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El gran arco-La formacion del estado ingles como revolucion cultural

 

 


Introducción

Estamos en guerra. Una guerra civil no declarada, desatada por el señor Scargill, sus batallones de huelguistas y sus asociados políticos, contra el resto de la sociedad. El enemigo interior se atreve a alzarse contra la autoridad legítima. Hay una sola manera de enfrentar el desafío si queremos mantener los valores de la democracia liberal y de la libertad dentro de la ley: hay que obligar al señor Scargill y a los dirigentes nacionales del sindicato minero a rendirse.

Esta rendición, afirmada y reconocida sin rodeos, es la condición necesaria para poder controlar a la izquierda militante, cerrar el camino a la política extra-parlamentaria, derrotar la conspiración criminal que pretende intimidar a los ciudadanos en sus lugares de trabajo y en sus hogares, acabar con la voluntad de los sindicatos de oponerse a las políticas del gobierno elegido y reducir de manera sustancial su capacidad de frustrar los cambios necesarios en el orden económico.*

Hasta aquí The Times, en su editorial del 2 de agosto de 1984, en plena huelga de los mineros británicos de 1984-1985. El punto clave, por supuesto, es el último: “los cambios necesarios en el orden económico”. Podríamos decir que el objeto de este libro es estudiar cómo se fueron construyendo históricamente ciertas formas de orden social dentro de las cuales resulta normal que alguien describa las cosas así y pueda presentar como simple necesidad económica la masacre blanca de las comunidades mineras, y su defensa como algo cercano a la traición.

La teoría social admite, desde hace tiempo, que existe algún tipo de conexión entre la formación del Estado y el surgimiento del capitalismo moderno, tanto en términos generales como en el caso particular de Inglaterra: tal es nuestro enfoque empírico en este libro. Para Max Weber, “el Estado nación fue el que dio al capitalismo la oportunidad de desarrollarse”; para Karl Marx, la sociedad burguesa “tiene que afirmarse

* Todas las citas están traducidas del texto inglés, salvo cuando se menciona la fuente en español [NdT].


en sus relaciones exteriores como nacionalidad e, internamente, tiene que organizarse como Estado”.1

Que el triunfo de la civilización capitalista moderna implicaba asimismo una completa revolución cultural (una revolución tanto en la manera de entender el mundo cuanto en la forma de producir e intercambiar bienes) también es algo ampliamente admitido en la literatura sociológica2, marxista3 o feminista4.

Menos común es señalar la relación entre la formación del Estado y la revolución cultural en la larga conformación de la civilización burguesa, sea en Inglaterra o de manera general. En la mayor parte de la literatura no se examina el contenido profundamente cultural de las actividades y de las instituciones del Estado, ni la naturaleza y la extensión de la regulación estatal de las formas culturales. Y menos frecuente todavía es que se conciba la formación del Estado como la revolución cultural que sustancialmente es, como lo vamos a exponer. La teoría social, tanto marxista como sociológica, se satisface muchas veces con demostrar en términos teóricos generales que el Estado nación es funcional a la producción capitalista y ve en esa demostración no un simple preludio a la investigación histórica, sino el final del análisis. Incluso en los escritos de historia, la formación del Estado se ve relegada a las subdisciplinas especializadas de la historia constitucional o de la historia administrativa. Los marxistas, además, han tendido con demasiada frecuencia a entender “el Estado” simplemente como órgano de coerción, “los grupos de hombres armados, cárceles, etc.”5 de Lenin, es decir, como un simple reflejo de un poder supuestamente económico; o a “perderlo” en el empirismo, crítico o complaciente, de la biografía institucional, del linaje de la burocracia o de la coerción local. El reciente “viraje” del marxismo, bajo la influencia de una lectura particular de Gramsci que insiste en la actividad de establecer y reproducir el “consenso”, sigue marcado por la misma dicotomía entre paradigma empírico y paradigma teórico. Peor aún, hay en parte de estos trabajos un idealismo furibundo que olvida la intricada relación entre consenso y coerción en la formación del Estado. En ninguno de esos enfoques se valora debidamente el significado de las actividades, formas, rutinas y rituales del Estado para la constitución y la regulación de las identidades sociales, y en última instancia de nuestras subjetividades. Sin embargo, y ése será nuestro argumento, la formación del Estado tiene un papel destacado en la orquestación de esa regulación constitutiva, por lo que es y, a la vez, por lo que hace.

Por convención, se tiende a admitir que las cuestiones de significado pertenecen a un campo de estudio distinto, la historiografía o la sociología de la “cultura”. Pero cabe formular aquí críticas paralelas a las anteriores. Cuando no es totalmente idealista, como pura historia de ideas autogeneradas, o simplemente ahistórico y no empírico, el análisis cultural ha dejado, en general, muy poco espacio al estudio de la regulación estatal. Existe un empirismo persistente en las historias de la cultura, que proporcionan abundantes materiales pero reproducen peligrosamente la separación convencional entre vida material y realidad cultural. Esa separación no se resuelve con la expansión metafórica del sentido del término cultura (una especie de efecto de agregado curiosamente parecido a muchos enfoques de género, etnicidad, competencia lingüística, edad, y así sucesivamente) como en las discusiones sobre “la cultura” de la fábrica, del trabajo, de la escuela, etc. Hay excepciones, por supuesto, en ambos lados.

Lo que este libro se propone es comprender a la vez las formas del Estado en cuanto formas culturales y las formas culturales en cuanto formas reguladas por el Estado. Nuestro plan original era dedicar la misma atención a la formación del Estado y a la revolución cultural más amplia del capitalismo. Pero consideraciones de espacio nos obligaron a concentrarnos en el primer aspecto. En esencia, ofrecemos una discusión sobre la formación del Estado inglés, en el marco narrativo del esbozo de un relato histórico que abarca desde el siglo XI hasta finales del siglo XIX. El contexto de este relato es una construcción doble: obra a la vez de los gobernantes y de los gobernados, de los derechos de los primeros y de los agravios de los últimos. Propiedad y disciplina son dos caras de esta única moneda. El objeto de nuestro relato es, a su vez, una tercera construcción (e insistimos en la necesidad de verlo como una construcción, como algo que se hace): la de las rutinas y los rituales del mando [rule]*, que son los que organizan (organizan, no causan) las primeras dos construcciones. Para ello es fundamental su legitimación, en el sentido de Weber: lo que le confiere autoridad al poder. Si bien nos ocupamos aquí con cierto detenimiento de la regulación estatal de las formas culturales, no pretendemos haber analizado la revolución cultural del capitalismo en su contexto más amplio6. Insistimos, sin embargo, y es el argumento central y más característico de este estudio, en que la formación del Estado es en sí una revolución cultural.

Veamos esto más de cerca (aunque la mejor exposición de lo que queremos decir será el material empírico e histórico que sigue). El repertorio de actividades e instituciones convencionalmente designado como el “Estado” son formas culturales y, además, formas culturales de crucial importancia para la civilización burguesa. Marx, que no reducía el Estado a “grupos de hombres armados”, lo comprendía cuando escribía, en un ensayo de juventud, que “la abstracción del Estado como talpertenece sólo a los tiempos modernos, porque la abstracción de la vida privada pertenece sólo a los tiempos modernos. La abstracción del Estado político es una producción moderna”.7 States, con perdón del juego de palabras, state: los Estados afirman: los esotéricos rituales de una corte de justicia, las fórmulas de aprobación de una Ley del Parlamento por el rey, las visitas de inspectores de escuelas son otras tantas afirmaciones. Definen, con gran detalle, las formas e imágenes aceptables de la actividad social y de la identidad individual y co-

* Para éste y algunos términos delicados cuya traducción depende a menudo del contexto, hemos optado por aceptar una entre dos o más sugerencias de la traductora, dejando entre corchetes el original en inglés a fin de dejar abierta la posibilidad de otras interpretaciones o sentidos que pudiera contener el original. En inglés existen dos palabras: “rule” y “power”, la segunda más abstracta, la primera más enfocada a realidades empíricas –de ahí que muchas veces, “rule” remite más a “mando” que a “poder”– aunque no hay correspondencia total en todos los casos y matices. [NdE].

lectiva; regulan, de maneras que se pueden describir empíricamente, buena parte de la vida social, incluso en el siglo XX. En este sentido, el “Estado”, realmente, nunca para de hablar.

Damos a esto un sentido realmente muy amplio. La definición de lo que se considerará “política” proviene principalmente, por supuesto, de las instituciones del Estado (parlamento, partidos, elecciones) por medio de las cuales está organizada, de tal manera que en nuestra cultura, por ejemplo, resulta obvia la diferencia entre huelgas “políticas” y “económicas” (o, de manera más general, entre vida “pública” y “privada”). Pero el Estado matiza, orienta, moldea muchas cosas más. Dentro del vasto ámbito de las capacidades sociales humanas (los múltiples modos en que la vida social podría ser vivida), las actividades del Estado, de manera más o menos coercitiva, “alientan” algunas mientras suprimen, marginan, corroen o socavan otras. La escuela, por ejemplo, es la forma establecida de la educación; la acción policial, la forma establecida del orden; el voto, la de la participación política. Clasificaciones sociales fundamentales, como la edad y el género, terminan sacralizadas en leyes, incrustadas en instituciones, rutinizadas en procedimientos administrativos y simbolizadas en rituales de Estado. Algunas formas de actividad reciben el sello de la aprobación oficial, otras son marcadas como impropias. Eso tiene consecuencias culturales enormes y acumulativas: consecuencias en cómo la gente concibe su identidad y, en muchos casos, cómo debe concebirla y en cómo identifica “su lugar” en el mundo.

Al contrario de muchas teorizaciones, queremos insistir de entrada en que las especificidades de la formación del Estado y las formas de relaciones culturales que los Estados regulan (por lo general naturalizadas o presentadas en términos de aumento en “provisión” y “acceso”) hacen tanto daño como bien. Son diferenciales en su constitución (qué intereses favorecen) y en sus efectos (a quién y cómo se imponen). Contra lo que suele afirmar la historia empírica, nos proponemos entender esta experiencia del carácter doloroso de la formación del Estado en su alcance más general, en lugar de reducirlo, como quisieran las descripciones convencionales, a la “situación excepcional” de ciertas personas o grupos: así es como funcionan la política y la cultura dentro del capitalismo, un capitalismo que, lo queremos dejar claro de entrada, siempre fue integralmente patriarcal.

Llamamos a esto regulación moral: un proyecto de normalizar, volver natural, parte ineludible de la vida, en una palabra “obvio”, aquello que es en realidad el conjunto de premisas ontológicas y epistemológicas de una forma particular e histórica de orden social. La regulación moral es coextensiva con la formación del Estado y las formas estatales siempre están animadas y legitimadas por un ethosmoral específico. El elemento central es que las agencias estatales intentan dar una expresión única y unificadora a lo que, en realidad, son experiencias históricas, multifacéticas y diferenciadas de diversos grupos dentro de la sociedad y les niegan su carácter particular. La realidad es que la sociedad burguesa es sistemáticamente desigual, que está estructurada según líneas de clase, género, etnicidad, edad, religión, ocupación, lugar de residencia. Los Estados actúan para borrar el reconocimiento y la expresión de estas diferencias mediante lo que hay que concebir, precisamente, como una doble ruptura.

Por un lado, la formación del Estado es un proyecto totalizante, que representa a los seres humanos como miembros de una comunidad particular, una “comunidad ilusoria”, según la descripción de Marx. El epítome de esta comunidad es la nación, que exige la lealtad y la identificación social de sus miembros (y a la que se subordinan, como se demuestra de manera irrebatible en tiempos de guerra, todos los demás vínculos). La nacionalidad, recíprocamente, permite la categorización de “otros”, tanto de dentro como de fuera, como “extranjeros” (recordemos el Comité de Detección de Actividades Anti-Americanas durante la época macartista en Estados Unidos, o la definición de los mineros en huelga como “el enemigo interno” por Margaret Thatcher en 1984). Se trata de un repertorio y una retórica del mando sumamente poderosos. Por el otro lado, como lo observó Michel Foucault, la formación del Estado también (y de manera igualmente poderosa) individualiza a la gente según modos muy definidos y específicos. Dentro de la comunidad estatal, estamos registrados como ciudadanos, votantes, contribuyentes, jurados, padres de familia, consumidores, propietarios, en una palabra: individuos. En ambos aspectos de esta representación se niega legitimidad a cualquier modo alternativo de definir la propia identidad tanto individual como colectiva (y de comprenderla) y a las prácticas sociales, políticas y personales que podrían apoyarse en esa definición distinta. Una de las cosas que esperamos mostrar en este libro es el inmenso peso material que las propias rutinas y los propios rituales del Estado confieren a esas formas culturales. Están encarnadas en las primeras, propaladas por los últimos, al punto de presentarse (como escribe Herbert Butterfield a propósito de la interpretación liberal, Whig, de la historia) como “parte del paisaje de la vida inglesa, lo mismo que nuestros caminos rurales, nuestras nieblas de noviembre o nuestros albergues históricos” (citado en Kenyon 1981: 1407). Las prácticas del Estado, por supuesto, no son los únicos medios por los cuales se efectúa esta regulación moral, pero sí son fundamentales. “El Estado” es “la fuerza concentrada y organizada de la sociedad” (Marx 1867: 751) tanto en el sentido cultural como en el económico, es aquel que concierta las formas más amplias de regulación y los modos de disciplina social a través de los cuales se organizan las relaciones capitalistas de producción y las relaciones patriarcales de reproducción.

Emile Durkheim, teórico poco atendido, y menos por la izquierda, de las condiciones morales del orden burgués y del papel de la formación del Estado para crear y mantenerlas, entendió muy bien esta dimensión cultural de la actividad del Estado:

Veamos cómo se puede definir el Estado. Es un grupo de funcionarios sui generis dentro del cual se definen representaciones y actos de voluntad que involucran a la colectividad, aunque no sean el producto de la colectividad. No es correcto decir que el Estado encarna la conciencia colectiva porque ésta lo rebasa ampliamente. Las representaciones que provienen del Estado siempre son más conscientes de sí mismas, de sus causas y sus metas. Fueron elaboradas de una manera que es menos opaca. La instancia colectiva que las planea entiende mejor de qué se trata… En rigor, el Estado es el órgano propio del pensamiento social (1904: 49-50).

Durkheim concluye que el Estado “es sobre todo, en grado supremo, el órgano de la disciplina moral” (ibid.: 72).

Durkheim deja claro, en estas citas y en otras, que “el Estado” no es algo etéreo, ni inventa sus “representaciones” (de sí mismo, de la “sociedad”, de los individuos). Es, para empezar, un parásito de la conciencia colectiva más amplia, a la que, recíprocamente, regula. Esta última noción es importante en Durkheim. La palabra francesa conscience, como la castellana conciencia, refiere a la vez al Estado conciente y a la conciencia moral y, para Durkheim, esta noción tiene connotaciones tanto cognoscitivas como valorativas. Para nosotros también: las representaciones colectivas (maneras en que quedamos colectivamente representados para nosotros mismos y en que se definen y simbolizan para nosotros las formas y los parámetros “válidos” de identidad individual) son simultáneamente descriptivas y morales. Su característica central es que presentan prescripciones morales específicas como descripciones.

A eso queremos agregar, con especial énfasis, un complemento materialista e histórico. Tampoco la conciencia colectiva es algo etéreo. Las formas de la conciencia social están ancladas en experiencias históricas y en las relaciones materiales que las sustentan. En la sociedad burguesa, son relaciones de desigualdad, dominación y subordinación, y las experiencias sociales, por consiguiente, difieren según el lugar ocupado en la estructura social. Eso significa, entre otras cosas, que las “mismas” representaciones unificadoras desde el punto de vista del “Estado” muy bien pueden entenderse de manera diferenciada desde

“abajo”. Ejemplos que encontraremos incluyen las nociones de “libertades” “inglesas”, de “democracia” o de “protestantismo”, cada una de las cuales es el lugar de una extensa lucha social respecto a qué significa y para quién. En otras palabras, no deberíamos tomar las afirmaciones del Estado al pie de la letra.

“El Estado” pretende hablar desde lo que Marx llamó con ironía “el supuesto don de considerar las cosas desde el punto de vista de la sociedad”. Esto

Significa, ni más ni menos, dejar de lado las diferencias que expresan las relaciones sociales (relaciones de la sociedad burguesa). La sociedad no se compone de individuos sino que expresa la suma de interrelaciones, las relaciones en las que se encuentran estos individuos. Como si alguien dijera: desde el punto de vista de la sociedad, no hay esclavos ni ciudadanos, ambos son seres humanos. Lo cierto es que lo serían, más bien, fuera de la sociedad. Ser esclavo, ser ciudadano, son características sociales, relaciones entre seres humanos (1858: 264-5).

Estamos hablando de individuos sociales dentro de relaciones particulares construidas en la historia. Eso tiene dos implicaciones que faltan en la descripción de Durkheim. Primero, la conciencia en cuestión, como también insistió Marx,8 siempre es la de una clase, un género o una raza dominantes, que describe e idealiza las condiciones de su dominación, en último análisis, como reglas de conducta individual. Segundo, hacer realmente colectiva esta concienciasiempre es una conquista, una lucha contra otras maneras de ver, otras morales, que expresan las experiencias históricas de los dominados. Y como la sociedad, en los hechos, no es una unidad, estas otras experiencias nunca se pueden borrar por completo. El objeto de la disciplina moral lograda por la formación del Estado, por lo tanto, no es, de modo neutral, “integrar la sociedad”. Es imponer la dominación.

Ni la forma del Estado ni las culturas de oposición se pueden entender correctamente fuera del contexto de la continua lucha entre ellas, que les da forma a las dos; en otras palabras, sólo se pueden entender históricamente. Es demasiado frecuente que se las estudie por separado. Las formas de Estado han sido entendidas dentro del propio vocabulario universalizador de la formación estatal, sin referencia a aquello en contra de lo cual están formadas; es un vicio evidente de la historia liberal, pero igualmente de variedades del marxismo (y otras sociologías) que entienden “el Estado” en términos abstractos y funcionales. En cambio, las culturas de oposición son entendidas a través del prisma de varias tradiciones selectivas impuestas, como si éstas fueran todo lo que hace falta decir y saber sobre “cultura”. Cuando no están proscritas como peligro directo para la “salud social”, emergen como provincianas, arcaicas, rebasadas, excéntricas, en una palabra, vernáculas9 –objeto, en el mejor de los casos, de nostalgia y sentimentalismo paternalistas–, sin que se relacione nunca el predominio de este tipo de descripciones con nada que tenga que ver con la regulación estatal. Aquí falta un tercer término: precisamente, la contradicción y la lucha. Y eso es lo que intentamos hacer visible: el triple entramado de nación/Estado/cultura, entendido, primero, en términos históricos, materiales, de relaciones –al considerar los tres términos como formas de imposición y no como descripciones neutrales–; y, segundo, entendido como facetas del mismo caleidoscopio de relaciones de conocimiento/poder; para hacerlo, convertimos en preguntas lo que hasta ahora se ha considerado como respuestas: sobre todo en preguntas relativas al carácter obvio de ciertas identificaciones de los seres humanos y de ciertas relaciones entre ellos.

Eso nos lleva a un último comentario preliminar respecto a “el Estado”, comentario que es a la vez de fondo y de método. En una ponencia presentada en la conferencia anual de 1977 de la British Sociological Association (Asociación Británica de Sociología) con el desarmante título de “Notas sobre la dificultad de estudiar el Estado”10, Philip Abrams sostenía que era preciso abandonar el estudio de cualquier cosa que se llamara “el Estado” y sustituirlo por el estudio de lo que él llamaba “sujeción políticamente organizada”. Su razonamiento era que tanto la ciencia política ortodoxa como el marxismo habían sido hipnotizados por las mismas formas dominantes de la civilización capitalista, lo que Marx (1867: 75) llamaba las “formas naturales, obvias, de la vida social”, hasta el punto de atribuir a la idea del Estado un contenido demasiado concreto. Como lo entendió Marx, “el Estado” es, en un sentido importante, una ilusión. Por supuesto, las instituciones de gobierno son perfectamente reales. Pero “el” Estado es en buena parte una construcción ideológica, una ficción: “el Estado es, cuanto más, un mensaje de dominación, un artefacto ideológico que atribuye unidad, estructura e independencia a las operaciones dispersas, desestructuradas y dependientes de la práctica del gobierno”. Aquí se ilustra un rasgo que encontraremos a menudo: muchos nombres descriptivos (aparentemente neutrales, naturales, universales, obvios) son, en realidad, exigencias [claims]*que se imponen e imponen. La idea del Estado, como lo subrayó Weber11 es una exigencia de legitimidad, un recurso mediante el cual se realiza, a la vez que se oculta, la sujeción políticamente organizada; y, en buena parte, esta idea está conformada mediante las actividades de las propias instituciones de gobierno. Poniendo a Durkheim de cabeza, Abrams sostiene que “en este contexto podríamos decir que el Estado es la (falseada) representación colectiva característica de las sociedades capitalistas”. Desarrolla esta idea en términos que contribuyen ampliamente a definir el proyecto del presente libro:

El Estado, entonces, no es un objeto a la manera de la oreja humana. Ni siquiera es un objeto a la manera del matrimonio humano. Es un objeto de tercer orden, un proyecto ideológico. Es, primero y sobre todo, un ejercicio de legitimación; y cabe suponer que lo que se legitima es algo que, si se pudiera ver directamente como es, sería ilegítimo, una dominación inaceptable. Si no ¿para qué tanto trabajo legitimador? El Estado, en suma, es una apuesta para lograr apoyo o tolerancia

* Otras opciones para traducir “claims” utilizadas en el texto: exigencia, reclamo, pretensión, demanda, imposición, etc. [NdE].

a lo indefendible e intolerable, presentándolo como algo distinto de lo que es, o sea, como una dominación desinteresada, legítima. El estudio del Estado, visto así, empezaría por el estudio de la actividad esencial implicada en una visión seria del Estado: la legitimación de lo ilegítimo. Las instituciones inmediatamente presentes del “sistema estatal”, y en particular sus funciones coercitivas, son el objeto principal de esta tarea. Se trata esencialmente de sobre-acreditarlas como una expresión integral del interés común, limpiamente disociadas de cualquiera de los intereses particulares y de toda estructura (clase, iglesia, raza y así sucesivamente) asociada con ellos. Las instituciones en cuestión, especialmente las instituciones administrativas, judiciales y educativas, son convertidas en agencias de Estado dentro de un proceso histórico muy específico de sujeción; y convertidas, precisamente, en una lectura y una cobertura alternativas de este proceso. (…) No ver al Estado como, ante todo, un ejercicio de legitimación es (…) participar, ciertamente, en la mistificación que es el punto crucial en la construcción del Estado (1977: 15).

Nos proponemos seguir la pista de la “idea del Estado”, para mostrarla como una construcción, para descifrar su “mensaje de dominación”. Distamos de ser los primeros en intentarlo. La formación del Estado es algo que siempre cuestionaron aquellos a los que pretende regular y gobernar. Su resistencia es el primer y principal factor que hace visibles las condiciones y los límites de la civilización burguesa, la particularidad y la fragilidad de sus formas sociales aparentemente neutrales y atemporales. Eso se aplica tanto a “el Estado” –la forma de formas, la representación colectiva falseada propia de las sociedades capitalistas– como a otros ámbitos. Tal crítica práctica es una forma del conocimiento y, como todo conocimiento, inseparable de sus formas de producción (de dónde viene) y de presentación (cómo se dice y cómo se muestra). Es también, en un sentido profundo, una crítica moral: lo que esas luchas muestran, una y otra vez, es de qué precisa manera las formas sociales reguladas de la civilización burguesa someten las capacidades humanas a restricciones reales, dolorosas, dañinas. Este “saber general”, desarmado por las disciplinas legítimas, negado por las formas curriculares, diluido por la falta de reconocimiento de la academia, disipado en miles de tesis doctorales bajo la forma de “ejemplos empíricos”, es el “terreno clásico” para una comprensión de la civilización burguesa que no se limite a repetir sus propias imágenes “autorizadas” –también es el terreno para cualquier posible o deseable transformación social. Lo afirmamos fuertemente aquí porque, de otra manera, nuestro propio relato, enfocado como está, “desde arriba” hacia la intrincada maquinaria de la formación del Estado y de la regulación moral, se expondría a reproducir la aparente coherencia, los rasgos sistemáticos, “sólidos”, de aquella imagen en la cual la burguesía trata de convertir su mundo.

Pero la formación del Estado (las implicaciones y consecuencias de la política, la propia forma de “el Estado”) y las formas estatales (el significado de aquellos rituales y rutinas, el repertorio completo, el propio peso de “el Estado”) también reciben visibilidad y un nombre coherente desde arriba. Para afirmar eso, no hace falta admitir una teleología evolutiva o cibernética, ni exagerar las intenciones sistemáticas de los agentes respectivos o sus capacidades de control. En realidad, para ignorar sistemáticamente (como suele pasar) el proyecto organizado de los que tienen el poder social de definir, se requiere el mismo tipo de mala fe que aquella que permite explicar patrones duraderos de subordinación por la “falsa conciencia” de los subordinados. No estamos justificando con esto las teorías de la conspiración, si bien hay una buena dosis de verdad en la descripción que presenta Tomás Moro, en su Utopía (1515: 132-3) de una de esas “conspiraciones” en el siglo XVI, y también en la propuesta de Adam Smith de definir el gobierno como “una confabulación de los ricos”, ¡por los años 1760! Sólo estamos constatando cómo el hecho de compartir cierto marco moral y clasificatorio orienta la acción, a la vez, en sus objetivos y en sus formas; sólo proponemos tomar en serio la idea de “agente” (agency).* En nuestros últimos capítulos, sobre todo, dedicaremos más espacio que el habitual a estas orientaciones para la acción, a las filosofías que animan al Estado.

Nuestro enfoque también recurre a las perspectivas de la sociología “clásica” de un modo que conviene indicar aquí brevemente, ya que no lo volveremos a discutir hasta la “Postdata” que cierra este libro. Nuestra deuda principal y la más obvia (coherente con lo que ya constatamos, la crítica práctica ejercida por una multitud de luchas sociales) es con Marx; aunque con un Marx que muchos de sus seguidores, sin duda, desconocerían (entre otras cosas, porque nos negamos a considerar la formación del Estado o la revolución cultural como “superestructuras”)12.

A Durkheim le debemos la importancia central atribuida a la autoridad moral:

El problema de la sociología, si es que podemos hablar de un problema sociológico, consiste en buscar, en medio de las diferentes formas de la coacción social, las diversas formas de autoridad moral que les corresponden y en descubrir las causas que determinaron estas últimas (Durkheim, 1912: 208, n.4: una respuesta a los críticos. Énfasis nuestro).

Pero le dimos a este planteamiento por lo menos tres inflexiones. Primero, nos propusimos entender qué concepciones de la autoridad moral asumen los que son socialmente poderosos y no considerarlas como simples justificaciones ad hoc; ver en ellas un reconocimiento del hecho que los modos de control o, como preferimos llamarlos, de regulación, también necesitan justificaciones morales aun cuando actúan para ocultar las formas del mismo poder que las hizo pensables. Intentamos, con un enfoque materialista, sacar en limpio cómo lo que llegó a recibir el nombre de “maquinaria del gobierno” se moraliza, no sólo mediante justificaciones explícitas y separadas sino centralmente en la combinación

* Otras opciones para traducir “agency” son: agencia, instancia, agentes activos, etc. [NdE].

de las rutinas mundanas (que, en muchas descripciones, tienden a quedar fuera del campo de visión) y de los rituales fastuosos descartados con demasiada facilidad como decorativos o, siguiendo a Bagehot sin entenderlo, como augustos, [dignified] del Estado. Y tomamos muy en serio la última parte, arriba subrayada, de la afirmación de Durkheim, lo cual nos lleva a investigar mediante qué cambios, imperceptibles o bruscos, se volvió posible, para los socialmente poderosos, empezar a pensar, a ver y a actuar de manera diferente, y a reconocer en estos cambios (en varios momentos de nuestra narración histórica) las bases necesarias para transformaciones mayores en las categorías del pensamiento político.

A Weber también le debemos mucho, en especial a su fecunda insistencia en entender la autoridad como poder legitimado. De manera más particular, hemos tratado de ver por qué caminos se podía desarrollar sus importantes sugerencias sobre “el Estado” entendido como el lugar –o el conjunto de visiones y personal– de las exigencias (exitosas) de detentar el monopolio del uso legítimo de la violencia. La formación del Estado regresa siempre a este proyecto de monopolización. “El Estado” busca quedar como el único que se puede atribuir autoridad para ser la instancia legítima exclusiva para tal o cual forma de conocimiento, de previsión, de regulación o, palabra maravillosamente neutral, de “administración”. Esto es una parte tan importante de los circuitos de poder legitimados como el monopolio de los medios de violencia física (con el cual, por supuesto, esa pretensión más general se entrelaza inextricablemente). En cierto sentido, el éxito creciente de estas exigencias [claims] es precisamente lo que permite que “el Estado” reciba un nombre, como poder impersonal, el “Dios Mortal”, (Mortal God) de Hobbes. Seguir el detalle de las modificaciones en los medios de legitimación y, de manera central aunque no exclusiva, en el sistema de justicia y en las formas de la representación política (sin olvidar, para buena parte de nuestro período, la religión) es un tema clave de nuestra narración. Tuvimos presente siempre que la esencia de cualquier exigencia es que puede ser cuestionada.

Pero dejemos los necesarios preliminares generales. Ya no habrá más “teorización” explícita, o muy poca, en este libro hasta la sección que lo concluye, donde retomaremos algunos problemas más amplios de la formación del Estado en la teoría social y la historiografía de la civilización capitalista a la luz de la experiencia histórica inglesa. Hasta entonces, confiamos en que nuestro relato hablará por sí mismo y dará sustancia a estas consideraciones breves y abstractas. Nuestro título, El gran arco, proviene de una metáfora usada por E.P. Thompson para caracterizar la realidad de la revolución burguesa en Inglaterra, la historia del aburguesamiento plurisecular de las clases dominantes inglesas (y de la proletarización de los dominados, dos procesos inseparables) propiciada de manera compleja por la lenta constitución de un Estado nación, mediante una serie de lo que definiremos como “ondas largas” de revoluciones en el gobierno. En este libro, tratamos principalmente este último aspecto; sería imposible empezar a contar la historia completa en un trabajo de esta dimensión.

Este último punto es importante. No pretendemos ofrecer, en este libro, una historia (ni una explicación) general del capitalismo en Inglaterra, ni de la constitución de la clase dominante inglesa; tenemos un objeto de estudio más limitado, aunque fundamental, según creemos, para la comprensión de ambos temas. Existen estudios históricos valiosos de este contexto más amplio; consideramos nuestro trabajo como un complemento de ellos y una extensión de sus planteamientos, aunque a veces los cuestione.13 Es igualmente importante destacar que tampoco nos proponemos ofrecer el tipo de historia narrativa completa de la formación del Estado que cabría esperar de la historia constitucional o de la historia administrativa. Aunque sólo fuera por razones de espacio, tuvimos que proceder a una selección muy estricta de lo que aquí se iba a cubrir: cada uno de los capítulos hubiera podido ser un libro por sí mismo. Lo que presentamos es, más bien, un panorama de la formación del Estado como revolución cultural, una discusión historiográfica, ni más ni menos, en torno al “terreno clásico” de la civilización capitalista, con la intención, o la esperanza, de iluminar mejor tanto la naturaleza y los orígenes de esta civilización en general –no sólo en Inglaterra– como los rasgos realmente propios del caso inglés. Lo que aquí ofrecemos no pretende, pues, ser definitivo: es un ensayo, un intento, de sociología histórica más que una historia en el sentido convencional.

Finalmente, cabe hacer, de entrada, dos aclaraciones particulares referidas a áreas de estudio que, si bien son extremadamente pertinentes para nuestro tema, no se han discutido lo suficiente. Primero, este libro trata de la formación del Estado inglés en Inglaterra. No en Gran Bretaña, ni en las Islas Británicas, ni en el Reino Unido; no en Gales, Escocia, Irlanda, la India, América del Norte o América Central, Asia austral, Africa.14 Las formas de Estado inglesas se extendieron a todas esas regiones y se impusieron a sus pueblos durante el período que este libro cubre, y los aspectos “imperiales” de la formación del Estado inglés fueron un aspecto fundamental tanto de su materialidad cuanto de su imaginería. Diremos algo sobre este último punto, aunque mucho menos de lo que hubiéramos querido desarrollar. Lo que, por falta de espacio, no podemos estudiar aquí es de qué diversas maneras se impusieron, y se vivieron, las formas inglesas del Estado fuera de Inglaterra.

En segundo lugar, como ya lo mencionamos, la formación del Estado que aquí esbozamos fue y es, en general, más diferenciada en su “diseño”, si se considera desde arriba, y en su “significado” –su experiencia– si se considera desde abajo. Del mismo modo que las consecuencias y los cuestionamientos fueron y son diferentes en Gales y en Escocia (en Irlanda o en la India), así también difieren los diversos grupos dentro de la misma Inglaterra, “organizados” por, pero también en oposición a, las “mismas” formas de Estado, de gobierno, de regulación y de poder. Sobre todo, la política oficial como esfera separada (y por lo tanto también la calidad de “nación política”) es, tanto por su planteamiento como por las personas que participaron en ella, una realización de las clases propietarias inglesas masculinas, blancas, protestantes; una forma de su organización y una de las principales formas mediante las cuales dominan a los demás. En nuestro texto, cada vez que se puede, tratamos de señalar este carácter diferenciado de la construcción del Estado/nación, pero el enfoque mismo de nuestro relato, centrado en esta “nación política”, en la historia “desde arriba”, lo expone constantemente a dejar “inadvertidos” precisamente a los que están afuera y abajo. Habría que recordar, a lo largo del libro, que éstos son la mayoría.

Hay una faceta diferenciada y diferenciadora particular de la formación del Estado inglés que se debe, en este contexto, subrayar con fuerza y de manera muy general, pues está tan profundamente implantada que habitualmente ni siquiera se nota. La peculiar definición del espacio propiamente público organiza, como un lente prismático, otras “esferas” y en especial los espacios opuestos de lo “privado”: dependiente, doméstico y familiar para la mayor parte de las mujeres y los niños; “independiente” y relativo al lugar de trabajo o al oficio para la mayor parte de los hombres. Por supuesto, existen otras divisiones definitorias que cruzan esas dos; el tipo de forma de familia (y de obligaciones domésticas) de las “damas” de la aristocracia y, más tarde, de la alta burguesía, ha de ser distinguido tan claramente como la “ocupación” laboral de los señores de la aristocracia terrateniente, de la nobleza o, más tarde, de los empresarios capitalistas. Pero la meta-organización por género del espacio y del tiempo, y el consiguiente intento de regular las identidades sociales según divisiones de género claramente trazadas, merece, desde un principio, una mención muy general, ya que es un rasgo constitutivo de todas las civilizaciones capitalistas conocidas. Fue un esfuerzo constante y un efecto múltiple de la formación del Estado en Inglaterra. Durante todo el período, la pieza maestra del tejido social fue la familia, su orden patriarcal y social que reflejaba el de la sociedad como conjunto; fue (y sigue siendo)15 una de las grandes metáforas organizadoras del Estado. La masculinidad generalizada de “el Estado” es un rasgo que ha sido pasado por alto en casi todos los estudios hasta los últimos diez o quince años.16 Sin embargo, detengámonos un minuto a pensar lo que significa para las identidades sociales, para las subjetividades, el hecho de haber tenido linajes duraderos, prácticas de rutina e instituciones normalizadas exclusivamente (en todos los sentidos de la palabra) masculinos durante ochocientos o novecientos años.

Este libro no es, entonces, historia desde abajo; la mejor parte de la historia queda sin contar y hay que tenerlo presente. Para explicar por qué, citaremos lo que escribe Perry Anderson al final de la introducción al segundo de sus dos muy importantes volúmenes sobre la formación del Estado (no discutiremos aquí la separación, demasiado nítida según creemos, que establece entre los “niveles” de la sociedad):

Un último comentario podría ser necesario, en cuanto a la decisión de tomar al Estado mismo como tema de reflexión. Ahora que la “historia desde abajo” se ha vuelto el santo y seña tanto en los círculos marxistas como en los no marxistas y ha producido enormes avances en nuestra comprensión del pasado, es , sin embargo, necesario recordar uno de los axiomas básicos del materialismo histórico: que la lucha plurisecular entre las clases se resuelve en última instancia en el nivel político, no en el nivel económico ni cultural, de la sociedad. En otras palabras, es la construcción y la destrucción de los Estados lo que sella los cambios básicos en las relaciones de producción, mientras existan las clases. Una “historia desde arriba”, historia de la intrincada maquinaria de la dominación de clase, sigue siendo por lo tanto no menos esencial que la “historia desde abajo”: en realidad, sin aquella, ésta última termina siendo (aunque desde el lado bueno) unilateral (1974: 11).

Postdata

Al principio de este libro, notamos que la teoría social “clásica” tiene mucho que aportar a la comprensión de la formación del Estado como revolución cultural. Será útil revisar algunos de los temas principales de esta literatura antes de proponer varios comentarios generales que surgen del trabajo anterior. Se pueden encontrar, tanto en Marx como en Weber, importantes análisis de la relación entre la formación del Estado y el capitalismo17. Weber afirma de manera categórica que “sólo dentro del Estado nación puede prosperar el capitalismo moderno” (1920b: 250). Para entender esto, es preciso entender su concepto de capitalismo. Cuando se refería a este fenómeno, históricamente único y distinto de la actividad mercantil en general, al cual llamaba –con cuidado– capitalismo moderno, occidental, racional, lo caracterizaba principalmente por su racionalidad. No se trata de un juicio de valor; en realidad, Weber pensaba que la acumulación de capital sólo por acumular, lo mismo que la disciplina moral del trabajo como tal impuesta por el capitalismo, eran esencialmente irracionales. A lo que se refería era más bien al grado de cálculo que distingue al capitalismo occidental moderno. El capitalismo, para Weber, es racional en la medida en que “se organiza en torno a los cálculos de capital. Es decir, [en que] se ordena mediante la planificación del uso de los bienes materiales y de los servicios personales como medios de adquisición, de modo que a la hora de trazar la última línea del balance, el ingreso final… sea superior al ‘capital’” (1920a: 334). Para nosotros, es completamente “natural” que las empresas productivas operen de esa manera –lo cual demuestra, precisamente, el éxito de la revolución cultural del capitalismo. Un ejemplo, entre tantos, es esta declaración de Sir Henry Plumb: “sin ganancias no puede haber producción” (BBC News Broadcast, 25 de septiembre 1975). Pero, sostendría Weber, tanto los dispositivos técnicos que hacen posible esa racionalidad, la contabilidad de doble partida, por ejemplo, como el edificio institucional y el ethos cultural adecuados son de origen relativamente reciente.

Este “sobrio capitalismo burgués”, basado en la empresa permanente dedicada a la producción de ganancias siempre renovadas (y no a la búsqueda de grandes ganancias especulativas instantáneas), tiene precondiciones definidas. Weber, como Marx, considera esencial “la apropiación de todos los medios físicos de producción… como propiedad alienable de empresas industriales privadas autónomas” y la presencia de “personas... que están, no sólo legalmente autorizadas, sino económicamente obligadas a vender su trabajo sin restricción en el mercado” (1920b: 208). También menciona, entre otras cosas, la tecnología racional, la libertad del mercado, la comercialización general de la vida económica y la separación entre hogar y empresa.18 Aunque el propio Weber no desarrolla este último punto, omisión característica de las sociologías clásicas, la separación entre hogar y empresa se organiza principalmente por medio de la regulación social de las formas de familia, de las relaciones de género y de la división sexual del trabajo –y eso, en buena parte, mediante actividades estatales, como ya lo señalamos. Weber presenta, luego, un argumento de particular importancia para nosotros; sostiene que el capitalismo moderno requiere de un edificio de leyes racionales, administradas por el Estado nacional:

Si este desarrollo (el capitalismo racional) sólo ocurrió en occidente, hay que buscar la explicación en los rasgos particulares de su evolución cultural que le son propios. Sólo el occidente conoce el Estado en el sentido moderno de la palabra, con administración profesional, cuadros especializados y leyes fundadas en el concepto de ciudadanía… Sólo el occidente conoce la ley racional, hecha por juristas, aplicada e interpretada racionalmente, y sólo en occidente encontramos el concepto de ciudadano (1920b: 232; ver su 1920a).

Nosotros, por supuesto, diríamos: la revolución cultural que le es propia. El capitalismo racional, calculador, requiere, según Weber, “leyes con las que se pueda contar como con una máquina” (1920b: 252). La estabilidad y lo predecible del entorno legal le son indispensables. Eso sólo se puede conseguir bajo la jurisdicción centralizada y estandardizada del Estado moderno, con su monopolio del uso legítimo de la fuerza y sus aparatos burocráticos para aplicar la ley. Los Estados también son entornos que vuelven posible llevar a la práctica otras formas de estandarización (que ahora tomamos por sentadas) para facilitar la tarea de calcular, por ejemplo, la normalización de las unidades monetarias o de las unidades de pesos y medidas.

Tanto la ley moderna como la organización política [polity]* moderna se fundan en el concepto del ciudadano, el individuo libre y autónomo con derechos y deberes precisos. En una frase sugerente, Weber describe “la burguesía en el sentido moderno de la palabra” como “la clase ciudadana nacional” (ibid.: 249). Define “ciudadanía en el sentido político” como “participación en el Estado, que conlleva la detención de ciertos derechos políticos”, y “ciudadanos en el sentido de clase” como “aquellos estratos que, en contraste con… el proletariado y demás grupos que quedan fuera de su círculo, se reconocen unos a otros como ‘gente de bien’, ’gente de propiedad y de cultura’”, y precisa que este último sentido es “un concepto propiamente occidental y moderno, como el de burguesía” (ibid: 233-4). Marx, escueto, señala que, donde se dice “ciudadanía”, “hay que leer: dominación de la burguesía” (Marx y Engels 1846: 215).

Finalmente Weber, posiblemente más que cualquier otro sociólogo clásico, también subraya que el capitalismo necesita un ethos práctico nuevo y específico. Lo resume como “el espíritu racional, la racionalización del manejo de la vida en general y una ética económica racionalista” (1920b: 260); “los orígenes del racionalismo económico radican no sólo en la existencia de una tecnología y unas leyes racionales sino, en general, en la capacidad que tienen los hombres para aplicar ciertas formas de racionalidad práctica en la conducta de sus vidas” (1920: 340). Esa racionalización de la conducta es, para Weber, el rasgo seminal de la cultura occidental en general y de la civilización occidental moderna en particular. Su alcance es muy amplio y se trata de un concepto clave de su sociología. “La racionalidad práctica” incluye a la vez la búsqueda racional de la ganancia por el capitalista y el desarrollo de una disciplina

* El significado de este concepto varía según el contexto: organización política (que es nuestra opción más frecuente para traducir “polity” a lo largo del texto), sociedad o comunidad organizada políticamente (en vista de que en antropología la aplicamos también a sociedades sin Estado); una forma particular de organización política o una forma de gobierno [NdE].

del trabajo en sus múltiples formas: puntualidad, regularización (y extensión) del horario de trabajo, salario por hora o por pieza, son expresiones de la misma revolución cultural. También lo es una instrumentalización más amplia de las relaciones sociales, evidente en la burocratización en gran escala de organizaciones de todo tipo; el análisis de Weber procura abarcar hasta la música y el arte. Sin entrar en el debate sobre “la ética protestante”, podemos endosar sin reservas esta penetrante idea de Weber. Queremos subrayar, sin embargo, que esta racionalización cultural no se puede disociar de la formación del Estado, ni analizar como un mero asunto de ideas. Hemos dado amplios ejemplos del papel que cumple la formación del Estado para que esta nueva disciplina se vaya imponiendo: tanto la autodisciplina de la burguesía, como la disciplina del trabajo impuesta a la clase obrera o la disciplina social más amplia (y fundamental, puesto que le da forma a la sociedad que provee el contexto y las condiciones generales para la disciplina central, la de la producción), la cual convierte en rutina el significado de ciertos órdenes y ciertas actividades sociales particulares, del tipo del que se encierra en la noción de orden público de Blackstone, o en la noción típica del siglo XIX de “hombres respetables”.

El análisis que hace Marx del vínculo entre formación del Estado y capitalismo tiene, como era de esperar, enfoques distintos (aunque las dos tradiciones son más complementarias de lo que se admite en general). Los análisis marxistas del Estado como una forma de organización del poder de clase son conocidos y no hace falta desarrollarlos aquí. Pero, en el contexto del presente libro, no sobra insistir en la agudeza de las observaciones de Marx respecto al papel del Estado inglés para abrir camino, desde un principio, a las relaciones capitalistas. En Grundrisse, señala que “los gobiernos, por ejemplo los de Henry VII, VIII, etc., vienen a ser condiciones para el proceso histórico de disolución [de las relaciones feudales] y creadores de las condiciones para la existencia del capital” (1858: 507). En la parte 8 de Capital I, pasa revista de las diversas actividades del Estado, o apoyadas por el Estado. Van desde la “expoliación” de los bienes eclesiásticos, la venta de tierras de propiedad del Estado, la abolición de las tenencias feudales y el impulso a cercamientos y desmontes, pasando por las leyes contra la vagancia, la regulación de los salarios y la criminalización de las asociaciones de trabajadores, hasta la política colonial, el proteccionismo, los métodos fiscales modernos y la deuda nacional. Hacia el final de siglo XVII, afirma, esos “diferentes impulsos de acumulación primitiva” confluyen en “una combinación sistemática”. El punto que elige subrayar es el siguiente:

Esos métodos… recurren todos al poder del Estado, la fuerza organizada y concentrada de la sociedad, para acelerar, como en invernadero, el proceso de transición del modo de producción feudal al modo capitalista, y para abreviar la transición. La violencia es la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva. Es en sí un poder económico (1867: 751).

También deberíamos tener presente que, independientemente de cualquier afirmación general sobre Estado y clase, Marx, en sus trabajos empíricos, nunca trató los Estados de manera mecánica como si fueran dóciles herramientas o criaturas de una clase dirigente monolítica. Eso resulta clarísimo en sus estudios de la política francesa, tanto en los años 1850 como en los 1870.19 Si nos limitamos a ejemplos ingleses, veía la historia de la legislación industrial en términos de luchas, libradas en la arena de la política oficial, y en las cuales la clase trabajadora consiguió victorias sobre el capital: la Ley de las Diez Horas (Ten Hours Bill) era “una medida de los trabajadores” (1864: 346). Asimismo, consideraba la “constitución británica” como “un compromiso entre la burguesía, que manda, no oficialmente sino de hecho, en todas las esferas decisivas de la sociedad civil, y la aristocracia terrateniente que gobierna oficialmente” (1855: 221). Cabría, por supuesto, matizar las dos afirmaciones, usando precisamente la investigación histórica, pero las citamos a título de ilustración.

Un segundo tema en el análisis de Marx es, quizás, menos conocido; lamentablemente, también es más difícil de resumir en el espacio del que disponemos aquí (lo hemos desarrollado en otra parte20). En resumen, Marx sostiene que el Estado moderno no sólo es (con las debidas precauciones) un instrumento del poder burgués sino que además la forma Estado como tal es propiamente burguesa, en los dos siguientes sentidos: primero, que esta forma alcanza su apoteosis en la sociedad capitalista, y segundo, que es una relación esencial de esta sociedad. Con eso, no se propone negar que el gobierno coercitivo es sin duda anterior al capitalismo, y tampoco que muchas de las instituciones del Estado moderno tienen orígenes precapitalistas. Quizás sea más fácil acercarse a lo que sí quiere decir por medio del contraste (idealizado, hay que subrayarlo) del capitalismo con la sociedad feudal21.

Para Marx, una universalización abstracta de la política (como la esfera del “interés general”) y una despolitización formal de la “sociedad civil” (todos los hombres erigidos en ciudadanos iguales, independientemente de las desigualdades sustantivas) son las dos caras del mismo proceso histórico, igualmente constitutivas de la civilización capitalista:

El establecimiento del Estado políticoy la disolución de la sociedad civil en individuos independientes, cuyas relaciones mutuas se rigen por la ley del mismo modo que las relaciones entre hombres en el sistema medieval de Estados y corporaciones se regían por el privilegio… se realiza mediante un mismo y único acto (1843b: 167; ver 1843a: 32).

Aquí, el punto clave es que las condiciones bajo las cuales la actividad económica puede tomar formas capitalistas, en otras palabras, se puede organizar de manera predominante a través de la producción y el intercambio de mercancías (incluyendo la fuerza de trabajo como una mercancía) son, para Marx, las de esta doble transformación de las relaciones sociales. Las relaciones jerárquicas, personalizadas, territoriales, de la sociedad feudal se fracturan doblemente. Por un lado, se trata de un proceso de creciente individualización, en el cual los individuos son “liberados” de los lazos feudales para convertirse en los sujetos formalmente iguales, en los humanos abstractos de la concepción burguesa del mundo. Si los rituales de vasallaje son el símbolo de las relaciones feudales, el contrato es el símbolo maestro de este nuevo mundo. Y aquí está el meollo del asunto. Para Marx, la “liberación” de los individuos es la condición y el corolario de la privatización de la propiedad, de su transformación en mercancía, desembarazada de “sus adornos y asociaciones políticos y sociales anteriores” (1865: 618). Los objetos, principalmente la tierra, los medios de producción y la fuerza de trabajo, sólo pueden volverse propiedad privada disponible en la medida en que sus dueños están libres de disponer de ellos. Detrás del ciudadano está el burgués. Visto desde el otro lado, este proceso es en su totalidad un proceso de formación del Estado. Las relaciones de mercado (el “vínculo monetario” de Marx22) no se bastan a sí mismas. Se requiere de la regulación estatal para crear las condiciones bajo las cuales los individuos pueden dedicarse libremente a sus transacciones “privadas” y para que esas condiciones se apliquen igualmente a todos. El Estado, por lo menos, debe garantizar la seguridad física y el orden (cierto particular orden) social. Pero más allá de eso, como lo demostró brillantemente Durkheim en su análisis de las condiciones “precontractuales” implícitas en cualquier contrato (una crítica devastadora de Spencer y los utilitaristas), se requiere una regulación moral generalizada, la organización del consenso.23 La “anarquía” de la “sociedad civil” capitalista depende de la existencia, firme y callada, de una regulación estatal; en contra de las apariencias –y de las ideologías de laissez-faire– está organizada. La ley, ante la cual todos son considerados iguales y a la que se supone que todos están sujetos, es el marco de regulación paradigmático –aunque no el único– apropiado para esta sociedad. Otras sociologías, aparte de la de Marx, repararon en esta transformación dual, individualización y a la vez formación del Estado; para Tönnies, se trata de la transición de la

Gemeinschaft (comunidad) a la Gesellschaft (sociedad), para Weber, de la autoridad patriarcal a la autoridad racional-burocrática, para Durkheim, de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. Durkheim, una vez más, es especialmente interesante ya que percibe el carácter central para el orden burgués a la vez de lo que él llama “individualismo moral” (atribuir el valor supremo al individuo humano abstracto como tal) y del Estado para su articulación. En sus propias palabras, “sólo mediante el Estado es posible el individualismo” (1904: 64).

Esta transformación de la geografía social, es decir en última instancia de las identidades sociales, es a su vez una revolución cultural de profundas dimensiones, y de consecuencias mayores, en general, para negociar (es decir, encontrar el propio camino en) el mundo y, en particular, para reconocer el valor de nuestras diferencias. Marx deja claro que los valores medulares del discurso político burgués –libertad, igualdad, democracia, derechos– suponen el individuo histórico de la “sociedad civil”, bürgerliche Gesellschaft, y tienen por punto de referencia la organización política (polity) que se forma a partir de su emergencia (ver su 1843a, b; Marx y Engels 1846: 2a parte, passim; Sayer 1985). Por cierto, una manera de ver a qué se refiere es seguir los cambios que se producen, a lo largo de los siglos, en las connotaciones de “libertades”. La noción misma de derechos humanos, derechos asignados al individuo como tal, sin consideración de estatus social ni de circunstancias materiales, hubiera sido propiamente incomprensible en el contexto feudal. Estos valores son, por naturaleza, abstractos y formales en sus referencias; es precisamente un corolario de su universalismo. No se definen en términos materiales o particularistas. Por un lado, es su fuerza. Para los que son subordinados materialmente, es decir, la mayoría, también es una limitación: no sólo en el sentido negativo de su carácter ideal, imposible de realizar, para la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo (en el sentido, para retomar el tendencioso ejemplo de Christopher Hill, de que todos tenemos la “libertad” de hospedarnos en el Ritz) sino en un sentido fuertemente positivo: construir en tales términos la identidad social impide activamente que la experiencia real de la diferencia, de la subordinación material, pueda expresarse en términos políticos y no como una mala suerte “personal” y “privada”. Todos son iguales en la comunidad ilusoria. En una sociedad materialmente desigual, proclamar una igualdad formal puede ser violentamente opresivo y es en sí mismo una forma del poder. Pero éste no es nuestro argumento principal por ahora; trataremos esos temas más a fondo después. Por ahora, queremos apuntar, simplemente, el carácter central, en las teorías sociales que hemos reseñado, de la formación del Estado y de la revolución cultural asociada para ordenar una sociedad en la que la economía capitalista se vuelva posible: o sea, invertir el dogma marxista “estándar”. Para Marx, lo mismo que para cualquier otro teórico aquí considerado, no hay modo, ni con mucha imaginación, de considerar estas transformaciones como “superestructurales”. Son parte integrante de la constitución de un orden social burgués, de una civilización. El capitalismo no sólo es una economía, es un conjunto regulado de formas sociales de vivir.

Esos modelos teóricos son ciertamente esclarecedores, siempre y cuando se los lea como crítica y no como supuesta descripción histórica, como orientaciones para la investigación histórica y no como sustitutos de ella.24Dan cuenta de rasgos genéricos, significativos y nada obvios, de la sociedad capitalista y señalan las intrincadas relaciones que los unen. Pero, si los consideramos desde un punto de vista histórico, como retratos de cualquier capitalismo particular o de los procesos de su formación, esos tipos ideales son obviamente inadecuados; tampoco es su función en el análisis. Empíricamente, la construcción de las relaciones de mercado y la formación del Estado político no fueron nunca, en ningún lado, “un mismo y único acto”. La existencia de la producción y el intercambio de mercancías –como bien sabía Marx– es muy anterior a la emergencia del capitalismo como modo de producción dominante. Estaban presentes, como formas auxiliares pero importantes de la economía, a todo lo ancho de la Europa feudal y de manera extensa desde el siglo once. El Estado político, “el Estado” en el sentido moderno, también fue, como vimos, una construcción de muy largo aliento. Y eso, en dos sentidos. Primero, aquellas agencias e instituciones que finalmente llegaron a redefinirse como “el” Estado tenían en muchos casos un largo (en Inglaterra, extremadamente largo) pedigree precapitalista. Segundo, el reordenamiento de esas instituciones que las convirtió en el tipo de gobierno que Weber describe como “racional-burocrático” o que Marx opone a las formas feudales de mando, fue largo y lento y en realidad, en términos de las expectativas del modelo, está en muchos aspectos inacabado.

Eso queda particularmente claro en el caso de Inglaterra. No fue el derecho romano “racional” sino el derecho consuetudinario, ni escrito ni codificado, el que proporcionó el marco legal al desarrollo del capitalismo en Inglaterra. El Estado inglés carecía de toda estructura burocrática profesional seria, en el sentido de Weber, hasta bien entrado el siglo XIX (e incluso desde entonces, como lo hemos señalado varias veces, era y es todavía marcado por características “patrimoniales” y clientelares). Inglaterra sigue siendo una monarquía y, queremos insistir, no sólo para fines cosméticos. Los soberanos ingleses perdieron hace mucho casi todo su poder personal, pero las formas monárquicas siguen siendo decisivas, no sólo en términos de legitimidad sino también para el funcionamiento de una parte notable de la maquinaria del poder estatal inglés. El gobierno es el “de Su Majestad”, a quien es entregado simbólicamente en la apertura “solemne” del Parlamento, mediante una compleja ceremonia que incluye hasta besamanos. En cualquier sociedad, algo confiere autoridad a las formas del mando, algo legitima el poder. La realeza –la pieza clave de las partes solemnes de la constitución– es el ejemplo-tipo de un reclamo [claim] de legitimidad basado, entre otras cosas, en la antigüedad, la tradición, la continuidad, un “ser inglés” conciente de sí y cuidadosamente edificado. Es un emblema de lo que se supone que “nos” hace distintos de otros países, con sus reyes advenedizos o sus jefes de Estado vulgarmente elegidos. No se trata “simplemente” de una cuestión ideológica: es algo que confiere capacidades prácticas. Quien proclama (legitima, autoriza) el Estado de emergencia es “la Reina en su Consejo”. Cuando, en 1984, el gobierno de Su Majestad trató de prohibir los sindicatos mediante una “Orden del Consejo”, esos alegaron en los tribunales que el poder judicial no tenía atribuciones para controlar su actividad porque, al tratarse de un asunto de seguridad nacional, pertenecía al ámbito de las prerrogativas de la reina. La información que los dirigentes de la oposición reciben en su calidad de miembros del Consejo Privado (como pasó, según Tam Dalyell, en el caso del contingente enviado a las Falkland/Malvinas) debe permanecer en absoluto secreto, en aras de la seguridad nacional. En Inglaterra, también, una cámara alta hereditaria, la cámara de los Lores, conservó amplios poderes legislativos hasta bien entrado el siglo XX y todavía no ha perdido sus garras, como lo demostró en 1984 cuando derogó un proyecto de ley (el Paving Bill) porque abolía el Consejo del Gran Londres. Los Lores, como ya lo señalamos, siguen siendo el más alto tribunal del país. A lo largo de nuestro texto, dimos muchos ejemplos más de rasgos “no modernizados” del “moderno” Estado inglés. Tampoco es una simple excentricidad inglesa esta falta de conformidad a los modelos; vimos cómo, en 1983, una enmienda a la constitución de Estados Unidos, el Equal Rights Amendments, que prohibía la discriminación sexual, fue rechazada en el Congreso. En el país mismo de la democracia burguesa, la mitad, o más, de la población no tiene todavía acceso pleno a la nación política de ciudadanos “iguales”. La larga lucha de la población negra por sus derechos civiles y políticos habla de lo mismo.

Es, según creemos, un error –un error profundo– ver en este tipo de “desviación” una “revolución burguesa incompleta” o una anacrónica sobrevivencia de “reliquias del feudalismo”. Así se suele percibir la experiencia inglesa, sea desde la izquierda (Anderson y Nairn) o desde la derecha (Sir Keith Joseph); Engels se les adelantó al señalar en “las incoherencias lógicas” del Estado británico una “prueba amarga para las mentes racionales”.25 La conclusión correcta que habría que sacar es otra. Las sociedades no son como “mentes racionales”. El error está en lo que se espera: “formaciones sociales” parecidas a sistemas cibernéticos o revoluciones que sean cortes limpios y nítidos. Es preciso agregar luces y sombras a las pinturas sociológicas; a veces, en realidad, es preciso repensarlas en su totalidad.

Lo primero que hay que añadir a la comprensión sociológica de que el capitalismo nunca es “simplemente” una economía es la comprensión histórica de que, empíricamente, sólo hablamos, siempre, de capitalismos históricos precisos. Fuera de los modelos de los teóricos, no existe el capitalismo “en general”; los capitalismos reales sólo existen, siempre, como formas de civilización históricas, particulares. Ésas, como dijo Marx, no caen del cielo. Se van construyendo activamente mediante la transformación de formas sociales preexistentes. Este legado histórico delimita y proporciona a la vez los (únicos) recursos para la construcción capitalista y, de este modo, la “in-forma”, le da su forma y su peso específicos. Así, por ejemplo, si bien “en teoría” no sería imposible imaginar un capitalismo no-patriarcal –el patriarcado no se puede deducir del concepto de capital, y los intentos para hacerlo resultan invariablemente reduccionistas (e ignoran la subordinación de las mujeres como mujeres)–, todos los capitalismos reales fueron construidos, en la práctica, mediante formas de relaciones sociales patriarcales que tienen una historia independiente de la del capitalismo en sí.

Esa dialéctica de limitación y construcción es central en la comprensión histórica; es también, en muchos sentidos, una de las cosas más difíciles de entender plenamente. Tanto la interpretación liberal de la historia inglesa como muchas variedades del marxismo tropiezan aquí, la primera al ver sólo continuidades sin entender cómo sucesivas transformaciones terminan produciendo algo cualitativamente nuevo, las segundas al buscar rupturas revolucionarias definitivas sin detenerse a considerar con qué materias primas son edificadas las civilizaciones capitalistas y las restricciones y continuidades que esas imponen. Las “incoherencias lógicas”, en suma, se deben usar como puntos de partida para reconstruir la historia de la civilización capitalista en Inglaterra, o en cualquier otro lado, ya que en el mundo real, todos los casos son, cada uno a su modo, “singulares”. Sería un error descartarlas como un conjunto de perturbaciones molestas que hay que dejar de lado.

Inglaterra fue “singular” de muchas maneras distintas. Macfarlane subraya la larga herencia del “individualismo” inglés, quizás con demasiado énfasis. Los historiadores marxistas hicieron un trabajo valioso sobre la “diferenciación” entre los campesinos y los artesanos medievales. Brenner busca una explicación maestra de la emergencia del capitalismo en Inglaterra en los contrastes entre la relación señor/campesino que existía ahí y las que existían tanto en Europa Oriental (donde se pudo imponer una “segunda servidumbre”) como en Francia (donde los campesinos ganaron mayores derechos de propiedad). Nosotros hemos señalado los rasgos específicos de la aristocracia en la Inglaterra medieval y al principio de la modernidad, rasgos que crearon condiciones para una mayor disposición al comercio. Pero, sin querer negar la importancia de todo eso, la peculiaridad más visible y destacada de Inglaterra (que tiene implicaciones propias para cada uno de aquellos puntos más obviamente “económicos”) se ubicó en el terreno central que cubre este libro: la formación del Estado, y la revolución cultural que la acompaña. Aquí, según creemos, habría mucho que añadir a las teorías que hemos discutido; en particular, en base a la experiencia inglesa, pero también en aspectos de alcance más general.

Incluso en los términos de esas teorías, es congruente admitir que la temprana unificación nacional de Inglaterra en torno a un Estado capaz de ejercer el mando internamente y –por lo menos desde mediados del siglo XVII– de defender el “interés nacional” afuera, ofreció un entorno excepcionalmente favorable para el crecimiento del capitalismo. Braudel lo reconoce cuando caracteriza la Inglaterra de final del siglo XVII como el primer mercado realmente nacional. Pero algo igualmente importante y mucho menos observado es el significado cultural de esa formación del Estado. Confiamos en haber fundamentado nuestra tesis de que la formación del Estado es una revolución cultural. Las teorías en vigor reconocen eso hasta cierto punto, en las áreas que acabamos de discutir. Lo que no consideran lo suficiente –y es una consecuencia directa de su falta de precisión histórica, ya que la investigación histórica lo destaca muy claramente– son las implicaciones culturales del hecho del que estamos hablando, específicamente, de Estados naciones. La formación del Estado reconstruye las relaciones sociales, precisamente, en términos de sistema político [polity] nacional tanto en lo interno como con los “de fuera” (incluyendo a los “enemigos internos”), dando nuevas formas a identidades y lealtades; la “comunidad ilusoria” del Estado burgués siempre se representa como comunidad nacional. Si tomamos en serio el argumento de Marx, según quien el Estado es la forma en la que la burguesía organiza su poder social, no podemos ignorar el hecho que el contenido cultural de esta forma es integralmente nacional. El Estado es el agente principal mediante el cual se va organizando la revolución cultural más amplia del capitalismo, su instancia material central de regulación. Es a la vez, citando a Durkheim, “el órgano propio del pensamiento social” –dedicado activamente a dar nuevas formas a las clasificaciones sociales y a cimentarlas en sus rutinas, a difundir representaciones colectivas oficiales y a santificarlas en sus rituales– y el “supremo órgano de la disciplina moral”. La mayor parte del marxismo ignoró por completo esa dimensión moral de la actividad del Estado; la tradición durkheimiana, por otra parte, la entiende en términos demasiado poco históricos y materiales. La revolución cultural no es simplemente un asunto de ideas y no se puede estudiar independientemente de la materialidad de la formación del Estado –lo que son las agencias estatales, cómo actúan y sobre quién.

La autodefinición (alentada/obligatoria) de la gente en términos principalmente nacionales, en lugar de términos de referencia más locales (por ejemplo, como súbditos de tal o cual señor) o más amplios (como en el concepto medieval de cristiandad), es un fenómeno histórico relativamente reciente. Es crucial, por supuesto, la forma cómo se construye la identidad nacional. En las tierras sometidas al imperio austro-húngaro del siglo XIX, por ejemplo, la nacionalidad se definía sobre todo mediante formas culturales sofocadas, en primer lugar, el idioma mismo, y tradiciones históricas de oposición. Las óperas de Dvorak y Smetana –en un país donde la ópera es mucho más que una forma cultural de la elite– con sus temas sacados de la mitología heroica checa (Dalibor, Libuse), de la historia checa (Los Brandeburgos en Bohemia), de los cuentos folklóricos checos (Rusalka) o de la idealización de la vida popular (La novia vendida), simbolizan esta construcción de un sentimiento nacional mediante formas de resistencia culturales; lo mismo significa la construcción del Teatro Nacional, en Praga, en 1881, por suscripción popular. En el siglo XX, en China, en Vietnam o en muchos países africanos, las luchas de liberación nacional estuvieron inseparablemente ligadas a luchas sociales más amplias y dirigidas, muchas veces, por partidos socialistas.

La experiencia inglesa es distinta. Uno podría, si acaso, interpretar el nacionalismo de los Tudor como lucha de independencia nacional frente a la dominación papal; no cabe duda de que muchos contemporáneos lo hicieron. Pero el contenido del nacionalismo inglés raras veces fue popular (algo distinto de populista); las revoluciones que convirtieron a Inglaterra en una nación fueron (cuando fueron exitosas) revoluciones desde arriba. Inglaterra, según la frase de Trevelyan, fue “hecha nación a martillazos”, en primer lugar a través de la maquinaria del Estado (1962: 109); agregaríamos que el martillo caía con más peso sobre unos que sobre otros. Por consiguiente, las imágenes dominantes de la tradición y la identidad nacionales –del carácter nacional, dice la misma frase significativa– están estrechamente ligadas, a la vez, a la cultura de las clases dirigentes inglesas y a la historia (oficial) de las formas de Estado mediante las cuales se organiza su poder. Eso, según nosotros, se aplica tanto o más a los elementos más elogiados del “carácter nacional” –la supuesta sensatez, la moderación, el pragmatismo, el rechazo a las ideologías, el talento improvisador, la excentricidad, y así sucesivamente– atribuidos a “lo inglés”, cuanto a los símbolos patrióticos más evidentes como el dominio de la ley, la “Madre de los Parlamentos” y la Familia Real. Ese conjunto muy específico de imágenes culturales fueron fundamentales para la construcción de la civilización capitalista inglesa. Y de muchas maneras.

Primero, fue parte integrante de la formación de la propia clase dirigente inglesa –una clase cada vez más capitalista en su sustancia desde mediados del siglo XVI, si no es que antes, aunque con algunos rasgos claramente “aristocráticos” en cuanto a estilo. Eso es así tanto en un sentido material como cultural. En su calidad de Justices of Peace (Jueces de Paz), deputy lieutenants (delegados), Members of Parliament (parlamentarios), la “nación política” se reunía, consultaba, deliberaba, actuaba; las instituciones del Estado nación eran el armazón de su poder, los instrumentos que daban coherencia y continuidad a sus acciones y aspiraciones. Eran formas materiales de auto organización y, desde temprano, a escala nacional. También eran formas dotadas de envidiable flexibilidad dentro de las cuales se pudo “administrar” la ampliación progresiva de la nación política, de la “Society”, la “buena sociedad”, a lo largo de los siglos (aunque a veces con cierta dificultad). Esas instituciones fueron el foco de una cultura política expresada en formas deliberadamente nacionales, dotadas de enorme solidez, seguridad y profundidad. El juez de paz gentilhombre del siglo XVII, el parlamentario manufacturero del siglo XIX, podían reivindicar, y de hecho reivindicaban, tradiciones nacionales que se remontaban hasta la Magna Carta o incluso antes, y una historia de evolución gradual supuestamente sin quiebres; y en esos términos solían articular, una y otra vez, sus aspiraciones. Eso se aplica también a los radicalismos burgueses (y a algunos no burgueses), de los Mills a los Fabianos y más allá. En cierto sentido, y muy importante, Burke y Paine, por ejemplo, pertenecen a la cultura política nacional inglesa –por lo mismo, precisamente, que el jacobinismo, el bolchevismo o el “marxismo”, demonio omnipresente de nuestro tiempo, quedan, sin discusión posible, fuera de ella, en el caso del marxismo, por haber sido completa y globalmente expulsado de nuestra “herencia común”. Estas formas desde entonces nacionales de la cultura política eran medios a través de los cuales los valores, aspiraciones e imágenes burgueses se retrataban, finalmente, como el bien común e universal; y, por cierto, medios de profundo arraigo. La burguesía, en Inglaterra, fue hasta en su formación una clase que se organizó y se pensó a sí misma en términos nacionales.

Marx observa que, para poder gobernar, cada burguesía debe ser capaz de presentarse a sí misma como representante de la sociedad en su conjunto. Al leer tales afirmaciones, acostumbramos pensar inmediatamente, y, sin duda, es lo que el propio Marx tenía en mente, en los filósofos franceses del siglo XVIII y en aquellos documentos “quintaesencialmente” burgueses que son las declaraciones de la Independencia Americana y de los Derechos del Hombre: manifiestos de un mundo nuevo. Pero la burguesía por excelencia –si es cierto que Inglaterra es realmente el “terreno clásico” del capitalismo– procedió de otra manera. Para arrogarse (y obtener) el derecho de hablar en nombre de todos, usó formas que no eran burguesas ni en su origen ni, en términos de las expectativas sociológicas clásicas, en su carácter. Eran las de la organización política y la cultura nacionales existentes, que ya podían, con cierta legitimidad, pretender quedar “por encima” de las clases y demás diferencias; aun cuando, y esto es importante, esa organización política y esa cultura se hubieran ido transformando cada vez más, del siglo XVI en adelante. Se podría sostener que eran también, por eso mismo, mucho más sólidas de lo que hubieran sido legitimaciones burguesas “clásicas”, exactamente de la misma manera que, como lo explica Holdsworth, la “legalidad” en general es un apoyo mucho más fuerte para un gobierno que un conjunto específico de leyes codificadas. En términos weberianos, en Inglaterra, un Estado que se iba (lenta e incompletamente) racionalizando seguía (y sigue) siendo legitimado por formas de autoridad tradicionales en su origen: el poder del símbolo, del ritual, de la costumbre, de la rutina, de la manera cómo las cosas se han hecho

“siempre”, registro en el cual lo extravagante y anacrónico de las formas es precisamente lo que las legitima, al protegerlas del examen “racional”. El “enigma” de la Vieja Corrupción del siglo XVIII quizás sea el mejor ejemplo de ello, pero tampoco el siglo XIX presenta “rupturas” claras al respecto. Tal conjunto de recursos para gobernar es mucho más profundo, más pertinaz, más flexible que cualquier ideología política más abierta (y por lo tanto más expuesta al cuestionamiento abierto). También debería llevarnos a cuestionar el uso de la establecida oposición sociológica entre “tradición” y “modernidad”, quizás un tanto sobrevalorada –útil para evitar que los árboles nos oculten el bosque pero de muy poca ayuda práctica a la hora de guiar nuestros pasos entre la espesura.

Segundo, ese conjunto de imágenes culturales proveyeron la energía moral que necesitó el imperialismo inglés: la imposición de la civilización inglesa, primero a los “rincones oscuros” de la propia Inglaterra, luego a Gales, a Escocia, a Irlanda y finalmente a ese imperio inglés que llegó a cubrir la cuarta parte del globo. No se trata, ni remotamente, de negar con este argumento la brutalidad de la conquista (ni la rapacidad del comercio): Drogheda, Culloden, Amritsar, el comercio de esclavos, las Guerras del Opio, son capítulos que no se pueden extirpar de la larga historia de cómo Inglaterra “civilizó” a pueblos menos afortunados. Lo que queremos subrayar es que hacía falta una cultura nacional extraordinariamente segura de sí misma y de una rectitud moral fuera de lo común para poder concebir ese imperialismo en términos de “misión civilizadora” (y para gobernar, en realidad, con un uso asombrosamente limitado, comparativamente hablando, de la fuerza militar directa de la “madre patria”); y además, para poder deslumbrar a los subordinados del interior, por largos períodos y con notable éxito, con el espectáculo del imperio. Podemos seguir esa huella desde los mitos heroicos de la “nación elegida” en los siglos XVI y XVII, hasta los temas más terrenales y complacientes pero no menos misioneros del siglo XIX. En este sentido, al lado de la codicia y las carnicerías, habría que prestar atención a los barcos de la Compañía de las Indias Orientales, al ethos de los comisionados de distrito, al servicio civil de la India, y estudiarlos de cerca; no para borrar (o disculpar) lo primero, sino más bien para entender las formas culturales, la energía visionaria, que pudo, sin embargo, animar y legitimarlo.26La anotación de Marx sobre “hacer el mundo a su propia imagen” se aplica literalmente en el caso de la burguesía inglesa.

Tercero, estas mismas formas culturales eran formas claves del mando [rule] tanto adentro de “la nación” como afuera. Vale la pena intercalar aquí algunos comentarios generales de Durkheim y de Marx, en cuanto al carácter del orden moral. Durkheim ve a la sociedad (en general) como “un fin que nos rebasa y al mismo tiempo se nos presenta como bueno y deseable, ya que está trenzado con las fibras mismas de nuestro ser” (1906: 56). Eso es lo que queremos decir cuando hablamos de estructuración de la sociedad como creación de identidades sociales, de subjetividades. El orden moral, en este sentido, tiene un doble carácter, a la vez regulador hacia fuera y constitutivo hacia adentro: “debe… ser no sólo obligatorio sino deseable y deseado” (ibid.: 45). Marx y Engels entienden eso en términos de clase:

‘Vocación, destino, tarea, ideal’ son… las condiciones de existencia de la clase dirigente… que se expresan como ideas en leyes, moral, etc., que los ideólogos de esta clase, de manera más o menos conciente, transforman en algo que existe independientemente en la historia y que, en la conciencia de los individuos separados de esta clase, puede concebirse como vocación, etc.; y que se erige como norma de vida en oposición a los individuos de la clase oprimida, parcialmente como embellecimiento o realización de la dominación, parcialmente como instrumento moral para esa dominación misma. Cabe señalar aquí, como en general pasa con los ideólogos, que inevitablemente ponen las cosas de cabeza y consideran su ideología a la vez como la fuerza creadora y como la meta de todas las relaciones sociales, cuando sólo es una expresión y un síntoma de esas relaciones (1846: 472-3).

De lo que están hablando Marx y Durkheim es del intento de construir las expectativas, de la internalización de las normas burguesas como constitutivas de la personalidad. El concepto que hemos usado para eso es el de disciplina, otro Jano de doble cara, recuérdense los comentarios de Milton. A estas consideraciones, empero, hace falta agregarles una apreciación del contexto histórico; necesitamos hablar de particularidades y de agentes activos. En el mundo burgués, la “sociedad” trascendente de Durkheim se hace palpable, precisamente, como la nación; del mismo modo, la dominación de la clase dirigente de Marx es organizada nacionalmente, y las condiciones burguesas de existencia idealizadas como carácter nacional. Aquí, como en una casa de espejos, ciertas formas requeridas de conducta, actitud, aspiraciones, sentimientos, llegan a ser consideradas como propiamente “inglesas” –confiriendo así a la “anglicidad” un contenido material– cuando su pretendida anglicidad es precisamente lo que les confiere su legitimidad trascendental. La nación, en breve, es el símbolo maestro que da fuerza a la revolución cultural del capitalismo, al desplazar los léxicos anteriores de legitimación –el parentesco, los lazos de vasallaje, el Derecho Divino– aun cuando, como en Inglaterra, estos últimos se pueden reciclar en la nueva edificación. La nación es el epítome de la comunidad ficticia en la cual todos somos ciudadanos, al dejar fuera el territorio cognoscitivo que esta revolución remodela enteramente. Y “el Estado”, la nación vuelta visible, es el agente material mediante el cual se concierta esta reformulación; no es su fuente –ésta proviene de relaciones de producción y reproducción–, sino el medio principal de su organización.

A la mayoría se le impuso, de manera más o menos forzada, unas concepciones particulares –burguesas, patriarcales– del “modo de vida inglés”, y esa imposición es uno de los mayores recursos usados por la clase dirigente inglesa masculina para legitimar su mando. Hablar en nombre –y lenguaje– de la nación es a la vez negar que lo que se está diciendo (y quién lo dice) sea particular, y definir toda alternativa o cuestionamiento como local, egoísta, parcial, en suma, potencialmente traidor: recuérdese el editorial del Times con el cual empieza este libro. Definir un “nosotros” en términos nacionales (y no de clase, ni de región, de grupo étnico, de género, de religión, o cualesquiera otros términos en los que se pudiera elaborar una identidad social y comprender la experiencia histórica) tiene consecuencias. Tales clasificaciones son medios para un proyecto de integración social que implica también, inseparablemente, una desintegración activa de otros polos de identidad y otras concepciones de la subjetividad. Proporcionan una base para la construcción y la organización de la memoria colectiva –la escritura de la historia, la fabricación de una “tradición” – que es, inseparablemente, una organización activa del olvido27. Los sociólogos, en general, tratan la “integración” de manera excesivamente neutral, e ignoran sus aspectos diferenciales: quién trata de integrar a quién, para qué, con qué medios y de qué formas; y, por lo mismo, quién sufre, qué fines son negados, qué medios proclamados ilegítimos, qué formas suprimidas, de quiénes se re-escribe, así, la historia. Esos puntos son importantes y requieren de ampliación. Lo cual también nos permitirá desarrollar nuestra crítica del idealismo dominante en los enfoques convencionales respecto a la regulación moral y a la revolución cultural.

Los Estados nación conforman y regulan un campo de visión social que es a la vez unitario (al minimizar las diferencias dentro de la nación) y maniqueo (al crear un espacio normativo y retórico para los que son “ajenos” a “la forma inglesa de vivir” declarada auténtica). Ése es el campo dentro del cual la política oficial transcurre, afianzándolo y cercándolo a la vez. “El Estado” simboliza –en palabras de Marx, es la encarnación ideal de– la nación; muy especialmente, diríamos, en el caso de Inglaterra donde las nociones de la identidad nacional están tan estrechamente ligadas a la historia de la formación del Estado. Sus símbolos y rituales llegan a representar, a expresar, lo que nos deslinda, es decir, en la visión maniquea, lo que nos conforma, lo que nos pone aparte y nos hace lo que somos. Recíprocamente, la deslealtad parece amenazar nada menos que nuestras subjetividades. Lo que aquí es crucial es el entramado de los símbolos trascendentales de la nacionalidad con lo cotidiano, lo ordinario y rutinario, de forma tal que se pueda afirmar que aquellos son representación de eso. El poder de este discurso es enorme: para tomar un ejemplo mínimo pero revelador, una de las atrocidades más destacadas del general Galtieri (y una de las maneras usadas para concretizar la idea de soberanía inglesa sobre las islas Falkland/Malvinas) fue que impuso a los habitantes (ingleses, para este efecto28) el manejar por la derecha en las carreteras. Internamente, se admite que la nación (y su encarnación simbólica, “el Estado”) trasciende las diferencias y por lo tanto exige la lealtad primera de los ciudadanos. La categoría de los que quedan afuera de la nación, en cambio, es amplia y flexible en extremo. Incluye, desde luego, a los generales argentinos; pero, por extensión, también abarca a todos los “desleales”. Margaret Thatcher no inventaba nada nuevo cuando, en 1984, comparaba al presidente de la Unión Nacional de Mineros con Galtieri (y descubría repentinamente el carácter fascista de éste). Papistas, jacobinos, “marxistas” (por no mencionar a sufragistas, gitanos, sindicatos), todos han sido definidos, en algún momento, en términos de sus características, lealtades (recuérdese la “carta de Zinoviev”) o formas de conducta no-inglesas. En el caso inglés, el vocabulario de epítetos xenofóbicos (y más o menos racistas) es particularmente rico, uno de los legados culturales de haber civilizado al mundo.

Hay que subrayar con fuerza, mucho más de lo que se acostumbra, la materialidad de este proyecto. El Estado se ocupa activamente, incluso muchas veces por la fuerza, de normar las clasificaciones sociales de la civilización capitalista, y su funcionamiento de rutina las vuelve palpables. Entre, digamos, los derechos adquiridos por conquista, por costumbre o por ley, lo que contará como “verdadero” derecho de propiedad estará definido por prácticas estatales que legitimarán ciertas formas de pretensiones [claims] y pondrán otras fuera de la ley. Una relación entre dos personas sólo es un matrimonio si se contrae conforme a ciertas formas, religiosas o civiles, si se solemniza en ciertos lugares definidos, autorizados, y si se registra en archivos determinados.

Lo mismo vale para definir un hogar, un sindicato, una organización política, una escuela, una universidad; hemos dado ejemplos de este rasgo central de la formación del Estado como revolución cultural, a lo largo de los siglos, con considerable detalle y respecto a múltiples áreas de la vida social. Las rutinas del Estado, al mismo tiempo que materializan ciertas definiciones particulares, las toman como un hecho previo. “Como son las cosas” (como se les permite ser) no es sólo un asunto de afirmaciones ideológicas (y el “consenso” nunca es sólo de ideas); se concretiza en leyes, decisiones de justicia (y su compilación en jurisprudencias), registros, resultados de censos, permisos, títulos, formularios de impuestos y un sinfín de otras formas mediante las cuales el Estado habla y las particularidades quedan reguladas. Está registrado –concretado en el tiempo, al vincular pasado y presente y esbozar las formas del futuro en una cadena sin rupturas aparentes– en el sistema de archivos oficial cuya notable longevidad y envergadura en Inglaterra ya hemos señalado. Así estamos colectivamente mal representados –no de manera abstracta, ni ideal, sino en las formas mismas con las que operan los rituales y rutinas del Estado. Éste es, sin duda, un lenguaje inmensamente poderoso, y las representaciones alternativas aparecen necesariamente fragmentarias e inseguras frente a esa organización autorizada y contundente de lo que se admitirá como realidad. Este sistema de poder es también, inseparablemente, un sistema de conocimiento, a la vez en términos de cantidad (cuánto sabe el Estado, su “información”; en el caso inglés, notablemente amplia y temprana) y calidad (la autoridad a la que pretende, siendo las otras fuentes de conocimiento menos confiables por el solo hecho de no ser autorizadas). Recuérdese la larga, larguísima historia, en Inglaterra, de censos, comisiones, encuestas, inspecciones, el reiterado establecimiento de hechos autorizados desde Domesday hasta los Blue Books.

Pero –llegó el momento de insistir en ello de nuevo– la integración social dentro del Estado nación no es sino un proyecto; y un proyecto siempre cuestionado y amenazado desde los hechos mismos de la diferencia material – las relaciones reales de la civilización burguesa– cuyo reconocimiento el discurso oficial se empeña en reprimir. Aquí, es preciso aclarar dos cosas. Primero, no hay que confundir lo que es admitir (un hecho) y lo que es aprobar (un ideal). Conformarse no siempre implica consentir; deberíamos tener cuidado de no apurarnos demasiado en suponer la “incorporación” de la clase obrera o de cualquier otro grupo subordinado. La diferencia siempre proporciona la base vivida, la experiencia, para identificaciones, aspiraciones y morales alternativas, y esta base seguirá existiendo tanto como dure el capitalismo. Seguirán existiendo formas diversas de experimentar e interpretar los símbolos, los valores y las herencias culturales “comunes”: las representaciones –por ejemplo, las “libertades” inglesas– pueden ser colectivas sin alcanzar un significado homogéneo. Segundo, y por consiguiente, siempre hay que entender que la integración social burguesa, como ya lo dijimos, implica la desintegración activa –disolución, interrupción, negación– de tales alternativas, y no podría proceder de otra manera porque la sociedad burguesa, en los hechos, no es la unidad que se pretende que es.

Aquí, la regulación estatal es fundamental y el hecho mismo de la diferencia –la discrepancia entre las representaciones oficiales y la realidad representada– es lo que la hace tan constantemente necesaria para que las representaciones burguesas se puedan sostener en pie. Las actividades del Estado se enfocan sobre todo, precisamente, a controlar, hasta reducirlas al silencio, las identificaciones en términos de diferencias, o las expresiones de la experiencia de éstas –en otras palabras, todo aquello que nos hace, materialmente (en cuanto se opone a ideológicamente) lo que somos. Las categorías integradoras del discurso oficial –el ciudadano, el votante, el contribuyente, el consumidor, el pariente, el “hombre de la calle”– descartan sistemática y deliberadamente las diferencias. Los procedimientos mismos de las instituciones del Estado las niegan sistemáticamente: todos podemos emitir un voto, todos podemos escribir a nuestro diputado, todos podemos poner una demanda judicial, todos tenemos iguales oportunidades escolares, etc. Resulta imposible expresar adecuadamente las diferencias materiales bajo estas formas, al mismo tiempo que se les niega deliberadamente toda legitimidad a aquellas formas (de discurso, de política, de organización y de práctica social) que permitirían decirlas, mediante métodos que pueden ir desde la abierta criminalización hasta formas más sutiles de “estímulo” –hemos ilustrado ampliamente el alcance y la longevidad de estos procedimientos en Inglaterra. Uno de los modos usados para universalizar las formas y normas burguesas es, por un lado, la creación activa de la incompetencia cultural; el argumento de Bernstein respecto a los códigos de lenguaje tendría mucho peso aquí, siempre y cuando entendamos que todo código es, a su propio modo, reservado, y que el hecho de privilegiar a uno (el inglés “estándar”) contra otro es un asunto de poder y de medios de control. Hay que entender la integración tanto o más como necesidad de dejar sin habla a los subordinados –volviéndolos mudos a la fuerza– que como necesidad de procurar activamente su consentimiento: volver marginales, locales, parroquiales, sectoriales, las expresiones de las diferencias reales frente a las unicidades monolíticas idealizadas del discurso oficial. Por el otro lado, el proyecto también se propone obligar a la gente, si realmente insiste en querer hablar, a hablar de ciertos modos específicos –como votantes, sindicalistas “respetables”, acusadores (o, más a menudo para la mayoría, acusados) en los tribunales. El monopolio de los recursos de expresión política legitimada no es el menor de los monopolios de “el Estado”.

La violencia de esta “integración” para la mayoría “integrada” es generalmente subestimada, incluso por los marxistas. Esto, en dos sentidos. En primer lugar, es en sí un quebranto de la personalidad humana de inmensa violencia, una restricción que mutila la capacidad humana. La crueldad consiste aquí en definir lo normal de una manera que resulta materialmente inalcanzable, hasta en sueño, para la mayor parte de la gente. El costo se expresa en lo que es ampliamente percibido, y vivido, como pérdida del respeto a sí mismo, cuando uno se descubre “desempleado” u, otra faceta del mismo orden moral, “nada más ama de casa” –triste y habitual fórmula. Una de las ironías más amargas del editorial del Times que abre este libro es la designación de los rompe huelgas como “ciudadanos en sus puestos de trabajo” cuando la huelga minera fue desencadenada por la propuesta del National Coal Board (Junta Nacional del Carbón) de cerrar minas, con pérdida de veinte mil empleos. Uno vive y expresa como inadaptación personal lo que son relaciones esenciales del orden burgués. En segundo lugar, para crear y mantener este orden, siempre ha sido y sigue siendo fundamental el uso de medios de violencia abierta. Hay que recordar con qué instrumentos se obtuvieron las formas e imágenes definitorias de la “civilización” inglesa; cómo, por ejemplo, Inglaterra se volvió protestante, o qué violencia se requirió para introducir y normalizar los derechos de la propiedad privada (para los pocos) y los hábitos del trabajo asalariado o del trabajo doméstico no asalariado (para los muchos). O las salvajadas legalizadas que, a lo largo de todos los siglos que este libro cubre, fueron imponiendo a las mujeres la subordinación doméstica y contribuyeron sustanciosamente en definir culturalmente las imágenes dominantes de la “feminidad” y la imagen que las mujeres tienen de sí mismas.

El paradigma general de la regulación, evidente en todos estos casos, es la supresión continua y más o menos violenta de las alternativas, asociada con el “fomento” activo, desde las instituciones y actividades del Estado, de las formas preferidas –formas que, cada vez, se reconocen como “recurso”, aportación donde antes reinaba un vacío sin orden. Los procedimientos ordinarios del Estado se expanden para convertirse en los indiscutidos límites de lo posible, y ocupar –así como un ejército ocupa un territorio– todo el campo de visión social. Los mismos límites son masiva, poderosamente santificados en los fastuosos rituales del Estado que nos sobrecogen con una fuerza emocional difícil de resistir. Es importante reconocer este último punto: resulta central para la energía del poder [rule]. El paralelo con la religión, establecido por Durkheim/Hobbes, toca el meollo del poder de Estado. Dentro de “el Estado”, se vuelve difícil concebir (en todos los sentidos de la palabra) alternativas. Nuestra insistencia, a lo largo de todo este libro, sobre el contenido cultural de las formas y actividades estatales no es un argumento a favor del “consenso” en la disputa consenso/coerción. Más bien se trata del establecimiento violento y la regulación permanente del “consentimiento”, orquestado por esa organización que se arroga, precisamente, el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en la sociedad, “el Estado”. El orden capitalista nunca se ha sostenido (sólo) en base a “la obtusa coacción de las relaciones económicas” (Marx 1867: 737) y la regulación estatal no es algo que uno pueda relegar a las oscuras épocas de la “acumulación primitiva”; fue, es y sigue siendo una relación esencial del capitalismo, coextensiva a la misma civilización burguesa. “El Estado” es la forma en la cual la burguesía organiza su poder social pero este poder –y su violencia fundamental– no es sólo el poder visible y externamente represivo de “las cárceles, grupos de hombres armados, etc.”. El enorme alcance de este poder no se puede entender si no entendemos las formas estatales como formas culturales, la formación del Estado como revolución cultural y las imágenes culturales como algo continua y extensivamente regulado por el Estado. Una dimensión central –estamos tentados de decir, el secreto– del poder del Estado es la manera como funciona dentro de nosotros.

El último grupo de observaciones que quisiéramos sentar aquí se refiere a las implicaciones de nuestra discusión para toda posible historiografía emancipatoria. Sostuvimos que la formación del Estado es una dimensión esencial –y, por lo menos desde la izquierda, demasiado poco estudiada y en forma demasiado general– a la vez de cómo se hizo la civilización capitalista y de cómo se sigue sosteniendo en pie; el recurso central, lo repetimos, de su organización. El poder del Estado no es “superestructural”: es fundamentalmente –lo cual no quiere decir exclusivamente– mediante la formación del Estado que se pudo formar y consolidar la hegemonía de las relaciones sociales de producción y de reproducción que apuntalan a una civilización inseparablemente burguesa y patriarcal, si bien, en general, “el Estado” no es la fuente de tales relaciones. Crucial –e igualmente desatendido–, hemos sostenido luego, es el papel que cumplió la formación del Estado en la revolución cultural del capitalismo. “El Estado” orquestó el interminable proyecto de la regulación moral. Eso no significa que consideramos que la formación del Estado “causó” el capitalismo, como tampoco consideramos al Estado inglés medieval o Tudor como “burgués”, en ningún sentido adecuado de la palabra. No estamos tratando de sustituir un dogmatismo maniqueo por otro, un determinismo económico por otro político. Lo que sí significa es que, en nuestra comprensión de los orígenes y, a la vez, de la naturaleza de la civilización capitalista, la formación del Estado como revolución cultural cumple un papel mucho más importante que el que le reconoce habitualmente el materialismo histórico. Eso tiene varias consecuencias historiográficas.

Sostuvimos que el carácter nacional del Estado nación es fundamental para la revolución cultural del capitalismo. Las clases burguesas organizan su poder, material y culturalmente, a través de formas políticas [polities] específicamente nacionales. La historiografía marxista inglesa tradicional buscó siempre en las sublevaciones de mediados del siglo XVII el locus clasicus de “la” revolución burguesa, y su enfoque analítico se centró en la emergencia, en esas décadas, de formas de política “típicamente” burguesas (a las que hay entonces que considerar como realizadas de manera “incompleta”). Según nosotros, hay que reconsiderar doblemente esta búsqueda obsesiva de “la” revolución burguesa inglesa.

En primer lugar, es preciso dedicar mucha más atención a la construcción, largamente anterior (y no burguesa), de una nación –un conjunto de formas institucionales pero, inseparablemente, también un espacio cultural– dentro de la cual transformaciones (económicas, políticas, culturales, morales) más claramente “burguesas” podían realizarse; a la construcción, en otras palabras, de los ingredientes –materiales, institucionales, culturales– que entrarían en la fabricación del verdadero Estado burgués inglés. Este libro es sólo una contribución en esta tarea; es, como lo aclaramos desde el principio, precisamente, un ensayo. Hace falta mucha investigación más. Pero adoptar esta perspectiva significa que las “singularidades” de la organización política inglesa medieval, sobre todo de la revolución de los años 1530 y de su consolidación bajo la reina Isabel, merecen mucha más atención de la que los marxistas le han concedido generalmente. Son momentos claves en la construcción de un Estado nación; del mismo modo, la transformación de este último en el Estado nación democrático moderno del siglo XIX también requiere de un nuevo examen bajo esa perspectiva. Si nos viéramos forzados a identificar los dos momentos claves en la construcción del gran arco, serían esos dos. Tradicionalmente, su estudio se abandonó a los historiadores liberales o de otras corrientes de derecha. Aun sin profundizar en este punto –no ofrecimos aquí un estudio comparativo– el presente libro permite sugerir que la precocidad (y el carácter) de la formación del Estado pudiera ser una causa importante entre las que hicieron de Inglaterra, en particular, el “terreno clásico” del capitalismo.

Ampliando esto, podríamos esbozar dos dialécticas históricas que se refieren a ese punto. La primera es una dialéctica de continuidad y cambio. Algunos lectores –y entre ellos, los marxistas– sentirán que, al insistir tanto en las continuidades, nos hemos acercado peligrosamente a la interpretación liberal. Pero los historiadores liberales dan con una verdad que expresan bien James Campbell y sus coautores. Después de observar que “no puede haber trivialidad más certera que la afirmación que cada país y cada pueblo es el producto de su pasado”, opinan sin embargo que en Inglaterra la conexión –en última instancia, para ellos, con la Edad Media– es “de otro orden”. La razón, según creen, se debe “a la continuidad del Estado y de sus instituciones” (1982: 244). De ninguna manera negamos la existencia de revoluciones de gran importancia en el gobierno de Inglaterra –la revolución normanda-angevina, la de los Tudor, las de los siglos XVII y XIX ocupan lugares centrales en nuestro relato. Pero sería plausible también presentarlas como simples evoluciones, especialmente en las implicaciones que eso tiene para la legitimación del “Estado” y del orden que pretendía colectivamente representar. En Inglaterra, no hubo necesidad del absolutismo para forjar la nación, ni de los filósofos para hegemonizar la cultura burguesa.

A esta primera dialéctica se vincula la segunda: entre lo central y lo local. La hemos seguido a lo largo de los siglos y no hace falta repetirlo aquí. Pero, a grandes rasgos, sostendríamos que está a la vista un doble contraste frente a los principales Estados del continente. En Inglaterra, no hubo ni “parcelización de la soberanía”, ni centralización “absolutista”. En Europa continental, a menudo la segunda sucedió a la primera. Aylmer calcula que en los años 1630, el número total de oficiales asalariados del Estado para toda Inglaterra no pasaba de unos centenares; sólo para la provincia francesa de Normandía, la cifra correspondiente superaba los tres mil (1961: 440). En breve, y debido a la “precocidad” de la formación del Estado, la política inglesa funcionaba mediante la “colaboración de las clases acomodadas en el poder”, que Bloch ha señalado para fechas muy tempranas; y eso, podríamos sugerir, fue lo que permitió que las cambiantes formaciones de la clase dirigente expresaran una política inglesa nacional –y en última instancia, ejercieran el poder–, de un modo que hubiera sido imposible en la mayor parte de los sistemas políticos europeos. En otras palabras, no fue sólo la precocidad del Estado inglés sino también el carácter particular de su formación –la particular “apertura” de las formas estatales a una nación política cambiante– lo que, a fin de cuentas, lo hizo tan dúctil a las revoluciones más amplias del capitalismo. Podríamos seguir aquí a Edward Thompson (1965) en la crítica del “sesgo urbano” (reflejo, una vez más, de paradigmas sociológicos dominantes y excesivamente esquemáticos) de muchos relatos marxistas, que buscan siempre, aquí y donde sea, una burguesía “clásica”, que viva en las ciudades y luche contra el “Estado feudal”. En el caso inglés, empero, lo más llamativo y digno de estudio es el aburguesamiento de las propias clases terratenientes (del pequeño noble rural hasta los Pares) –así como, por cierto, sus nexos comerciales, familiares u otros con las elites urbanas.

Por el otro lado, lo que se concibe (erróneamente) como lo “inconcluso” de las revoluciones del siglo XVII merece, igualmente, ser repensado desde una comprensión de las formas –los recursos– culturales y políticos históricamente singulares mediante los cuales la verdadera clase dirigente inglesa logró realmente hacerse a sí misma y organizar su mando. Hemos sugerido que los supuestos “anacronismos” de la cultura y la política inglesa son, precisamente, una de las principales claves de la solidez del Estado burgués en Inglaterra hasta el día de hoy. Ahí, la historiografía liberal da en el clavo, aunque ideológicamente. No se trata de negar la realidad, ni la necesidad para las clases capitalistas de transformaciones mayores de las formas del Estado en el siglo XVII o después. “El Estado” ha sido reformado, como lo mostramos, periódicamente y en su conjunto; su historia no es una armoniosa evolución (ni el despliegue teleológico de sí mismo) sino la sucesión de “ondas largas” de revolución y consolidación. El problema aquí es la concepción global que tenemos de la “revolución burguesa”. Ya es tiempo de enterrar, de una vez y para siempre, la búsqueda de un 1789 inglés. Estamos hablando de un gran arco que cubre siglos y no décadas. Confiamos que este libro ayudará a replantear la periodización histórica marxista tradicional.

También esperamos que contribuya a redefinir los objetos de la investigación materialista histórica. Hay una notable sobreabundancia de trabajos dedicados a temas estrechamente “económicos”, efecto de la tiranía de los modelos base/superestructura –explícitos o no– que ya hemos criticado en otros lados29. Existen, por supuesto, importantes excepciones –pensamos, por ejemplo, en la obra de Christopher Hill, marxista que toda su vida insistió en la necesidad de tomar en serio las justificaciones religiosas del comportamiento, o en la de Edward Thompson, que hizo pedazos la concepción base/superestructura, o en el “materialismo cultural” de Raymond Williams– sin las cuales este libro no existiría. Lo que hemos tratado de mostrar es que en el mundo real, las “economías” sólo existen como formas históricas de civilización y que en el caso de la economía capitalista, la formación del Estado es crítica en su establecimiento y mantenimiento. El capitalismo no es, ni fue nunca, “autorregulado”, a pesar de las ideologías que afirman lo contrario. Aquí, habrá que tirar por la borda la imaginería –la imaginería en extremo machista– de los Estados como objetos o instrumentos susceptibles de ser “tomados” y “usados” igualmente por distintas clases, junto con la iconografía de “la” revolución instantánea, de la que es indisociable. Lo que hemos estudiado en este libro es la micro construcción y reconstrucción, infinitamente larga, compleja y laboriosa, de formas apropiadas de poder; formas adaptadas a los modos de los que dispone una clase, un género, una raza particulares, para imponer sus “estándares de vida” como “interés nacional” y para buscar su internalización como “carácter nacional”. La capacidad de mando de tales grupos no depende ni de un supuesto poder económico previo –por el contrario, estas formas de Estado y su revolución cultural son los instrumentos primordiales que van forjando, consolidando, legitimando y normalizando este poder– ni tampoco de su control de un conjunto neutral de instrumentos estatales. Su poder político reside más bien en las rutinas del funcionamiento regulador de las propias formas del Estado, en cómo –tanto por lo que son como mediante cada política particular que llevan a cabo– procuran, día tras día, que un orden social específico funcione como “la normalidad”, como el territorio exclusivo de lo posible.

Eso significa, a su vez, que ceder ciertas áreas a los historiadores burgueses no es prudente. Pensamos, especialmente, en la historia legal, “administrativa” y “constitucional”. Sus minucias demuestran lo que “el Estado” es en lo material, lo cual se opone a las imágenes que el propio Estado proyecta y autoriza; muestran los pernos y las tuercas, el tejido mismo del poder. No hace falta insistir más en la imposibilidad de separar de este tejido la historia de las formas culturales. Empiezan a aparecer estudios de diversas zonas y formas claves del poder desde esta perspectiva: notablemente, de las leyes penales y sus clasificaciones sociales y de la regulación de las relaciones de género y de las formas de familia.

Pero hacen falta muchos más. También nos hace falta examinar, desde el punto de vista de sus consecuencias culturales, las facetas de la actividad estatal que parecen más terrenales, rutinarias, prosaicas: el derecho civil, los impuestos, la “administración”: las rutinas del mando. Ahí es donde las formas elementales de la civilización burguesa se establecen –se reflejan, repercuten, se justifican– día tras día, antes de que se vuelva necesario ningún “aparato especial de represión” (la definición que Engels, tocando apenas la punta del iceberg, daba del Estado). Los rituales fastuosos, las partes “nobles” del “Estado”, también reclaman a gritos la misma atención. Su análisis está en el centro de toda comprensión realmente materialista del funcionamiento del mundo burgués. Es imposible escribir la historia sólo desde abajo.

En conclusión, en cierto sentido, este libro ha versado “sobre” Inglaterra; profundizar en la especificidad histórica nos permitió esclarecer –matizar, modificar, cuestionar y a veces rechazar– generalidades. Pero creemos que su pertinencia no se limita a eso. Tampoco se limita al pasado del capitalismo. Un favor que la burguesía le hizo al futuro es haber mostrado qué tan transformable es exactamente el mundo.

Al principio, tomamos prestado el concepto de revolución cultural de la experiencia histórica de la construcción del socialismo, no del capitalismo; y quisiéramos, para terminar, traerlo de vuelta a sus raíces, en la lucha por la emancipación de los muchos y no por la dominación de los pocos. La construcción socialista, según sostuvo Mao Zedong, era algo que iba a tomar muchos siglos y otras tantas revoluciones culturales; transformaciones, en términos de Marx, de las personas y las situaciones del pueblo. La experiencia histórica de los intentos de construcción socialista ya demostró –a menudo de manera trágica y sangrienta– la suprema necesidad de repensar, de raíz, qué y cuánto está en juego en cualquier transformación social que se pueda concebir como emancipatoria. El socialismo también necesita deshacerse del “polvo de los siglos” o no pasará de ser una forma nueva de opresión. Nada demuestra eso con más elocuencia que la historia de la lucha de las mujeres por su emancipación y los múltiples obstáculos que las formas existentes de socialismo –formas de pensamiento, de moral, de práctica política, de organización social y material– le opusieron. La experiencia histórica de tantos campesinos, tratados como “un mar de enemigos” y regimentados dentro de granjas colectivas, la de tantos trabajadores, despojados de sindicatos y de toda forma que les permita expresar sus experiencias específicas (dentro de lo que Nikita Krushchev definía como “el Estado del pueblo entero”) cuenta otros capítulos de la misma historia, desde Kronstadt y los Comités de los Pobres, pasando por la “pacificación de las aldeas” de Stalin en 1929, hasta la Polonia de Solidaridad y la “reconstrucción social” genocida que siguió a los (igualmente genocidas) bombardeos de Estados Unidos a Camboya. En otra parte30 hemos señalado lo que pensamos que fueron los logros del “socialismo realmente existente” para la mayoría. Pero ninguna política emancipatoria intelectual o moralmente seria puede ignorar estas “deformaciones” o sus raíces en las formas existentes de la teoría y de la práctica socialistas. No son, desgraciadamente, simples aberraciones adjudicables a la lógica de hierro de las circunstancias o a la maldad personal de un Stalin o un Pol Pot. El “atraso” y la “traición” no son explicaciones, y no se pueden seguir alegando; por años fueron pretextos para eludir responsabilidades morales e intelectuales.

Sólo se aprende intentando y no hay intentos sin error. Sólo mediante las luchas de los subordinados, la tiranía de las prácticas y formas sociales, tanto las heredadas del capitalismo y de su pasado como las que surgen de formas nuevas de orden social (planificación, partidos, ideologías unitarias), podrá ser vista y reconocida por lo que es: una cadena que impide la liberación de las capacidades humanas. Sólo en estas luchas se pueden inventar formas sociales emancipatorias, mediante las cuales se logre reconocer y celebrar las diferencias como ingredientes de un futuro colectivamente humano, en lugar de normarlas y negarlas. Esas luchas tampoco caen del cielo. En el pasado, ya hemos sostenido, en base a la experiencia histórica de la construcción socialista, que en este camino tanto las “técnicas” de producción capitalistas como la “máquina” del Estado, sin transformar, demostraron que eran más bien pesos muertos que recursos para una transformación social emancipatoria, una parte integral de lo que tiene que ser transformado más que los instrumentos de transformación que los socialistas tantas veces vieron en ellas. Queremos ahora ir más lejos y cuestionar a fondo el carácter sistemático, objetivista, “científico” e instrumental –en breve, autoritario y jerárquico– de buena parte de la teoría31 y la práctica socialistas (tanto socialdemócrata como marxista) en general y su relativa indiferencia a lo “personal” como a lo “moral”. La crítica feminista hizo un inestimable favor a todas las políticas de emancipación al reorganizar la práctica y el discurso políticos en torno a estos temas, aun cuando la misma preocupación pudiera encontrarse previamente en corrientes (muchas veces subordinadas) de la tradición socialista. En palabras de Catherine MacKinnon, “como la idea que los marxistas se forman de la carencia de poder, en primera y última instancia, es que se impone de fuera y materialmente, creen que para cambiarla hay que hacerlo también materialmente y desde fuera” (1982: 520). Aquí hay una revolución de profunda importancia en la epistemología política: enfoca, correctamente, las raíces del ejercicio del poder en ciertas formas de relaciones humanas y en la construcción de subjetividades diferenciadas y, por lo tanto, ubica el principio de la emancipación en la construcción de formas y de espacios dentro de los cuales esta experiencia pueda ser dicha. El estudio de la construcción capitalista, de la revolución cultural del capitalismo, solamente nos lleva a generalizar estos puntos. Pues entre estos dos empeños, si bien sus metas y objetivos –dominación y emancipación, explotación o liberación de las capacidades colectivas de la gente– se contraponen radicalmente, se pueden trazar, sin embargo, paralelismos importantes.

La conclusión que se desprende con más fuerza de nuestro estudio es que las formas políticas y culturales capitalistas son precisamente eso: formas –de práctica, identidad, organización social– que abren algunas posibilidades y cancelan otras, desarrollan ciertas capacidades humanas y atrofian otras. Son formas específicamente capitalistas, medios para ordenar un mundo en el cual la mayor parte de la gente trabaja (sea “en casa” o “afuera”) para provecho de los pocos. Son formas sociales que podrían ser distintas, como lo fueron efectivamente en otro tiempo, antes de que la burguesía rehiciera el mundo a su imagen. La relación de estas formas con el capitalismo no es contingente sino interna, son medios que permitieron su construcción histórica y permiten su regulación permanente. Eso implica una serie de lecciones específicas, tanto (sirva, por un minuto, la terminología marxista clásica) para el reformismo como para la revolución, para el oportunismo como para el voluntarismo, en cuanto a estrategias y tácticas de transformación emancipatoria.

Contra el reformismo y el oportunismo, revela con toda claridad que ninguna política emancipatoria puede usar sencillamente los logros políticos de la revolución burguesa –por mucho que los hayan humanizado las luchas de los subordinados– sino que, para convertirlos en medios de liberación, también tiene que transformarlos desde adentro, tan completamente como la burguesía inglesa reconstruyó su herencia para hacerla compatible con sus necesidades. La democracia parlamentaria, el Estado benefactor, el imperio de la ley y la concepción burguesa del derecho en general son, desde su constitución misma, recursos profundamente ambiguos. Por supuesto, hay que defender la democracia burguesa contra el fascismo (o contra la nueva disciplina fiscal en cuyo nombre el actual gobierno británico trata de abolir la elección de autoridades en Londres y en las grandes conurbaciones). Por supuesto, hay que defender a los Estados “benefactores” contra la barbarie monetarista y la crueldad de las ideologías de “superación personal”, en un mundo en el cual se le quita a la gente todos los medios con los cuales se podrían “superar”. Por supuesto, hay que defender el imperio de la ley contra los decretos arbitrarios del gobierno (y la institución del jurado popular contra los intentos de librar la “justicia” de cualquier vestigio que recuerde la participación popular). Por supuesto, hay que defender los derechos humanos contra la conveniencia gubernamental o la razón de Estado32. Pero también hace falta recordar que la democracia parlamentaria funciona en base a definiciones empobrecidas de lo que conforma la “política” legítima, definiciones que a su vez despolitizan otros campos o temas (de forma que tanto el “trabajo” como la “casa” quedan oficialmente fuera de la esfera “pública”, y que la ficción de la no-intervención del gobierno en la “industria privada” se armoniza perfectamente con la renuencia de la Policía a “entrometerse” en “problemas domésticos”). Una democracia así también encarna nociones de representación altamente restrictivas. Los Estados benefactores, con su intervención externa, protectora, sus subsidios, refuerzan las condiciones y la experiencia de la impotencia –ahí la posible popularidad de cierta retórica conservadora antiestatista. La ley es burguesa, masculina y blanca en muchos de sus contenidos y profundamente alienante en sus formas. Los “derechos” son abstractos e insustanciales, artefactos que, en su universalidad proclamada, legitiman un orden social opresivo desigual. En breve, no son, en sí, en su definición actual, formas posibles de emancipación; son formas intrínsecas del orden burgués. Entrar a este terreno siempre tiene un costo y toda política emancipatoria tiene que redefinir qué es la política y cómo –en qué formas– se puede ejercer para la emancipación. Eso es lo que Marx descubrió en la Comuna de París de 1871 (y le pareció tan importante que lo llevó a criticar los aspectos estatistas de su propio programa del Manifiesto Comunista), la primera vez que la clase obrera rompió el poder del Estado:

la clase trabajadora no puede simplemente echar mano de la maquinaria del Estado existente y usarla para sus propios objetivos. El instrumento político de su esclavitud no puede ser instrumento político de su emancipación (1871: 196).33

Contra el voluntarismo y las concepciones tradicionales de la “revolución”, la historia de la construcción del capitalismo enseña lecciones distintas –pero no menos importantes. Muestra, primero, cuán compleja y longeva debe ser cualquier transformación social “sólida”; la “revolución”, si pretende ser algo más que un relevo de la guardia, no es asunto de un día. La transformación revolucionaria, y esta historia lo demuestra con toda claridad, no significa sólo cambiar títulos de propiedad o agarrar el “poder”, sino crear nuevas formas de relación, nuevas identidades sociales –un orden moral nuevo, un nuevo tipo de civilización, una socialización distinta. Esta historia, en segundo lugar, subraya la necesidad de empezar con los medios existentes; los únicos que hay. Como lo expresó Marx en el mismo texto, no se trata de instaurar utopías par décret du peuple, por decreto del pueblo; el punto de partida para construir el mundo nuevo está en las luchas del mundo viejo. Gran parte de la tragedia del “socialismo realmente existente” radica en que “olvidó” eso –tanto las limitaciones como los recursos– en la eterna búsqueda utópica de atajos y legitimó al partido que sustituye al pueblo, a los letrados cuya ideología detenta las llaves del futuro, o justificó la represión de cambios emancipatorios reales hoy a cambio de la promesa de la Nueva Jerusalén en el futuro. No hay atajos (como tampoco los hubo para la burguesía), ni amuletos mágicos, ni llaves ideológicas del Paraíso; la utopía –a pesar de su lado “progresista” – es, al final, un modo de pensar profundamente represivo cuando da forma a prácticas políticas. Marx tenía razón en rechazarlo. La burguesía, en su empeño por controlar y por mandar, pudo adaptar instituciones existentes de mando y control: las progenitoras del Estado nacional. Para la liberación de la mayoría, los recursos se deben buscar en otra parte. Formas políticas emancipatorias son aquellas –y sólo aquellas– mediante las cuales los propios subordinados pueden emanciparse a sí mismos, al articular las experiencias y aspiraciones distintivas que niegan y fragmentan los lenguajes unificadores del Estado. La conclusión de Marx en 1871 sigue siendo pertinente; y más si se toma en cuenta la experiencia socialista desde 1917. Esta revolución cultural es centralmente:

una Revolución, no contra una forma u otra, sea legitimista, constitucional, republicana o imperialista, del poder de Estado. [Es] una Revolución contra el Estado mismo, este fantástico aborto de la sociedad, la recuperación por el pueblo y para el pueblo de su propia vida social. No [es] una Revolución para traspasar [el poder del Estado] de una facción a otra de las clases dirigentes sino una Revolución para romper esta horrible maquinaria de la dominación de clase misma (1871: 150-1).

Esta revolución también tiene hondas raíces y largas tradiciones en todo aquello contra lo cual la formación del Estado se organizó y trató de organizarnos. Mirar para atrás y enojarse no basta. Se puede hacer más.

Imaginar.

NOTAS

1     Weber 1920b: 249; Marx y Engels 1846: 89. Weber estudia la relación entre capitalismo moderno y formación del Estado nación entre otros en su 1920a y (más detenidamente) 1920b: pt 4; ver, en general, su gigantesco (e inconcluso) 1978a. Marx se ocupa del tema en términos generales en algunos de sus primeros trabajos (1843a, b), en varias partes de La ideología alemana (Marx y Engels 1846) y de nuevo en sus escritos sobre la Comuna de París (1871, ver más adelante, nota 33). El papel del Estado inglés respecto al capitalismo se estudia extensamente en El Capital (1867), especialmente en la parte 8 del volumen 1, y en la sección “Formaciones económicas precapitalistas” de los Grundrisse (1858). También son pertinentes sus estudios empíricos de la política francesa (1850, 1852, 1871) e inglesa (Marx y Engels 1971 es una buena antología sobre este último tema).

2     Pensamos particularmente en Weber 1905 y en la amplia literatura a la que dio origen, así como en los escritos seminales de Emile Durkheim, para quien las dimensiones morales del orden social fueron una preocupación permanente y que relacionó, de forma explícita e ilustrativa, formación del Estado e individualismo moral, especialmente en su 1904. Ver también Elias 1939.

3     La historiografía marxista inglesa es aquí particularmente fuerte, ya que eso fue una de las constantes preocupaciones, en particular, de Christopher Hill, Edward Thompson y Raymond

Williams. Genovese es igualmente perceptivo en su discusión de la historia de Estados Unidos, por ejemplo, en su minuciosa reconstrucción de la ética de los propietarios de esclavos y de su crítica moral al capitalismo del norte de Estados Unidos, en Genovese 1971.

4     Donde, en los últimos años, se dio una revolución que exige que se vuelvan a pensar todas las teorías sociales del capitalismo, marxismo incluido. Existe ahora una voluminosa literatura sobre género y formación del Estado y sobre género y cultura. Nótese, en primer lugar, las revistas Women’s Studies International Quaterly, Feminist Review, m/f, y History Workshop Journal (editadas en Inglaterra); Feminist Studies y Signs (de Estados Unidos);

Atlantis y Resources for Feminist Research (de Canadá). También, la entrega especial de Radical History Review (20) 1979, sobre “La sexualidad en la historia”; Weeks 1981; y tres artículos de suma importancia, McIntosh 1978, MacKinnon 1982 y Burstyn 1983. Se puede encontrar una reseña muy útil de estas discusiones en Barrett 1980 y en el estudio histórico, que lo contradice, de Brenner y Ramas 1984 (ver la respuesta de Barrett, 1984). Más, en la nota 16 a esta Introducción. Por supuesto, el género no es la única relación constitutiva de la formación del Estado capitalista/revolución cultural; otras clasificaciones sociales, como etnia, clase, edad, región de residencia, religión, ocupación y demás intervienen también aquí. Pero la construcción social, histórica, material, del género difiere de todas ellas por sus rasgos universales. Sólo el cuestionamiento de la opresión de género ha producido, por las necesidades de la lucha, una teoría social global y una práctica capaz de rechazar a la vez las divisiones rutinarias que tantos marxismos reproducen (base/superestructura, teoría/práctica, política pública/vidas privadas) y la quiebra moral del socialismo que se niega a verlo como una manera distinta de vivir, de ser.

5     Lenin 1917: 292. Criticamos eso en Sayer y Corrigan 1985, que remite a los argumentos más generales de Corrigan, Ramsay y Sayer 1978. Cf. el estudio complementario de MacKinnon 1982.

6     Esperamos producir más adelante otro volumen sobre este tema.

7     Marx 1843a: 32; cf 1843b: 167 y Sayer 1985.

8     En Marx y Engels 1846: 61. “Las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes… Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las relaciones materiales dominantes tomadas como ideas; es decir, de las relaciones que convierten a esta precisa clase en clase dominante, por consiguiente, las ideas de su dominación.” Este pasaje puede prestarse fácilmente a una lectura en términos burdos de “manipulación ideológica” o de reduccionismo/funcionalismo: si algo esperamos dejar claro en este libro, es precisamente la lucha que es necesaria para establecer y mantener las “ideas dominantes” y el modo en que la formación del Estado está inextricablemente ligada a este proyecto e informada por él. “El Estado”, por supuesto, es precisamente una de esas “ideas”.

9     Shanin 1983, ensayo final, estudia esta categoría y revela hasta qué punto el marxismo “científico” reproduce, en su teoría y en sus prácticas, las clasificaciones sociales en las que está envuelto.

10   Abrams 1977. Ver su 1982a; cap. 6; 1982b.

11   “‘Todo Estado está fundado en la violencia’, dijo Trotsky en Brest-Litovsk. Objetivamente, estoes cierto. (…) tendremos que decir que Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima… El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es vista como tal)” (Weber 1918: 78). [NdT: “La política como vocación”, en El político y el científico, p. 85, ed: Alianza Editorial, Madrid, 2003, trad.: F. Rubio Llorente]

12   Hemos polemizado contra las concepciones base/estructura a lo largo de los últimos diez años. Ver las referencias, más adelante, en la nota 29.

13   Pensamos en los múltiples esfuerzos por reconstruir la imagen “desde abajo”, especialmente en las obras de Morton 1979, Cornforth 1978, Cole y Postgate 1948, Harrison 1984, Hampton 1984, Benn 1984, Rowbotham 1977 y las consiguientes contribuciones esenciales

en cuanto a la historia familiar y demográfica, notablemente Hamilton 1978, Middleton 1979, 1981, y Seccombe 1983 y su libro en prensa sobre formas familiares, relaciones de género y modos de producción. Esta perspectiva, para períodos más específicos, puede muestrearse, entre otros, en los escritos de Hilton, Hill, Manning y E.P. Thompson; daremos, en su momento, referencias más detalladas a lo largo de nuestro texto.

14   Importantes fuentes generales para una visión global de la formación del Estado y su contexto en Inglaterra incluyen: Aylmer 1961: conclusiones; Anderson 1974: parte I, cap. 5; P. Williams, 1979; Hill 1969; Halevy 1924; Hobsbawn 1969; Perkin 1969. Más adelante o en el cuerpo del texto, citaremos trabajos más especializados. Puntos de partida para un estudio de la extensión del Estado inglés fuera de Inglaterra incluirían: (1) Gales: D. Williams 1977: esp. cap. 12-17; G. Williams 1960, 1978, 1979; Jones y Brainbridge. (2) Escocia: The Edinburgh History of Scotland; Croft Dickinson 1977; Smout 1972; Johnston 1974; Young

1979; Dickson 1980. (3) Irlanda: MacDonagh 1968; Jackson 1971; Beresford Ellis 1972; Crawford y Trainer 1977; Lee 1973; McDowell 1964; Lyon 1971. Pocock 1975 ofrece un estudio brillante de las relaciones entre la historia “inglesa” y la historia “británica”, que muestra una conciencia aguda de las dimensiones y consecuencias culturales de la formación del Estado inglés. En este contexto, ver también Baylin 1982, Linebaugh 1983, Muldoon 1975.

15   Broadbent 1984 lo demuestra magníficamente respecto a la retórica unificadora usada en el “frente interior” durante la campaña de las Malvinas. Estamos en deuda con Lucinda Broadbent que nos permitió consultar este trabajo, basado en un análisis exhaustivo de la cobertura informativa de la BBC y de ITN, en borrador.

16   Aparte de los trabajos más generales mencionados arriba en las notas 4 y 13, ver: Heisch

1974, 1980; D.Barker, 1978; Taylor 1983; Harrison y Mort 1980; Shanley 1982; Davidoff y Hall, en prensa; Hall 1979; J. Humphries 1977, 1981; Davin 1978, 1979; Purvis 1981; Bland et al. 1979; Barrett et al. 1979; Olsen 1983; Burman 1979; Gamarnikow et al. 1983; Allat

1981; Vallance 1979; Rodgers 1981; Ardener 1981; Stacey y Price 1981; Muller 1977; Graveson y Crane 1957; Nissel 1980; Rafter y Stanko 1982; Edwards 1981; Thane 1978.

17   Ver referencias en la nota 1.

18   Weber, 1920a, 1920b: cap. 22.

19   Marx 1850, 1852, 1871 (texto y borradores). Sobre este último, ver Sayer y Corrigan, 1983, 1985.

20   Ver Corrigan, Ramsay y Sayer 1980, Corrigan y Sayer 1981a, Sayer y Corrigan, 1983, 1985, Sayer, 1985.

21   El propio Marx desarrolla el argumento en estos términos en su 1843a y b, y en varios puntos de Marx y Engels 1846; ver, en Sayer 1985, una discusión detallada de la teoría del Estado de Marx en los 1840; Draper 1977.

22   “La burguesía, dondequiera que haya prevalecido, puso fin a todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Desgarró despiadadamente los abigarrados vínculos feudales que atan a los hombres a sus ‘superiores naturales’ y no dejó subsistir ningún otro vínculo entre un hombre y otro que el interés desnudo, el tosco ‘pago en efectivo’” (Marx y Engels, 1848: 486-7.) Este análisis, por penetrante que sea en cierto nivel, necesita una revisión crítica severa, tomando en cuenta –como lo demostró toda nuestra discusión– hasta qué punto estas relaciones de mercado dependen de otras que son ajenas al vínculo monetario, al cash nexus. Particularmente, desde luego, de formas de relaciones familiares que siguen siendo, precisamente, patriarcales.

23   Ver Durkheim 1902. Su 1904 (agotado en Inglaterra durante muchos años y universalmente desatendido) ofrece un brillante desarrollo del argumento respecto tanto al “individualismo moral” como a “el Estado”.

24   Existe una amplia literatura al respecto, especialmente en torno a E.P. Thompson 1978a; ver en particular la discusión en el History Workshop Journal, de 1979 en adelante. Nuestra propia interpretación del método de Marx como crítica está esbozado en Sayer 1979 y 1983a, y la relación entre crítica e historia se discute detalladamente en el Epílogo de este último.

25   Si bien Friedrich Engels había pensado en 1844 que “la historia del desarrollo social de lo inglés… me quedó completamente clara”, cerca de cincuenta años más tarde, algo de la exasperación producida por la resistencia de lo inglés a los esquemas lógicos aflora en el siguiente manuscrito de 1892, “Sobre algunas peculiaridades del desarrollo económico y social de Inglaterra”, que a la letra dice: “Mediante sus eternos compromisos, un desarrollo político gradual, pacífico, como el que existe en Inglaterra trae un Estado de cosas contradictorio. Por las ventajas superiores que proporciona, puede ser tolerado en la práctica dentro de ciertos límites, pero sus incoherencias lógicas son una amarga prueba para las mentes racionales. De ahí que todos los partidos ‘sostenes del Estado’ perciban la necesidad de un camuflaje, una justificación incluso teórica, que naturalmente sólo se puede concretar mediante sofismas, distorsiones y, finalmente, trampas y embustes. Así fue creciendo, en la esfera de la política, una literatura que repite todas las lamentables hipocresías y mentiras de la apologética teórica y transplanta en suelo secular los vicios intelectuales de la teología. Los propios Conservadores abonan, siembran y cultivan, de esta manera, el terreno de la hipocresía específicamente liberal. Así es cómo, en la mente de la gente común, surge, en defensa de la apologética teórica, el siguiente argumento, que no encontraría en otro lado: ¿qué importa si los hechos relatados en los Evangelios y los dogmas predicados en el Nuevo

Testamento en general se contradicen unos a otros? ¿Quiere eso decir que no son verdad? La Constitución Británica contiene muchas más afirmaciones encontradas, se contradice constantemente y, sin embargo, existe, así que ¡tiene que ser verdad!” (Engels 1892).

Corrigan 1977a: cap. 2 discute las posiciones de Marx y Engels sobre las “peculiaridades” de la formación del Estado inglés. Ver Anderson 1963, Nairn 1963a, b, 1964 (y la réplica de E.P. Thompson en 1965), Anderson 1968, Joseph 1976. Citamos el enfoque de Joseph sobre el desarrollo social inglés en la siguiente nota 27.

26   Ver, sobre eso, la excelente historia oral Plain Tales from the Raj, Tales from the Dark Continent y Tales from the South China Seas (Allen 1976, 1980, 1984), o leer a Kipling.

27   Tomamos prestado este concepto de Milan Kundera. Lo usa a propósito de la remoción de los historiadores checos de sus puestos por Gustav Husak después de 1968. En Inglaterra, se suele manejar la organización del olvido de una manera más sutil en la cual cumplen su parte la fabricación de una “tradición” nacional (ver Hobsbawn y Ranger, 1983) y la enseñanza de una historia nacional específica. El actual Secretario de Estado de Educación y Ciencia, Sir Keith Joseph dejó en claro que para él los manuales escolares de historia deben promover el “orgullo nacional”. Vale la pena citar la visión –curiosamente coherente con cierta perspectiva marxista– que el propio Joseph tiene del desarrollo social de Inglaterra: “A diferencia de algunos países de Europa y del Nuevo Mundo, v.g. Holanda y los Estados Unidos, Gran Bretaña nunca tuvo una clase dirigente capitalista o una haute bourgeoisie estable. Por consiguiente, los valores burgueses o capitalistas nunca moldearon el pensamiento y las instituciones, como sucedió en algunos países… La verdad sea dicha, Gran Bretaña nunca hizo realmente suyos los valores capitalistas. Durante cuatro siglos, desde que el sobreseimiento del feudalismo y la liquidación de las propiedades de las iglesias empezaron a empujar para arriba a las clases de ricos comerciantes con estatus político, todo hombre rico se empeñó en alejarse del contexto comercial –y más tarde industrial– dentro del cual construyera su riqueza y su poder. La gente rica y poderosa fundó familias de notables terratenientes; el hijo de los capitalistas se educó, no en los valores del capitalismo sino en contra de ellos, privilegiando los antiguos valores del ejército, de la Iglesia, del Servicio Civil, de las profesiones liberales y de la posesión de la tierra. Eso evitó la lucha de clases entre las capas medias y superiores, que fue tan común en la historia europea pero, ¿a qué precio?” (1976: 60-1).

28   En la época de la invasión argentina, los habitantes de las islas Malvinas, los Falklanders no tenían por nacimiento el derecho de entrar o pertenecer al Reino Unido. Cuando sus hijos estudiaban en universidades británicas, tenían que pagar matrícula como si fueran estudiantes extranjeros. Es interesante ver cómo la retórica que sirvió para organizar la campaña de las Malvinas (ver Broadbent 1984) contrasta con el “manejo” por los sucesivos gobiernos británicos (tanto laboristas como conservadores), de la usurpación por Ian Smith de la soberanía inglesa en lo que era entonces Rodesia, y con la facilidad con la cual pasaron por alto el “derecho a la autodeterminación” del pueblo rodesiano, pueblo, por cierto, mayoritariamente negro, y por lo tanto, ajeno a “los nuestros”. El contraste ofrece un ejemplo excelente de cómo las clasificaciones que “nos” reúnen como (propiamente) “ingleses”, partícipes de la civilidad inglesa y con derecho a la protección de “el Estado”, se construyen a partir de la organización de la diferencia. Ver Derek Sayer, carta a The Times, 7 de mayo 1982.

29   Sayer 1975, 1977, 1983a; Corrigan, Ramsay y Sayer 1978: cap. 1; 1980; Corrigan y Sayer 1975, 1981a. Ver Thompson 1965: 79 y siguientes, y su obra en general; Williams 1973.

30   Corrigan, Ramsay y Sayer 1978, 1979,1981; Corrigan y Sayer 1981b, 1982; Corrigan 1975a, 1976; Sayer 1978.

31   Ver al respecto el pertinente artículo de Teodor Shanin sobre “Marxismo y las tradiciones revolucionarias vernáculas” en su 1983, junto con el resto del volumen.

32   Hemos desarrollado más este punto en nuestro 1981a. El reciente trabajo de E.P. Thompson se centra a la vez en el recorte, en Inglaterra, de los derechos establecidos en la ley y en el desarrollo de un “Estado secreto” más allá de la ley, con aparatos de vigilancia y de inteligencia cada vez más tecnologizados. Además de Thompson 1980, ver los escritos de Duncan Campbell, Tony Bunyan y los números de la excelente revista State Research (1977 en adelante). Lo único sustancialmente nuevo en toda esta porquería, como podríamos llamarlo sin cortesía inútil, es la electrónica. La “inteligencia” de Estado secreta y organizada data por lo menos de Enrique VII, y puede ser que de mucho antes.

De 1919 en adelante, se dividió al Reino Unido en 11 regiones para la coordinación de la policía, el ejército y los servicios esenciales. Aunque al principio se usó el título de “comisario de distrito”, en referencia formal a la administración colonial, se contrataron finalmente civil commissioners, “comisarios civiles” (con un Comisario Civil en Jefe en Londres). En los años 30, lo que entonces se llamaba “divisiones” pasó a designarse como “regiones”, y en 1939, se nombraron “comisarios regionales de guerra”, en caso de invasión. Desarrollando planes anteriores, el gobierno conservador, después de 1951, estableció 12 sedes regionales de gobiernos, con un costo estimado de ¡1400 millones de libras! Los Spies for Peace (Espías por la Paz) lo descubrieron en 1963 y publicaron la lista de las sedes. En 1972, se diseñaron nuevos planes de defensa, basados en las recientes experiencias coloniales de guerras de independencia, incluyendo Irlanda; los manuales militares contemplaban las “Operaciones contrarevolucionarias”. Éstos y otros documentos planteaban un principio de mando conjunto (militares y policía, más el poder “civil”), en forma de “triunvirato operativo” para los niveles nacional, regional y local. Pero el control central descansaría en un Consejo de la Defensa Nacional.

Junto con eso, se cambió el nombre del viejo aparato de defensa civil a “Servicios de Emergencia” (ver la circular del ministerio de Interior, “Home Defence, 1970-1976”). Este documento y otros que siguieron demuestran que en un caso de “emergencia” (que puede ser declarado mediante proclamación de la reina o por el Consejo Privado) las funciones de gobierno serían asumidas por diez comisarios regionales en Inglaterra y en Gales y otro más para Escocia e Irlanda del Norte (este último nos parece, por cierto, bastante superfluo en las circunstancias presentes).

Todos los medios de impresión y de transmisión serían intervenidos y el uso del teléfono dependería de unas reglas de prioridades fijadas por el triunvirato en función de una clasificación de los usuarios y los mensajes. Las centrales telefónicas han sido adaptadas para poder cortar automáticamente la mayor parte de las líneas. Naturalmente, detrás de todo eso existen planes globales, especialmente el “Plan de Seguridad Nacional”. En silencio (sólo fue descubierto en 1976), mediante la aparentemente inocua ley de administración de justicia de 1973 (Administration of Justice Act), el Ministro de Interior recibía sólo el poder de sacar las tropas a la calle “para auxiliar al poder civil”. Una vez más, como queda perfectamente claro con todo eso, nadie se atreve a depositar toda su confianza en el consenso. Lo importante es hasta qué punto estas posibilidades pueden actualizarse, a pesar del control del Parlamento y dentro de la ley, mediante la restructuración general del Estado que empezó a la mitad de los años sesenta. Hay que recordar el valor de los que, dentro y fuera de estas sombras, lucharon para que la verdad salga a la luz pública.

Middlemas (1979: 19-20) trata de lo mismo cuando señala que después de 1917, “empezó el manejo de la opinión como un proceso sin fin, con el uso de todo el poder educativo y coercitivo del Estado”. Los métodos instituidos a título “excepcional” debido a las condiciones “de emergencia” de la primera guerra mundial “ya no se abandonaron más… Durante los 25 años que siguieron 1921, los brutales métodos del Ministerio de Propaganda del tiempo de guerra se transmutaron en los métodos informales (y altamente inmorales) utilizados durante la coalición; y a su debido tiempo, se convirtieron otra vez en una red formal y creciente de acopio y manejo de información, red esencial para el funcionamiento de una autoridad de Estado intervencionista y basada, cada vez más, en el supuesto que el proceso era, en realidad, neutro, un resultado extraño, reforzado por el aparato de control que se encargaba de mantener en secreto lo que el gobierno consideraba que el público no debía conocer. Sarah Tisdall, no lo olvidemos, fue encarcelada en 1984 por haber filtrado una información “confidencial” –una nota del Ministro de Defensa– que no era de tipo militar sino que se refería a la mejor manera, para el gobierno, de “vender” al público británico la llegada de los misiles US Cruise.

33 Estos textos de Marx sobre la Comuna de París, tanto los dos largos borradores preparatorios como el texto definitivo (y algo más moderado) de La guerra civil en Francia (1871) han sido siempre descuidados por la tradición marxista, no obstante El Estado y la Revolución de Lenin (cuya limitada “lectura” criticamos en Sayer y Corrigan 1985). Son textos fundadores, primero, por las autocríticas que contienen, segundo, por la teorización del “Estado” que ofrecen y la reevaluación de los textos de 1840 de Marx (ver Sayer 1985) que esa exige y, tercero y sobre todo, por el hecho de que estas reconceptualizaciones teóricas surgen de la experiencia de la lucha social: de la primera vez en la historia humana en que los trabajadores lograron tomar en sus manos el “poder” contra el “Estado”. Sayer y Corrigan 1983 y 1985 discuten el significado de esos textos y Sayer 1983b establece el contexto biográfico.

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