VIOLENCIA Y MODERNIDAD
Bolívar Echeverría*
Los Clásicos no establecieron ningún principio que prohibiera
matar. Fueron los más compasivos de todos los hombres, pero veían ante sí
enemigos de la humanidad que no era posible vencer mediante el convencimiento.
Todo el afán de los Clásicos estuvo dirigido a la creación de circunstancias en
las que el matar ya no sea provechoso para nadie. Lucharon contra la violencia
que abusa contra la violencia que impide el movimiento. No vacilaron en oponer
violencia a la violencia.
Bertolt Brecht
Me-ti. El libro de las transformaciones
EN ESTE FIN de siglo, en
las regiones civilizadas del planeta, la actitud dominante en la opinión
pública acerca de la violencia ha cambiado considerablemente, si se la compara
con la que prevalecía a finales del siglo pasado. También entonces, por
supuesto, se repudiaba el empleo de la violencia como recurso político de
oposición a las instituciones estatales establecidas —fuese él lo mismo si era
un empleo espontáneo que uno preparado. Pero aunque era recusado en general, no
dejaba, sin embargo, de ser justificado como circunstancialmente legítimo en
ciertas coyunturas históricas o en determinadas regiones geográficas. ¿Qué se
le podía objetar a la violencia de los "camisas rojas" de Garibaldi,
* Profesor Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
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por ejemplo, si
había actuado no sólo en bien del progreso y la libertad, sino además en
Italia? Hoy en día, en cambio —según insisten en inducir y expresar los mass
media ese empleo es rechazado no sólo en general sino de manera absoluta.
Después de la caída del imperio soviético y la "restitución" de los
Estados genuinos en la Europa centroriental, la opinión pública civilizada no
cree posible la existencia de ningún caso de empleo de la violencia contra la
entidad estatal que pueda ser justificado. Al Estado, en sus dos versiones
complementarias, es decir, como institución nacional y como institución
transnacional, le correspondería el monopolio total y definitivo del uso de la
violencia.
En efecto, para la opinión
pública dominante, tanto la capacidad de resolver conflictos conforme a derecho
como la capacidad de abarcar con su poder el conjunto del cuerpo social,
habrían alcanzado en la entidad estatal contemporánea un grado cercano a la
perfección. Esta cuasi perfección de la entidad estatal sería justamente la que
hace impensable el surgimiento de un conflicto que llegara a ser tan agudo o
tan inédito entre ella misma y el cuerpo social, como para justificar o
legitimar una ruptura en contra suya de su monopolio excluyente del derecho a
la violencia.l Esta confianza en una concordancia plena entre el
Estado y la sociedad es la que no existía en la opinión pública de hace cien años
y la que distingue a la de nuestros días.
Siempre de acuerdo a la
opinión pública guiada por los mass media, la entidad estatal cuasi perfecta no
sería otra cosa que el Estado neoliberal; es decir, el estado de pretensiones
"posmodernas" que ha retornado a su versión pura y puritana; el
Estado que, en un arranque —éste sí justificado— de fundamentalismo liberal, ha
reducido sus funciones a las que le serían propias; un Estado que ha abandonado
ya, después de la "frustrante" experiencia del siglo xx, esa veleidad
socialistoide y modernista que lo llevó a intentar convertirse en un
"Estado interventor y benefactor", en un "Estado social" o
"de bienestar".
1 El uso
"informal" de la violencia represiva —el de las " guardias
blancas" , los grupos paramilitares o parapoliciacos, las bandas de
jóvenes resentidos (tipo skinheads), por ejemplo — no es vista por la opinión
pública dominante como una ruptura de ese monopolio sino como un reforzamiento
espontáneo o "salvaje" del mismo. Lo ubica, con razón, junto a las
"extralimitaciones inevitables comprensibles" propia violencia
estatal.
Como suele suceder, las evidencias en
contra, por mucho que se acumulen, no son capaces de alterar la línea que sigue
la opinión pública. Los mismos mass media que exponen y conforman esta opinión
no dejan de documentar a diario y con insistencia el hecho abrumadoramente real
de la ruptura de ese monopolio estatal de la violencia; el hecho del
crecimiento irrefrenable del uso de la "violencia salvaje", es decir,
no institucionalizada. Repetidamente, y con frecuencia cada vez mayor, la
violencia se le escapa de las manos a la entidad estatal, y es empleada tanto
por movimientos disfuncionales, "antinacionales", de la sociedad
civil —los famosos "sectores" marginales o informales—, como por
Estados nacionales "espurios" o mal integrados en la entidad estatal
transnacional del neoliberalismo — reacios a sacrificar su identidad religiosa
o ideológica a la gleichschaltung exigida por la globalización del capital.
Ésta es una realidad que no lleva, sin embargo, a la opinión pública dominante
a dudar de la justificación o la legitimidad de la entidad estatal que detenta
el monopolio de la violencia. La conduce, por el contrario, a ratificar su
asentimiento a ese monopolio, a interpretar la reiteración y el encono con que
aparece la "violencia salvaje" como la respuesta social a una
insuficiencia meramente cuantitativa y provisional de la capacidad del Estado,
y no a una imperfección esencial del mismo. Lo que sucede es que éste no habría
llegado aún a su desarrollo pleno; no habría alcanzado todavía a cubrir
plenamente, a exponer y resolver por la vía institucional todos los conflictos
que se generan en la sociedad civil. Se trataría además de una insuficiencia
acentuada coyunturalmente en razón del último progreso en la globalización de
la economía mundial, que ha ampliado sustancialmente la superficie social que
el Estado debe cubrir, y en razón también de las deformaciones que ese mismo
Estado trae consigo como resultado del paternalismo socializante que prevaleció
en el siglo xx. Kantiana, sin saberlo, la opinión pública de la "época
posmoderna" no quiere mirar en la exacerbación y la agudización
monstruosas tanto de la violencia social "salvaje" o rebelde como de
la violencia estatal "civilizadora" una posible reactualización
catastrófica de la violencia ancestral no superada sino que se contenta con
tenerlos por el precio que es ineludible pagar en el trecho último y definitivo
del camino que llevaría a la conquista "paz perpetua".
Si algo añade la política neoliberal al mismo tipo de
utopía que ve en las otras, a las que condena por ilusas, es la hipocresía. Se
comporta como si la suya, a diferencia de las otras, que serían irrealizables,
estuviera ya realizándose: hace como si la injusticia social no fuera su aliada
sino su enemiga. Lo "utópico" en la opinión pública dominante es su
creencia en el mercado o, mejor dicho, en la circulación mercantil como
escenario de la mejor vida posible para los seres humanos. Supone que el
"mundo feliz" y la 'paz perpetua" son
perfectamente posibles; que si bien aún no están ahí, se encuentran, en un
futuro próximo, al alcance de la vista. Profundamente realista por debajo de su
peculiar utopismo, la opinión pública neoliberal tiene que defender, por lo
demás, la paradoja de una política radicalmente apolítica o no ciudadana. Según
ella, el triunfo de la "sociedad justa" y el advenimiento de la
"paz perpetua" no dependen de ningún acto voluntario de la sociedad
como "comunidad natural" o como "comunidad política", sino
exclusivamente de la velocidad con que la "sociedad burguesa",
sirviéndose de su supraestructura estatal, sea capaz de "civilizar" y
modernizar; es decir, capaz de traducir y convertir en conflictos de orden
económico, todos los conflictos que puedan presentarse en la vida humana. Una
"mano oculta", la del cumplimiento de las leyes mercantiles del
intercambio por equivalencia, repartiría, por sí sola, espontáneamente y de
manera impecablemente justa, la felicidad, y lo haría de acuerdo con los
merecimientos de cada quien. La política, cuando no es representación, reflejo
fiel o supraestructura estrictamente determinada por la sociedad civil, no
causaría otra cosa que estragos en el manejo de los asuntos públicos por parte
de la "mano oculta" del mercado.
"Vivir y dejar vivir" es la norma de la sociedad
civil. No hay que olvidar que para un propietario privado es siempre más
provechoso el contrincante vivo —convertido convenientemente en deudor— que el
enemigo muerto.
Estructuralmente pacífica, la "sociedad civil" de
los propietarios privados no reconoce, obedece ni consagra otro poder que no
sea el poder económico en el campo de la oferta y la demanda mercantiles, es
decir, que no tenga la figura del trabajo generador de valor, capaz de
manifestarse en un objeto. Pero, pese a ello, la violencia es algo de lo que
esta "sociedad civil" no puede prescindir. En efecto, su territorio
no es el abstracto e ideal de la esfera de la circulación, en la que el cuerpo
de los propietarios privados no sería más que una derivación angelical de su
alma ajena a la violencia. Su territorio es, por el contrario, el concreto y
real del mercado, donde los propietarios privados tienen un cuerpo lleno de
apetitos rebeldes al control del alma: un territorio sumamente proclive a la
violencia. Si ella se constituye a sí misma como Estado es precisa y
exclusivamente para arrogarse el monopolio en el empleo de la violencia, única
manera que tiene de proteger la integridad y la pureza del intercambio
mercantil no menos de sus enemigos externos que de sí misma. En principio, el
uso de la violencia que monopoliza el Estado de la sociedad civil burguesa está
ahí para garantizar el buen funcionamiento de la circulación mercantil; para
protegerla de todo otro posible uso de la misma por parte de los propietarios
privados en el terreno de la lucha económica.
La confianza que la opinión pública neoliberal de este fin de
siglo tiene en el Estado puramente garante, neutral y abstencionista, y en la
vocación y la capacidad civilizadora y pacificadora de su monopolio de la
violencia — confianza que, como veíamos, es, por el otro lado, una desconfianza
incondicional ante cualquier uso antiestatal de la violencia —, es en
definitiva una confianza en la sociedad concebida como sociedad civil o
sociedad de propietarios privados y en la capacidad de esta sociedad civil de
resolver, a su manera, con su política a-política o preciudadana, los
conflictos de la vida pública.
Cabe preguntarse, a Aa luz
de tantos datos inquietantes, que provienen no sólo de aquellas regiones del
planeta en las que la política de la sociedad civil sigue siendo
irremediablemente 'impura" , sino también, e
incluso con mayor frecuencia, de aquellas otras en las que tal depuración es ya
una "conquista" de tiempo atrás: ¿está justificada esa confianza sin
fisuras de la opinión pública en la presencia política de la sociedad como
sociedad civil y la desconfianza correlativa, igualmente monolítica, frente a
otras formas de su presencia política: cuando ella se constituye, por ejemplo,
como una sociedad "natural" o como una sociedad "
ciudadana"?
11
Ya en 1940, como complemento
necesario de su crítica del Estado totalitario (nazi o de bases
"capitalistas" y stalinista o de bases ' socialistas"), Max
Horkheimer[1]
criticaba también la gestación de otra versión del Estado contemporáneo:
la que vemos hoy expandirse sobre el planeta en la figura de ese Estado cuasi
perfecto o esa entidad estatal transnacional puesta por la nueva globalización
capitalista — neoliberal — de la economía mundial. Se para él —en la misma
línea de un estudio anterior de Herbert Marcuse— [2]
de la forma específicamente occidental del "Estado
autoritario". Siguiendo a Marx, Horkheimer afirmaba que la entidad estatal
es garante de una esfera de la circulación que se encuentra ocupada,
intervenida y deformada por la presencia en ella de un tipo de mercancía y de
dinero que obstaculiza sustancialmente el libre juego de la oferta y la demanda.
El gran capital, escribía, con sus dineros y su mercadería, con el peso
monopólico de los mismos sobre las propiedades privadas del resto de los
miembros de la sociedad civil, cierra necesariamente el juego de las
oportunidades de inversión productiva, elimina el azar como horizonte genuino
de la esfera de la circulación mercantil y el mercado libre e impone su
dictadura en la esfera de la sociedad civil. Abstenerse de intervenir en la
esfera de la circulación, en el juego libre de la conformación de los precios
mercantiles; éste es el primer mandamiento del liberalismo y el neoliberalismo
en lo que concierne a la relación del Estado con la economía de la sociedad.
Pero la no intervención del Estado en una economía, que no es ella misma libre
sino sometida, resulta ser otro modo de intervención en ella, sólo que más
sutil y más efectivo. La intervención del Estado en la economía no sólo es la
intervención torpe en la esfera de la circulación, la que adjudica
arbitrariamente los precios a las mercancías, en violación abierta de la ley
del valor —y que habrán de poner en práctica el Estado fascista y el Estado
socialista real — ; es también, y sobre todo, la intervención imperceptible que
consiste en consagrar el dominio despótico de la realización del valor-capital
sobre la realiza' ción de los demás valores en el mundo de las mercancías.
Horkheimer retoma la idea de Marx: la "mano
invisible" del mercado es una mano cargada en un sólo sentido. La sociedad
civil condiciona su lema de "vivir y dejar vivir" a las necesidades
vitales de la riqueza capitalista. La sociedad civil no es el reino de la
igualdad sino, por el contrario, de la desigualdad; de una desigualdad
estructural, sistemáticamente reproducida, que la divide en distintas clases,
movidas por intereses no sólo divergentes sino esencialmente irreconciliables.
No es una sociedad civil, cuyos conflictos internos
sean susceptibles de ser unificados y uniformados, la que se da a sí misma su
propio Estado en la civilización moderna, sino una sociedad profundamente
dividida, en la que tanto la violencia de la explotación económica como la
respuesta a ella —sea como encono autodestructivo o como brote de rebeldía — ,
dejan residuos inexpresados e insatisfechos que se juntan y almacenan en la
memoria práctica del mundo de la vida, y se sueltan de golpe, con segura pero
enigmática regularidad, desatando su potencial devastador. Por esta razón, el
monopolio estatal de la violencia no puede ejercerse de otro modo que como
salvaguarda de una esfera de la circulación mercantil en la que las leyes de la
equivalencia, fundidas y confundidas con las necesidades de valorización del
valor de la mercancía capitalista, sirven de máscara a la expropiación del
plusvalor; es decir, a la explotación de una clase social por otra, y en la que
el "proyecto" de supraestructura política o Estado nacional, propio
de una fracción de la sociedad —la ejecutora (y beneficiaria) de las
disposiciones del capital — se levanta como si fuera el de la sociedad en su
conjunto.
Pero Horkheimer
no sólo retoma este planteamiento de Marx sino que lo desarrolla de manera
válida para la segunda mitad del siglo xx. El "Estado autoritario"
—el qüe después será llamado "neoliberal" — se distingue del Estado
liberal a partir de su base: la sociedad civil que tiene por infraestructura no
es ya una sociedad "abierta" sino una sociedad
"enclaustrada". La desigualdad entre los conglomerados de propiedad
privada no es ya sólo una diferencia cuantitativa o de grado, sino una
diferencia cualitativa, de rango o casta. Una línea divisoria cambiante pero
implacable separa a los propietarios que están con sus capitales por debajo de
un determinado nivel de concentración de aquellos otros que están por encima
del mismo: los primeros poseen un seguro contra los efectos perniciosos de la
competencia, los segundos, no. Incorruptible y rigurosa en su hemisferio bajo,
la esfera de la circulación suspende la vigencia de sus leyes en su hemisferio
alto; plenamente válida en el primero, se encuentra en cambio
"relativizada", "anulada" incluso (liquidiert), llega a
escribir Horkheimer,[3]
en el segundo, donde se deja sustituir por arreglos técnico-burocráticos
en las cumbres monopólicas. Todos iguales, pero unos más y otros menos que los
demás, los miembros de la sociedad civil neoliberal entierran el conflicto
básico e irresoluble entre explotadores y explotados bajo una nueva capa de
conflictos, la de la discrepancia entre los que están inmersos en la legalidad
de la esfera de circulación mercantil y los que flotan sobre ella, entre los
que deben atenerse al campo de gravitación de la oferta y la demanda,
delimitado por las crisis recurrentes, y los que son capaces de manipularlo y
de saltar con provecho por encima de tales crisis. El Estado neoliberal, el
Estado autoritario "occidental", es el Estado de una sociedad civil
cuya esciSión constitutiva —entre trabajadores y capitalistas— está
sobredeterminada por la escisión entre capitalistas manipulados por la
circulación mercantil y capitalistas manipuladores de la misma. Es el Estado de
una sociedad civil construida sobre la base de relaciones sociales de
competencia mercantil en tanto que son relaciones que están siendo rebasadas,
acotadas y dominadas por otras, de poder metamercantil
("posmercantil"). Esta transformación estructural de la sociedad
civil ofrece la clave para emprender la complementariedad conflictiva que hay
entre la versión nacional y la versión transnacional de la entidad estatal
contemporánea. La disposición monopólica sobre un cuerpo comunitario (fuerza de
trabajo) y un cuerpo natural (territorio) fue la base de la soberanía del
Estado nacional en los tiempos de la esfera de la circulación mercantil aún no
manipulada, en la época de la competencia internacional efectiva. En los
tiempos actuales, cuando los resultados de esta competencia pueden ser
alterados por arreglos de poder metacirculatorios; cuandO el capital, que, como
dice Horkheimer, "es capaz de sobrevivir a la economía de mercado" [4]ha
comenzado a hablar la lengua universal de "la civilización humana" y
se olvida de sus "dialectos" particulares, el Estado nacional, sin
dejar de ser indispensable, ha dejado de ser un fin en sí mismo. Su soberanía, al
relativizarse y disminuirse, se ha desvanecido. En la nueva esfera de la
circulación, mercantil o neoliberal, el capital despide al Estado nacional de
su función de vocero principal suyo. En general, desconoce la importancia de la
capacidad de interpretar, configurar y plasmar los lineamientos de su
acumulación en calidad de metas cualitativas de una empresa histórica. La nueva
sociedad civil, la de "menos Estado y más sociedad", no devuelve a la
sociedad la soberanía que arrebata al Estado. Su proceder es más contundente:
elimina la posibilidad de toda autarquía, ridiculiza la idea misma de
soberanía. El ser humano neoliberal no está ahí para inventar y transformar su
propio programa de vida, sino para adivinar y ejecutar un programa que estaría
ya dado y sería inalterable. Así como para la opinión pública neoliberal la
única historia que le queda por hacer al ser humano es una no historia, así
también, para ella, la única política que debe reconocerse como viable es, en
verdad, una no-política.
111
Podría definirse a la
violencia afirmando que es la cualidad propia de una acción que se ejerce sobre
el otro para inducir en él por la fuerza —es decir, à la limite, mediante una
amenaza de muerte— un comportamiento contrario a su voluntad, a su autonomía,
que implica su negación como sujeto humano libre.
Parece ser que cierto tipo de violencia no sólo es
ineludible en la condición humana, sino constitutivo de ella, de su
peculiaridad —de sus grandezas y sus miserias, de sus maravillas y sus
abominaciones — en medio de la condición de los demás seres.
Se frata de una violencia a la que podríamos llamar
"dialéctica", puesto que quien la ejerce y quien la sufre mantienen
entre sí a través del tiempo, más allá del momento actual, un lazo de
reciprocidad, una complicidad que convierte al acto violento en la vía de
tránsito a una figura más perfecta de su existencia conjunta. Se trata de la
violencia practicada como paideia, como disciplina o ascesis que lleva tanto al
actor como al paciente de la violencia, tanto al "educador" como al
"educando" , a cambiar un nivel más precario y elemental de
comportamiento por uno más pleno y satisfactorio. Es la violencia que implica
la transición como ruptura de un continuum a la que se refiere Walter Benjamin
en sus Tesis sobre la historia y de la que Mar* y Engels hablaban como 'partera de la historia".
Violencia
dialéctica sería, por ejemplo, para no mencionar la violencia intersubjetiva
más conocida que es la que prevalece en el mundo del erotismo, la del asceta
místico católico del siglo XVII, que divide y desdobla su yo, y se pone ante sí
mismo como puro cuerpo, como un otro al que martiriza, sobre el que ejerce
violencia con el fin de negar su modo actual de existencia y ascender a un modo
de existencia superior en el que él mismo y su otro yo, su cuerpo recobrado,
alcanzan momentáneamente el status de la salvación.
Esencialmente diferente de la violencia destructiva — que
es la que persigue la abolición o eliminación del otro como sujeto libre, la
que construye al otro como enemigo, como alguien que sólo puede ser aniquilado
o rebajado a la animalidad — , la violencia dialéctica es la que subyace en
todas las construcciones de mundo social levantadas por el ser humano en las
épocas arcaicas que sucedieron a la llamada "revolución neolítica" y
que en muchos aspectos esenciales han perdurado hasta nuestros días, a través
incluso de toda la historia de la modernidad. Una "violencia
benigna", que saca de su naturalidad al ser humano, reprimiendo o
fortaleciendo desmesuradamente determinados aspectos de su sustancia animal,
para adecuarla sistemáticamente en una figura de humanidad; una violencia que
convierte en virtud, en un hecho armónico o "amable", la necesidad
estratégica de sacrificar ciertas posibilidades de vida en favor de otras,
reconocidas como las únicas indispensables para la supervivencia comunitaria en
medio de la escasez de oportunidades de vida o la hostilidad de lo extrahumano.[5]
Una violencia constructiva, dialéctica o paideica, está sin duda en el
fondo de la vida humana institucional y civilizada. Cultura es natura
sublimada, fransnaturalizada, enseñaba, junto con otros, Marcuse hace treinta
años; y sublimación, decía, es autoviolencia perfeccionadoa, es sacrificio
creativo.
La violencia dialéctica
de las comunidades arcaicas es hija de una situación de "escasez
absoluta"; es decir, de unas condiciones en las que el mundo natural
presenta un carácter incondicionalmente inhóspito para las exigencias
específicas del mundo humano. La escasez absoluta es una condición que vuelve a
la existencia humana cosa de milagro, afirmación desesperada, siempre en
peligro, en medio de la amenaza omnipresente; que pone al pacto mágico con lo
Otro como un recurso más efectivo de producción de los bienes necesarios que la
acción técnica sobre la naturaleza.
La fascinación abismal
que ejercen las "culturas primitivas" sobre el entendimiento moderno
reside en que la escasez absoluta sobre la que construyen el edificio
infinitamente complejo, y al mismo tiempo tan quebradizo de sus instituciones,
manifiesta o actualiza de la manera más pura esa otra "escasez" que podría
llamarse "ontológica" y que sería el correlato de lo que Kant llamaba
el "mal radical" , Heidegger y Sartre la "libertad", y que
en la mitología judeocristiana aparece como aquella soberbia, encarnada en la
Serpiente, que lleva a Adán a verse "como Dios" , dueño de "una
palabra que no sólo nombra, sino que, al nombrar, crea la cosa nombrada"
(Benjamin), y a menospreciar el orden de la Creación, a tener al Paraíso
terrenal como "poca cosa", a ponerlo como "escaso" respecto
de sus ambiciones. Las "culturas primitivas" pondrían al desnudo la
ambivalencia radical del estar expulsados del Paraíso, de la "condena a la
libertad" (Sartre)
contra el
otro. Es una violencia que tiene dos posibilidades extremas, la de aniquilar al
otro o la de "devorarlo"; la de devolverlo a la inexistencia "de
donde no debió haber salido" , o la de aprovechar aquellos elementos de él
que fueron efectivos en el pacto con lo Otro. Esta segunda posibilidad, en
periodos de catástrofe, cuando la comunidad está en trance de revisar su constitución,
de replantear su propio pacto con lo Otro, es la que ha abierto la vía a la
historia de la cultura como historia de un mestizaje incesante. La
"absorción del otro" se da como una reconstrucción de sí mismo, como
un hecho en el que el triunfo propio se revela como una derrota, la derrota del
otro como un triunfo.
que caracteriza a la condición humana:
desamparo, contingencia, torpeza, por un lado, pero autarquía, autoafirmación,
creatividad, por otro. La violencia primitiva fascina por lo que en ella hay de
un sobreponerse a la nada.
Nacida en virtud de una peculiar
estrategia de sobrevivencia, de rebeldía frente a la condena a muerte que el
conjunto de la vida animal dicta contra la vida humana, la comunidad arcaica ve
en la fórmula de esa estrategia el secreto que garantiza la existencia misma de
ella y su mundo. Fórmula de una manera peculiar de ejercer la violencia contra
la animalidad natural y en favor de una animalidad social; de usarla de manera
productiva, "sublimadora" o dialéctica. La fórmula de la estrategia
de supervivencia en tomo a la cual se constituye la comunidad arcaica es puesta
por ésta en calidad de núcleo de la forma que la distingue, de su identidad o
mismidad, y al mismo tiempo de garantía de su permanencia en el mundo. La
violencia contra natura que está en la base de la construcción arcaica de la
identidad lleva necesariamente al hecho de que la comunidad no pueda prescindir
de la 'construcción" del otro —
del otro tanto al interior de ella como frente a ella — en calidad de enemigo,
de posible objeto de su violencia destructiva. El otro, sea el que desconoce la
norma o el que tiene otras normas, sería esencialmente digno de odio porque
personifica una alternativa frente al ethos que — consagrado en la forma—
singulariza e identifica al cuerpo comunitario y al mundo de su vida. Lo sería
porque, al hacerlo, al mostrar que la vida también puede ser reproducida de
otra manera, vuelve evidente lo que es indispensable que esté oculto: la
contingencia del fundamento de la propia identidad, el hecho de que la forma de
ésta no es la única posible; de que no es incondicionalmente válida y su
consistencia no tiene la autoridad de lo Otro; de que no es una consistencia
"natural" sino "contranatural" , simplemente humana:
artificial, sustituible.
El fundamento de la modernidad parece estar
en un fenómeno de la historia profunda y de muy larga duración, cuyos inicios
la antropología histórica distingue ya con nitidez, por lo menos en el
continente europeo/ alrededor del siglo XII: el revolucionamiento
"posneolítico" de las fuerzas productivas. Se trata de una
transformación "epocal" porque implica el advenimiento de un tipo de
escasez nuevo, desconocido hasta entonces por el ser humano, el de la
"escasez relativa" o, visto al revés, el aparecimiento de un tipo
inédito de "abundancia" , la abundancia general realmente posible. El
grado de probabilidad de que la actividad humana resulte productiva en su
trabajo sobre un territorio y en un periodo determinados, sin depender de sus
recursos mágicos, pasaba claramente de las cifras "en rojo" a las
cifras "en negro' En virtud de este hecho
decisivo, la asimetría insalvable entre lo humano y lo extrahumano, entre la
precariedad de lo uno y la fuerza arrolladora de lo otro, que prevaleció
"desde el principio" en el escenario de sus relaciones prácticas,
vendría a ser sustituida por una simetría posible, por un equilibrio inestable
o un empate relativo entre los dos. La escasez dejaría de medirse hacia abajo,
respecto de la muerte posible, de la negación y la disminución de la vida, y
comenzaría a medirse hacia arriba, convertida ya en "abundancia" ,
respecto de la vida posible, de su afirmación y enriquecimiento. Es un giro
histórico que revierte radicalmente la situación real de la condición humana.
La posibilidad de una abundancia relativa generalizada trae consigo una
"promesa" de emancipación: pone en entredicho la necesidad de repetir
el uso de la violencia contra las pulsiones — el sacrificio — como conditio
sine qua non tanto del carácter humano de la vida como del mantenimiento de sus
formas civilizadas. Libera a la sociedad de la necesidad de sellar su
organización con una identidad en la que se cristaliza un pacto con lo Otro, y
quita así el piso a la necesidad de "construir" al otro, interno o
externo, como enemigo.8
7
Desde el desarrollo del arado pesado y la fracción
animal, pasando por la introducción de los molinos de agua y de viento y la
modificación ad hoc del diseño mecánico, hasta la conformación de la totalidad
del pequeño continente europeo como un solo campo instrumental (un
"macromedio de producción"), todo contribuye a que, después de Marc
Bloch, sean ya muchos los autores que insisten en reconocer la acción de una revolución
tecnológica de alcance "epocal" durante la Edad Media tardía. Cf.
Lynn White Jr., Medieval technology and social change. Oxford, 1980.
8
Es san Francisco de Asís, paradójicamente, el que, con
su confianza ciega en que "Dios proveerá", percibe y anuncia a su manera
la presencia de este viraje histórico.
Tal vez lo característico —lo trágicamente
característico— de la modernidad, cuya crisis vivimos en este fin de siglo,
está en que ella ha sido a la vez la realización y la negación de ese revolucionamiento
de las fuerzas productivas que comenzó a perfilarse hace ya tantos siglos. La
modernidad debió entregarse al comportamiento capitalista del mercado — que
consiste en sacar un plusvalor comprando barato para vender caro— como método y
dispositivo capaz de introducir en la vida económica el progresismo y el
universalismo indispensables para el despliegue efectivo de dicho
revolucionamiento. La subordinación del enriquecimiento cualitativo del mundo
de la vida a las directivas provenientes de la voracidad del capital en su
autovalorización; la instauración del productivismo abstracto e ilimitado como
horizonte de la actividad humana, debieron, paradójicamente, anular justo
aquello que debían promover, su propio fundamento: la escasez relativa, la
abundancia posible.
En efecto, al guiarse por el lema de "la
producción por la producción misma" , la modernidad debió también permitir
el ingreso del capitalismo en la esfera de las relaciones de producción. Debió
permitir la producción sistemática de ese plusvalor mediante la compraventa de
la fuerza de trabajo de los trabajadores y la extracción directa del plusvalor.
Y como la optimización de ésta depende de la tendencia a la depresión relativa
del valor de la fuerza de trabajo respecto del de las otras mercancías, y como
el secreto de esa tendencia está en la creación sistemática de una demanda
excedente de puestos de trabajo, de una "presión del ejército industrial
de reserva sobre las oportunidades de trabajo" — como estableció Marx en
la "ley general de la acumulación capitalista" —, la modernidad
capitalista tuvo que velar, antes que nada, por que el conjunto de los
trabajadores esté siempre acosado por la amenaza del desempleo o el mal empleo;
es decir, siempre en trance de perder su derecho a la existencia. Debió por
ello producir y reproducir, primero y sobre todo, esta condición de sí misma:
la sobrepoblación, la insuficiencia de la riqueza. Debió aferrarse al esquema
arcaico de la escasez absoluta; recrearla artificialmente dentro de la nueva
situación real, la de la escasez o abundancia relativas.
Al volverse contra su propio fundamento, al reabsolutizar
artificialmente la escasez, la modernidad capitalista puso a la sociedad
humana, en principio, como constitutivamente insaciable o infinitamente voraz
y, al mismo tiempo, a la riqueza como siempre faltante o irremediablemente
incompleta. Reinstaló así la necesidad del sacrificio como conditio sine qua
non de la socialidad, y lo hizo multiplicándola por dos, dotándola de una
eficacia desconocida en los tiempos arcaicos. Repuso el escenario
"primitivo" de la violencia, pero quitándole su dimensión dialéctica
o paideica y dejándole únicamente su dimensión destructiva. Es un escenario que
no admite solidaridad alguna entre "verdugo" y "víctima" y
que no se abre hacia la perfección sino hacia el deterioro. No es gracias a la
forma capitalista de la modernidad que al mundo moderno le está dado tener una
experiencia de la abundancia y la emancipación, sino a pesar suyo. [6]
La violencia fundamental en la época de la modernidad
capitalista —aquella en la que se apoyan todas las otras, heredadas,
reactivadas o inventadas— es la que resuelve día a día la contradicción que hay
entre la coherencia "natural" del mundo de la vida: la "lógica"
del valor de uso, y la coherencia capitalista del mismo: la "lógica"
de la valorización del valor. La violencia somete o subordina sistemáticamente
la primera de estas dos coherencias o "lógicas" a la segunda. Es la
violencia represiva elemental que no permite que lo que en los objetos del
mundo hay de creación, por un lado, y de promesa de disfrute, por otro, se
realice efectivamente, sino es como soporte o pretexto de la valorización del
valor. Es la violencia que encuentra al comportamiento humano escindido y
desdoblado en dos actitudes divergentes, contradictorias entre sí: la una
atraída por la "forma natural" del mundo y la otra subyugada por su
forma mercantil-capitalista, una forma ésta que castiga y sacrifica siempre a
la primera en bien y provecho de la segunda.
La amenaza omnipresente en que está uno, en tanto que se es
sujeto de creación y goce o "fuerza de trabajo y disfrute", de ser
convertido en un otro-enemigo, objeto "justificado" del uso coer-
citivo de la fuerza, pero no por parte de
los otros, desde fuera, como sucede en situaciones premodernas, sino por parte
de uno mismo —como propietario de mercancía que interioriza el interés del
mercado — , esto es lo que da su consistencia específica a la violencia
moderna. Es una cadena o una red, todo un tejido de situaciones de violencia
virtual que gravita por dentro y recorre el conjunto del cuerpo social
imponiendo en la vida cotidiana una ascesis productivista, un ethos
característico. 10
Es precisamente esta ascesis productivista, que asume e
interioriza la violencia de las relaciones capitalistas de producción, la que,
generalizada en el comportamiento de la comunidad, acumula una enorme masa de
frustración inevitable. Convertida en pulsión autodestructiva, la violencia
básica de la modernidad capitalista no alcanza a castigar definitivamente al
cuerpo social, que la burla siempre y sobrevive. Frustración acumulada como
rencor y resentimiento objetivos, inscritos en el mundo, que se vierte entonces
sobre el otro, un otro "exterior", reclutado entre los ajenos a la
comunidad, entre los que no se le someten —los "no escogidos" —, al
que "construye" en calidad del otro-enemigo, en la figura de una
serie de colectivos "hostiles" a la "integridad"
comunitaria.
Las formas arcaicas de la violencia destructiva no sólo no
desaparecen o tienden a desaparecer en la modernidad capitalista sino que, por
el contrario, reaparecen refuncionalizadas sobre un terreno doblemente
propicio, el de una escasez que no tiene ya ninguna razón técnica de ser y que,
sin embargo, siguiendo una "lógica perversa" , debe ser reproducida.
La historia del proletariado en los siglos XVIII y XIX; de las poblaciones
colonizadas en los siglos XIX y xx; de los "lumpen" , informales o
marginados; de las "minorías" de raza, género, religión, opinión,
etcétera, son otras tantas historias de los otros-enemigos que la
"comunidad nacional" , levantada por los propietarios privados en
torno a una acu-
La violencia
destructiva queda así totalmente disfrazada de violencia dialéctica y sólo por
excepción, en los episodios de represión abierta o en las guerras, se presenta
como lo que es. En épocas premodernas, la violencia destructiva no necesitó
disfrazarse de este modo; lo hacía sólo excepcionalmente, pues la regla era
reconocida y justificada por razones "naturales". Sobre este tema
véase, del autor, "Modernidad y capitalismo" (Tesis 10), en Ilusiones
de la modernidad. México, El Equilibrista, 1995.
mulación del capital, ha sabido
"construir" para su autoafirmación. "A contrapelo" — como
Benjamin decía que un materialista debe contar la historia — , la historia
deslumbrante de la modernidad capitalista, de sus progresos y sus liberaciones,
mostraría su lado sombrío. Su narración tendría que tratarla primero como una
historia de opresiones, represiones y explotaciones; como la historia de los
innumerables holocaustos y genocidios de todo tipo que han tenido lugar durante
los siglos que ha durado, y en especial en éste que está por terminar.
La búsqueda
de una sociedad justa, la erradicación de la violencia destructiva, la
conquista de la "paz perpetua" no se encuentran dentro de los planes
de la modernidad capitalista. ll Por esta razón, el retorno tan
festejado a la figura ortodoxa del Estado liberal, que más que
"posmoderno" debería llamarse "ultramoderno" , así como la
reconstrucción de la política como política
'pura" o como pura
supraestructura de la sociedad civil burguesa —sin "ruido" de ningún
tipo, ni "natural" ni "ciudadano" — no parecen anunciar tiempos de menor
barbarie, sino más bien de lo contrario. 12
En efecto, el método económico de la acumulación del capital
que, en principio o "formalmente", convierte a toda la riqueza
11
Incluso en las fantasías que ella se permite, como la
de Kant, la "paz perpetua" requeriría un retorno idílico a la
inocencia animal, previa a la aparición de la libertad y su "maldad
radical". Como él dice: "Todo lo que pertenece a la naturaleza es
bueno; lo que pertenece a la libertad es más malo que bueno". (Refl. Mor..
XIX, p. 192.)
12
Si el Estado autoritario es el que ejerce la violencia
destructiva, ésta es elogiada sin reservas por el discurso neoliberal. Se
trataría, para él, de una violencia dialéctica; como si la sociedad no pudiera
más que entregar a la desgracia y la muerte a una parte de sí misma con el fin
de rescatar de la crisis y la barbarie al resto, y garantizarle la abundancia y
la civilización. Cuando su elogio es pasivo, el discurso neoliberal es
simplemente un discurso cínico; cuando lo hace de manera militante se vuelve un
discurso inconfundiblemente fascista. La violencia dialéctica de quienes
resisten violentamente a la violencia destructiva merece en cambio una
descalificación inmediata por parte del discurso neoliberal: como si fuera ella
la violencia destructiva.
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producida, que es excedente en el plano del
valor de uso, en una magnitud insuficiente en términos de valor, es decir,
escasa, afectada por un faltante que es necesario cubrir, es un método que ha
terminado por convertirse en una creación "real" y ya no sólo
"formal": en un dispositivo incorporado a la estructura técnica del
sistema de producción/ consumo, inherente a ella. El campo instrumental que
reúne al conjunto de los medios de producción en esta última época de la modernidad
capitalista ha desarrollado tal grado de adicción a la escasez absoluta
artificial, que está a punto de convertir al Hombre en un animal de voracidad
sin límites, irremediablemente insatisfecho e insaciable, y por lo tanto a la
Naturaleza en un reservorio constitutivamente escaso; en una simple masa de
"recursos no renovables". Ciertos esquemas de consumo absurdamente
excluyentes e insustentables, propios tan sólo de una modernidad de bases
capitalistas, amenazan con perder su carácter artificial, y por tanto
prescindible para la estructura técnica del campo instrumental, y adquirir uno
"natural" e indispensable. Son esquemas de consumo "de
avanzada" —de " primer mundo" — cuya satisfacción pone en
peligro las posibilidades de reproducción del resto del género humano que no
tiene acceso a ellos.
Ante esta necesidad, que se ha vuelto real para el conjunto
de la sociedad, la de elegir entre la sustitución de esos esquemas, por un
lado, y el sacrificio del bienestar mayoritario, por otro, y teniendo en cuenta
la tendencia inherente a la entidad estatal autoritaria o neoliberal, parece
ociosa la pregunta acerca de la dirección en que se ejercerá el monopolio de la
violencia en esta vuelta de siglo y de milenio.
[1] Max Horkheimer,
"Autoritärer Staat", en Walter Benjamin zum Gedächtnis. Los Ángeles,
1942, pp.
131-136
y 145-148.
[2] Herbert Marcuse, "Der
Kampf gegen den Liberalismus in der totalitären Staatsauffassung", en Zeitschrift zur Sozialforschung,
t. III, 1934, p. 174.
[3] M. Horkheimer,
"Autoritärer Staat", en op. cit., p. 123.
[4] Ibíd., p. 125.
[5] "Amable"
hacia adentro, la violencia arcaica es — en los periodos no catastróficos — implacablemente
destructiva, aniquiladora, cuando se vierte hacia afuera,
[6] El consumismo,
por ejemplo, como un furioso consumir o una violencia contra las cosas
—que consiste en pasar sobre ellas dejándolas como pequeños montones de residuos,
destinados a incrementar una sola inmensa montaña de basura —, puede
ser visto como una reacción ante la incapacidad de disfrutar el valor de uso
del que
se es propietario, ante la condena
a permanecer en la escasez estando en la abundancia.
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