casos semejantes, porque un juez puede errar en la interpretación de la ley
escrita, pero ningún error de un juez subordinado puede cambiar la ley que
constituye una sentencia general del soberano.
Diferencia entre la letra y la
sentencia de la ley. En las leyes escritas los hombres suelen establecer una
diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. Cuando por letra se
entiende cualquier cosa que pueda ser inferida de las meras palabras, esa
distinción es correcta, porque los significados de la mayoría de las palabras
son ambiguos, bien por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace,
y el argumento puede ser exhibido en diversos sentidos; en cambio, sólo hay un
sentido de la ley. Ahora bien, si por letra se entiende el sentido literal,
entonces la letra y la sentencia o intención de la ley son una misma cosa,
porque el sentido literal es aquel que el legislador se proponía significar por
la letra de la ley. En efecto, se supone siempre que la intención del
legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar
otra cosa del soberano. Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza
plenamente una sentencia razonable, debe suplirle con la ley de naturaleza, o,
si el caso es difícil, suspender el juicio hasta que haya recibido una
autorización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que quien sea
arrojado de su casa por la fuerza, por la fuerza sea restituido en ella: pero
supongamos que un hombre, por negligencia, deja su casa vacía, y al regresar es
arrojado por la fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es
evidente que este caso está contenido en la misma ley, pues de otro modo no
habría remedio, en absoluto, cosa que puede suponerse contraria a la voluntad
del legislador. A su vez el texto de la ley ordena juzgar de acuerdo con la
evidencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el juez mismo vio
realizar a otro, distinto del acusado. En este caso, ni puede seguirse el texto
de la ley para condenar al inocente, ni el juez debe sentenciar contra la
evidencia del testimonio, porque la letra de la ley es lo contrario: solicitará
del soberano la designación de otro juez, y el primero será testigo. De este
modo el inconveniente que resulta de las meras palabras de una ley escrita
puede llevar al juez a la intención de la ley, haciendo que ésta se interprete,
así, de la mejor manera; sin embargo, ninguna incomodidad puede garantizar una
sentencia contra la ley, porque cada juez de lo bueno y de lo malo, no es juez
de lo que es conveniente o inconveniente para el Estado.
Aptitudes requeridas en un juez.
Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley, es decir, en un buen
juez, no son las mismas que las que se exigen de un abogado, especialmente en
el estudio de las leyes. Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar
referencias del hecho, no ha de hacerlo sino de los testigos, así también no
debe informarse de la ley por otro conducto que por el de los estatutos y
constituciones del soberano, alegados en el juicio, o declarados a él por quien
tiene autoridad del poder soberano para declararlos; y no necesita preocuparse
por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él debe decir respecto al
hecho, le habrá de ser suministrado por los testigos, y lo que debe decir en
materia de ley, por quienes en sus alegaciones lo manifiestan y tienen
autoridad para interpretarlo en el lugar mismo. Los Lores del Parlamento en
Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas y falladas por
ellos; sin embargo pocos, entre esos Lores, eran muy versados en el estudio de
las leyes, y pocos habían hecho profesión de ellas; y aunque consultaban con
juristas designados para comparecer en aquella oportunidad y cuestión,
solamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del mismo modo en
los juicios ordinarios de derecho, doce hombres del pueblo llano son los
jueces, y dan sentencia no sólo respecto del hecho, sino del derecho, y se
pronuncian simplemente por el demandante o por el demandado; es decir, son
jueces no solamente del hecho, sino también del derecho, y en materia de delito
no sólo determinan si existió o no, sino que establecen si fue asesinato,
homicidio, felonía, asalto u otra cosa, conforme a las calificaciones de la
ley; pero como no se supone que conocen la ley por sí mismos, existe alguien
que tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular que han de
juzgar. Ahora bien, aunque no juzguen de acuerdo con lo que se les dice, no
están sujetos por ello a. penalidad alguna, a menos que aparezca que, lo
hicieron contra su conciencia, o que fueron corrompidos por vía de cohecho.
Lo que hace un buen juez o un
buen intérprete de las leyes es, en primer término, una correcta comprensión de
la principal ley de naturaleza, llamada equidad, que no dependiendo de la
lectura de los escritos de otros hombres, sino de la bondad del propio
raciocinio natural del hombre, se presume que es más frecuente en quienes han
tenido más posibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En
segundo lugar, desprecio de innecesarias riquezas y preferencias. En tercer
término, ser capaz de despojarse a sí mismo, en el juicio, de todo temor,
miedo, amor, odio y compasión. En cuarto lugar, y por último, paciencia para
oír, atención diligente en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar
lo que se ha oído.
Divisiones de la ley. La
distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los
diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es
una cosa que no depende de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es
auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Instituta de Justiniano
encontramos siete clases distintas de leyes civiles. Primera los edictos,
constituciones y epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el
poder entero del pueblo residía en él. Análogas a estas son las proclamaciones
de los reyes de Inglaterra.
2.
Los decretos del pueblo entero de Roma
(incluyendo el Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por el 'Senado.
Estas leyes, en primer lugar, por virtud del poder soberano que residía en el
pueblo; y si no eran abrogadas por los emperadores seguían siendo leyes por la
autoridad imperial. En efecto, todas las leyes que obligan se considera que son
leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abrogarlas. Semejantes en
cierto modo a estas leyes son las Leyes del Parlamento en Inglaterra.
3.
Los decretos, del pueblo llano (con exclusión
del Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por los tribunales del pueblo.
En efecto, los decretos que no eran abrogados por los emperadores seguían
siendo leyes por la autoridad imperial. Análogas a éstas fueron las órdenes de
la Cámara de los Comunes en Inglaterra.
4.
Senatus
consulta u órdenes del Senado, porque cuando el pueblo de Roma se hizo tan
numeroso que resultaba ya inconveniente reunirlo, se consideró adecuado por el
emperador que se consultara al Senado, en lugar de hacerlo al pueblo. Estas
disposiciones tienen cierta semejanza con las Actas del Consejo.
5.
Los edictos de los pretores y, en algunos casos,
los de los ediles, cuyo cargo viene a corresponder al de los Justicias mayores
en las Cortes de Inglaterra.
6.
Responsa
prudentum, que eran las sentencias y opiniones de aquellos juristas a
quienes el emperador dio autoridad para interpretar la ley y para resolver las
cuestiones que en materia de ley eran sometidas a su opinión; estas respuestas
obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las constituciones
imperiales, y serían como las recopilaciones de casos juzgados, si la ley de
Inglaterra obligara a otros jueces a observarlas. En efecto, los jueces de la
ley común de Inglaterra no son propiamente jueces, sino jurisconsultos, a
quienes los jueces, es decir, los Lores o doce hombres del pueblo llano, deben
pedir opinión en materia de ley.
7.
Finalmente las costumbres no escritas (que en su
propia naturaleza son una imitación de la ley), por el consentimiento tácito
del emperador, en caso de que no sean contrarias a la ley de naturaleza, son
verdaderas leyes.
Otra división de las leyes es en
naturales y positivas. Son leyes naturales las que han sido leyes por toda la
eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino también leyes
morales, porque descansan en las virtudes morales, como la justicia, la equidad
y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la caridad; a ellos
me he referido ya en los capítulos XIV y XV.
Positivas son aquellas que no han
existido desde la eternidad, sino que han sido instituidas como leyes por la
voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son
formuladas, escritas o dadas a conocer a los hombres por algún otro argumento
de la voluntad de su legislador.
Otra división de la ley. A su
vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras divinas, y entre las
leyes humanas positivas unas son distributivas, otras penales. Son
distributivas las que determinan los derechos de los súbditos, declarando a
cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tierras
o bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los
súbditos. Son penales las que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes
han violado la ley, y se dirigen a los ministros y funcionarios establecidos
para ejecutarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar informado de los
castigos que por anticipado se instituyeron para esas transgresiones, la orden
no se dirige al delincuente (del cual ha de suponerse que no se castigará
conscientemente a sí mismo), sino a los ministros públicos instituidos para que
las penas sean ejecutadas. Estas leyes penales se encuentran escritas en la
mayor parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces se denominan
sentencias. En efecto, todas las leyes son juicios generales o sentencias del
legislador, como cada sentencia particular es, a su vez, una ley para aquel
cuyo caso es juzgado.
leyes positivas divinas (puesto
que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son
aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni
universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o
a determinadas personas) son declaradas como tales por aquellos a quienes Dios
ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida
esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son
leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé
leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la ley que los obligados
por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y
nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede
un hombre, sin revelación sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida
por el declarante, y cómo puede verse obligado a obedecerla? Por lo que
respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de
la revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es
evidentemente imposible; porque si un hombre puede ser inducido a creer tal
revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o por la
extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y
felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios del favor
divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una revelación
especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para
unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad
visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios por causas
naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de modo
infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de
la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que los signos de
ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más firme y otras
más débil.
En cuanto a la segunda cuestión
de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley
declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina)
y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto;
obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias
y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la
operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley
sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimiento a la misma, y
no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente
a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un
quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas, excepto
las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más todavía
mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la
Sagrada Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural)
era así: Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente
después de ti i. La descendencia de Abraham no tuvo esta revelación, ni
siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y
estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios:
cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que debían a sus
padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como
ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos.
A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las
naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus hijos y a tu hogar,
después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio,
es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación,
dependía de la obligación primitiva de obedecer a su soberano. En el monte
Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios, prohibiéndose que el pueblo lo
hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer todo lo
que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de
sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios
nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos pasajes aparece suficientemente
claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y segura,
particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer
como tal el mandato del Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad
para considerar como mandamientos de Dios sus propios sueños y fantasías, o los
sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de
acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada
hombre desobedecería los mandamientos del Estado. Concluyo, por consiguiente,
que en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, a la ley
de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la
que se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para
cualquiera razón humana, pues lo que no se hace contra la ley de naturaleza
puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder soberano; y no
existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se
propone en nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea
tolerable que los hombres reconozcan otros mandamientos de Dios que los
declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan leyes
positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales,
son todas divinas) son aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la
eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los hombres, sino sólo a unas
ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por
aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien
¿cómo puede ser conocida esta autoridad otorgada al hombre para declarar que
dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede ordenar a un hombre, por
vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la
ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de
quien la declara, y nosotros no podemos, naturalmente, adquirirlo directamente
de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación sobrenatural, asegurarse de la
revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a
obedecerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede
adquirir la evidencia de la revelación de otro, sin una revelación particular
hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un hombre puede ser
inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende
poseerla, o por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria
sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo cual son signos extraordinarios
del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una
revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es
maravilloso para unos puede no serlo para otros. La santidad puede fingirse, y
la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos casos, obra de Dios
por causas naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber
de modo infalible, por razon natural, que otro ha tenido una revelación
sobrenatural de la voluntad divina; sólo puede haber una creencia, y según que
los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es unas veces más
firme y otras más débil,
En cuanto a la segunda cuestión
de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la ley
declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina)
y el interesado se propone obedecerla, queda obligado por su propio acto;
obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya que las creencias
y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la
operación de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley
sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un asentimiento a la misma, y
no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente
a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un
quebrantamiento de algunas de sus leyes, sino un repudio de todas ellas,
excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse más
todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos
de la Sagrada Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo
sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y
tu simiente después de ti 1. La descendencia de Abraham no tuvo esta
revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte
del pacto, y estaba obligada a obedecer lo que Abraham les manifestara como ley
de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud de la obediencia que
debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder
terrenal, como ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus
hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios dijo a Abraham: En ti deben quedar
bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú ordenarás a tus
hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la
rectitud y el juicio, es manifiesto que la obediencia de su familia, que no
había tenido revelación, dependía de la obligación primitiva de obedecer a su
soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios,
prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo,
estaban obligados a obedecer todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios.
¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea podían decir: Háblanos y te
oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos dos
pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene
una revelación cierta y segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la
voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del Estado; en efecto, si
los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus
propios sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares,
difícilmente dos hombres se pondrían de acuerdo acerca de lo que es mandamiento
de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los mandamientos del
Estado. Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son
contrarias a la ley moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos
están obligados a obedecer como ley divina la que se declara como tal por las
leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que no
se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de
quien tiene el poder soberano; y no existe razón en virtud de la cual los
hombres estén menos obligados, si esto se propone en nombre de Dios. Además, no
existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan otros
mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados
cristianos castigan a quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos
los demás Estados castigan a cuantos instituyen una religión prohibida. En
efecto, en todo aquello que no esté regulado por el Estado, es de equidad (que
es la ley de naturaleza, y, por consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada
hombre pueda gozar por igual de su libertad.
Otra división de las leyes.
Existe todavía otra distinción de las leyes, en fundamentales y no
fundamentales; pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por
ley fundamental. No obstante, con toda razón pueden distinguirse las leyes de
esa manera.
Qué es ley fundamental. Se estima
como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley
se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción
cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por
la cual los súbditos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al
soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin la cual el Estado no puede
subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de
elegir funcionarios y de realizar todo aquello que se considere necesario para
el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya abrogación no lleva consigo
la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a
las controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en cuanto a la
división de las leyes.
Diferencia entre ley y derecho.
Encuentro que las palabras lex civilis y
jus civile, es decir, ley y derecho civil, están usadas de modo promiscuo
para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería
ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad
que la ley civil nos deja. Pero la ley civil es una obligación, y nos, arrebata
la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada
hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a
un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta
libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo
seguro. En este sentido lex y jus son diferentes como obligación y
libertad.
Y entre ley y carta. Análogamente,
los términos leyes y cartas se utilizan promiscuamente para la misma cosa. Sin
embargo, las cartas son donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a
la ley. La frase utilizada en una ley es jubeo,
injungo; es decir, mando y ordeno; la
frase de una carta es dedi, concessi; he dado, he concedido: pero lo
que se ha dado o concedido a un hombre no se le impone como ley. Puede hacerse
una ley para obligar a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se
refiere tan sólo a un hombre o a una parte del pueblo. Porque decir que todos
los habitantes de un Estado tienen libertad en un caso cualquiera, es tanto
como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se
halla abrogada al presente.
CAPITULO XXVII DE LOS "DELITOS",
"EXIMENTES" Y "ATENUANTES"
Qué es pecado. Un pecado no es
solamente una transgresión de la ley sino, también, un desprecio al legislador,
porque tal desprecio constituye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus
leyes. Por consiguiente, puede consistir no sólo en la comisión de un hecho, o
en la enunciación de palabras prohibidas por las leyes, o en la omisión de lo
que la ley ordena, sino también en la intención o propósito de transgredir. En
efecto, el propósito de quebrantar la ley implica cierto grado de desprecio a
aquel a quien corresponde verla ejecutada. Experimentar, aunque sea en la
imaginación solamente, el deleite de poseer los bienes, los sirvientes o la
mujer de otro sin intención de tomarlo por la fuerza o por el fraude, no
constituye un quebrantamiento de la ley que dice: No codiciarás; ni el placer
que un hombre puede tener imaginando o soñando la muerte de aquel de cuya vida
no espera otra cosa sino daño y sinsabores, es un pecado, sino la resolución de
poner en ejercicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en la
ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a realizarse, es una
pasión tan inherente a la naturaleza del hombre y de cualquiera otra criatura
viva que hacer de ello un pecado, sería convertir en pecado, también, el hecho
de ser hombre. Tales consideraciones me han hecho pensar que son demasiado
severos consigo mismos y con los demás, quienes sostienen que las primeras
nociones de la mente, aunque constreñidas por el temor de Dios, son los
pecados. No obstante, confieso que es más juicioso equivocarse por este lado
que por el contrario.
Qué es delito. DELITO es un
pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley
prohíbe, o en la omisión de lo que ordena. Así, pues, todo delito es un pecado:
en cambio, no todo pecado es un delito. Proponerse robar o matar es un pecado,
aunque no se traduzca en palabras o en hechos, porque Dios, que ve los
pensamientos del hombre, puede cargárselo en cuenta: pero hasta que se
manifieste alguna cosa hecha o dicha, en virtud de la cual la intención pueda
ser argüida por un juez humano, no tiene el nombre de delito: esta distinción
era observada por los griegos en las palabras avmavrthma y evgclhma o avitiva; la primera de ellas (que
traducida significa pecado) implica violación de una ley cualquiera, mientras
que las últimas (que se traducen por delito) significan solamente aquel pecado
de que un hombre puede acusar a otro. Respecto a las intenciones que nunca se
manifiestan por un acto externo, no existe lugar para la acusación humana. Del
mismo modo, los latinos significan por peccatum,
que quiere decir pecado, toda forma de desviación de la ley, mientras que como
crimen (palabra que deriva de cerno, que significa percibir) consideran
solamente aquellos pecados que pueden ser evidenciados ante un juez y que, por
tanto, no son meras intenciones.
Donde no existe ley civil no
existe delito. De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito y
la ley civil, puede inferirse: primero, que donde la ley cesa, cesa el pecado.
Pero como la ley de naturaleza es eterna, la violación de pactos, la
ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral,
nunca pueden cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley civil,
cesa el delito, porque no subsistiendo ninguna otra ley sino la de naturaleza,
no existe lugar para la acusación, puesto que cada hombre es su propio juez,
acusado solamente por su propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de
sus propias intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es recta, su
hecho no es pecado: en caso contrario, su hecho es pecado, pero no delito. En
tercer término, que cuando cesa el poder soberano cesa también el delito: en
efecto, donde no existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la
ley, y por consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo por su propia
fuerza, ya que al instituirse un poder soberano nadie puede suponerse que
renuncie al derecho de conservar su propio cuerpo, para cuya salvaguardia fue,
precisamente, instituída la soberanía. Ahora bien, esto ha de comprenderse
solamente de quienes no han contribuido por sí mismos a protegerlos, ya que
esto, desde el principio, constituiría un delito.
La ignorancia de la ley de
naturaleza no excusa a nadie. La fuente de todo delito estriba en algún defecto
del entendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna violencia
repentina de las pasiones. Defecto en el entendimiento es ignorancia; en el
razonamiento, opinión errónea. A su vez, la ignorancia es de tres clases: de la
ley, del soberano y de la pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa
a nadie, porque en cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se la
supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no quiere que le hagan a
él. Por tanto, en cualquier lugar a donde vaya un hombre, si hace algo
contrario a esa ley, es un delito. Si un hombre viene de las Indias a nuestras
tierras, y persuade a los hombres para que reciban una nueva religión, o les
enseña alguna cosa que tiende a fomentar la desobediencia de las leyes de este
país, por muy persuadido que esté de la verdad de lo que enseña comete un
delito, y puede ser justamente castigado por razón del mismo, no sólo porque su
doctrina es falsa, sino también, porque hace algo que no aprobaría en otro:
concretamente, que yendo de nuestro país se
propusiera alterar la religión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia de la ley
civil excusará a un hombre en un país extraño, hasta que le sea declarada;
hasta entonces, ninguna ley civil es. obligatoria.
La ignorancia de la ley civil
excusa a veces. De la misma manera, si la ley civil del país propio de un
hombre no se halla tan suficientemente declarada que él pueda conocerla si
quiere, ni las acciones contra la ley de naturaleza, la ignorancia es una buena
excusa: en los demás casos, la ignorancia de la ley civil no exime.
La ignorancia del soberano no
excusa. La ignorancia del poder soberano en la localidad que es la ordinaria
residencia de un hombre, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder
por el cual ha sido protegido allí.
La ignorancia de la pena no
excusa. La ignorancia de la pena, cuando la ley es declarada, no exime a nadie.
En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de la pena consecuente no
seria una ley sino palabras vanas, incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es
ésta; y es así porque quien voluntariamente realiza una acción acepta todas las
consecuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuencia manifiesta de
la violación de las leyes en cada Estado; castigo que si está determinado ya
por la ley, se halla sujeto a ésta; en caso contrario el castigo a que puede
estar sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una injuria sin
otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir castigo sin otra limitación
que la de su voluntad cuya ley es por ello violada.
Castigos declarados con
anterioridad sal hecho, eximen de castigo mayor con posterioridad a él. Ahora
bien, cuando una pena se asocia al delito en la ley misma, o ha sido usualmente
infligida en casos análogos, entonces el delincuente queda eximido de una mayor
penalidad. En efecto, si de antemano se conoce el castigo, cuando éste no es
bastante grande para disuadir de la acción, constituye un estímulo para ella,
porque cuando los hombres comparan el beneficio de la injusticia por ellos
cometida con el daño que representa su castigo, por razón de naturaleza eligen
lo que resulta preferible para ellos, y por tanto, cuando son castigados más de
lo que la ley había determinado anteriormente, o más que otros fueron
castigados por el mismo crimen, es la ley la que los induce al mal o los lleva
al error.
Nada puede convertirse en delito
por una ley posterior al hecho. Ninguna ley promulgada después de realizado un
acto, puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la ley de
naturaleza, la ley existía ya antes de la acción; pero de una ley positiva no
puede tenerse noticia antes de que se promulgue, y, por tanto, no puede ser
obligatoria. Ahora bien, por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la
ley que prohíbe un hecho se hace antes que el hecho se realice, quien realiza
el hecho queda sujeto a la pena ulteriormente establecida, en caso de que
anteriormente una pena no menor hubiera sido dada a conocer por escrito o por
vía de ejemplo.
Falsos principios respecto a las
causas verdaderas y erróneas del delito. Por defecto en el razonar (es decir,
por error) propenden los hombres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por
presunción de falsos principios, como es la errónea apreciación de que en todos
los lugares y en todos los tiempos las acciones injustas han sido autorizadas
por la fuerza, así como por las victorias de quienes las han cometido, y que
cuando los hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consideran a los
más débiles y a los fracasados en sus empresas como los únicos delincuentes,
tomando, además, como principios y motivos de su razonamiento, frases como las
siguientes: Que la justicia no es sino una palabra vana; que todo aquello que
un hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es suyo; que la
práctica de todas las naciones no puede ser injusta; que los ejemplos de
tiempos anteriores son buenos argumentos para hacer lo mismo otra vez, y otras
muchas de este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede ser
delito, sino que lo será o no (no por la ley sino) según el éxito de quien lo
corneta; y el mismo hecho resulta virtuoso o vicioso, según disponga la
fortuna; de manera que lo que Mario consideró como delito, Sila lo estima
meritorio, y César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo en delito,
provocando todo ello una constante perturbación de la paz del Estado.
Falsos maestros interpretan
equivocadamente la ley de naturaleza. En segundo lugar, por falsos maestros que
o bien hacen una errónea interpretación de la ley de naturaleza, poniéndola,
por consiguiente, en contradicción con la ley civil, o bien enseñan como leyes
doctrinas propias o tradiciones de tiempos antiguos que son incompatibles con
el deber de un súbdito.
Y falsas inferencias de
principios verdaderos, realizadas por los maestros. En tercer lugar, por
inferencias erróneas de verdaderos principios, lo cual sucede comúnmente a los
hombres que son rápidos y precipitados en decidir y resolver lo que harán; así
ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de su propia inteligencia, y
creen que las cosas de esta naturaleza no requieren tiempo y estudio, sino,
solamente, una experiencia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se
encuentra a si mismo desprovisto: en cambio, el conocimiento de lo justo y de
lo injusto, que no es menos difícil, nadie pretende tenerlo sin un estudio
amplio y prolongado. De estos defectos en el razonar, ninguno puede excusar
(aunque alguno de ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire a
la administración de sus propios negocios; mucho menos en quienes desempeñan un
cargo público, ya que presumen de poseer una razón, sobre cuya falta habrían de
apoyar la exención.
Por sus pasiones. Entre las
pasiones que con mayor frecuencia son causa de delito una es la vanagloria; es
decir, la insensata estimación de la propia valía; como si la diferencia de
dignidad fuera un efecto de su ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad
natural que no dependa de la voluntad de quienes tienen autoridad emanada del
soberano. De .aquí procede la presunción, en que tales hombres se hallan, de
que los castigos establecidos por las leyes y generalmente extendidos a todos
los súbditos, no deben ser infligidos a ellos con el mismo rigor con que
descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se comprenden bajo
la denominación de vulgo.
Presunción de riqueza. Por lo
común ocurre, como consecuencia, que quienes se estiman a sí mismos por la
grandeza de sus caudales, se aventuran a realizar delitos con la esperanza de
escapar al castigo corrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón O.
cambio de dinero u otras recompensas.
Y amigos. Y que quienes tienen
muchos y poderosos parientes, y quienes gozan de popularidad y han ganado
reputación entre la multitud, se animan a violar las leyes con la esperanza de
oprimir el poder, al cual corresponde ejecutarlas.
Sabiduría. Y quienes tienen una
elevada y falsa opinión de su propia sabiduría, toman a su cargo la reprensión
de las acciones y ponen en tela de juicio la autoridad de quien gobierna,
trastornando las leyes con sus discursos públicos, en el sentido de que nada
debe ser delito sino lo que reclaman sus propios designios. Ocurre también que
algunos de estos hombres se jactan de aquellos delitos que consisten en el
ejercicio de la astucia y en el engaño a los vecinos, y piensan que sus
designios son excesivamente sutiles para ser advertidos. He aquí lo que yo
considero como efectos de una falsa presunción de su propia sabiduría. Entre
quienes son los primeros instigadores de perturbación en el Estado (y esto no
puede ocurrir si no existe una guerra civil), muy pocos logran conservar su
vida tiempo bastante para ver realizados sus nuevos designios: así que el
beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal como ellos sólo
en último lugar hubieran deseado, lo cual arguye que no tenían tanta sagacidad
como ellos pensaban. Y quienes engañan confiando en que no serán descubiertos,
se engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en la cual creen hallarse envueltos
no es otra cosa que su propia ceguera); y no son más sabios que los niños que
piensan estar escondidos cuando se tapan los ojos.
Generalmente todos los hombres
animados por la vanagloria (a menos que sean timoratos) están sujetos a la ira,
ya que son más propensos que otros a considerar como desprecio la ordinaria
libertad de la conversación. Y pocos delitos existen que no puedan ser
producidos por la ira.
Odio, concupiscencia, ambición,
codicia, como causas de delito. En cuanto a los delitos que se engendran en las
pasiones del odio, la concupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios
a la experiencia y al entendimiento de todos, que no hace falta decir nada de
ellos, salvo que son dolencias tan consustanciales a la naturaleza, lo mismo
del hombre que de todas las criaturas vivas, que sólo un uso extraordinario de
la razón, o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus efectos.
Porque en las cosas odiadas encuentran los hombres una molestia continua e
inconfesable; por lo cual o la paciencia humana se impone, o precisa hallar la
tranquilidad eliminando el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo
segundo resulta muchas veces imposible sin cierta violación de la ley. La
ambición y la codicia son, también, pasiones absorbentes y opresoras, y, en cambio,
la razón no siempre actúa para resistirlas; por tanto, en cuanto la esperanza
de impunidad aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la
concupiscencia, lo que le falta de continuidad le sobra de vehemencia, lo cual
basta para disipar el temor de castigos inciertos o fáciles de evitar.
Miedo es, a veces, causa de
delito, por ejemplo cuando el peligro no es ni presente ni corpóreo. De todas
las pasiones la que en menor grado inclina al hombre a quebrantar las leyes es
el miedo. Exceptuando algunas naturalezas generosas, es la única cosa, cuando
existe una apariencia de provecho o placer, derivada del quebrantamiento de las
leyes, que hace que los hombres las observen. Sin embargo, en muchos casos
puede cometerse un delito por miedo.
Un miedo cualquiera no justifica
la acción que produce, sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que llamamos
temor físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la acción. Si un
hombre se ve asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no ve cómo
escapar sino hiriendo a quien le acomete, si lo hiere de muerte no comete un
delito, porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o
de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a tiempo para asistirlo. Pero
matar a un hombre porque de sus acciones o amenazas puedo argüir que su deseo
es matarme (cuando tengo oportunidad y medios de pedir protección al poder
soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre escucha palabras
desagradables o pequeñas injurias (para las cuales las leyes no han señalado
castigo alguno, ni pensado que quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de
ellas) y teme que si no toma venganza incurrirá en el desprecio ajeno, y, coma
consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien de igual modo, y para
evitar esto quebranta la ley y se protege a sí mismo para el futuro, por el
terror que le inspira la venganza privada, entonces comete un delito, porque el
daño no es corpóreo sino imaginario y (aunque en este rincón del mundo se
considera intolerable por una costumbre que comenzó no hace muchos años entre
gente joven y vanidosa) tan leve que una persona consciente de su propio valor
no hará caso de él. Igualmente, un hombre puede temer a los espíritus, bien sea
por su propia superstición o por dar excesivo crédito a otros hombres que le
hablan de extraños sueños y visiones; y puede hacérsele creer que recibirá
perjuicio por hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omisión, sin embarga,
es contraria a las leyes. Lo que por tal razón se haga u omita no puede excusarse
por dicho temor, sino que es un delito. En efecto (tal como he mostrado
anteriormente, en el capitulo II) los sueños no son, naturalmente, sino
fantasías o imágenes que se conservan mientras dormimos, a base de las
impresiones que nuestros sentidos han recibido anteriormente, cuando estaban
despiertos; y cuando los hombres, por algún accidente, no tienen la seguridad
de que dormían, creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve
a quebrantar la ley a base de su sueño propio o del ajeno, o de una pretendida
visión, o de otra idea del poder de los espíritus invisibles, distinta de la
permitida por el Estado, se aparta de la ley de naturaleza, lo cual implica una
cierta ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del cerebro de
otro individuo, sin que pueda saber si significa alguna cosa o nada, ni si
quien le comunica su sueño dice verdad o mentira; porque si a cualquier
particular se le debiera permitir hacer esto (como debe ocurrir por la ley de
naturaleza, si se permite a uno) no podría existir ninguna ley, y el Estado
quedaría disuelto.
No todos los delitos son iguales.
De estos diferentes orígenes de delitos se infiere, desde luego, que no todos
los delitos (contra lo que afirmaban los estoicos de los tiempos más antiguos)
son del mismo linaje. No sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la
cual llega a probarse que lo que parezca ser un delito no lo es en absoluto,
sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el delito que parecía grande se
aminora. En efecto, aunque todos los delitos merezcan por igual el nombre de
injusticia, del mismo modo que toda desviación de la línea recta implica una
cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los estoicos, no debe
deducirse de esto que todos los delitos sean igualmente injustos, del mismo
modo que no todas las líneas curvas son igualmente curvas; cosa que los
estoicos no tuvieron en cuenta cuando consideraban un delito tan grande matar
una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre.
Eximentes totales. Lo que excusa
totalmente un hecho y elimina de él la naturaleza de delito no puede ser otra
cosa sino la que, al mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la
ley. En efecto, una vez cometido un hecho contra la ley, si quien lo cometió
estaba obligado a ella, su acto no puede ser otra cosa que un delito.
La falta de medios de conocer la
ley exime totalmente. En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de
informarse, no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no
puede ser considerada como falta de medios, ni quien presume de razón bastante
para el gobierno de sus propios negocios puede suponerse que carece de medios
para conocer las leyes de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la
razón que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener excusa en las
ofensas que realizan contra la. ley natural.
Cuando un hombre está cautivo o
en poder del enemigo (y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está su
persona que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa suya,
cesa la obligación de la ley, ya que debe obedecer al enemigo o morir, y por
consiguiente, tal obediencia no es un delito, porque nadie está obligado
(cuando falla la protección de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los
mejores medios que pueda.
Si un hombre, por terror a la
muerte inminente, se ve obligado a realizar un acto en contra de la ley, queda
excusado totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar a su propia
conservación. Suponiendo que una ley fuera obligatoria, un hombre razonaría de
este modo: Si no lo hago, moriré ahora; si lo hago, moriré después; por
consiguiente, haciéndolo he asegurado una vida más larga. La naturaleza, por lo
tanto, le compele a realizar el acto.
Cuando un hombre está desprovisto
de alimento o de otra cosa necesaria para su vida, y no puede protegerse a sí
mismo de ningún otro modo sino realizando algún acto contra la ley, como, por
ejemplo, cuando en períodos de gran escasez toma el alimento por la fuerza, o
roba lo que no puede obtener por dinero o por caridad. o en defensa de su vida
arrebata la espada de manos de otro hombre, queda totalmente eximido por la
razón que antes alegamos.
Eximentes contra el autor. Por
otra parte, los hechos efectuados contra la ley por autorización de otro,
quedan excusados por esta autorización, y recaen sobre el autor, porque nadie
debe acusar su propio acto en otro que no es más que su instrumento; en cambio,
no queda eximido contra una tercera persona injuriada por ello, porque en esa
violación de la ley tanto el autor como el actor son delincuentes. De aquí se
deduce que si la persona o la asamblea que tiene el poder soberano, ordena a un
hombre que haga algo contrario a una ley anterior, la realización de ese acto
queda totalmente eximida, porque no debe condenarse a sí mismo, ya que el mismo
soberano es el autor, y lo que justamente no puede ser condenado por el
soberano, no puede, en justicia, ser castigado por ningún otro. A su vez,
cuando el soberano ordena alguna cosa hecha contra una ley anterior suya, la
orden, respecto a este hecho particular, constituye una abrogación de la ley.
Si el hombre o asamblea que tiene
el poder soberano repudia un derecho esencial a la soberanía, mediante el cual
aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el poder soberano,
es decir, con la verdadera esencia de un Estado. Si el súbdito rehusara
obedecer la orden en alguna cosa contraria a la libertad otorgada, ello
constituiría, a pesar de todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito,
ya que éste debe conocer lo que es incompatible con la soberanía, puesto que
ésta se instituyó por su propio consentimiento y para su propia defensa, y la
libertad incompatible con ello no pudo ser otorgada sido por ignorancia de las
perniciosas consecuencias que trae consigo. Pero si no solamente desobedece,
sino que, además, resiste a un funcionario público en la ejecución de la
aludida orden, entonces comete un delito, ya que (sin quebrantamiento de la
paz) podía haber formulado querella para ver reconocido su derecho.
Los grados de delito se
establecen según diversas escalas, y se miden: primero, por la malignidad de la
fuente o causa; segundo, por el contagio del ejemplo; tercero, por el daño del
efecto; y cuarto, por la concurrencia de tiempos, lugares y personas.
La presunción de poder constituye
una agravante. El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la
presunción de fortaleza, riqueza o amistades para resistir a quienes han de
ejecutar la ley, es un delito más grande que si procede de la esperanza de no
ser descubierto o de escapar huyendo. En efecto, la presunción de una impunidad
basada en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo tiempo y en todo
género de tentaciones, un desprecio a todas las leyes, ya que en este último
caso el temor al peligro, que obliga a huir a un hombre, le hace más obediente
para el futuro. Un delito que conocemos como tal, resulta mayor que el mismo
delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye un acto legítimo.
En efecto, quien lo comete a conciencia, presume de su fuerza o de otro poder
que le estimula a cometerlo otra vez: en cambio, quien lo hace por error, en
cuanto le advierten de ello vuelve a conformarse con la ley. Aquel cuyo error
procede de la autoridad de un maestro o de un intérprete de la ley,
públicamente autorizado, no es tan culpable como aquel otro cuyo error deriva
de una perentoria prosecución de sus propios principios y razonamientos. En
efecto, lo que enseña uno que instruye por autorización pública, lo enseña, en
realidad, el Estado, y tiene una apariencia de ley, mientras la misma autoridad
lo controla; y en todos los delitos que no contienen en sí una negación del
poder soberano, ni son contra una ley evidente, exime de modo total: mientras
que quien funda sus acciones sobre su juicio privado se mantendrá en pie o
caerá, de acuerdo con la rectitud o error del mismo.
Ejemplos de impunidad atenúan. El
mismo hecho, si ha sido constantemente castigado en otros hombres, es un delito
mayor que si hubiera habido otros ejemplos precedentes de impunidad, ya que
aquellos ejemplos son otros tantos auspicios de impunidad. ofrecidos por el
soberano mismo. Y como quien provee a un hombre con semejante esperanza y
presunción de gracia, estimulándole a ofender, tiene una participación en la
ofensa, no puede, razonablemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor.
Premeditación, agrava. Un delito
que tiene como origen una pasión repentina, no es tan grande como si deriva de
una larga meditación. En el primer caso existe una posibilidad de atenuación,
basada en la general debilidad de la naturaleza humana; ahora bien, quien lo
hace con premeditación obra de modo circunspecto, cierra los ojos al castigo
con que la ley amenaza, y a las consecuencias del mismo, frente a la sociedad
humana; todo lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a sus
propios apetitos. Ahora bien, no existe pasión repentina suficiente para una
excusa total, porque todo el tiempo transcurrido entre el conocimiento de la
ley y la comisión del hecho debe ser considerado como período de deliberación,
ya que, meditando sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad de las
pasiones.
En cuanto la ley es públicamente
promulgada, e interpretada con asiduidad ante el pueblo entero, un hecho
realizado contra ella 'constituye un delito mayor que si no se procura una
información semejante, y los súbditos la averiguan con dificultad,
incertidumbre e interrupción de la exigencia de que la ley se cumpla, teniendo
que ser informados por individuos particulares; en este caso, parte de la falta
descarga sobre la abulia general, mientras que en el primero existe aparente
negligencia que no deja de implicar cierto desprecio al poder soberano.
Aprobación tácita por el
soberano, atenúa. Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero que el
legislador tácitamente aprueba por otros signos manifiestos de su voluntad, son
delitos menores que los mismos hechos condenados por la ley y por el
legislador. Si advertimos que la voluntad del legislador es una ley, aparecen
en este caso dos leyes contradictorias que excusarían totalmente si los hombres
estuvieran obligados a tener noticia de la aprobación del soberano por otros
argumentos distintos de los expresados por su mandato. Ahora bien, como existen
castigos no sólo consiguientes a la transgresión de la ley, sino también a la
observancia de ella, el legislador es, en parte, causante de la transgresión,
y, por consiguiente, no puede razonablemente imputarse al delincuente la
totalidad del delito. Por ejemplo, la ley condena los duelos, y el castigo se
hace necesario. Pero, a su vez, quien rehusa batirse está expuesto al desprecio
y a la burla, sin remedio; a veces, es el mismo soberano quien lo considera
indigno de desempeñar algún cargo o mando en la guerra. Si en consideración a
ello acepta el duelo, teniendo en cuenta que todos los hombres se proponen
rectamente gozar de una buena opinión en quienes ejercen el poder soberano, en
razón no deberá ser castigado rigurosamente, y una parte de la falta deberá
recaer sobre el que castiga. Lo que digo no implica un afán de dar rienda
suelta a las venganzas privadas o a cualquier otro género de desobediencia,
sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, indirectamente, a una
cosa que de modo directo prohíben. Los ejemplos de los príncipes respecto a
quienes los contemplan, son y han sido siempre más vigorosos para gobernar sus
acciones que las leyes mismas. Y aunque nuestro deber consiste en hacer no lo
que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante deber nunca será cumplido hasta
que plazca a Dios dar a los hombres una gracia extraordinaria y sobrenatural
para seguir este precepto.
Comparación entre los delitos,
por sus efectos. Por otro lado, si comparamos los delitos con el agravio de sus
efectos, en primer término, el mismo hecho cuando redunda en perjuicio de
varios es mayor que cuando redunda en daño de unos pocos. Por consiguiente,
cuando un hecho daña no sólo en el presente, sino, también, por ejemplo, en el
futuro, constituye un delito mayor que si el daño sólo se limita al presente,
ya que el primero es un delito fértil, y extiende y multiplica el daño, mientras
que el segundo es improductivo. Mantener doctrinas contrarias a la religión
establecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote autorizado que en
una persona privada. Otro tanto es, en él, vivir de modo profano o
incontinente, o realizar un acto irreligioso cualquiera. Así también, en un
profesor de leyes, mantener algún punto o realizar algún acto que tienda a
debilitar el poder soberano, es un delito mayor que en otro hombre : asimismo,
en un hombre que tiene reputación de sabiduría, hasta el punto de que sus
consejos son seguidos o sus acciones imitadas por los demás, el acto que
realiza contra la ley es un delito mayor que el mismo hecho efectuado por otro,
porque tales hombres no solamente cometen delito, sino que lo enseñan como ley
a todos los demás hombres. Por lo general, todos los delitos son mayores por el
escándalo que dan, es decir, porque son un obstáculo para el débil, que no
considera tanto el camino en que se aventura como la luz de que otros hombres
son portadores, delante de él.
Así también, los hechos de
hostilidad contra la presente organización del Estado son delitos mayores que
los mismos actos realizados contra personas particulares, porque el estrago se
extiende por sí mismo a todos. Tal ocurre con la revelación de las tuerzas o de
los secretos del Estado a un enemigo; con los atentados que se cometen contra
el representante del Estado, sea un monarca o una asamblea; y con todo cuanto
de palabra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del mismo, sea en el
momento presente o en tiempos sucesivos: estos delitos eran denominados por los
latinos crimina laesae majestatis, y
consisten en un designio o acto contrario a una ley fundamental.
Soborno y falso testimonio.
Análogamente, aquellos delitos que dejan los juicios sin efecto son delitos
mayores que las injurias hechas a una o a unas pocas personas; del mismo modo
que recibir dinero por emitir un falso testimonio es un delito mayor que
engañar de otro modo a un hombre acerca de una misma suma u otra mayor. En
efecto, no sólo sufre quien cae en estos juicios, sino que todos los juicios se
hacen inútiles y el caso queda abandonado a la fuerza y a la venganza privada.
Fraude. Así también, el robo y el
fraude al tesoro o a las rentas públicas es un delito mayor que el robo o el
fraude hecho a un particular, ya que robar al erario público es robar a varios
a un tiempo.
Usurpación de autoridad. Así
también, la usurpación fraudulenta del ministerio público, la falsificación de
los sellos públicos o de las acuñaciones públicas, así como la usurpación de la
personalidad de un particular, o de su sello, a causa del fraude
correspondiente, redunda en perjuicio de varios.
Comparación de los delitos
particulares. De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares, el
delito mayor es aquel en que el daño resulta más sensible, a juicio del común
de los homotro daño, conservándose la vida.
Matar en contra de la ley es un
delito mayor que cualquier bres. Por consiguiente:
Matar con tormento, mayor que
matar simplemente. Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los bienes
de un hombre.
Despojar a un hombre de sus
bienes por terror a la muerte o a ser herido, es delito mayor que la usurpación
clandestina.
Y sustraer clandestinamente,
mayor que obtenerlo por consentimiento fraudulento.
La violación de la castidad por
la fuerza, mayor que por la seducción.
Y de una mujer casada, mayor que
de una soltera.
Todas estas cosas están
comúnmente valuadas así, aunque algunos hombres son más o menos sensibles a la
misma ofensa. No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino
la general de la especie humana.
Por consiguiente, la ofensa que
los hombres hacen por contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no
producen otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco atendida
en las leyes de los griegos, romanos y otros Estados antiguos y modernos,
suponiéndose que la verdadera causa de tal agravio no consiste en la
contumelia, la cual no prende en hombres conscientes de su propia virtud, sino
en la pusilanimidad de quien es ofendido por ello.
Un delito contra un particular
puede resultar agravado por la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre
es un delito mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido su poder
a la ley civil, el padre debe ser honrado como soberano, puesto que tuvo
originariamente ese poder, por naturaleza. Robar a un pobre es un delito mayor
que robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible.
Un delito cometido en tiempo o
lugar destinado a la devoción es mayor que si se comete en otro lugar y tiempo,
porque revela un mayor desprecio de la ley.
Podrían añadirse otros ejemplos
de agravación y atenuación, pero con los citados hemos establecido ya cuán
obvio es para cada hombre tener en cuenta el nivel de cualquier otro delito que
se considere.
Qué son detalles públicos. Por
último, como en la mayoría de los delitos se hace una injuria no solamente a un
hombre privado, sino también al Estado, el mismo delito, cuando la acusación se
hace en nombre del Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en
nombre de un particular, delito privado. Los juicios relacionados con ellos se
llaman públicos, judica pública, o pleitos de la corona; y pleitos privados. En
cuanto a la acusación de asesinato, si el acusador es un particular, el pleito
es privado; si el acusador es el soberano, el pleito es público.
CAPITULO XXVIII DE LAS "PENAS" Y DE LAS
"RECOMPENSAS"
Definición de pena. Una PENA es
un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido
lo que se juzga por la misma autoridad como una transgresión de la ley, con el
fin de que la voluntad de los hombres pueda quedar, de este modo, mejor
dispuesta para la obediencia.
Antes de que yo deduzca alguna
cosa de esta definición, precisa contestar a una cuestión de mucha importancia,
a saber: por qué puerta penetra el derecho o autoridad de castigar, en cada
caso, En efecto, por lo que antes se ha dicho, nadie se supone ligado por el
pacto a no resistir a la violencia, y, por consiguiente, no puede pretenderse
que haya dado ningún derecho a otro para poner violentamente las manos sobre su
persona. Al instituirse un Estado, cada uno renuncia al derecho de defender a
otro, pero no al de defenderse a sí mismo. Él mismo se obliga a asistir a quien
tiene la soberanía, cuando castiga a los demás; pero no cuando le castiga a él
mismo. Pactar esa asistencia al soberano para que éste castigue a otro, a menos
que quien pacta tenga un derecho a hacerlo él mismo, no es darle un derecho a
castigar. Es, por consiguiente, manifiesto que el derecho que el Estado (es
decir, aquel o aquellos que lo representan) tiene para castigar, no está
fundado en ninguna concesión o donación de los súbditos. Pero ya he mostrado
anteriormente que antes de la institución del Estado, cada hombre tiene un
derecho a todas las cosas, y a
hacer lo que considera necesario
para su propia conservación, sojuzgando, dañando o matando a un hombre
cualquiera para lograrlo. En esto estriba el fundamento del derecho de castigar
que es ejercido en cada Estado. En efecto, los súbditos no dan al soberano este
derecho, sino que, solamente, al despojarse de los suyos, le robustecen para
que use su derecho propio como le parezca adecuado para la conservación de
todos ellos: así que no fue un derecho dado, sino dejado a él, y a él
solamente; y con excepción de los límites que le han sido puestos por la ley
natural, tan enteramente como en la condición de mera naturaleza y de guerra de
cada uno contra su vecino.
Injurias privadas y venganzas no
son penas. De la definición de pena deduzco: primero, que ni las venganzas
privadas ni las injurias de individuos particulares pueden ser propiamente
consideradas como penas, puesto que no proceden de la autoridad pública.
Ni denegación de preferencias. En
segundo término, que ser menospreciado o privado de preferencia por el favor
público no es una pena, porque ningún nuevo mal se inflige con ello a quien se
mantiene en la situación que antes tenía.
Ni penalidad infligida sin
audiencia pública. En tercer lugar, que el mal infligido por la autoridad
pública, sin pública condena precedente, no puede señalarse con el nombre de
pena, sino de acto hostil, puesto que el hecho en virtud del cual un hombre es
castigado debe ser primeramente juzgado por la autoridad pública, por ser una
transgresión de la ley.
Ni penalidad infligida por el
poder usurpado. En cuarto lugar, que el mal infligido por el poder usurpado, y
por jueces sin autoridad del soberano, no es pena sino acto de hostilidad, ya
que los actos del poder usurpado no tienen como autor la persona condenada y,
por tanto, no son actos de la autoridad pública.
Ni penalidad Infligida sin tener
en cuenta el bien futuro. En quinto lugar, que todo el mal que se inflige sin
intención, o sin posibilidad de disponer al delincuente, o a otros hombres (a
ejemplo suyo), a obedecer las leyes, no es pena sino acto de hostilidad, ya que
sin semejante fin ningún daño hecho queda comprendido bajo esa denominación.
Malas consecuencias naturales no
son penas. En sexto lugar, aunque ciertas acciones llevan consigo, por
naturaleza, diversas consecuencias perniciosas, como, por ejemplo, cuando un
hombre al atacar a otro resulta muerto o herido, o cuando cae enfermo por hacer
algún acto ilegal, semejante daño, aunque con respecto a Dios, que es el autor
de la Naturaleza, puede decirse que es infligido por Él, y constituye, por
tanto, un castigo divino, no está contenido bajo la denominación de pena con
respecto a los hombres, porque no es infligido por la autoridad de éstos.
Daño infligido, si es inferior al
beneficio de la transgresión no es pena. En séptimo lugar, si el daño infligido
es menor que el beneficio de la satisfacción que naturalmente sigue al delito
cometido, este daño no queda comprendido en tal dennición, y es más bien el
precio o redención que no la pena señalada a un delito. En efecto, es
consustancial a la pena tener como fin la disposición de los hombres a obedecer
la ley, fin que (si es menor que el beneficio de la transgresión) no se
alcanza; antes bien, se aleja uno en sentido contrario.
Cuando el castigo va unido a. la
ley, un daño mayor no es pena, sino hostilidad. En octavo lugar, si una pena
está determinada y prescrita en la ley misma, y, después de cometido el delito,
se inflige un castigo mayor, el excedente no es castigo, sino acto de
hostilidad. Si se tiene en cuenta que la finalidad de la pena no es la venganza
sino el terror, y el terror de una condena considerable, desconocida queda eliminado
por la declaración de una menor, la adición inesperada no es parte de la pena.
Pero donde no existe un castigo determinado por la ley, cualquiera penalidad
que se inflija tiene la naturaleza de castigo. En efecto, quien se decide a la
violación de una ley cuando ninguna penalidad está determinada, se expone a un
castigo indeterminado, es decir, arbitrario.
Daño infligido por un hecho
realizado anteriormente a la ley, no es pena. En noveno lugar, el daño
infligido por un hecho realizado antes de existir una ley que lo prohibiese, no
es castigo sino acto de hostilidad, porque con anterioridad a la ley no existe
transgresión de la ley. Ahora bien, el castigo supone un hecho juzgado como
trangresión de la ley. Por consiguiente, el daño infligido antes que la ley se
hiciera, no es pena, sino acto de hostilidad.
El representante de un Estado es
imponible. En décimo lugar, el daño infligido al representante del Estado no es
pena, sino acto de hostilidad, ya que es consustancial al castigo el ser
infligido por la autoridad pública que corresponde al representante mismo.
Daño a súbditos rebelados se hace
por razón de guerra, no por vía de castigo. En último lugar, el daño infligido
a quien se considera enemigo no queda comprendido bajo la denominación de pena,
ya que si se tiene en cuenta que no está ni sujeto a la ley, y, por
consiguiente, no pudo violarla, o que habiendo estado sujeto a ella y
declarando que ya no quiere estarlo, niega, como consecuencia, que pueda
transgredirla, todos los daños que puedan inferirsele deben ser considerados
como actos de hostilidad. Ahora bien, en casos de hostilidad declarada toda la
inflicción de un mal es legal. De lo cual se sigue que si un súbdito, de hecho
o de palabra, con conocimiento y deliberadamente, niega la autoridad del
representante del Estado (cualquiera que sea la penalidad que antes ha sido
establecida para la traición), puede legalmente hacérsele sufrir cualquier daño
que el representante quiera, ya que al rechazar la condición de súbdito,
rechaza la pena que ha sido establecida por la ley, y, por consiguiente, padece
ese daño como enemigo del Estado, es decir, según sea la voluntad del
representante. En cuanto a los castigos establecidos en la ley, son para los
súbditos, no para los enemigos, y han de considerarse como tales quienes,
habiendo sido súbditos por sus propios actos, al rebelarse deliberadamente
niegan el poder soberano.
La primera y más general
distribución de las penas es en divinas y humanas. A las primeras tendré
ocasión de aludir posteriormente, en un lugar más adecuado.
Son penas humanas las infligidas
por mandamiento del hombre, pudiendo ser o corporales, o pecuniarias, o
consistentes en ignominia, o prisión, o destierro, o en la combinación de
varias de ellas.
Penas corporales. Pena corporal
es la infligida directamente sobre el cuerpo, de acuerdo con el propósito de
quien la inflige; tales son la flagelación o las lesiones, o la privación de
aquellos placeres corporales que anteriormente se disfrutaban de modo legal.
Capitales. Y de éstas, algunas
son capitales, otras menos que capitales. Las primeras castigan con la muerte,
bien de modo simple o con tormento. Menos que capitales son las flagelaciones,
heridas, encadenamientos y otras penalidades corporales que por su propia
naturaleza no son mortales. En efecto, si después de aplicada una pena, la
muerte no sobreviene por voluntad de quien la inflige, la pena no puede ser
estimada como capital, aunque el daño resulte mortal por un accidente no
previsto; en este caso la muerte no ha sido infligida sino precipitada.
La pena pecuniaria es la que
consiste no sólo en la privación de una suma de dinero, sino, también, de
tierras o de cualesquiera otros bienes que usualmente se compran y venden por
dinero. Si la ley que ordena semejante penalidad está hecha con designio de
recaudar dinero de quien la viole, en el caso aludido no se trata propiamente
de una pena, sino del precio del privilegio y exención de la ley, que no
prohíbe de modo absoluto el acto, sino, solamente, a quienes no son capaces de
pagar la suma fijada, excepto cuando la ley es natural o forma parte de la
religión, porque en este caso no es una exención de la ley sino una
transgresión de ella. Así, cuando una ley impone una multa pecuniaria a quienes
toman en vano el nombre de Dios, el pago de la multa no es el precio de una
dispensa de jurar, sino el castigo de la transgresión de una ley indispensable.
Del mismo modo si la ley impone que es preciso pagar una determinada suma de
dinero a quien ha sido injuriado, esto no es sino una satisfacción por el daño
inferido, y extingue la acusación en la parte injuriada, pero no el delito del
ofensor.
Ignominia. Ignominia es el acto
de infligir un daño que resulta deshonroso, o la privación de algún bien que
resulta honorable dentro del Estado. Existen ciertas cosas honorables por
naturaleza, como los efectos del valor, de la magnanimidad, de la fuerza, de la
sabiduría y de otras aptitudes del cuerpo y del entendimiento. Otras se
instituyen como honorables por el Estado, como las insignias, títulos, oficios
o cualquiera otra marca singular del favor soberano. Las primeras (aunque
pueden fallar por naturaleza o accidente) no pueden ser suprimidas por una ley,
y, por tanto, la pérdida de las mismas no constituye una pena. En cambio, las
últimas pueden ser arrancadas por la autoridad pública que las hace honorables
y son propiamente castigos. A ellas se condena a los hombres degradados,
privándoles de sus insignias, títulos y oficios, o declarándolos incapaces de
ser utilizados en el tiempo venidero.
Prisión. Prisión existe cuando un
hombre queda privado de libertad por la autoridad pública, privación que puede
ocurrir de dos diversas maneras; una de ellas consiste en la custodia y
vigilancia de un hombre acusado, la otra en infligir una penalidad a un
condenado. La primera no es pena, porque nadie se supone que ha de ser
castigado antes de ser judicialmente oído y declarado culpable. Por
consiguiente, cualquier daño que se cause a un hombre, antes de que su causa
sea oída en el sentido de sufrir encadenamiento o privación, más allá de lo que
resulta necesario para asegurar su custodia, va contra la ley de naturaleza.
Ahora bien, esto último constituye pena, porque implica un mal infligido por la
autoridad pública en razón de algo que la misma autoridad ha juzgado como
transgresión de la ley. Bajo la palabra prisión comprendo toda restricción a la
libertad de movimiento, causada por un obstáculo externo, ya sea un edificio,
lo que comúnmente se llama cárcel, o una isla, cuando se confina a los hombres
a ella, o un lugar donde se les hace trabajar, como en los tiempos antiguos se
condenaba a los hombres a las canteras, y actualmente a remar en las galeras, o
a estar encadenados, o a sufrir algún otro impedimento semejante.
Destierro. Destierro existe
orando un hombre es condenado por un delito a abandonar el territorio del
Estado o a permanecer fuera de una comarca del mismo, no pudiendo volver
durante un tiempo prefijado, o nunca; y no parece por su propia naturaleza,
salvo otras circunstancias, que sea una pena, sino más bien un subterfugio o
una orden pública para evitar el castigo, por medio de la fuga. Dice Cicerón
que nunca se ordenó un castigo semejante en la ciudad de Roma, antes bien, la
llama refugio de los hombres en peligro. En efecto, si se destierra a un hombre
permitiéndosele, no obstante, gozar de sus bienes y de las rentas de sus
tierras, el mero cambio de aires no es un castigo, ni el hecho redunda en
beneficio del Estado, para el cual se han ordenado todas las penas (con objeto
de formar hombres dispuestos a la observancia de la ley), sino muchas veces en
perjuicio del Estado. Un hombre desterrado es un enemigo legítimo del Estado
que le desterró, ya que no es miembro del mismo. Pero si, además, queda privado
de sus tierras o bienes, entonces el castigo no consiste en el destierro, sino
que puede incluirse entre las penas pecuniarias.
El castigo de súbditos inocentes
es contrario a la ley de naturaleza. Todas las penas recaídas en seres
inocentes, ya sean grandes o pequeñas, van contra la ley de naturaleza, porque
la pena se impone solamente por transgresión de la ley, y, por tanto, no debe
existir castigo para el inocente. Constituye, por consiguiente, una violación,
primero de la ley de naturaleza, que prohibe a todos los hombres, en sus
venganzas, considerar otra cosa sino algún bien futuro, porque no puede
derivarse ningún bien para el Estado, del castigo del inocente. En segundo
término, porque prohibe la ingratitud, pues si se considera que todo el poder
soberano se dio originariamente por consentimiento de cada uno de los súbditos,
con el objeto de que sean protegidos por él, mientras observen obediencia, el
castigo del inocente significa una devolución de mal por bien. Y en tercer
término, es una violación de la ley que ordena equidad, es decir, distribución
equitativa de la justicia, norma que no se observa cuando se castiga al
inocente.
En cambio, el daño hecho a seres
inocentes en la guerra, no lo es. Al infligirse un daño cualquiera a un
inocente que no sea súbdito, si se hace para el beneficio del Estado y sin
violación de ningún pacto anterior, ello no constituye un quebrantamiento de la
ley de naturaleza. En efecto, todos los hombres que no son súbditos, o bien son
enemigos, o bien han dejado de serlo por algún pacto precedente. Ahora bien,
contra los enemigos a quienes el Estado juzga capaces de dañar, es legitimo
hacer guerra según el derecho original de naturaleza; en esa situación, la
espada no discrimina, ni el vencedor distingue entre el elemento perjudicial y
el inocente, como ocurría en los tiempos pasados, ni tiene otra consideración
de gracia sino la que conduce al bien del propio pueblo. Por esta razón, y
respecto de los súbditos que deliberadamente niegan la autoridad del Estado
establecido, se extiende también legítimamente la venganza no sólo a los
padres, sino también a la tercera y aun la cuarta generación que todavía no
existen, y que, por consiguiente, son inocentes del hecho en virtud del cual
recae sobre ellos un daño. La naturaleza de esta ofensa consiste en la renuncia
a la subordinación, lo cual constituye una recaída en la condición de guerra,
comúnmente llamada rebelión; y quienes así ofenden no sufren como súbditos,
sino como enemigos, ya que la rebelión no es sino guerra renovada.
La recompensa es salario o
gracia. La RECOMPENSA se otorga por liberalidad o por contrato. Cuando es por
contrato se denomina salario o sueldo, y constituye un beneficio debido por un
servicio realizado o prometido. Cuando se debe a liberalidad, es un beneficio
que proviene de la gracia de quien lo otorga, con ánimo de capacitar a los
hombres para que le sirvan mejor. Por consiguiente, cuando el soberano de un
Estado señala un salario a un cargo público, quien lo recibe está, en justicia,
obligado a desempeñar ese cargo; en otro caso, queda obligado solamente por
honor al reconocimiento y al propósito de restitución. En efecto, aunque los
hombres no tienen excusa legal cuando se les ordena que abandonen sus negocios
privados para servir los públicos, sin recompensa o salario, sin embargo, no
están obligados a ello por ley de naturaleza, ni por la Institución del Estado,
a menos que el servicio no pueda hacerse de otro modo, puesto que se supone que
el soberano puede usar de todos sus medios del mismo modo que incluso el más modesto
militar puede demandar la soldada, como deuda.
Beneficios otorgados por miedo no
constituyen recompensa. Los beneficios que un soberano otorga a un súbdito, por
temor a cierto poder o aptitud que el súbdito tenga para dañar al Estado, no
son propiamente recompensas, puesto que no son salarios, ya que en este caso no
cabe suponer que existe un contrato, estando obligado cada hombre a no dejar de
servir al Estado. Tampoco son liberalidades, porque son arrancadas por el
miedo, que nunca debe afectar al poder soberano: más bien, son sacrificios que
el soberano (considerado en su persona natural y no en la persona del Estado)
realiza para apaciguar el descontento de aquel a quien considera más poderoso
que a sí mismo; y esos beneficios no estimulan a la obediencia sino, por el
contrario, a la prosecución e incremento de una extorsión ulterior.
Salarios fijos y ocasionales.
Mientras que ciertos salarios son determinados y proceden del tesoro público,
otros son inciertos y casuales, procediendo del ejercicio del cargo para el
cual se fijó el salario en cuestión; esta última forma es, en algunos casos,
dañosa para el Estado, como en el caso de la judicatura. En efecto, cuando el
beneficio de los jueces y ministros de un tribunal de justicia surge de la
multitud de causas que le son sometidas para su conocimiento, necesariamente
deben derivarse dos inconvenientes: uno de ellos es la estimulación de las
cuotas, porque cuanto mayor sea el número de éstas, mayor resulta el beneficio;
otra depende de lo que constituye litigio sobre la jurisdicción, atrayendo cada
tribunal a sí mismo el mayor número de causas que puede. En los cargos de
carácter ejecutivo no existen tales inconvenientes, puesto que su empleo no
puede ser aumentado por ninguna solicitud o empeño de los interesados.
Considero lo antedicho como suficiente respecto a la naturaleza del castigo y
de la recompensa, que vienen a ser los nervios y tendones que mueven los
miembros y articulaciones de un Estado.
De este modo he determinado la
naturaleza del hombre (cuyo orgullo y otras pasiones le compelen a someterse a
sí mismo al gobierno) y, a la vez, el gran poder de su gobernante, a quien he
comparado con el Leviatán, tomando esta comparación de los dos últimos
versículos del Cap. 41 de Job, cuando Dios, habiendo establecido el gran poder
del Leviatán, le denomina rey de la arrogancia. Nada existe —dice— sobre la
tierra, que pueda compararse con él. Está hecho para no sentir el miedo.
Menosprecia todas las cosas altas, y es rey de todas las criaturas soberbias.
Ahora bien, como es mortal y. está sujeto a perecer, lo mismo que todas las
demás criaturas de la tierra, y como es en el cielo (aunque no sobre la tierra)
donde se encuentra el motivo de su temor, y las leyes que debe obedecer, en los
capítulos siguientes hablaré de sus enfermedades y de las causas de mortalidad,
y de qué leyes de naturaleza está obligado a obedecer.
CAPITULO XXIX DE LAS CAUSAS QUE DEBILITAN O
TIENDEN A LA "DESINTEGRACIÓN" DE UN ESTADO
La disolución de los Estados
depende de su institución imperfecta. Aunque nada de lo que los hombres hacen
puede ser inmortal, si tienen el uso de razón de que presumen, sus Estados
pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de perecer por enfermedades
internas. En efecto, por la naturaleza de su institución están destinados a
vivir tanto como el género humano o como las leyes de naturaleza, o como la
misma justicia que les da vida. Por consiguiente, cuando llegan a desintegrarse
no por la violencia externa, sino por el desorden intestino, la falta no está
en los hombres, en cuanto son la materia, sino en cuanto son sus hacedores y
ordenadores. Pues los hombres, hartos ya de ese desordenado empujar y golpearse
mutuamente, desean de todo corazón acomodarse en un edificio firme y duradero;
pero, por falta de un arte de hacer leyes que escuadre sus acciones y de
humildad y paciencia para sufrir el recorte de las ásperas aristas de su actual
grandor, no pueden, sin la ayuda de un arquitecto verdaderamente hábil, sino
apretarse en un edificio destartalado que a duras penas resistirá lo que sus
vidas y que de seguro se derrumbará sobre las cabezas de sus descendientes.
Entre las enfermedades de un
Estado quiero considerar, en primer término, las que derivan de una institución
imperfecta, y semejan a las enfermedades de un cuerpo natural, que proceden de
una procreación defectuosa.
Falta de poder absoluto. Una de
ellas es que un hombre, para obtener un reino, se conforma a veces con menos
poder del necesario para la paz y defensa del Estado. Suele ocurrir, entonces,
que cuando el ejercicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la
salvación pública, sugiere la impresión de un acto injusto, lo cual (cuando la
ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la rebeldía. Del mismo modo que
los cuerpos de los niños engendrados por padres enfermos, se hallan sujetos
bien sea a una muerte prematura, o a purgar su mala calidad derivada de una
concepción viciosa, que se manifiesta en cálculos y pústulas, cuando los reyes
se niegan a sí mismos una parte necesaria de su poder, no es siempre (aunque sí
a veces) por ignorancia de lo que es necesario para el cargo que asumen, sino
en muchas ocasiones por esperanza de recobrarlo otra vez, a su antojo. Sin embargo,
no razonan bien, porque quienes antes mantenían su poder pueden ser protegidos
contra él por los Estados extranjeros, y teniendo en cuenta el bien de sus
propios súbditos, pocas ocasiones se les escapan de debilitar la situación de
sus vecinos. Así Tomás ,Becket, arzobispo de Canterbury, recibió apoyo del Papa
contra Enrique II, porque la subordinación de los eclesiásticos al Estado quedó
dispensada por Guillermo el Conquistador, en el momento de su proclamación,
cuando hizo promesa de no infringir la libertad de la Iglesia. Y así los
barones, cuyo poder fue aumentado por Guillermo Rufo (quien recabó la ayuda de
ellos para verse favorecido con la sucesión de su hermano mayor) se vieron
exaltados hasta un grado incompatible con el poder soberano, y mantenidos en su
rebelión contra el rey Juan, por los franceses.
No ocurre esto solamente en la
monarquía, puesto que aunque el antiguo Estado romano era erigido por el Senado
y el pueblo de Roma, ni el Senado ni el pueblo presumían de detentar todo el
poder; ello causó, primeramente, las sediciones de Tiberio Graco, Gayo Graco,
Lucio Saturnino y otros, y posteriormente las guerras entre el Senado y el
pueblo, bajo Mario y Sila, y más tarde bajo Pompeyo y César, hasta la extinción
de su democracia y establecimiento de la monarquía.
Las
gentes de Atenas estaban ligadas entre sí por una sola acción, la cual
consistía en que nadie, bajo pena de muerte, propusiera la renovación de la
guerra por la isla de Salamina. Y aun con ello, si Solón no hubiera motivado
que se le considerara como un loco, y, posteriormente, con los gestos y el
hábito de un loco, y en verso, no hubiera propuesto tal cosa al pueblo que
pululaba a su alrededor, hubiesen en perpetua amenaza un enemigo, a las puertas
mismas de su ciudad; semejante daño o alteración amenaza a todos los Estados
que han limitado su poder, por poco que sea.
Juicio privado del bien y del
mal. En segundo lugar observo las enfermedades de un Estado, procedentes del
veneno de las doctrinas sediciosas, una de las cuales afirma que cada hombre en
particular es juez de las buenas y de las malas acciones. Esto es cierto en la
condición de mera naturaleza, en que no existen leyes civiles, así como bajo un
gobierno civil en los casos que no están determinados por la ley. Por lo demás
es manifiesto que la medida de las buenas y de las malas acciones es la ley
civil, y el juez es el legislador que siempre representa al Estado. Por esta
falsa doctrina los hombres propenden a discutir entre sí y a disputar acerca de
las órdenes del Estado, procediendo, después, a obedecerlo o a desobedecerlo,
según consideran más oportuno a su razón privada. Con ello el Estado se distrae
y debilita.
Conciencia errónea. Otra doctrina
repugnante a la sociedad civil es que cualquiera cosa que un hombre hace contra
su conciencia es un pecado, doctrina que depende de la presunción de hacerse a
sí mismo juez de lo bueno y de lo malo. En efecto, la conciencia de un hombre y
su capacidad de juzgar son la misma cosa; y como el juicio, también la
conciencia puede equivocarse. Por consiguiente, si quien no está sujeto a
ninguna ley civil peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no
tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien
vive en un Estado, puesto que la ley es la conciencia pública mediante la cual
se ha propuesto ser guiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de
pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones particulares,
forzosamente se producirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará de
obedecer al poder soberano, más allá de lo que parezca conveniente a sus
propios ojos.
Pretensión de hallarse inspirado.
También se ha enseñado comúnmente que la fe y la santidad no se alcanzan por el
estudio y la razón, sino por inspiración o infusión sobrenatural. Concedido
esto, yo no comprendo por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por qué cada
cristiano no debe ser también un profeta, o por qué un hombre debe guiarse por
la ley de su país más bien que por su propia inspiración como norma de sus
acciones. Y así, nuevamente caemos en la falta de tomar sobre nosotros la tarea
de juzgar sobre el bien y el mal; o de instituir como jueces de ello a hombres
particulares que pretenden estar sobrenaturalmente inspirados para la
disolución de todo el gobierno civil. La fe viene de escuchar; y el escuchar,
de aquellos accidentes que nos guían a la presencia de quien nos habla; tales
accidentes son todos arbitrados por la Omnipotencia divina; sin embargo, no son
sobrenaturales, sino solamente inobservables para la gran mayoría de quienes
concurren a cada efecto. Ciertamente la fe y la santidad no son muy frecuentes,
pero no son milagros, sino cualidades que sobrevienen por la educación,
disciplina, corrección y otras vías naturales por las cuales actúa Dios sobre
su elegido, en el tiempo que considera adecuado. Estas tres opiniones,
perniciosas .a la paz y al gobierno, han procedido, en esta comarca del mundo,
principalmente de las lenguas y plumas de divinos indoctos, que reuniendo las
palabras de la Sagrada Escritura de modo diferente a lo que resulta aceptable
para la razón, pretenden hacer pensar a los hombres que la santidad y la razón
natural no pueden coexistir.
Someter el poder soberano a las
leyes civiles. Una cuarta opinión repugnante a la naturaleza de un Estado es
que quien tiene el poder soberano esté sujeto a las leyes civiles. Es cierto
que los soberanos están sujetos, todos ellos, a las leyes de naturaleza, porque
tales leyes son divinas y no pueden ser abrogadas por ningún hombre o Estado.
Pero, el soberano no está sujeto a leyes formuladas por él mismo, es decir, por
el Estado, porque estar sujeto a las leyes es estar sujeto al Estado, es decir,
al representante soberano, que es él mismo; lo cual no es sujeción, sino
libertad de las leyes. Este error que coloca las leyes por encima del soberano,
sitúa también sobre él, un juez, y un poder para castigarlo; ello equivale a
hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al
segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del
Estado.
Atribución de propiedad absoluta
a los súbditos. Una quinta doctrina que tiende a la disolución del Estado
afirma que cada hombre particular tiene una propiedad absoluta en sus bienes, y
de tal índole que excluye el derecho del soberano. Cada persona tiene, en
efecto, una propiedad que excluye el derecho de cualquier otro súbdito, y la
tiene solamente por el poder soberano sin cuya protección cualquier otro hombre
tendría igual derecho a la misma. Pero si el derecho del soberano queda, así,
excluido, no puede realizar la misión que le fue encomendada, a saber: la de
defenderlos contra los enemigos exteriores y contra las injurias mutuas; en
consecuencia, el Estado cesa de existir.
Y si la propiedad de los súbditos
no excluye el derecho del representante soberano a sus bienes, mucho menos a
sus cargos de judicatura o ejecución, en los que representan al soberano mismo.
División del poder soberano.
Existe una sexta doctrina directa y llanamente contraria a la esencia de un
Estado: según ella el soberano poder puede ser dividido. Ahora bien, dividir el
poder de un Estado no es otra cosa que disolverlo, porque los poderes divididos
se destruyen mutuamente uno a otro. En virtud de estas doctrinas los hombres
sostienen principalmente a algunos que haciendo profesión de las leyes tratan
de hacerlas depender de su propia enseñanza, y no del poder legislativo.
Imitación de las naciones
vecinas. Tan falsa doctrina, así como el ejemplo de un gobierno diferente en
una nación vecina, dispone a los hombres a la alteración de la forma ya
establecida. Así, el pueblo de los judíos fue impulsado a repudiar a Dios,
reclamando al profeta Samuel un rey semejante al de todas las demás naciones.
Así, también, las ciudades menores de Grecia estaban constantemente perturbadas
con sediciones de las facciones aristócratas y demócratas; una parte de los
Estados deseaba imitar a los lacedemonios; la otra, a los atenienses. Yo no
dudo de que muchos hombres han considerado los últimos disturbios en Inglaterra
como una imitación de los Países Bajos; suponían que para hacerse rico no
tenían que hacer otra cosa sino cambiar, como ellos lo habían hecho, su forma
de gobierno. En efecto la constitución de la naturaleza humana propende por sí
misma a la novedad. Por tanto, cuando resulta estimulada en el mismo sentido
por la vecindad de quienes se han enriquecido por tales medios, es casi
imposible no estar de acuerdo con quienes solicitan el cambio, y aman los
primeros principios, aunque les desagrade la continuidad del desorden; como
quienes habiendo cogido la sarna se rascan con sus propias uñas, hasta que no
pueden resistir más.
Imitación de los griegos y
romanos. En cuanto a la rebelión, en particular contra la monarquía, una de las
causas más frecuentes de ello es la lectura de los libros de política y de
historia, de los antiguos griegos y romanos. De esas lecturas, los jóvenes y
todos aquellos que no están provistos con el antídoto de una sólida razón,
reciben una impresión fuerte y deliciosa de los grandes hechos de armas
realizados por los conductores de ejércitos, formándose, además, una idea grata
de todo lo que ellos han hecho, e imaginando que su gran prosperidad no ha
procedido de la emulación de hombres particulares, sino de la virtud de su forma
popular de gobierno; entre tanto, no consideran las frecuentes sediciones y
guerras civiles producidas por la imperfección de su política. A base, como
digo, de la lectura de tales libros, los hombres se han lanzado a matar a sus
reyes, porque los escritores griegos y latinos, en sus libros y discursos de
política, consideraban legítimo y laudable para cualquier hombre hacer eso,
sólo que a quien tal hacían lo llamaban tirano. Ni decían regicidio, es decir,
asesinato de un rey, sino tiranicidio, asegurando que el asesinato de un tirano
es legítimo. A base de los mismos libros, quienes viven bajo un monarca abrigan
la opinión de que los súbditos en un Estado popular gozan de libertad, mientras
que en una monarquía son esclavos todos ellos. Digo que quienes viven en
régimen monárquico abrigan tal opinión, y no los que viven en un gobierno
popular, porque no encuentran tal materia. En suma, no puedo imaginar cómo una
cosa puede ser más perjudicial a una monarquía que el permitir que tales libros
sean públicamente leídos sin someterlos a un expurgo realizado por maestros
discretos, aptos para eliminar el veneno que esos libros contienen. Yo no dudo
en comparar este veneno con la mordedura de un perro rabioso, que es una
enfermedad que los médicos llaman hidrofobia u horror al agua. En efecto, quien
resulta mordido así, tiene el continuo tormento de la sed, y aun aborrece el
agua; y se halla en un estado tal como si el veneno tendiera a convertirlo en
un perro. Así, en cuanto una monarquía ha sido mordida en lo vivo por esos
escritores democráticos que continuamente ladran contra tal régimen, no les
hace falta otra cosa sino un monarca fuerte, y, sin embargo, aborrecen cuando
lo tienen, por una cierta tirano fobia o terror de ser fuertemente gobernados.
Del mismo modo que han existido
doctores que sostienen la existencia de tres espíritus en el hombre, así
también piensan algunos que existen, en el Estado, espíritus diversos (es
decir, diversos soberanos) y no uno solo, y establecen una supremacía contra la
soberanía; cánones contra leyes, y autoridad espiritual contra autoridad civil,
perturbando las mentes humanas con palabras y distinciones que por sí mismas
nada significan, pero que con su oscuridad revelan que en la oscuridad pulula,
como algo invisible, otro reino nuevo, algo así como un reino fantasmal.
Teniendo en cuenta que, evidentemente, el poder civil y el poder del Estado son
la misma cosa, y que la supremacía y el poder de hacer cánones y de otorgar
grados incumbe al Estado, se sigue que donde uno es soberano, otro es supremo;
donde uno puede hacer leyes, otro hace cánones, siendo preciso que existan dos
Estados para los mismos súbditos, con lo cual un reino resulta dividido en sí
mismo y no puede subsistir. Por otra parte, a pesar de la distinción insignificante
de temporal y espiritual, siguen existiendo dos reinos, y cada súbdito está
sujeto a dos señores. El poder eclesiástico que aspira al derecho de declarar
lo que es pecado, aspira, como consecuencia, a declarar lo que es ley (el
pecado no es otra cosa que la trasgresión de la ley); a su vez, el poder civil
propugna por declarar lo que es ley, y cada súbdito debe obedecer a dos dueños,
que quieren ver observados sus mandatos como si fueran leyes, lo cual es
imposible. O bien, si existe un reino, el civil, que es el poder del Estado,
debe subordinarse al espiritual, y entonces no existe otra soberanía sino la
espiritual; o el poder espiritual debe estar subordinado al temporal, y
entonces no existe supremacía sino en lo temporal. Por consiguiente, si estos
dos poderes se oponen uno a otro, forzosamente el Estado se hallará en gran
peligro de guerra civil y desintegración. En efecto, siendo el poder civil más
visible, y estando sometido a la luz, más clara, de la razón natural, no puede
escoger otra salida, sino atraerse, en todo momento, una parte muy considerable
del pueblo. Aunque la autoridad espiritual se halla envuelta en la oscuridad de
las distinciones escolásticas y de las palabras enérgicas, como el temor del
infierno y de los fantasmas es mayor que otros temores, no deja de procurar un
estímulo suficiente a la perturbación y, a veces, a la destrucción del Estado.
Es ésta una enfermedad que con razón puede compararse con la epilepsia (que los
judíos consideraban como una especie de posesión de los espíritus) en el cuerpo
natural. En efecto, en esta enfermedad existe un espíritu antinatural, un
viento en la cabeza que obstruye las raíces de los nervios, y, agitándolos
violentamente, elimina la moción que naturalmente tendrían por el poder del ánimo
en el cerebro, y como consecuencia causa mociones violentas e irregulares (lo
que los hombres llaman convulsiones) en los distintos miembros, hasta el punto
de que quien se ve acometido por esa afección, cae a veces en el agua, y a
veces en el fuego, como privado de sus sentidos; así también, en el cuerpo
político, cuando el poder espiritual agita los miembros de un Estado con el
terror de los castigos y la esperanza de recompensas (que son los nervios del
cuerpo político en cuestión), de otro modo que como deberían ser movidos por el
poder civil (que es el alma del Estado), y por medio de extrañas y ásperas
palabras sofoca su entendimiento, necesariamente trastorna al pueblo, y o bien
ahoga el Estado en la opresión, o lo lanza al incendio de una guerra civil.
Gobierno mixto. A veces, también
en el gobierno meramente civil existe más de un alma, por ejemplo, cuando el
poder recaudar dinero (que corresponde a la facultad nutritiva) depende de una
asamblea general, quedando el poder de dirección y de mando (que es la facultad
motriz) en poder de un hombre, y el poder de hacer leyes (que es la facultad
racional) en el consentimiento accidental, no sólo de esos dos elementos, sino,
acaso, de un tercero. Esto pone en peligro al Estado, a veces por la falta de respeto
a las buenas leyes, pero en la mayoría de los casos por falta de aquella
nutrición que es necesaria a la vida y al movimiento. En efecto, aunque pocos
perciban que ese gobierno no es gobierno, sino división del Estado en tres
facciones, y le denominen monarquía mixta, la verdad es que no se trata de un
Estado independiente, sino de tres facciones independientes; ni de una persona
representativa, sino de tres. En el reino de Dios puede haber tres personas
independientes sin quebrantamiento de la unidad en el Dios que reina; pero
donde reinan los hombres, esto se halla sujeto a diversidad de opiniones, y no
puede subsistir así. Por consiguiente, si el rey representa la persona del
pueblo, y la asamblea general también la representa, y otra asamblea representa
la persona de una parte del pueblo, no existe en realidad una persona ni un
soberano, sino tres personas y tres soberanos distintos.
Ignoro a qué enfermedad natural
del cuerpo humano puedo comparar exactamente esta irregularidad de un Estado.
Pero recuerdo haber visto a un hombre que tenía otro hombre creciendo al lado
suyo, con cabeza, brazos, torso y estómago propios: si hubiera tenido otro
hombre pegado al lado opuesto, la comparación hubiera podido resultar exacta.
Falta de dinero. Con ello me he
referido a aquellas enfermedades del Estado que implican el máximo y más
presente peligro. Existen otras que no son tan grandes, y que, sin embargo,
merecen ser observadas. Tal es, en primer término, la dificultad de recaudar
dinero para los usos necesarios del Estado, especialmente en caso de guerra
inminente. Esta dificultad deriva de la opinión que cada súbdito tiene de su
propiedad sobre tierras y bienes, excluyendo el derecho del soberano al uso de
los mismos. De aquí que el poder soberano, en previsión de las necesidades y
peligros del Estado (dándose cuenta de que está obstruido el paso del dinero al
tesoro público, por la tenacidad del pueblo) cuando precisa extenderse, para
salir al encuentro de los peligros y prevenirlos en sus comienzos, ese poder,
decimos, se restringe tanto como puede, y cuando no puede más lucha con el
pueblo por medio de estratagemas legales, para obtener pequeñas sumas que no
bastan, pero, por último, se lanza violentamente a abrir la vía para una
aportación suficiente, a falta de la cual perecerá; y puesto en tan extremo
lance, reduce por fin al pueblo a su debido temple, sin lo cual el Estado está
condenado a morir. En este sentido podemos comparar esta destemplanza con la
fiebre intermitente, en la que quedando congeladas u obstruidas por materia
emponzoñada las partes carnosas, las venas que por su curso natural se vacían
en el corazón, no quedan (como debería ser) provistas por las arterias, con lo
que en primer término sobreviene una contracción helada y temblorosa de los
miembros, y después un ardoroso y enérgico esfuerzo del corazón para forzar un
paso a la sangre; y antes de lograrlo se apacigua con las leves refrigeraciones
de cosas frías durante un tiempo, hasta que (si la naturaleza es bastante
fuerte) quiebra por último la contumacia de las partes obstruidas y disipa el
veneno en sudor, o (si la naturaleza es demasiado débil) el paciente muere.
Monopolios y abusos de los
publicanos. Por otra parte, se da a veces en un Estado una enfermedad que se
asemeja a la pleuresía, y que consiste en que cuando el tesoro del Estado fluye
más allá de lo debido, se reúne con excesiva abundancia en uno o en pocos
particulares, mediante monopolios o recaudación de rentas públicas; del mismo
modo que la sangre, en una pleuresía, agolpándose en la membrana del pecho,
alimenta en ella una inflamación, acompañada de fiebre y dolorosos pinchazos.
Hombres populares. Así también,
la popularidad de un súbdito potente (a menos que el Estado tenga una firme
garantía de su fidelidad) es una enfermedad peligrosa, porque el pueblo (que
debe recibir su estímulo motor de la autoridad del soberano), por la adulación
o la reputación de un ambicioso, es apartado de la obediencia a las leyes, para
seguir a un hombre de cuyas virtudes y designios no tiene conocimiento. Y esto
es comúnmente de más peligro en un gobierno popular que en una monarquía,
porque un ejército es de tanta mayor fuerza y multitud cuanto que puede hacerse
creer que coincide con el pueblo. Fue por estos medios que Julio César, que había
sido erigido por el pueblo frente al Senado, habiéndose ganado el afecto de su
ejército, se hizo a sí mismo dueño de las dos cosas, el Senado y el pueblo.
Este proceder de hombres populares y ambiciosos es simple rebelión, y puede
asemejarse a los efectos de la brujería.
Excesiva grandeza de una ciudad,
multitud de corporaciones. Otra enfermedad de un Estado es la grandeza
inmoderada de una ciudad, cuando es apta para suministrar de su propio ámbito
el número y las expensas de un gran ejército; como también el gran número de
corporaciones, que son como Estados menores en el seno de uno más grande, como
gusanos en las entrañas de un hombre natural.
Libertad de disputar contra el
soberano. A esto puede añadirse la libertad de disputar contra el poder absoluto,
por aspirantes a la prudencia política, los cuales aunque están alimentados en
su mayor parte por el viento que sopla del pueblo, animados por las falsas
doctrinas, están constantemente debatiéndose con las leyes fundamentales, y
molestan al Estado, como los pequeños gusanos que los médicos denominan
ascárides.
Podemos añadir, además, el
apetito insaciable o bulimia de ensanchar los dominios, con las heridas
incurables que a causa de ello se inflige muchas veces el enemigo; y los
tumores de las conquistas mal consolidadas, que son en muchos casos, una carga,
y que con menos peligro se pierden que se mantienen; así como también la
letargia de la comodidad, y la consunción traída por el tumulto o la
dilapidación.
Disolución del Estado. Por
último, cuando en una guerra (exterior o intestina) los enemigos logran una victoria
final, de tal modo que (no logrando las fuerzas del Estado mantener sus
posiciones por más tiempo) no existe ulterior protección de los súbditos en sus
haciendas, entonces el Estado queda DISUELTO, y cada hombre en libertad de
protegerse a sí mismo por los expedientes que su propia discreción le sugiera.
En efecto, el soberano es el alma pública que da vida y moción al Estado;
cuando expira, los miembros ya no están gobernados por él, como no lo está el
esqueleto de un hombre cuando su alma (aunque inmortal) lo ha abandonado.
Aunque el derecho de un monarca soberano no puede quedar extinguido por un acto
ajeno, sí puede serlo la obligación de los miembros, porque quien necesita
protección puede buscarla en alguna parte, y cuando la tiene queda obligado
(sin pretensión fraudulenta de haberse sometido a sí mismo, sino por miedo) a
asegurar su protección mientras se considera capaz de ello. Pero una vez
suprimido el poder de una asamblea, acaba por completo el derecho de la misma,
porque la asamblea queda extinguida, y por consiguiente no existe para la
soberanía posibilidad de retorno.
CAPITULO XXX DE LA "MISIÓN" DEL
REPRESENTANTE SOBERANO
Procurar el bien del pueblo. La
misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el
cual fue investido con el soberano poder, que no es otro sino el de procurar la
seguridad del pueblo; a ello está obligado por la ley de naturaleza, así como a
rendir cuenta a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a Él. Pero por
seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida, sino también
de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio
de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado.
Por medio de la instrucción y de
las leyes. Y esto se entiende que debe ser hecho no ya atendiendo a los
individuos más allá de lo que significa protegerlos contra las injurias, cuando
se querellan, sino por una providencia general contenida en pública instrucción
de doctrina y de ejemplo; y en la promulgación y ejecución de buenas leyes, que
las personas individuales puedan aplicar a sus propios casos.
Mas como, suprimidos los derechos
esenciales de la soberanía (que hemos especificado en el capítulo XVIII), el
Estado queda destruido, y cada hombre retorna a la calamitosa situación de
guerra contra todos los demás hombres (que es el mayor mal que puede ocurrir en
su vida), la misión del soberano consiste en mantener enteramente esos
derechos, y, por consiguiente, va contra su deber: primero, transferir a otro o
renunciar por sí mismo alguno de ellos. En efecto, quien renuncia a los medios,
renuncia a los fines; y renuncia a los medios quien siendo soberano se reconoce
a sí mismo sujeto a leyes civiles, y renuncia al poder de la suprema
judicatura; o de hacer guerra o paz por su propia autoridad; de juzgar de las
necesidades del Estado; de recaudar dinero y hacer levas de soldados, en el
tiempo y cuantía que en conciencia estime necesario; de instituir funcionarios
y ministros, en período de guerra o de paz; de designar maestros, y examinar
qué doctrinas están de acuerdo y cuáles son contrarias a la defensa, a la paz y
al bien del pueblo.
O no instruir al pueblo en sus
razones de ello. En segundo lugar, va contra su deber dejar al pueblo en la
ignorancia o mal informado acerca de los fundamentos y razones de sus derechos
esenciales, ya que, de este modo, los hombres resultan fáciles de seducir y son
inducidos a resistir al soberano, cuando el Estado requiera el uso y ejercicio
de tales derechos.
Y en cuanto a los fundamentos de
estos derechos, resulta muy necesario enseñarlos de modo diligente y veraz,
porque no pueden ser mantenidos por una ley civil o por el terror de un castigo
legal. En efecto, una ley civil que prohíba la rebelión (y como tal se
considera la resistencia a los derechos esenciales de la soberanía) no obliga
como ley civil sino, solamente, por virtud de la ley de naturaleza que prohíbe
la violación de la fe; y si los hombres no conocen esta obligación natural, no
pueden conocer el derecho de ninguna ley promulgada por el soberano. En cuanto
a la penalidad, no la consideran sino como un acto hostil, que ellos se
imaginan capaces de evitar por medio de otros actos hostiles, en cuanto se
consideran en posesión de la fuerza suficiente.
Objeción de quienes dicen que no
existen principios de razón para la soberanía absoluta. He oído decir a algunos
que la justicia es, solamente, una palabra sin sustancia, y que cualquiera cosa
que un hombre puede adquirir para sí mismo por medio de la fuerza o de la
astucia (no sólo en situación de guerra, sino también en el seno de un Estado)
es suya, cosa cuya falsedad ya he demostrado; análogamente, tampoco faltará quien
sostenga que no hay razones ni principio de razón para sostener aquellos
derechos esenciales que hacen absoluta la soberanía. Ahora bien, si existieran,
hubiesen sido halladas en un lugar o en otro; pero advertimos que nunca ha
existido un Estado donde estos derechos hayan sido reconocidos o disputados.
Con ello se arguye algo tan equivocado como si los salvajes de América negaran
la existencia de fundamentos o principios de razón para construir una casa que
durase tanto como sus materiales, puesto que nunca han visto una tan bien
construida. El tiempo y la laboriosidad producen cada día nuevos conocimientos;
y del mismo modo que el arte de bien construir deriva de los principios de
razón observados por los hombres laboriosos, que estudiaron ampliamente la
naturaleza de los materiales y los diversos efectos de la figura y la
proporción, mucho después de que la humanidad (aunque pobremente) comenzara a
construir; así, mucho tiempo después de que los hombres comenzaran a construir
Estados, imperfectos y susceptibles de caer en el desorden, pudieron hallarse,
por medio de una meditación laboriosa, principios de razón, que hicieran su
constitución duradera (excepto contra la violencia externa). Y estos son los
principios que me interesaba examinar en este discurso. Que no lleguen a ser
advertidos por quienes tienen el poder de utilizarlos, o que sean despreciados
o estimados por ellos, es algo que no me interesa especialmente, en esta
ocasión. Ahora bien, aun suponiendo que estos míos no sean principios de razón,
sin embargo, estoy seguro de que son principios sacados de la autoridad de la
Escritura, como pondré de_ manifiesto cuando hable del reino de Dios
(administrado por Moisés) sobre los judíos, el pueblo elegido y ungido a Dios,
por vía de pacto.
Objeción basada en la incapacidad
del mundo. Dícese, sin embargo, que si bien los principios son correctos, el
pueblo llano no tiene capacidad bastante para comprenderlos. Yo tendría una
gran satisfacción si los súbditos poderosos y ricos de un reino, o quienes se
cuentan entre los más cultos, no fueran menos capaces que ellos. Todos los
hombres saben que las obstrucciones a este género de doctrinas no proceden
tanto de la dificultad de la materia como del interés de quienes han de
aprenderla. Los hombres poderosos difícilmente toleran nada que establezca un
poder capaz de limitar sus deseos; y los hombres doctos, cualquiera cosa que
descubra sus errores, y, por consiguiente, disminuya su autoridad: el
entendimiento de las gentes vulgares, a menosque no esté nublado por la
sumisión a los poderosos, o embrollado por las opiniones de sus doctores, es,
como el papel blanco, apto para recibir cualquiera cosa que la autoridad
pública desee imprimir en él. ¿No son inducidas naciones enteras a prestar su
aquiescencia a los grandes misterios de la religión cristiana que están por
encima de la razón ; y no se hace creer a millones de seres que un mismo cuerpo
puede estar en innumerables lugares, a un mismo tiempo, lo cual va contra la
razón; y no serán capaces los hombres, por medio de enseñanzas y predicaciones,
y con la protección de la ley, para recibir lo que está tan de acuerdo con la
razón que cualquier hombre sin prejuicios no necesita ya, para aprenderlo, sino
escucharlo? Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción del pueblo en los
derechos esenciales (que son las leyes naturales y fundamentales) de la
soberanía, no existe dificultad (mientras un soberano mantenga el poder
entero), sino la que procede de sus propias faltas, o de las faltas de aquellos
a quienes confía la administración del Estado; por consiguiente, es su deber
inducirlos a recibir esa instrucción; y no sólo su deber, sino también su
seguridad y provecho para evitar el peligro que de la rebelión puede derivar al
soberano, en su persona natural.
Debe enseñarse a los súbditos no
apetecer el cambio de gobierno. Descendiendo a los detalles, se enseñará al
pueblo, primeramente, que no debe entusiasmarse con ninguna forma de gobierno
que vea en las naciones vecinas, más que con la suya propia; ni desear ningún
cambio (cualquiera que sea la prosperidad presente disfrutada por las naciones
que se gobiernan de modo distinto que el suyo). En efecto, la prosperidad de un
pueblo regido par una asamblea aristocrática o democrática, no deriva de la
aristocracia o de la democracia, sino de la obediencia y concordia de los
súbditos; ni el pueblo prospera en una monarquía porque un hombre tenga el
derecho de regirla, sino porque los demás le obedecen. Si en cualquier género
de Estado suprimís la obediencia (y, por consiguiente, la concordia del
pueblo), no solamente dejará de florecer, sino que en poco tiempo quedará
deshecho. Y quienes, .apelando a la desobediencia, no se proponen otra cosa que
reformar el Estado, se encontrarán con que, de este modo, no hacen otra cosa
que destruirlo: como las insensatas hijas de Peleo (en la fábula), que deseosas
de renovar la juventud de su decrépito padre, por consejo de Medea le cortaron
en pedazos y lo cocieron, juntamente con algunas hierbas extrañas, sin que por
ello lograran hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de cambio viene a
significar el quebrantamiento del primero de los mandatos de Dios: porque Dios
dice, Non habebis Deos alíenos, tú no
tendrás los dioses de otras naciones; y en otro lugar, respecto a los reyes,
dice que son dioses.
Ni prestar su adhesión (contra el
poder soberano) a hombres populares. En segundo lugar, debe enseñárseles que no
han de sentir admiración hacia las virtudes de ninguno de sus conciudadanos,
por elevados que se hallen, ni por excelsa que sea su apariencia en el Estado;
ni de ninguna asamblea (con excepción de la asamblea soberana), hasta el punto
de otorgarle la obediencia o el honor debido solamente al soberano, al cual
representan en sus respectivas sedes; ni recibir ninguna influencia del pueblo,
sino la autorizada por el soberano poder. En efecto, no puede imaginarse que un
soberano ame a su pueblo como es debido cuando no está celoso de él, y sufre la
adulación de los hombres populares, que le arrebatan su lealtad, como ha
ocurrido frecuentemente no sólo de modo clandestino, sino manifiesto, hasta el
extremo de proclamarse el desposorio con ellos in facie Ecclesice por
los predicadores, y por medio de discursos en plena calle: lo que puede
oportunamente ser comparado con la violación del segundo de los diez
mandamientos.
Ni discutir el poder soberano. En
tercer lugar, y como consecuencia, se les advertirá cuán grande falta es hablar
mal del representante soberano (sea un hombre o una asamblea de hombres), o
argüir y discutir su poder, o usar de cualquier modo su nombre
irreverentemente, con lo cual puede caer el soberano en el desprecio de su
pueblo, y debilitarse la obediencia qué éste le presta (y en la cual consiste
la seguridad del Estado). A cuya doctrina apunta, por analogía, el tercer
mandamiento.
Y tener días especialmente
dedicados a aprender sus deberes. En cuarto lugar, si consideramos que al
pueblo no puede enseñársele todo esto; ni aunque se le enseñe, lo recuerda; ni,
después de pasada una generación, sabe de modo suficiente en quién está situado
el poder soberano, si no destina parte de su tiempo a escuchar a quienes están
designados para instruirlo, es necesario que se establezcan ocasiones en que
las gentes puedan reunirse y (después de los rezos y alabanzas a Dios, el soberano
de los soberanos) ser aleccionadas acerca de sus deberes y las leyes positivas
que generalmente conciernen a todos, leyéndolas y exponiéndolas, y
recordándoles la autoridad que las promulga. A este objeto tenían los judíos,
cada sexto día, un sábado, en el cual la ley era leída y expuesta; y en tal
solemnidad, se les recordaba que su rey era Dios, el cual, habiendo creado el
mundo en seis días, descansó en el séptimo; y al descansar ellos de su trabajo,
se les recordaba que este Dios era su rey y les redimió de su trabajo servil y
penoso en Egipto, y les dio tiempo para que después de haberse complacido con
Dios hallaran regocijo en sí mismos, con legítimos esparcimientos. Así, pues,
la primera tabla de los mandamientos se destina por entero a establecer la suma
del poder absoluto de Dios, no solamente como Dios, sino por vía de pacto, como
rey privativo de los judíos; y puede, por consiguiente, iluminar a aquellos a
quienes se ha conferido poder soberano, por consentimiento de los hombres, el
establecer qué doctrina deben enseñar a sus súbditos.
Y honrar a sus parares. Y como la
primera instrucción de los niños depende del cuidado de sus padres, es
necesario que sean obedientes a ellos mientras están bajo su tutela; y no sólo
eso, sino que con posterioridad (como la gratitud requiere), reconozcan el
beneficio de su educación, por signos exteriores de honor. A este fin debe
enseñárseles que originariamente el padre de todos los hombres era también su
señor soberano, con poder de vida y muerte sobre ellos; y que aunque al
instituir el Estado los padres de familia renunciaron ese poder absoluto, nunca
se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían acreedores, por la
educación que procuraban. En efecto, la renuncia de ese derecho no era necesaria
a la institución del poder soberano; ni existiría ninguna razón por la cual un
hombre desease tener hijos, o tomarse el cuidado de alimentarlos e instruirlos,
si posteriormente no obtuvieran de ellos beneficio mayor que de otros hombres.
Y esto se halla de acuerdo con el quinto mandamiento.
Y evitar la comisión de injurias.
Por otra parte, todo soberano debe esforzarse por que sea enseñada la justicia;
consistiendo ésta en no privar a nadie de lo que es suyo, ello significa tanto
como decir que los hombres sean aconsejados para que no sustraigan a sus
vecinos, por la violencia o por el fraude, nada de lo que por autoridad
soberana les pertenece. De las cosas propias, las más queridas a un hombre son
su propia vida y sus miembros; en grado inmediato (para la mayoría de los
hombres), las que conciernen al afecto conyugal, y después de ellas las
riquezas y medios de vida. Por consiguiente, debe enseñarse al pueblo a
abstenerse de toda violencia contra otra persona, practicada por vía de
venganza privada; de la violación del honor conyugal; de la rapiña violenta, y
de la sustracción de los bienes de otro por medio de hurto fraudulento. A este
objeto conviene patentizar las consecuencias perniciosas de los juicios falsos,
obtenidos por corrupción de los jueces o de los testigos, en los que se suprime
la distinción de propiedad, y la justicia queda sin efecto; todas estas cosas
se examinan en los mandamientos sexto, séptimo, octavo y noveno.
Y hacer todo esto sinceramente y
con el corazón. Por último, interesa enseñarles que no sólo los hechos injustos
sino los designios e intenciones de hacerlos son injusticia, puesto que ésta
consiste tanto en la depravación de la voluntad como en la irregularidad del
acto. Es ésta la intención del décimo mandamiento, y la suma de la segunda
Tabla, que queda reducida a este precepto exclusivo de la caridad mutua: Amarás
a tu prójimo como a ti mismo; del mismo modo que la suma de la primera queda
reducida al amor de Dios, a quien los judíos han recibido recientemente corno
rey suyo.
El fin de las Universidades. En
cuanto a los medios y conductos gracias a los cuales puede el pueblo recibir
dicha instrucción, tenemos que inquirir por qué procedimientos tantas opiniones
contrarias a la tranquilidad del género humano, han logrado, sin embargo,
arraigar profundamente en él, a base de frágiles y falsos principios. Me
refiero a los especificados en el capítulo precedente, a saber: que los hombres
deben juzgar de lo que es legítimo e ilegítimo no por la ley misma, sino por
sus propias conciencias, es decir, por sus propios juicios particulares: que
los súbditos pecan al obedecer los mandatos del Estado, a menos que antes no
los hayan estimado legítimos; que la propiedad en sus riquezas es tal que
excluye el dominio que el Estado tiene sobre las mismas; que es legítimo para
los súbditos dar muerte a los llamados tiranos; que el poder soberano puede ser
dividido, y otras ideas análogas que se suele imbuir al pueblo por tales
procedimientos. Aquellos a quienes la necesidad y la codicia hace considerar
atentamente su negocio y su trabajo, y aquellos, por otra parte, a quienes la
abundancia o la indolencia les empujan hacia los placeres sensuales (estos dos
grupos de personas abarcan la mayor parte del género humano), apartándose de la
profunda meditación, que requiere necesariamente la enseñanza de la verdad no
sólo en materia de justicia natural, sino también de todas las demás ciencias,
adquieren las nociones de sus deberes, principalmente desde el púlpito, de los
sacerdotes, y en parte de aquellos de sus vecinos o familiares que teniendo la
facultad de discurrir de modo plausible y adecuado, parecen más sabios y mejor
instruidos que ellos mismos en materia legal y de conciencia. Y los religiosos,
y quienes tienen apariencia de doctos, derivan sus conocimientos de las
Universidades y de las escuelas jurídicas, o de los libros que han sido
publicados por hombres eminentes en esas escuelas y Universidades. Es, por
consiguiente, manifiesto, que la instrucción del pueblo depende por completo de
la adecuada instrucción de la juventud en las Universidades. Alguno dirá: ¿pero
es posible que las Universidades de Inglaterra no estén suficientemente
instruidas para hacer esto? ¿O acaso os proponéis enseñar a las Universidades?
Arduas cuestiones son éstas, en efecto. Sin embargo, no dudo en contestar a la
primera, que hasta las postrimerías del reinado de Enrique VIII el poder del
Papa era siempre mantenido sobre el poder del Estado, principalmente por las
Universidades, y que las doctrinas sustentadas por tantos predicadores contra
el poder soberano del rey, y por tantos juristas y otros hombres doctos que
allí ejercían su educación, es un argumento suficiente de que aunque las
Universidades no sean autoras de esas falsas doctrinas, no saben, sin embargo, cómo
implantar la verdad. En efecto, en esa contradicción de opiniones, es muy
cierto que no han sido suficientemente instruidas, y no es extraño que todavía
conserven un regusto de ese sutil licor con que antes estaban sazonadas contra
la autoridad civil. En cuanto a la última cuestión no creo conveniente ni
necesario decir sí o no, puesto que quien advierta lo que hago, fácilmente
percibirá lo que pienso.
La seguridad del pueblo requiere,
además, de aquel o aquellos que tienen el poder soberano, que la justicia sea
administrada por igual a todos los sectores de la población ; es decir, que lo
mismo al rico y al poderoso que a las personas pobres y oscuras, pueda
hacérseles justicia en las injurias que les sean inferidas, así como que el
grande no pueda tener mayor esperanza de impunidad, cuando hace violencia,
deshonra u otra injuria a una clase más baja, que cuando uno de éstos hace lo
mismo a uno de aquéllos. En esto consiste la equidad, a la cual, por ser un
precepto de la ley de naturaleza, un soberano se halla igualmente sujeto que el
más insignificante de su pueblo, Todas las infracciones de la ley son ofensas
contra el Estado. Pero hay algunas que lo son también contra las personas
particulares. Las que conciernen solamente al Estado pueden ser perdonadas sin
quebrantamiento de la equidad, porque cada hombre puede perdonar, según su buen
criterio, lo que contra él hagan los demás. En cambio, una ofensa contra un
particular no puede equitativamente ser perdonada sin consentimiento del
injuriado, o sin una satisfacción justa.
La desigualdad de los súbditos
procede de los actos del poder soberano; por consiguiente, no tiene ya lugar en
presencia del soberano, es decir, en un tribunal de justicia, así como tampoco
existe desigualdad entre los reyes y sus súbditos en presencia del Rey de
Reyes. El honor de los magnates debe estimarse por sus acciones beneficiosas, y
por la ayuda que prestan a los hombres de inferior categoría; o no ser
apreciado en absoluto. Y las violencias, opresiones o injurias que cometen no
quedan atenuadas sino agravadas por la grandeza de su persona, ya que tienen
menos necesidad de cometerlas. Las consecuencias de esta parcialidad respecto a
los grandes presenta los siguientes grados: La impunidad causa insolencia; la
insolencia, odio; y el odio un esfuerzo para derribar todos los obstáculos
opresores y contumaces, aun a costa de la ruina del Estado.
Igualdad de impuestos. A la
justicia igual corresponde, también, la igualdad en la imposición de tributos;
esta igualdad de tributación no se basa en la igualdad de riquezas, sino en la
igualdad de la deuda que cada hombre está obligado a pagar al Estado por la
defensa que le presta. Irlo basta, para un hombre, trabajar por la conservación
de su vida, sino que también debe luchar, si es necesario, por el aseguramiento
de su trabajo. Deben hacer, o lo que hicieron los judíos después de retornar de
su cautiverio, al reedificar el templo: construir con una mano y empuñar la
espada con la otra; o de lo contrario tienen que alquilar a otros que luchen
por ellos. En efecto, los impuestos establecidos por el poder soberano sobre
sus súbditos no son otra cosa que el salario debido a quienes sostienen la
espada pública, para defender a los particulares en el ejercicio de sus
distintas actividades y reclamaciones. Teniendo en cuenta que el beneficio que
cada uno recibe de ellos es el goce de la vida, que resulta igualmente
apreciada por pobres y ricos, el débito que un pobre tiene para quien defiende
su vida es el mismo que el de un rico por análoga defensa, salvo que el rico
que tiene al pobre a su servicio, puede ser deudor no sólo por su propia
persona, sino por muchas más. Considerando esto, la igualdad en la tributación
consiste más bien en la igualdad de lo que se consume que en la riqueza de los
consumidores. ¿Por qué razón quien trabaja mucho y, ahorrando los frutos de su
trabajo, consume poco, debe soportar mayor gravamen que quien viviendo en la
holganza tiene pocos ingresos y gasta cuanto recibe, cuando uno y otro reciben
del Estado la misma protección? En cambio, cuando los impuestos son
establecidos sobre las cosas que los hombres consumen, cada hombre paga
igualmente por lo que usa, y el Estado no queda defraudado por el gasto lujoso
de los hombres privados.
Caridad pública. Y como algunos hombres,
por accidente inevitable, resultan incapaces para mantenerse a si mismos por su
trabajo, no deben ser abandonados a la caridad de los particulares, sino que
las leyes del Estado deben proveer a ello (en cuanto lo exigen las necesidades
de la naturaleza). Porque del mismo modo que es falta de caridad abandonar al
impotente, así lo es también, en el soberano de un Estado, exponerlo al azar de
esa caridad incierta.
Prevención contra la holganza. En
cuanto a aquellos que son físicamente rubustos, el caso es distinto: deben ser
obligados a trabajar, y para evitar la excusa de que no hallan empleo, deben
existir leyes que estimulen todo género de artes, como la navegación, la
agricultura, la pesca y diversas clases de manufacturas que requieren trabajo.
La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos fuertes que siguen
aumentando, debe ser trasplantada a países insuficientemente habitados; en
ellos, sin embargo, no habrán de exterminar a los habitantes actuales, sino que
se les constreñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de una gran
extensión de terreno con ánimo de expropiarlo, sino cultivando cada parcela con
solicitud y esfuerzo, para que de ellas obtengan sustento en la estación
adecuada. Y cuando el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último
remedio de todos es la guerra, la cuál procura una definitiva solución, por la
victoria y por la muerte.
Cuáles son buenas leyes. Incumbe
al soberano el cuidado de promulgar buenas leyes. Pero ¿qué es una buena ley?
No entiendo por buena ley una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta.
La ley se hace por el poder soberano, y todo cuanto hace dicho poder está
garantizado y es propio de cada uno de los habitantes del pueblo; y lo que cada
uno quiere tener como tal, nadie puede decir que sea injusto. Ocurre con las
leyes de un Estado lo mismo que con las reglas de un juego: lo que los
jugadores convienen entre sí no es injusto 'para ninguno de ellos. Una buena
ley es aquello que resulta necesario y, por añadidura, evidente para el bien
del pueblo.
Las que son necesarias. En
efecto, el uso de las leyes (que no son sino normas autorizadas) no se hace
para obligar al pueblo, limitando sus acciones voluntarias, sino para dirigirle
y llevarlo a ciertos movimientos que no les hagan chocar con los demás, por
razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación o su indiscreción; del
mismo modo que los setos se alzan no para detener a los viajeros, sino para
mantenerlos en el camino. Por consiguiente, una ley que no es necesaria, y
carece, por tanto, del verdadero fin de una ley, no es buena. Una ley puede
concebirse como buena cuando es para el beneficio del soberano, aunque no sea
necesaria para el pueblo. Pero esto último nunca puede ocurrir, porque el bien
del soberano y el del pueblo nunca discrepan. Es débil un soberano cuando tiene
súbditos débiles, y un pueblo es débil cuando el soberano necesita poder para
regularlo a su voluntad. Las leyes innecesarias no son buenas leyes, sino
trampas para hacer caer el dinero; recursos que son superfluos cuando el
derecho del poder soberano es reconocido; y cuando no lo es, son insuficientes
para defender al pueblo.
Las que son evidentes. La
evidencia no consiste tanto en las palabras de la ley misma como en una
declaración de las causas y motivos en virtud de los cuales fue promulgada. Es
esto lo que nos revela el propósito del legislador; y una vez conocido este
propósito, la ley resulta mejor conocida por pocas que por muchas palabras. En
efecto, todas las palabras están sujetas a ambigüedad, y, por consiguiente, la
multiplicación de palabras en el cuerpo de la ley viene a multiplicar esa
ambigüedad. Además, parece implicar (por excesiva diligencia) que quien elude
las palabras está privado de la brújula de la ley. Esta es la causa de muchos
procesos innecesarios. En efecto, cuando considero cuán breves eran las leyes
de los tiempos antiguos, y cómo han ido creciendo gradualmente, cada vez más,
me imagino que veo una lucha entre los redactores y los defensores de la ley,
tratando los primeros de circunscribir a los últimos, y los últimos de escapar
a tales circunloquios; y son estos últimos, los pleiteantes, quienes logran la
victoria. Compete, por consiguiente, al legislador (que en todos los Estados es
el representante supremo, ya se trate de un hombre o de una asamblea) hacer
evidente la razón por la cual se promulgó la ley, y el cuerpo de la ley misma,
en términos tan breves, pero tan propios y expresivos como sea posible.
Castigos. Corresponde también a
la misión del soberano llevar a cabo una correcta aplicación de los castigos y
de las recompensas. Y considerando que la finalidad del castigo no es la
venganza y la descarga de la ira, sino el propósito de corregir tanto al
ofensor como a los demás, estableciendo un ejemplo, los castigos más severos
deben infligirse por aquellos crímenes que resultan más peligrosos para el
común de las gentes: tales son, por ejemplo, los que proceden del daño inferido
al gobierno normal; los que derivan del desprecio a la justicia; los que
provocan indignación en la multitud; y los que quedando impunes parecen
autorizados, como cuando son cometidos por hijos, sirvientes o favoritos de las
personas investidas con autoridad. En efecto, la indignación arrastra a los
hombres no sólo contra los actores y autores de la injusticia, sino contra todo
el poder que parece protegerlos; tal ocurrió en el caso de Tarquino, cuando por
el acto insolente de uno de sus hijos fue expulsado de Roma y derrocada la
monarquía. En cambio, en los delitos provocados por la debilidad, como son los
que tuvieron su origen en un gran temor, en una gran necesidad o en la
ignorancia de si el hecho era o no un gran delito, existe muchas veces lugar
para la lenidad, sin perjuicio para el Estado; y la lenidad, cuando hay lugar
para ella, es una exigencia de la ley de naturaleza. El castigo de los
cabecillas e inductores en una rebelión, y no el de las pobres gentes que han
sido seducidas, puede ser provechoso al Estado, con su ejemplo. Ser severo con
el pueblo es castigar la ignorancia que en gran parte puede imputarse al
soberano, cuya es la falta de que no estuvieran mejor instruidos.
Recompensas. De la misma manera
es misión y deber del soberano otorgar sus recompensas siempre de tal modo que
de ello pueda resultar beneficio para el Estado: en esto consiste su uso y su
fin, y ocurre cuando los que han servido bien al Estado son también
recompensados del mejor modo, a costa de poco gasto por parte del Tesoro
público, en forma que otros puedan ser estimulados a servirle con la mayor
fidelidad posible, y estudien las artes por medio de las cuales pueden proceder
mejor. Comprar, con dinero o preferencias, la quietud de un súbdito popular
pero ambicioso, y abstenerse de producir una mala impresión en la mente del
pueblo no son cosas que puedan considerarse como recompensa (la cual no se
ordena por la falta de servicio, sino por el servicio pasado); ni es un signo
de gratitud, sino de temor: ni tiende al beneficio, sino al daño de la cosa
pública. Es una lucha por la ambición, como la de Hércules con la Hidra
monstruosa, que teniendo varias cabezas veía crecer tres por cada una que le
cortaba. De la misma manera, cuando la terquedad de un hombre popular se vence
por medio de recompensas, pueden surgir otros varios, a semejanza suya, que
hagan los mismos atropellos con la esperanza de análogo beneficio: y como en
todo género de manufacturas, así también la malicia aumenta cuando resulta
fácil venderla. Y aunque a veces una guerra civil pueda ser diferida por
procedimientos análogos a los citados, el peligro se hace aún más grande, y la
ruina futura queda asegurada. Va, por consiguiente, contra el deber del
soberano al cual está encomendada la seguridad pública, recompensar a quienes
aspiran a la grandeza perturbando la paz en su país, en lugar de atajar a tales
hombres en sus comienzos, corriendo un peligro pequeño para evitar otro que
pasado un cierto tiempo será mayor.
Consejeros. Otra misión del
soberano consiste en escoger buenos consejeros; me refiero a aquellos cuya
opinión se ha de tener en cuenta en el gobierno del Estado. En efecto esta
palabra consejo, consilium, que es una corrupción de considium, tiene una
significación más amplia y comprende todas las asambleas de hombres que no sólo
se reúnen para deliberar lo que se hará después, sino, también, para juzgar de
los hechos pasados, y de la ley para el presente. Considero aquí esa palabra en
el primer sentido solamente: en este sentido no existe elección de consejo, ni
en una democracia ni en una aristocracia, puesto que las personas que aconsejan
son miembros de la persona aconsejada. La selección de consejeros es, en
cambio, propia de la monarquía. En ella el soberano que se propone no
seleccionar aquellos que en todos los aspectos son los más capaces, no
desempeña su misión como debería hacerlo. Los más capaces consejeros son
aquellos que tienen menos esperanza de obtener un beneficio al dar un mal
consejo, y los que más conocimientos poseen de aquellas cosas que conducen a la
paz y defensa del Estado. Es ardua cuestión la de saber quién espera obtener un
beneficio de las perturbaciones públicas; pero los signos que guían a una justa
sospecha consisten en que el pueblo encuentra en sus agravios irrazonables o
irremediables, el apoyo de individuos cuyas haciendas no son suficientes para
hacer frente a sus gastos acostumbrados; signos que pueden ser fácilmente
observados por aquellos a quienes corresponda conocerlos. Pero todavía es más
arduo saber quién tiene más conocimiento de los negocios públicos; y quienes lo
saben son los que menos lo necesitan. En efecto, saber quién conoce las normas
de casi todas las artes implica un grado mayor de conocimiento del arte en
cuestión, ya que nadie puede estar seguro de la verdad de las normas ajenas,
sino aquel que primero se ha preocupado de comprenderlas. Ahora bien, los
mejores signos de un conocimiento de cualquier clase consisten en hablar
frecuentemente de esas cosas, y hacerlo con constante provecho. El buen consejo
no viene por casualidad ni por herencia; por consiguiente, no hay más razón
para esperar una buena opinión del rico o del noble, en materia estatal, que en
trazar las dimensiones de una fortaleza, a menos que pensemos que no hace falta
método alguno en el estudio de la política (como ocurre con el estudio de la
geometría) sino, sólo, detenerse a contemplarla, cosa que no es así. En efecto,
la política es el estudio más difícil de los dos. En estas regiones de Europa
se ha considerado como derecho de ciertas personas, tener un puesto por
herencia en el más ,alto consejo del Estado: derivase de las conquistas de los
antiguos germanos, entre los cuales varios señores absolutos, reunidos para
conquistar otras naciones, no hubieran ingresado en la confederación sin
ciertos privilegios, que pudieran ser, en tiempos sucesivos, signos de diferenciación
entre su posteridad y la posteridad de sus súbditos: siendo estos privilegios
incompatibles con el poder soberano, por el favor del soberano podían parecer
mantenidos, pero luchando por ellos como derecho propio, poco a poco tendrían
los súbditos que renunciar a ellos, y no obtendrían, en definitiva, más honor
sino el que naturalmente es inherente a sus aptitudes.
Por capaces que sean los
consejeros en un asunto, el beneficio de su consejo es mayor cuando cada uno da
su opinión, y las razones de ella, por separado, por vía declarativa: y mayor
cuando han meditado sobre el asunto que cuando hablan de modo repentino; y es
mayor el beneficio en ambos casos, porque tienen más tiempo para advertir las
consecuencias de la acción y se hallan menos expuestos a las contradicciones
causadas por la envidia, la emulación u otras pasiones que derivan de las
diferencias de opinión..
El mejor consejo en las cosas que
conciernen no a otras naciones, sino a la comodidad y beneficio que los
súbditos pueden disfrutar, en virtud de leyes hechas solamente en consideración
del propio país, debe adquirirse recogiendo informaciones generales y quejas de
las gentes de cada provincia que mejor conocen sus necesidades propias y que,
por consiguiente, cuando nada reclaman que signifique derogación de los
derechos esenciales de la soberanía, deben ser diligentemente tomadas en
cuenta. Sin esos derechos esenciales (como antes he dicho) el Estado no puede
subsistir.
Jefes militares. El comandante en
jefe de un ejército, cuando no es popular, no será estimado ni temido por sus
soldados como debería serlo, y, por consiguiente, no podrá realizar su misión
con éxito lisonjero. Debe ser, por consiguiente, laborioso, valiente, afable,
liberal y afortunado, para que pueda ganar fama de suficiencia y de amar a sus
soldados. Esto significa popularidad, estimula en los soldados el deseo y el
valor de recomendarse a si mismos en favor suyo, y justifica la severidad del
general al castigar, cuando es necesario, a los soldados sublevados o
negligentes. Pero este amor a los soldados (si no existe garantía de fidelidad
por parte del comandante) es cosa peligrosa para el poder soberano,
especialmente cuando está en manos de una asamblea que no es popular. Interesa,
por consiguiente, a la seguridad del pueblo que sean buenos jefes y fieles
súbditos, aquellos a quienes el soberano encomienda sus ejércitos.
Ahora bien, cuando el soberano
mismo es popular, es decir, cuando es reverenciado y querido por su pueblo, no
existe peligro alguno en la popularidad de un súbdito. En efecto, los soldados
nunca son tan generalmente injustos como para hacer causa común con sus
capitanes, aunque los amen, contra su soberano, cuando estiman no solamente su
persona, sino también su causa. Por consiguiente, quienes por medio de la
violencia han suprimido, a veces, el poder de su legítimo soberano, antes de
situarse ellos mismos en su lugar, se han visto siempre en el peligroso trance
de arbitrar unos títulos, para evitar al pueblo la vergüenza de recibirlos.
Tener un derecho manifiesto al poder soberano es una cualidad tan popular que
quien la posee no necesita nada más, por su parte, para ganar los corazones de
sus súbditos, sino que lo consideren absolutamente capaz de gobernar su propia
familia, o, respecto a sus enemigos, de desbandar sus ejércitos. En efecto, la
mayor parte y más activa de la humanidad nunca ha estado perfectamente conforme
con el presente.
Respecto a los oficios de un soberano
con respecto a otro, comprendidos en la ley que comúnmente se denomina ley de
las naciones, no necesito decir nada en este lugar, porque la ley de las
naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa, y cada soberano tiene el
mismo derecho, al velar por la seguridad de su pueblo, que puede tener
cualquier hombre en particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo.
Y la misma ley que dicta a los hombres que carecen de una gobernación civil lo
que deben hacer y lo que deben evitar uno respecto a otro, señala análogos
dictados a los Estados, es decir, a los príncipes soberanos y a las asambleas
soberanas; no existe tribunal de justicia natural sino en la conciencia, en la
cual no reina el hombre, sino Dios, y cuyas leyes (que obligan a la humanidad)
con respecto a Dios, como autor de la naturaleza; son naturales; y con respecto
a Dios mismo, Rey de Reyes, son leyes. Pero del reino de Dios como Rey de
Reyes, y también, como Rey de un pueblo peculiar, hablaré en el resto de este
discurso.
CAPITULO XXXI DEL "REINO DE DIOS POR
NATURALEZA"
Finalidad de los siguientes
capítulos. Que la condición de mera naturaleza, es decir, de absoluta libertad
como la de aquellos que ni son soberanos ni súbditos, es anarquía y condición
de guerra; que los preceptos por los cuales se guían los hombres para evitar
esta condición son las leyes de naturaleza; que un Estado sin poder soberano no
es más que una palabra sin sustancia, y no puede subsistir; que los súbditos
deben a los soberanos simple obediencia en todas las cosas en que su obediencia
no está en contradicción con las leyes divinas, son cosas que he demostrado
suficientemente en lo que hasta ahora llevo manifestado. Sólo necesitamos, para
un perfecto conocimiento de los deberes civiles, saber cuáles son esas leyes de
Dios, porque sin esto, cuando a un individuo se le ordena una cosa por el poder
civil no sabe si ello es o no contrario a la ley de Dios; con lo cual o bien
ofende a la Divina Majestad por excederse en la obediencia civil, o por temor
de ofender a Dios realiza una transgresión de los preceptos del Estado. Para
evitar estos dos inconvenientes es necesario saber qué son leyes divinas. y
teniendo en cuenta que el conocimiento de toda ley depende del conocimiento del
poder soberano, a continuación voy a referirme al REINO DE DIOS.
Quiénes son súbditos en el reino
de Dios. Dios es el rey, alégrese la tierra, dice el Salmista 1; y luego
afirma: Dios es el rey aunque las naciones estén trastornadas, y el que está
sentado entre los querubines, aunque la tierra se conmueva 2. Quiéranlo o no
los hombres, deben estar siempre sujetos al poder de Dios. Cuando niegan la
existencia o providencia de Dios, los hombres pierden su reposo, pero no su
yugo. Designar este poder de Dios, que no sólo se extiende al hombre, sino
también a los animales, y a las plantas, y a los cuerpos inanimados, con el
nombre de reino, no es sino un uso metafórico de ese término, porque con
propiedad sólo puede decirse que reina quien gobierna a sus súbditos con su
palabra, con la promesa de recompensas a quienes le obedecen, y con la
imposición de castigos a quienes dejan de obedecerle. Por tanto, en el reino de
Dios no son súbditos los cuerpos inanimados, ni las criaturas irracionales, ya
que no comprenden los preceptos como suyos; ni los ateos; ni los que no creen
que Dios vigila todas las acciones del género humano; y esto, porque no
reconocen la palabra de Dios como suya, ni tienen esperanza en sus premios, ni
temor a sus castigos. Quienes creen, por consiguiente, que existe un Dios
gobernando el mundo, y que ha dado preceptos y señalado recompensas y castigos
para la humanidad, son buenos súbditos; todos los demás deben ser considerados
como enemigos.
Una triple palabra de Dios: razón,
revelación y profecía. Para gobernar por medio de palabras, es preciso que
estas palabras se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no son
leyes. Es, en efecto, consustancial a la naturaleza de las leyes una
promulgación clara y suficiente, de tal índole que pueda eliminar toda excusa
de ignorancia; en las leyes de los hombres esto ocurre de un solo modo,
mediante proclamación o promulgación realizada por la voz del hombre mismo.
Pero Dios declara sus leyes por tres conductos. Por los dictados de la razón
natural, por revelación y por la voz de algún hombre que, por hacer milagros,
adquiere crédito entre los demás. De aquí que tengamos una triple palabra de
Dios: racional, sensible y profética; a lo cual corresponde una triple forma de
escuchar: la razón auténtica, el sentido sobrenatural y la fe. En cuanto al
sentido sobrenatural que consiste en la revelación o inspiración, no han
existido leyes universales así comunicadas, puesto que Dios no habla de esta
manera sino a personas particulares, manifestando cosas distintas a los
diversos hombres.
Un doble reino de Dios: natural y
profético. En virtud de la diferencia que existe entre las dos especies de la
palabra divina, la racional y la profética, puede atribuirse a Dios un doble
reino, natural y profético: natural en que gobierna a aquellos seres del género
humano que reconocen su providencia, por los dictados de la razón auténtica;
profético en cuanto que habiendo elegido como súbditos a los habitantes de una
nación peculiar (la de los judíos) los gobernó, y a nadie sino a ellos, no sólo
por la razón natural, sino por las leyes positivas que les fue comunicando por
boca de sus santos Profetas. En este capítulo me propongo hablar del reino
natural de Dios.
El derecho de la soberanía divina
deriva de su omnipotencia. El derecho de naturaleza, en virtud del cual Dios
reina sobre los hombres y castiga a quienes quebrantan sus leyes, ha de
derivarse no del hecho de haberlos creado, y requerido de ellos una obediencia,
motivada por la gratitud de sus beneficios, sino de su irresistible poder. He
manifestado anteriormente cómo el derecho soberano deriva del pacto; para
mostrar, ahora, cómo el mismo derecho puede derivar de la naturaleza, no se
requiere otra cosa sino mostrar en qué casos no puede arrebatarse en modo
alguno. Si consideramos que todos los hombres, por naturaleza, tienen derecho a
todas las cosas, tendrán derecho, también, a reinar cada uno de ellos sobre
todos los restantes. Pero como este derecho no puede ser obtenido por la fuerza,
concierne a la seguridad de cada uno renunciar al derecho en cuestión y
establecer, con autoridad soberana y por consentimiento común, hombres que los
gobiernen y defiendan; de donde resulta que, si ha existido algún individuo con
poder irresistible, no hay razón alguna para que, usando de ese poder, no
gobernara y defendiera a sí mismo y a sus súbditos, a su propio arbitrio. Por
consiguiente, aquellos cuyo poder es irresistible asumen naturalmente el
dominio de todos los hombres, por la excelencia de su poder; e igualmente es
por este poder que el reino sobre los hombres, y el derecho de afligir a los
seres humanos a su antojo, corresponde naturalmente a la omnipotencia de Dios,
no como creador y distribuidor de gracias, sino como Ser omnipotente. Y aunque el
castigo sea impuesto sólo por razón del pecado (puesto que la palabra castigo
significa aflicción por el pecado), el derecho de infligir una pena, no siempre
se deriva del pecado del hombre, sino del poder de Dios.
La cuestión relativa a por qué
los hombres malos prosperan con frecuencia, y los buenos sufren adversidad, que
ha sido muy discutida por los antiguos, va también asociada a esta otra: con
qué derecho dispensa Dios las excelencias y adversidades de esta vida; y es en
esta dificultad donde hallamos el motivo que trastorna la fe no sólo en el
vulgo, sino en los filósofos, y lo que es más, entre los santos, respecto a la
providencia divina. Ciertamente bueno (dice David) es el Dios de Israel, para
los que son limpios de corazón; pero mis pies casi se deslizaron, mis pasos por
poco resbalaron; porque tuve envidia de los insensatos, cuando vi a los impíos
en tal prosperidad 1. Y Job ¿cuán severamente no increpa a Dios, por las
diversas aflicciones que sufre, a pesar de su bondad? Esta cuestión, en el caso
de Job, es decidida por Dios mismo, no a base de argumentos derivados del
pecado de Job, sino por su propio poder. Porque aunque los amigos de Job
extraen sus argumentos de la aflicción que le causó el pecado, y él se defendió
por la convicción de su inocencia, Dios mismo asumió la cuestión, y habiendo
justificado la aflicción por argumentos basados en su poder, tales como éste:
¿Dónde estabas tú cuando yo establecí los fundamentos de la tierra? 1, y otros
semejantes, aprobó la inocencia de Job y reprobó la errónea doctrina de sus
amigos. De acuerdo con esta doctrina es la sentencia de nuestro Salvador,
concerniente al ciego de nacimiento, y contenida en estas palabras: Ni ha
pecado este hombre, ni sus padres; pero que las obras de Dios puedan quedar manifiestas
en él. Y aunque se dice: Esta muerte entró en el mundo por el pecado (con lo
cual se significa que si Adán no hubiese pecado, no hubiera muerto nunca, es
decir, nunca hubiese sufrido la separación de su alma y su cuerpo); de ello no
se deduce que Dios no hubiese podido justamente afligirlo aunque no hubiese
pecado, lo mismo que aflige a otras criaturas que no pueden pecar.
Leyes divinas. Habiendo hablado
del derecho de la soberanía de Dios como exclusivamente basado en la
naturaleza, tenemos que considerar, ahora, cuáles son las leyes divinas o los
dictados de la razón natural; estas leyes conciernen o bien a los deberes
naturales de un hombre con respecto a otro, o al honor naturalmente debido a
nuestro Divino soberano. Son las primeras las mismas leyes de naturaleza a que
me he referido en los capítulos XIV y XV de este tratado, particularmente la
equidad, la justicia, la piedad, la humildad y las restantes virtudes morales.
Resta considerar, por consiguiente, qué preceptos son dictados a los hombres
por su razón natural solamente, sin otra palabra de Dios que afecte al honor y
veneración de la Divina Majestad.
Qué es honor y veneración.
Consiste el honor en la íntima idea y opinión del poder y de la bondad de otro:
por consiguiente, honrar a Dios es pensar con la mayor alteza posible acerca de
su poder y de su bondad. Y de esta opinión, los signos externos que aparecen en
las palabras y acciones de los hombres, se denominan veneración, que es una
parte de lo que los latinos comprendían con la palabra cultos: en efecto, cultus significa propiamente, y en todo
caso, la labor que un hombre aplica a una cosa, con el propósito de
beneficiarse de ella. Ahora bien, las cosas de las cuales obtenemos beneficio,
o bien están sujetas a nosotros, y el provecho que rinden sucede al trabajo que
invertimos en ellas, como un efecto natural, o no están sujetas a nosotros,
sino que responden a nuestra solicitud, de acuerdo con su propia voluntad. En
el primer sentido, la labor aplicada a la tierra se llama cultivo, y la
educación de los hijos es un cultivo de su entendimiento. En el segundo
sentido, en que las voluntades de los hombres deben ser conformadas a nuestros
designios no por la fuerza, sino por la complacencia, significa tanto como
cortejar, es decir, ganar su favor por medio de buenos oficios, tales como
elogios en los cuales se reconoce su poder, y todo aquello que es agradable a
quienes pueden procurarnos algún beneficio. Esto es propiamente la veneración:
en este sentido, publicola significa
adorador del pueblo, y cultus Deis,
adoración de Dios.
De ese honor íntimo, que consiste
en la opinión de poder y bondad, derivan tres pasiones; amor, que hace
referencia a la bondad; y esperanza y miedo, que hacen relación al poder; y
tres formas de adoración externa: elogio, exaltación y consagración. El sujeto
del elogio es la bondad; el sujeto de la exaltación y de la consagración, es el
poder, y el efecto de todo ello la felicidad. El elogio y la exaltación se
expresan por medio de palabras y acciones; por palabras, cuando decimos que un
hombre es bueno o grande; por acciones, cuando le expresamos nuestro
agradecimiento por sus favores y le prestamos obediencia por su poder, La
opinión de la felicidad de otros sólo puede expresarse por medio de palabras.
Veneración natural y arbitraria.
Existen algunos signos de honor (tanto en atributos como en acciones) que
naturalmente son así; como entre los atributos, los de bueno, justo, liberal y
otros semejantes y entre las acciones las plegarias, las acciones de gracia y
la obediencia. Otros lo son por institución o costumbre de los hombres; en
algunos lugares y tiempos son honorables, en otros deshonrosos, en otros
indiferentes: tales son los gestos en materia de salutación, plegaria y
agradecimiento, usados diferentemente en distintos tiempos y lugares. Lo primero
es veneración natural; lo último es veneración arbitraria.
Veneración ordenada y libre. Y en
la veneración arbitraria existen dos diferencias: en efecto, a veces es
veneración ordenada, a veces voluntaria. Ordenada cuando es de la índole
requerida por quien es adorado; libre cuando es como considera oportuno quien
adora. Cuando es ordenada, la veneración no consiste en las palabras o en el
gesto, sino en la obediencia; pero cuando es libre, la veneración consiste en
la opinión de quien la realiza: en efecto, si a quien las palabras o acciones
con las cuales pensamos hacer honor parecen ridículas y suscitan contumelia, no
existe adoración, puesto que no hay signos de honor; y no hay signos de honor
puesto que un signo no lo es con respecto a quien lo da, sino para aquel a
quien se hace; es decir, para el espectador.
Veneración pública y privada.
Además, existe una veneración publica y una privada. Es pública la veneración
que un Estado realiza como persona una. Privada es la que manifiesta una
persona particular. La pública, respecto al Estado entero, es libre; pero
respecto a hombres particulares, no lo es. La privada es, en secreto, libre;
ahora bien, a la vista de la multitud, nunca carece de restricciones, ya sea de
las leyes o de la opinión de los hombres, lo cual es contrario a la naturaleza
de la libertad.
El fin de la veneración. El fin
de la veneración entre hombres es el poder. En efecto, cuando un hombre ve a
otro venerado, le supone poderoso, y se halla más dispuesto a obedecerle, lo
cual hace más grande su poder. Pero Dios no tiene fines: la adoración que le
debemos procede de nuestro deber, y está regulada, de acuerdo con nuestra
capacidad, por aquellas reglas de honor que la razón dicta para ser realizadas
por el débil con respecto al hombre más potente, con la esperanza de un
beneficio o por el temor de un daño, o en agradecimiento por el bien que ya se
ha recibido de él.
Atributos del honor divino. En
cuanto a lo que sabemos respecto a la veneración de Dios, que nos es enseñada
por la luz de la naturaleza, comenzaré por referirme a sus atributos. En primer
término, es manifiesto que debemos atribuirle existencia, porque nadie puede
tener voluntad de honrar a quien piensa que no existe.
En segundo lugar, aquellos
filósofos que dicen que el mundo o el espíritu del mundo es Dios, hablan
indignamente de él y niegan su existencia. Porque al decir Dios, comprendemos
la causa del mundo, y al decir que el mundo es Dios, ello implica afirmar que
no existe causa en el mundo, es decir, que no existe Dios.
En tercer lugar, decir que el
mundo no fue creado sino que es eterno (considerando que lo eterno no tiene
causa) es negar a Dios.
En cuarto lugar, quienes
atribuyen (como imaginan) indiferencia a Dios le arrebatan el cuidado de la
humanidad, y le privan de su honor, puesto que le sustraen el amor de los
hombres y el temor a ellos inspirado, que es la raíz del honor.
En quinto lugar, en aquellas
cosas que significan grandeza y poder, decir que es finito, no es honorable, ya
que no es signo de la voluntad de honrar a Dios atribuirle menos de lo que
podemos; y considerarlo finito es menos de lo que podemos, porque a las cosas
finitas pueden añadírseles otras más.
Por consiguiente, atribuirle
figura, no es honrarle, porque toda figura es finita.
Ni decir que concebimos, e
imaginamos, o tenemos una idea de Él en nuestra mente; porque cualquiera cosa
que concibamos es finita:
Ni atribuirle partes o totalidad,
que son, solamente, atributos de cosas finitas:
Ni decir que está en este lugar o
en aquel; porque cualquiera cosa que se halle en un lugar es limitada y finita:
Ni que se mueve o reposa; porque
ambos atributos le adscriben un lugar:
Ni que existen más dioses que
uno; porque ello implica que todos son finitos, ya que infinito no puede haber
más que uno:
Ni adscribirle (como no sea
metafóricamente, significando no ya la pasión sino el efecto) pasiones que
implican agravio, como arrepentimiento, ira, compasión: o necesidad, como
apetito, esperanza, deseo; o una facultad pasiva, porque la pasión es poder
limitado por alguna otra cosa.
Por consiguiente, cuando
adscribimos a Dios una voluntad, no debe comprenderse ésta, a semejanza de lo que
ocurre con el hombre, como apetito racional, sino como poder mediante el cual
efectúa las cosas.
Del mismo modo ocurre cuando le
atribuimos vista y otros actos de los sentidos, como conocimiento y
entendimiento, que en nosotros no es otra cosa sino un tumulto de la mente,
suscitado por las cosas externas que ejercen su presión sobre las partes
orgánicas del cuerpo. En efecto, no existen tales cosas en Dios, y siendo cosas
que dependen de causas naturales, no pueden ser atribuidas a Él.
Quien no atribuya a Dios otra
cosa sino lo que está garantizado por la razón natural debe usar o bien
atributos negativos, como infinito, eterno, incomprensible; o superlativos,
como altísimo, grandísimo y otros semejantes; o indefinidos, como bueno, justo,
santo, creador; y en tal sentido, como si el hombre no se propusiera declarar
lo que Dios es (ya que esto seria circunscribirlo dentro de los límites de
nuestra imaginación) sino cuánto lo admiramos, y cuán dispuestos nos hallamos a
obedecerle; lo cual es un signo de humildad, y de voluntad de honrarle tanto
como podemos. En efecto, no hay sino un nombre para significar nuestra
concepción de su naturaleza, y este es: Yo soy; y un solo nombre para su
relación con nosotros: que es Dios, en el cual está contenido el Padre, el Rey
y el Señor.
Actos que son signos de
veneración divina. Respecto a los actos de veneración divina, dice un precepto
general de razón, que deben ser signos de la intención de honrar a Dios; tales
son en primer término los rezos o plegarias; porque no son los escultores,
cuando hacen imágenes, quienes se considera que hacen los dioses, sino las
gentes que les dirigen sus plegarias.
En segundo lugar, la acción de
gracias, que difiere de la plegaria, en materia de veneración divina, solamente
en que las plegarias preceden y la acción de gracias sigue al beneficio; el fin
de ambas es reconocer a Dios como autor de todos los beneficios, tanto pasados
como futuros.
En tercer lugar, los dones, es
decir, los sacrificios y obligaciones que (si son de lo mejor) constituyen
signos de honor, porque implican acción de gracias.
En cuarto lugar, no jurar sino
por Dios es, naturalmente un signo de honor, porque es una confesión de que
sólo Dios conoce el corazón y que ninguna sagacidad ni fortaleza humana puede
proteger a un hombre contra la venganza que Dios descarga sobre el perjuro.
En quinto lugar, es una parte del
culto racional hablar de Dios en forma considerada, porque ello implica temor
de Él; temor que implica una confesión de su poder. De aquí se sigue que el
nombre de Dios no debe ser usado con ligereza ni despropósito, porque esto es
tanto como usarlo en vano. Y esto no tiene objeto como no sea por vía de
juramento, y por orden del Estado, para afirmar la certeza de los juicios, o
entre los Estados, para evitar la guerra. Disputar acerca de la naturaleza de
Dios es contrario al honor que se le debe, porque se supone que en este reino
natural de Dios no hay otro procedimiento de conocer alguna cosa, sino el de la
razón natural, es decir, por los principios de la ciencia natural; y ésta se
halla muy lejos de enseñarnos cosa alguna acerca de la naturaleza de Dios, como
tampoco puede enseñarnos nada acerca de nuestra propia naturaleza, ni de la
naturaleza de la más pequeña criatura viviente. Por tanto, cuando los hombres,
aparte de los principios de la razón natural disputan sobre los atributos de
Dios, no hacen otra cosa sino deshonrarle: en efecto, en los atributos que
asignamos a Dios, no hemos de considerar el significado de la verdad filosófica
sino el significado de la intención piadosa que consiste en hacerle el máximo
honor de que somos capaces. De la falta de esta consideración procede el gran
cúmulo de disputas acerca de la naturaleza de Dios, con las cuales no tendemos
a honrarle, sino a honrar nuestro propio talento y capacidad de enseñar; y que
no son otra cosa sino vanos y desconsiderados abusos de su santo nombre.
En sexto lugar, en las plegarias,
acciones de gracias, oblaciones y sacrificios hay un dictado de la razón
natural: que cada una de ellas sea, en su género, el mejor y más importante de
los honores. Por ejemplo, que las plegarias y acciones de gracias se concreten
en palabras y frases que no sean repentinas, ni ligeras, ni plebeyas, sino
hermosas y bien acordadas, pues de otro modo no hacemos a Dios tanto honor como
podemos. He aquí la razón de que los paganos procedieran absurdamente al adorar
imágenes, como si fueran dioses. En cambio, al hacerlo en verso y con música,
vocal e instrumental, procedían de modo razonable. Así también, los animales
que ofrendaban el sacrificio y los objetos que donaban, así como sus actos de
culto, estaban llenos de sumisión, y conmemoraban beneficios recibidos, lo cual
estaba de acuerdo con la razón, ya que procedía de una intención de honrar a
Dios. En séptimo lugar, la razón no solamente induce a venerar a Dios en
secreto, sino también, y especialmente, en público, y a la vista de los
hombres, porque sin esto (que en materia de honor es lo más aceptable) se
pierde la posibilidad de que otros lo honren. Por último, la obediencia a sus
leyes (es decir, en este caso, a las leyes de naturaleza) es la máxima
veneración de todas. En efecto, del mismo modo que la obediencia es más
aceptable a Dios que el sacrificio, así también dejar de observar sus
mandamientos, es la máxima de las contumelias. Y estas son las leyes de la
veneración divina que la razón natural dicta a los hombres particulares.
La veneración pública consiste en
uniformidad. Ahora bien, si consideramos que un Estado es una persona, debe
rendir también a Dios una veneración, la cual se realiza cuando el Estado
ordena que sea manifestada públicamente por los hombres privados. Este es el
culto público, cuya peculiaridad consiste en ser uniforme, ya que las acciones
que se hacen de modo diferente, por hombres distintos no puede decirse que sean
actos de pública veneración. Por tanto, cuando se permiten diversas clases de
culto, procedentes de las distintas religiones de los particulares, no puede
decirse que exista un culto público, ni que el Estado tenga una religión, en
absoluto.
Todos los atributos dependen de
las leyes civiles. Y como las palabras (y, por consiguiente, los atributos de
Dios) tienen su significación por convencionalismo y acuerdo entre los hombres,
esos atributos deben ser expresivos del honor que los hombres se proponen
hacer; y cualquiera cosa que pueda ser realizada por las voluntades de los
hombres particulares, donde no existe ley sino razón, puede ser hecha por la
voluntad del Estado, por medio de leyes civiles. Y como un Estado no tiene
voluntad ni hace otras leyes, sino aquellas que se estatuyen por la voluntad de
quien detenta el poder soberano, resulta que aquellos atributos que el soberano
ordena, en el culto a Dios, coma signos de honor, deben ser tomados y usados
como tales, por los particulares, en su culto público.
No todos los actos. Pero como no
todos los actos son signos por constitución, sirio que algunos son naturalmente
signos de honor, otros de contumelia, estos últimos (que son aquellos que los
hombres se avergüenzan de hacer en presencia de aquellos a quienes
reverencian), no pueden instituirse por el poder humano, como parte del culto
divino; ni los primeros (tales como los que implican una conducta decorosa,
modesta y humilde) pueden ser nunca separados de esa veneración. Pero como
existe un infinito número de actos y gestos de naturaleza indiferente, aquellos
que el Estado ordena para ser pública y universalmente autorizados, como signos
de honor y parte del culto de Dios, deben ser admitidos y usados como tales por
los súbditos. Y lo que se dice en la Escritura: Es mejor obedecer a Dios que a
los hombres, tiene lugar en el reino de Dios por pacto, y no por naturaleza.
Castigos naturales. Habiéndonos
referido así, brevemente, al reino natural de Dios y a sus leyes naturales,
quiero añadir solamente a este capítulo una breve declaración de sus castigos
naturales. No existe acción humana en esta vida que no sea el comienzo de una
cadena de consecuencias, tan larga, que ninguna providencia humana es lo
bastante elevada para dar al hombre una perspectiva del fin. En esta cadena
están eslabonados unos con otros los acontecimientos agradables y los
desagradables; de tal modo que quien desea hacer alguna cosa placentera queda
él mismo obligado a sufrir todas las penas inherentes a ello; estas penas
constituyen los castigos naturales de aquellas acciones que son más bien causa
de perjuicio que de beneficio. Por añadidura, suele ocurrir que la
intemperancia resulta naturalmente castigada con las enfermedades; la
precipitación, con el fracaso; la injusticia, con la violencia de los enemigos;
el orgullo, con la ruina; la cobardía, con la opresión; el gobierno negligente
de los príncipes, con la rebelión; y la rebelión, con la matanza. En efecto, si
consideramos que los castigos son consiguientes a la infracción de las leyes,
los castigos naturales deben ser, naturalmente, consiguientes al
quebrantamiento de las leyes de naturaleza, y por tal causa les siguen como sus
efectos naturales, y no arbitrarios.
Conclusión de la segunda parte.
Basta ya por lo que respecta a la constitución, naturaleza y derecho de los
soberanos, y en lo concerniente a los deberes de los súbditos, derivados de los
principios de la razón natural. Ahora, considerando cuán diferente es esta
doctrina de la que se practica en la mayor parte del mundo, especialmente en
estos países occidentales que han recibido sus enseñanzas morales de Roma y
Atenas; y cuánta profundidad de filosofía moral se requiere en quien detenta la
administración del poder soberano, estoy a punto de creer que mi labor resulta
tan inútil como el Estado de Platón, porque también él opina que es imposible
acabar con los desórdenes del Estado y con los cambios de gobierno acarreados
por la guerra civil, mientras los soberanos no sean filósofos. Sin embargo,
cuando considero que la ciencia de la justicia natural es la única ciencia
necesaria para los soberanos, y para sus principales ministros, y que no es
necesario abrumarlos con las Ciencias matemáticas (como Platón pretendía) sino
darles buenas leyes para estimular a los hombres al estudio de ellas; y que ni
Platón ni ningún otro filósofo ha establecido y probado de modo suficiente o
posible todos los teoremas de doctrina moral, para que los hombres aprendan
cómo gobernar y cómo obedecer, yo recobro cierta esperanza de que más pronto o
más tarde, estos escritos míos caerán en manos de un soberano que los examinará
por sí mismo (ya que son cortos, y a juicio mío claros), sin la ayuda de ningún
intérprete interesado o envidioso; que ejercitando la plena soberanía, y
protegiendo la enseñanza pública de tales principios, convertirá esta verdad de
la especulación en utilidad de la práctica.
0 Comentarios