Introducción
Estamos en guerra. Una guerra civil
no declarada, desatada por el señor Scargill, sus batallones de huelguistas y
sus asociados políticos, contra el resto de la sociedad. El enemigo interior se
atreve a alzarse contra la autoridad legítima. Hay una sola manera de enfrentar
el desafío si queremos mantener los valores de la democracia liberal y de la
libertad dentro de la ley: hay que obligar al señor Scargill y a los dirigentes
nacionales del sindicato minero a rendirse.
Esta rendición, afirmada y reconocida sin rodeos, es la
condición necesaria para poder controlar a la izquierda militante, cerrar el
camino a la política extra-parlamentaria, derrotar la conspiración criminal que
pretende intimidar a los ciudadanos en sus lugares de trabajo y en sus hogares,
acabar con la voluntad de los sindicatos de oponerse a las políticas del
gobierno elegido y reducir de manera sustancial su capacidad de frustrar los
cambios necesarios en el orden económico.*
Hasta aquí The Times,
en su editorial del 2 de agosto de 1984, en plena huelga de los mineros
británicos de 1984-1985. El punto clave, por supuesto, es el último: “los
cambios necesarios en el orden económico”. Podríamos decir que el objeto de
este libro es estudiar cómo se fueron construyendo históricamente ciertas
formas de orden social dentro de las cuales resulta normal que alguien describa
las cosas así y pueda presentar como simple necesidad económica la masacre
blanca de las comunidades mineras, y su defensa como algo cercano a la
traición.
La teoría social admite, desde
hace tiempo, que existe algún tipo de conexión entre la formación del Estado y
el surgimiento del capitalismo moderno, tanto en términos generales como en el
caso particular de Inglaterra: tal es nuestro enfoque empírico en este libro.
Para Max Weber, “el Estado nación fue el que dio al capitalismo la oportunidad
de desarrollarse”; para Karl Marx, la sociedad burguesa “tiene que afirmarse
* Todas las citas están traducidas del texto inglés, salvo
cuando se menciona la fuente en español [NdT].
en sus relaciones
exteriores como nacionalidad e, internamente, tiene que organizarse como
Estado”.1
Que el triunfo de la civilización
capitalista moderna implicaba asimismo una completa revolución cultural (una
revolución tanto en la manera de entender el mundo cuanto en la forma de
producir e intercambiar bienes) también es algo ampliamente admitido en la
literatura sociológica2, marxista3 o feminista4.
Menos común es señalar la
relación entre la formación del Estado y la revolución cultural en la larga
conformación de la civilización burguesa, sea en Inglaterra o de manera
general. En la mayor parte de la literatura no se examina el contenido
profundamente cultural de las actividades y de las instituciones del Estado, ni
la naturaleza y la extensión de la regulación estatal de las formas culturales.
Y menos frecuente todavía es que se conciba la formación del Estado como la
revolución cultural que sustancialmente es, como lo vamos a exponer. La teoría
social, tanto marxista como sociológica, se satisface muchas veces con demostrar
en términos teóricos generales que el Estado nación es funcional a la
producción capitalista y ve en esa demostración no un simple preludio a la
investigación histórica, sino el final del análisis. Incluso en los escritos de
historia, la formación del Estado se ve relegada a las subdisciplinas
especializadas de la historia constitucional o de la historia administrativa.
Los marxistas, además, han tendido con demasiada frecuencia a entender “el
Estado” simplemente como órgano de coerción, “los grupos de hombres armados,
cárceles, etc.”5 de Lenin, es decir, como un simple reflejo de un
poder supuestamente económico; o a “perderlo” en el empirismo, crítico o
complaciente, de la biografía institucional, del linaje de la burocracia o de
la coerción local. El reciente “viraje” del marxismo, bajo la influencia de una
lectura particular de Gramsci que insiste en la actividad de establecer y
reproducir el “consenso”, sigue marcado por la misma dicotomía entre paradigma
empírico y paradigma teórico. Peor aún, hay en parte de estos trabajos un
idealismo furibundo que olvida la intricada relación entre consenso y coerción
en la formación del Estado. En ninguno de esos enfoques se valora debidamente
el significado de las actividades, formas, rutinas y rituales del Estado para
la constitución y la regulación de las identidades sociales, y en última
instancia de nuestras subjetividades. Sin embargo, y ése será nuestro
argumento, la formación del Estado tiene un papel destacado en la orquestación
de esa regulación constitutiva, por lo que es y, a la vez, por lo que hace.
Por convención, se tiende a
admitir que las cuestiones de significado pertenecen a un campo de estudio
distinto, la historiografía o la sociología de la “cultura”. Pero cabe formular
aquí críticas paralelas a las anteriores. Cuando no es totalmente idealista,
como pura historia de ideas autogeneradas, o simplemente ahistórico y no
empírico, el análisis cultural ha dejado, en general, muy poco espacio al
estudio de la regulación estatal. Existe un empirismo persistente en las
historias de la cultura, que proporcionan abundantes materiales pero reproducen
peligrosamente la separación convencional entre vida material y realidad
cultural. Esa separación no se resuelve con la expansión metafórica del sentido
del término cultura (una especie de efecto de agregado curiosamente parecido a
muchos enfoques de género, etnicidad, competencia lingüística, edad, y así
sucesivamente) como en las discusiones sobre “la cultura” de la fábrica, del
trabajo, de la escuela, etc. Hay excepciones, por supuesto, en ambos lados.
Lo que este libro se propone es
comprender a la vez las formas del Estado en cuanto formas culturales y las
formas culturales en cuanto formas reguladas por el Estado. Nuestro plan
original era dedicar la misma atención a la formación del Estado y a la
revolución cultural más amplia del capitalismo. Pero consideraciones de espacio
nos obligaron a concentrarnos en el primer aspecto. En esencia, ofrecemos una
discusión sobre la formación del Estado inglés, en el marco narrativo del
esbozo de un relato histórico que abarca desde el siglo XI hasta finales del
siglo XIX. El contexto de este relato es una construcción doble: obra a la vez
de los gobernantes y de los gobernados, de los derechos de los primeros y de
los agravios de los últimos. Propiedad y disciplina son dos caras de esta única
moneda. El objeto de nuestro relato es, a su vez, una tercera construcción (e
insistimos en la necesidad de verlo como una construcción, como algo que se
hace): la de las rutinas y los rituales del mando [rule]*, que son los que organizan (organizan, no causan)
las primeras dos construcciones. Para ello es fundamental su legitimación, en
el sentido de Weber: lo que le confiere autoridad al poder. Si bien nos
ocupamos aquí con cierto detenimiento de la regulación estatal de las formas
culturales, no pretendemos haber analizado la revolución cultural del
capitalismo en su contexto más amplio6. Insistimos, sin embargo, y
es el argumento central y más característico de este estudio, en que la
formación del Estado es en sí una revolución cultural.
Veamos esto más de cerca (aunque la mejor exposición de lo
que queremos decir será el material empírico e histórico que sigue). El
repertorio de actividades e instituciones convencionalmente designado como el
“Estado” son formas culturales y, además, formas culturales de crucial
importancia para la civilización burguesa. Marx, que no reducía el Estado a
“grupos de hombres armados”, lo comprendía cuando escribía, en un ensayo de
juventud, que “la abstracción del Estado
como talpertenece sólo a los tiempos modernos, porque la abstracción de la
vida privada pertenece sólo a los tiempos modernos. La abstracción del Estado político es una producción
moderna”.7 States, con
perdón del juego de palabras, state:
los Estados afirman: los esotéricos rituales de una corte de justicia, las
fórmulas de aprobación de una Ley del Parlamento por el rey, las visitas de
inspectores de escuelas son otras tantas afirmaciones. Definen, con gran
detalle, las formas e imágenes aceptables de la actividad social y de la
identidad individual y co-
* Para éste y algunos términos delicados cuya traducción
depende a menudo del contexto, hemos optado por aceptar una entre dos o más
sugerencias de la traductora, dejando entre corchetes el original en inglés a
fin de dejar abierta la posibilidad de otras interpretaciones o sentidos que
pudiera contener el original. En inglés existen dos palabras: “rule” y “power”,
la segunda más abstracta, la primera más enfocada a realidades empíricas –de
ahí que muchas veces, “rule” remite más a “mando” que a “poder”– aunque no hay
correspondencia total en todos los casos y matices. [NdE].
lectiva; regulan,
de maneras que se pueden describir empíricamente, buena parte de la vida
social, incluso en el siglo XX. En este sentido, el “Estado”, realmente, nunca
para de hablar.
Damos a esto un sentido realmente
muy amplio. La definición de lo que se considerará “política” proviene
principalmente, por supuesto, de las instituciones del Estado (parlamento, partidos,
elecciones) por medio de las cuales está organizada, de tal manera que en
nuestra cultura, por ejemplo, resulta obvia la diferencia entre huelgas
“políticas” y “económicas” (o, de manera más general, entre vida “pública” y
“privada”). Pero el Estado matiza, orienta, moldea muchas cosas más. Dentro del
vasto ámbito de las capacidades sociales humanas (los múltiples modos en que la
vida social podría ser vivida), las actividades del Estado, de manera más o
menos coercitiva, “alientan” algunas mientras suprimen, marginan, corroen o
socavan otras. La escuela, por ejemplo, es la forma establecida de la
educación; la acción policial, la forma establecida del orden; el voto, la de
la participación política. Clasificaciones sociales fundamentales, como la edad
y el género, terminan sacralizadas en leyes, incrustadas en instituciones,
rutinizadas en procedimientos administrativos y simbolizadas en rituales de
Estado. Algunas formas de actividad reciben el sello de la aprobación oficial,
otras son marcadas como impropias. Eso tiene consecuencias culturales enormes y
acumulativas: consecuencias en cómo la gente concibe su identidad y, en muchos
casos, cómo debe concebirla y en cómo identifica “su lugar” en el mundo.
Al contrario de muchas
teorizaciones, queremos insistir de entrada en que las especificidades de la
formación del Estado y las formas de relaciones culturales que los Estados
regulan (por lo general naturalizadas o presentadas en términos de aumento en
“provisión” y “acceso”) hacen tanto daño como bien. Son diferenciales en su
constitución (qué intereses favorecen) y en sus efectos (a quién y cómo se
imponen). Contra lo que suele afirmar la historia empírica, nos proponemos
entender esta experiencia del carácter doloroso de la formación del Estado en su
alcance más general, en lugar de reducirlo, como quisieran las descripciones
convencionales, a la “situación excepcional” de ciertas personas o grupos: así
es como funcionan la política y la cultura dentro del capitalismo, un
capitalismo que, lo queremos dejar claro de entrada, siempre fue integralmente
patriarcal.
Llamamos a esto regulación moral: un proyecto de
normalizar, volver natural, parte ineludible de la vida, en una palabra
“obvio”, aquello que es en realidad el conjunto de premisas ontológicas y
epistemológicas de una forma particular e histórica de orden social. La
regulación moral es coextensiva con la formación del Estado y las formas
estatales siempre están animadas y legitimadas por un ethosmoral específico. El elemento central es que las agencias
estatales intentan dar una expresión única y unificadora a lo que, en realidad,
son experiencias históricas, multifacéticas y diferenciadas de diversos grupos
dentro de la sociedad y les niegan su carácter particular. La realidad es que
la sociedad burguesa es sistemáticamente desigual, que está estructurada según
líneas de clase, género, etnicidad, edad, religión, ocupación, lugar de
residencia. Los Estados actúan para borrar el reconocimiento y la expresión de
estas diferencias mediante lo que hay que concebir, precisamente, como una
doble ruptura.
Por un lado, la formación del
Estado es un proyecto totalizante, que representa a los seres humanos como
miembros de una comunidad particular, una “comunidad ilusoria”, según la
descripción de Marx. El epítome de esta comunidad es la nación, que exige la
lealtad y la identificación social de sus miembros (y a la que se subordinan,
como se demuestra de manera irrebatible en tiempos de guerra, todos los demás
vínculos). La nacionalidad, recíprocamente, permite la categorización de
“otros”, tanto de dentro como de fuera, como “extranjeros” (recordemos el
Comité de Detección de Actividades Anti-Americanas durante la época macartista
en Estados Unidos, o la definición de los mineros en huelga como “el enemigo
interno” por Margaret Thatcher en 1984). Se trata de un repertorio y una
retórica del mando sumamente poderosos. Por el otro lado, como lo observó
Michel Foucault, la formación del Estado también (y de manera igualmente
poderosa) individualiza a la gente según modos muy definidos y específicos.
Dentro de la comunidad estatal, estamos registrados como ciudadanos, votantes,
contribuyentes, jurados, padres de familia, consumidores, propietarios, en una
palabra: individuos. En ambos aspectos de esta representación se niega
legitimidad a cualquier modo alternativo de definir la propia identidad tanto
individual como colectiva (y de comprenderla) y a las prácticas sociales,
políticas y personales que podrían apoyarse en esa definición distinta. Una de
las cosas que esperamos mostrar en este libro es el inmenso peso material que
las propias rutinas y los propios rituales del Estado confieren a esas formas
culturales. Están encarnadas en las primeras, propaladas por los últimos, al
punto de presentarse (como escribe Herbert Butterfield a propósito de la
interpretación liberal, Whig, de la
historia) como “parte del paisaje de la vida inglesa, lo mismo que nuestros
caminos rurales, nuestras nieblas de noviembre o nuestros albergues históricos”
(citado en Kenyon 1981: 1407). Las prácticas del Estado, por supuesto, no son
los únicos medios por los cuales se efectúa esta regulación moral, pero sí son
fundamentales. “El Estado” es “la fuerza concentrada y organizada de la
sociedad” (Marx 1867: 751) tanto en el sentido cultural como en el económico,
es aquel que concierta las formas más amplias de regulación y los modos de
disciplina social a través de los cuales se organizan las relaciones
capitalistas de producción y las relaciones patriarcales de reproducción.
Emile Durkheim, teórico poco atendido, y menos por la
izquierda, de las condiciones morales del orden burgués y del papel de la
formación del Estado para crear y mantenerlas, entendió muy bien esta dimensión
cultural de la actividad del Estado:
Veamos cómo
se puede definir el Estado. Es un grupo de funcionarios sui generis dentro del cual se definen representaciones y actos de
voluntad que involucran a la colectividad, aunque no sean el producto de la
colectividad. No es correcto decir que el Estado encarna la conciencia
colectiva porque ésta lo rebasa ampliamente. Las representaciones que provienen
del Estado siempre son más conscientes de sí mismas, de sus causas y sus metas.
Fueron elaboradas de una manera que es menos opaca. La instancia colectiva que
las planea entiende mejor de qué se trata… En rigor, el Estado es el órgano
propio del pensamiento social (1904: 49-50).
Durkheim concluye que el Estado
“es sobre todo, en grado supremo, el órgano de la disciplina moral” (ibid.:
72).
Durkheim deja claro, en estas
citas y en otras, que “el Estado” no es algo etéreo, ni inventa sus
“representaciones” (de sí mismo, de la “sociedad”, de los individuos). Es, para
empezar, un parásito de la conciencia
colectiva más amplia, a la que, recíprocamente, regula. Esta última noción
es importante en Durkheim. La palabra francesa conscience, como la castellana conciencia,
refiere a la vez al Estado conciente y a la conciencia moral y, para Durkheim,
esta noción tiene connotaciones tanto cognoscitivas como valorativas. Para
nosotros también: las representaciones colectivas (maneras en que quedamos
colectivamente representados para nosotros mismos y en que se definen y
simbolizan para nosotros las formas y los parámetros “válidos” de identidad
individual) son simultáneamente descriptivas y morales. Su característica
central es que presentan prescripciones morales específicas como descripciones.
A eso queremos agregar, con
especial énfasis, un complemento materialista e histórico. Tampoco la conciencia colectiva es algo etéreo. Las
formas de la conciencia social están ancladas en experiencias históricas y en
las relaciones materiales que las sustentan. En la sociedad burguesa, son
relaciones de desigualdad, dominación y subordinación, y las experiencias
sociales, por consiguiente, difieren según el lugar ocupado en la estructura
social. Eso significa, entre otras cosas, que las “mismas” representaciones
unificadoras desde el punto de vista del “Estado” muy bien pueden entenderse de
manera diferenciada desde
“abajo”. Ejemplos
que encontraremos incluyen las nociones de “libertades” “inglesas”, de “democracia”
o de “protestantismo”, cada una de las cuales es el lugar de una extensa lucha
social respecto a qué significa y para quién. En otras palabras, no deberíamos
tomar las afirmaciones del Estado al pie de la letra.
“El Estado” pretende hablar desde lo que Marx llamó con
ironía “el supuesto don de considerar las cosas desde el punto de vista de la
sociedad”. Esto
Significa,
ni más ni menos, dejar de lado las diferencias
que expresan las relaciones sociales (relaciones
de la sociedad burguesa). La sociedad no se compone de individuos sino que
expresa la suma de interrelaciones, las relaciones en las que se encuentran
estos individuos. Como si alguien dijera: desde el punto de vista de la
sociedad, no hay esclavos ni ciudadanos, ambos son seres humanos. Lo cierto es
que lo serían, más bien, fuera de la sociedad. Ser esclavo, ser ciudadano, son
características sociales, relaciones entre seres humanos (1858: 264-5).
Estamos hablando de individuos
sociales dentro de relaciones particulares construidas en la historia. Eso
tiene dos implicaciones que faltan en la descripción de Durkheim. Primero, la conciencia en cuestión, como también
insistió Marx,8 siempre es la de una clase, un género o una raza
dominantes, que describe e idealiza las condiciones de su dominación, en último
análisis, como reglas de conducta individual. Segundo, hacer realmente
colectiva esta concienciasiempre es
una conquista, una lucha contra otras maneras de ver, otras morales, que
expresan las experiencias históricas de los dominados. Y como la sociedad, en
los hechos, no es una unidad, estas otras experiencias nunca se pueden borrar
por completo. El objeto de la disciplina moral lograda por la formación del
Estado, por lo tanto, no es, de modo neutral, “integrar la sociedad”. Es
imponer la dominación.
Ni la forma del Estado ni las
culturas de oposición se pueden entender correctamente fuera del contexto de la
continua lucha entre ellas, que les da forma a las dos; en otras palabras, sólo
se pueden entender históricamente. Es demasiado frecuente que se las estudie
por separado. Las formas de Estado han sido entendidas dentro del propio
vocabulario universalizador de la formación estatal, sin referencia a aquello en contra de lo cual están formadas; es
un vicio evidente de la historia liberal, pero igualmente de variedades del
marxismo (y otras sociologías) que entienden “el Estado” en términos abstractos
y funcionales. En cambio, las culturas de oposición son entendidas a través del
prisma de varias tradiciones selectivas impuestas, como si éstas fueran todo lo
que hace falta decir y saber sobre “cultura”. Cuando no están proscritas como
peligro directo para la “salud social”, emergen como provincianas, arcaicas,
rebasadas, excéntricas, en una palabra, vernáculas9 –objeto, en el
mejor de los casos, de nostalgia y sentimentalismo paternalistas–, sin que se
relacione nunca el predominio de este tipo de descripciones con nada que tenga
que ver con la regulación estatal. Aquí falta un tercer término: precisamente,
la contradicción y la lucha. Y eso es lo que intentamos hacer visible: el
triple entramado de nación/Estado/cultura, entendido, primero, en términos
históricos, materiales, de relaciones –al considerar los tres términos como
formas de imposición y no como descripciones neutrales–; y, segundo, entendido
como facetas del mismo caleidoscopio de relaciones de conocimiento/poder; para
hacerlo, convertimos en preguntas lo que hasta ahora se ha considerado como
respuestas: sobre todo en preguntas relativas al carácter obvio de ciertas
identificaciones de los seres humanos y de ciertas relaciones entre ellos.
Eso nos lleva a un último comentario preliminar respecto a
“el Estado”, comentario que es a la vez de fondo y de método. En una ponencia
presentada en la conferencia anual de 1977 de la British Sociological
Association (Asociación Británica de Sociología) con el desarmante título de
“Notas sobre la dificultad de estudiar el Estado”10, Philip Abrams
sostenía que era preciso abandonar el estudio de cualquier cosa que se llamara
“el Estado” y sustituirlo por el estudio de lo que él llamaba “sujeción
políticamente organizada”. Su razonamiento era que tanto la ciencia política
ortodoxa como el marxismo habían sido hipnotizados por las mismas formas
dominantes de la civilización capitalista, lo que Marx (1867: 75) llamaba las
“formas naturales, obvias, de la vida social”, hasta el punto de atribuir a la idea del Estado un contenido demasiado
concreto. Como lo entendió Marx, “el Estado” es, en un sentido importante, una
ilusión. Por supuesto, las instituciones de gobierno son perfectamente reales.
Pero “el” Estado es en buena parte una construcción ideológica, una ficción:
“el Estado es, cuanto más, un mensaje de dominación, un artefacto ideológico
que atribuye unidad, estructura e independencia a las operaciones dispersas,
desestructuradas y dependientes de la práctica del gobierno”. Aquí se ilustra
un rasgo que encontraremos a menudo: muchos nombres descriptivos (aparentemente
neutrales, naturales, universales, obvios) son, en realidad, exigencias [claims]*que se imponen e
imponen. La idea del Estado, como lo subrayó Weber11 es una
exigencia de legitimidad, un recurso mediante el cual se realiza, a la vez que
se oculta, la sujeción políticamente organizada; y, en buena parte, esta idea
está conformada mediante las actividades de las propias instituciones de
gobierno. Poniendo a Durkheim de cabeza, Abrams sostiene que “en este contexto
podríamos decir que el Estado es la (falseada) representación colectiva
característica de las sociedades capitalistas”. Desarrolla esta idea en
términos que contribuyen ampliamente a definir el proyecto del presente libro:
El Estado,
entonces, no es un objeto a la manera de la oreja humana. Ni siquiera es un
objeto a la manera del matrimonio humano. Es un objeto de tercer orden, un
proyecto ideológico. Es, primero y sobre todo, un ejercicio de legitimación; y
cabe suponer que lo que se legitima es algo que, si se pudiera ver directamente
como es, sería ilegítimo, una dominación inaceptable. Si no ¿para qué tanto
trabajo legitimador? El Estado, en suma, es una apuesta para lograr apoyo o
tolerancia
* Otras opciones para traducir “claims” utilizadas en el
texto: exigencia, reclamo, pretensión, demanda, imposición, etc. [NdE].
a lo
indefendible e intolerable, presentándolo como algo distinto de lo que es, o
sea, como una dominación desinteresada, legítima. El estudio del Estado, visto
así, empezaría por el estudio de la actividad esencial implicada en una visión
seria del Estado: la legitimación de lo ilegítimo. Las instituciones
inmediatamente presentes del “sistema estatal”, y en particular sus funciones
coercitivas, son el objeto principal de esta tarea. Se trata esencialmente de
sobre-acreditarlas como una expresión integral del interés común, limpiamente
disociadas de cualquiera de los intereses particulares y de toda estructura
(clase, iglesia, raza y así sucesivamente) asociada con ellos. Las
instituciones en cuestión, especialmente las instituciones administrativas,
judiciales y educativas, son convertidas en agencias de Estado dentro de un
proceso histórico muy específico de sujeción; y convertidas, precisamente, en
una lectura y una cobertura alternativas de este proceso. (…) No ver al Estado
como, ante todo, un ejercicio de legitimación es (…) participar, ciertamente,
en la mistificación que es el punto crucial en la construcción del Estado
(1977: 15).
Nos proponemos seguir la pista de
la “idea del Estado”, para mostrarla como una construcción, para descifrar su
“mensaje de dominación”. Distamos de ser los primeros en intentarlo. La
formación del Estado es algo que siempre cuestionaron aquellos a los que
pretende regular y gobernar. Su resistencia es el primer y principal factor que
hace visibles las condiciones y los límites de la civilización burguesa, la
particularidad y la fragilidad de sus formas sociales aparentemente neutrales y
atemporales. Eso se aplica tanto a “el Estado” –la forma de formas, la
representación colectiva falseada propia de las sociedades capitalistas– como a
otros ámbitos. Tal crítica práctica es una forma del conocimiento y, como todo
conocimiento, inseparable de sus formas de producción (de dónde viene) y de
presentación (cómo se dice y cómo se muestra). Es también, en un sentido
profundo, una crítica moral: lo que esas luchas muestran, una y otra vez, es de
qué precisa manera las formas sociales reguladas de la civilización burguesa
someten las capacidades humanas a restricciones reales, dolorosas, dañinas.
Este “saber general”, desarmado por las disciplinas legítimas, negado por las
formas curriculares, diluido por la falta de reconocimiento de la academia,
disipado en miles de tesis doctorales bajo la forma de “ejemplos empíricos”, es
el “terreno clásico” para una comprensión de la civilización burguesa que no se
limite a repetir sus propias imágenes “autorizadas” –también es el terreno para
cualquier posible o deseable transformación social. Lo afirmamos fuertemente
aquí porque, de otra manera, nuestro propio relato, enfocado como está, “desde arriba”
hacia la intrincada maquinaria de la formación del Estado y de la regulación
moral, se expondría a reproducir la aparente coherencia, los rasgos
sistemáticos, “sólidos”, de aquella imagen en la cual la burguesía trata de
convertir su mundo.
Pero la formación del Estado (las
implicaciones y consecuencias de la política, la propia forma de “el Estado”) y
las formas estatales (el significado de aquellos rituales y rutinas, el
repertorio completo, el propio peso de “el Estado”) también reciben visibilidad
y un nombre coherente desde arriba. Para afirmar eso, no hace falta admitir una
teleología evolutiva o cibernética, ni exagerar las intenciones sistemáticas de
los agentes respectivos o sus capacidades de control. En realidad, para ignorar
sistemáticamente (como suele pasar) el proyecto organizado de los que tienen el
poder social de definir, se requiere el mismo tipo de mala fe que aquella que
permite explicar patrones duraderos de subordinación por la “falsa conciencia”
de los subordinados. No estamos justificando con esto las teorías de la
conspiración, si bien hay una buena dosis de verdad en la descripción que
presenta Tomás Moro, en su Utopía (1515:
132-3) de una de esas “conspiraciones” en el siglo XVI, y también en la
propuesta de Adam Smith de definir el gobierno como “una confabulación de los
ricos”, ¡por los años 1760! Sólo estamos constatando cómo el hecho de compartir
cierto marco moral y clasificatorio orienta la acción, a la vez, en sus
objetivos y en sus formas; sólo proponemos tomar en serio la idea de “agente” (agency).* En nuestros últimos
capítulos, sobre todo, dedicaremos más espacio que el habitual a estas
orientaciones para la acción, a las filosofías que animan al Estado.
Nuestro enfoque también recurre a
las perspectivas de la sociología “clásica” de un modo que conviene indicar
aquí brevemente, ya que no lo volveremos a discutir hasta la “Postdata” que
cierra este libro. Nuestra deuda principal y la más obvia (coherente con lo que
ya constatamos, la crítica práctica ejercida por una multitud de luchas
sociales) es con Marx; aunque con un Marx que muchos de sus seguidores, sin
duda, desconocerían (entre otras cosas, porque nos negamos a considerar la
formación del Estado o la revolución cultural como “superestructuras”)12.
A Durkheim le debemos la importancia central atribuida a la
autoridad moral:
El problema
de la sociología, si es que podemos hablar de un problema sociológico, consiste
en buscar, en medio de las diferentes formas de la coacción social, las
diversas formas de autoridad moral que les corresponden y en descubrir las causas que determinaron estas
últimas (Durkheim, 1912: 208, n.4: una respuesta a los críticos. Énfasis
nuestro).
Pero le dimos a este planteamiento por lo menos tres
inflexiones. Primero, nos propusimos entender qué concepciones de la autoridad
moral asumen los que son socialmente poderosos y no considerarlas como simples
justificaciones ad hoc; ver en ellas
un reconocimiento del hecho que los modos de control o, como preferimos
llamarlos, de regulación, también necesitan justificaciones morales aun cuando
actúan para ocultar las formas del mismo poder que las hizo pensables.
Intentamos, con un enfoque materialista, sacar en limpio cómo lo que llegó a
recibir el nombre de “maquinaria del gobierno” se moraliza, no sólo mediante
justificaciones explícitas y separadas sino centralmente en la combinación
* Otras opciones para traducir “agency” son: agencia,
instancia, agentes activos, etc. [NdE].
de las rutinas
mundanas (que, en muchas descripciones, tienden a quedar fuera del campo de
visión) y de los rituales fastuosos descartados con demasiada facilidad como
decorativos o, siguiendo a Bagehot sin entenderlo, como augustos, [dignified] del Estado. Y tomamos muy en
serio la última parte, arriba subrayada, de la afirmación de Durkheim, lo cual
nos lleva a investigar mediante qué cambios, imperceptibles o bruscos, se
volvió posible, para los socialmente poderosos, empezar a pensar, a ver y a
actuar de manera diferente, y a reconocer en estos cambios (en varios momentos
de nuestra narración histórica) las bases necesarias para transformaciones
mayores en las categorías del pensamiento político.
A Weber también le debemos mucho,
en especial a su fecunda insistencia en entender la autoridad como poder
legitimado. De manera más particular, hemos tratado de ver por qué caminos se
podía desarrollar sus importantes sugerencias sobre “el Estado” entendido como
el lugar –o el conjunto de visiones y personal– de las exigencias (exitosas) de
detentar el monopolio del uso legítimo de la violencia. La formación del Estado
regresa siempre a este proyecto de monopolización. “El Estado” busca quedar
como el único que se puede atribuir autoridad para ser la instancia legítima
exclusiva para tal o cual forma de conocimiento, de previsión, de regulación o,
palabra maravillosamente neutral, de “administración”. Esto es una parte tan
importante de los circuitos de poder legitimados como el monopolio de los
medios de violencia física (con el cual, por supuesto, esa pretensión más
general se entrelaza inextricablemente). En cierto sentido, el éxito creciente
de estas exigencias [claims] es
precisamente lo que permite que “el Estado” reciba un nombre, como poder
impersonal, el “Dios Mortal”, (Mortal
God) de Hobbes. Seguir el detalle de las modificaciones en los medios de
legitimación y, de manera central aunque no exclusiva, en el sistema de
justicia y en las formas de la representación política (sin olvidar, para buena
parte de nuestro período, la religión) es un tema clave de nuestra narración.
Tuvimos presente siempre que la esencia de cualquier exigencia es que puede ser
cuestionada.
Pero dejemos los necesarios
preliminares generales. Ya no habrá más “teorización” explícita, o muy poca, en
este libro hasta la sección que lo concluye, donde retomaremos algunos
problemas más amplios de la formación del Estado en la teoría social y la
historiografía de la civilización capitalista a la luz de la experiencia
histórica inglesa. Hasta entonces, confiamos en que nuestro relato hablará por
sí mismo y dará sustancia a estas consideraciones breves y abstractas. Nuestro
título, El gran arco, proviene de una
metáfora usada por E.P. Thompson para caracterizar la realidad de la revolución
burguesa en Inglaterra, la historia del aburguesamiento plurisecular de las
clases dominantes inglesas (y de la proletarización de los dominados, dos
procesos inseparables) propiciada de manera compleja por la lenta constitución
de un Estado nación, mediante una serie de lo que definiremos como “ondas
largas” de revoluciones en el gobierno. En este libro, tratamos principalmente
este último aspecto; sería imposible empezar a contar la historia completa en
un trabajo de esta dimensión.
Este último punto es importante.
No pretendemos ofrecer, en este libro, una historia (ni una explicación)
general del capitalismo en Inglaterra, ni de la constitución de la clase
dominante inglesa; tenemos un objeto de estudio más limitado, aunque
fundamental, según creemos, para la comprensión de ambos temas. Existen
estudios históricos valiosos de este contexto más amplio; consideramos nuestro
trabajo como un complemento de ellos y una extensión de sus planteamientos,
aunque a veces los cuestione.13 Es igualmente importante destacar
que tampoco nos proponemos ofrecer el tipo de historia narrativa completa de la
formación del Estado que cabría esperar de la historia constitucional o de la
historia administrativa. Aunque sólo fuera por razones de espacio, tuvimos que
proceder a una selección muy estricta de lo que aquí se iba a cubrir: cada uno
de los capítulos hubiera podido ser un libro por sí mismo. Lo que presentamos
es, más bien, un panorama de la formación del Estado como revolución cultural,
una discusión historiográfica, ni más ni menos, en torno al “terreno clásico”
de la civilización capitalista, con la intención, o la esperanza, de iluminar
mejor tanto la naturaleza y los orígenes de esta civilización en general –no
sólo en Inglaterra– como los rasgos realmente propios del caso inglés. Lo que
aquí ofrecemos no pretende, pues, ser definitivo: es un ensayo, un intento, de
sociología histórica más que una historia en el sentido convencional.
Finalmente, cabe hacer, de
entrada, dos aclaraciones particulares referidas a áreas de estudio que, si
bien son extremadamente pertinentes para nuestro tema, no se han discutido lo
suficiente. Primero, este libro trata de la formación del Estado inglés en
Inglaterra. No en Gran Bretaña, ni en las Islas Británicas, ni en el Reino
Unido; no en Gales, Escocia, Irlanda, la India, América del Norte o América
Central, Asia austral, Africa.14 Las formas de Estado inglesas se
extendieron a todas esas regiones y se impusieron a sus pueblos durante el
período que este libro cubre, y los aspectos “imperiales” de la formación del
Estado inglés fueron un aspecto fundamental tanto de su materialidad cuanto de
su imaginería. Diremos algo sobre este último punto, aunque mucho menos de lo
que hubiéramos querido desarrollar. Lo que, por falta de espacio, no podemos
estudiar aquí es de qué diversas maneras se impusieron, y se vivieron, las
formas inglesas del Estado fuera de Inglaterra.
En segundo lugar, como ya lo
mencionamos, la formación del Estado que aquí esbozamos fue y es, en general,
más diferenciada en su “diseño”, si se considera desde arriba, y en su
“significado” –su experiencia– si se considera desde abajo. Del mismo modo que
las consecuencias y los cuestionamientos fueron y son diferentes en Gales y en
Escocia (en Irlanda o en la India), así también difieren los diversos grupos
dentro de la misma Inglaterra, “organizados” por, pero también en oposición a,
las “mismas” formas de Estado, de gobierno, de regulación y de poder. Sobre
todo, la política oficial como esfera separada (y por lo tanto también la
calidad de “nación política”) es, tanto por su planteamiento como por las
personas que participaron en ella, una realización de las clases propietarias
inglesas masculinas, blancas, protestantes; una forma de su organización y una
de las principales formas mediante las cuales dominan a los demás. En nuestro
texto, cada vez que se puede, tratamos de señalar este carácter diferenciado de
la construcción del Estado/nación, pero el enfoque mismo de nuestro relato,
centrado en esta “nación política”, en la historia “desde arriba”, lo expone
constantemente a dejar “inadvertidos” precisamente a los que están afuera y
abajo. Habría que recordar, a lo largo del libro, que éstos son la mayoría.
Hay una faceta diferenciada y
diferenciadora particular de la formación del Estado inglés que se debe, en
este contexto, subrayar con fuerza y de manera muy general, pues está tan
profundamente implantada que habitualmente ni siquiera se nota. La peculiar
definición del espacio propiamente público organiza, como un lente prismático,
otras “esferas” y en especial los espacios opuestos de lo “privado”:
dependiente, doméstico y familiar para la mayor parte de las mujeres y los
niños; “independiente” y relativo al lugar de trabajo o al oficio para la mayor
parte de los hombres. Por supuesto, existen otras divisiones definitorias que
cruzan esas dos; el tipo de forma de familia (y de obligaciones domésticas) de
las “damas” de la aristocracia y, más tarde, de la alta burguesía, ha de ser
distinguido tan claramente como la “ocupación” laboral de los señores de la
aristocracia terrateniente, de la nobleza o, más tarde, de los empresarios
capitalistas. Pero la meta-organización por género del espacio y del tiempo, y
el consiguiente intento de regular las identidades sociales según divisiones de
género claramente trazadas, merece, desde un principio, una mención muy
general, ya que es un rasgo constitutivo de todas las civilizaciones
capitalistas conocidas. Fue un esfuerzo constante y un efecto múltiple de la
formación del Estado en Inglaterra. Durante todo el período, la pieza maestra
del tejido social fue la familia, su orden patriarcal y social que reflejaba el
de la sociedad como conjunto; fue (y sigue siendo)15 una de las
grandes metáforas organizadoras del Estado. La masculinidad generalizada de “el
Estado” es un rasgo que ha sido pasado por alto en casi todos los estudios
hasta los últimos diez o quince años.16 Sin embargo, detengámonos un
minuto a pensar lo que significa para las identidades sociales, para las
subjetividades, el hecho de haber tenido linajes duraderos, prácticas de rutina
e instituciones normalizadas exclusivamente (en todos los sentidos de la
palabra) masculinos durante ochocientos o novecientos años.
Este libro no es, entonces, historia desde abajo; la mejor
parte de la historia queda sin contar y hay que tenerlo presente. Para explicar
por qué, citaremos lo que escribe Perry Anderson al final de la introducción al
segundo de sus dos muy importantes volúmenes sobre la formación del Estado (no
discutiremos aquí la separación, demasiado nítida según creemos, que establece
entre los “niveles” de la sociedad):
Un último
comentario podría ser necesario, en cuanto a la decisión de tomar al Estado mismo como tema de reflexión.
Ahora que la “historia desde abajo” se ha vuelto el santo y seña tanto en los
círculos marxistas como en los no marxistas y ha producido enormes avances en
nuestra comprensión del pasado, es , sin embargo, necesario recordar uno de los
axiomas básicos del materialismo histórico: que la lucha plurisecular entre las
clases se resuelve en última instancia en el nivel político, no en el nivel económico ni cultural, de la sociedad. En
otras palabras, es la construcción y la destrucción de los Estados lo que sella
los cambios básicos en las relaciones de producción, mientras existan las
clases. Una “historia desde arriba”, historia de la intrincada maquinaria de la
dominación de clase, sigue siendo por lo tanto no menos esencial que la
“historia desde abajo”: en realidad, sin aquella, ésta última termina siendo
(aunque desde el lado bueno) unilateral (1974: 11).
Postdata
Al principio de
este libro, notamos que la teoría social “clásica” tiene mucho que aportar a la
comprensión de la formación del Estado como revolución cultural. Será útil
revisar algunos de los temas principales de esta literatura antes de proponer
varios comentarios generales que surgen del trabajo anterior. Se pueden
encontrar, tanto en Marx como en Weber, importantes análisis de la relación
entre la formación del Estado y el capitalismo17. Weber afirma de
manera categórica que “sólo dentro del Estado nación puede prosperar el
capitalismo moderno” (1920b: 250). Para entender esto, es preciso entender su
concepto de capitalismo. Cuando se refería a este fenómeno, históricamente
único y distinto de la actividad mercantil en general, al cual llamaba –con
cuidado– capitalismo moderno, occidental, racional, lo caracterizaba
principalmente por su racionalidad. No se trata de un juicio de valor; en
realidad, Weber pensaba que la acumulación de capital sólo por acumular, lo
mismo que la disciplina moral del trabajo como tal impuesta por el capitalismo,
eran esencialmente irracionales. A lo que se refería era más bien al grado de
cálculo que distingue al capitalismo occidental moderno. El capitalismo, para
Weber, es racional en la medida en que “se organiza en torno a los cálculos de
capital. Es decir, [en que] se ordena mediante la planificación del uso de los
bienes materiales y de los servicios personales como medios de adquisición, de
modo que a la hora de trazar la última línea del balance, el ingreso final… sea
superior al ‘capital’” (1920a: 334). Para nosotros, es completamente “natural”
que las empresas productivas operen de esa manera –lo cual demuestra,
precisamente, el éxito de la revolución cultural del capitalismo. Un ejemplo,
entre tantos, es esta declaración de Sir Henry Plumb: “sin ganancias no puede
haber producción” (BBC News Broadcast, 25 de septiembre 1975). Pero, sostendría
Weber, tanto los dispositivos técnicos que hacen posible esa racionalidad, la
contabilidad de doble partida, por ejemplo, como el edificio institucional y el
ethos cultural adecuados son de
origen relativamente reciente.
Este “sobrio capitalismo burgués”, basado en la empresa
permanente dedicada a la producción de ganancias siempre renovadas (y no a la
búsqueda de grandes ganancias especulativas instantáneas), tiene precondiciones
definidas. Weber, como Marx, considera esencial “la apropiación de todos los
medios físicos de producción… como propiedad alienable de empresas industriales
privadas autónomas” y la presencia de “personas... que están, no sólo
legalmente autorizadas, sino económicamente obligadas a vender su trabajo sin
restricción en el mercado” (1920b: 208). También menciona, entre otras cosas,
la tecnología racional, la libertad del mercado, la comercialización general de
la vida económica y la separación entre hogar y empresa.18 Aunque el
propio Weber no desarrolla este último punto, omisión característica de las
sociologías clásicas, la separación entre hogar y empresa se organiza
principalmente por medio de la regulación social de las formas de familia, de
las relaciones de género y de la división sexual del trabajo –y eso, en buena
parte, mediante actividades estatales, como ya lo señalamos. Weber presenta,
luego, un argumento de particular importancia para nosotros; sostiene que el
capitalismo moderno requiere de un edificio de leyes racionales, administradas
por el Estado nacional:
Si este
desarrollo (el capitalismo racional) sólo ocurrió en occidente, hay que buscar
la explicación en los rasgos particulares de su evolución cultural que le son
propios. Sólo el occidente conoce el Estado en el sentido moderno de la
palabra, con administración profesional, cuadros especializados y leyes
fundadas en el concepto de ciudadanía… Sólo el occidente conoce la ley
racional, hecha por juristas, aplicada e interpretada racionalmente, y sólo en
occidente encontramos el concepto de ciudadano (1920b: 232; ver su 1920a).
Nosotros, por supuesto, diríamos:
la revolución cultural que le es
propia. El capitalismo racional, calculador, requiere, según Weber, “leyes con
las que se pueda contar como con una máquina” (1920b: 252). La estabilidad y lo
predecible del entorno legal le son indispensables. Eso sólo se puede conseguir
bajo la jurisdicción centralizada y estandardizada del Estado moderno, con su
monopolio del uso legítimo de la fuerza y sus aparatos burocráticos para
aplicar la ley. Los Estados también son entornos que vuelven posible llevar a
la práctica otras formas de estandarización (que ahora tomamos por sentadas)
para facilitar la tarea de calcular, por ejemplo, la normalización de las
unidades monetarias o de las unidades de pesos y medidas.
Tanto la ley moderna como la
organización política [polity]* moderna
se fundan en el concepto del ciudadano, el individuo libre y autónomo con
derechos y deberes precisos. En una frase sugerente, Weber describe “la
burguesía en el sentido moderno de la palabra” como “la clase ciudadana
nacional” (ibid.: 249). Define “ciudadanía en el sentido político” como
“participación en el Estado, que conlleva la detención de ciertos derechos
políticos”, y “ciudadanos en el sentido de clase” como “aquellos estratos que,
en contraste con… el proletariado y demás grupos que quedan fuera de su
círculo, se reconocen unos a otros como ‘gente de bien’, ’gente de propiedad y
de cultura’”, y precisa que este último sentido es “un concepto propiamente
occidental y moderno, como el de burguesía” (ibid: 233-4). Marx, escueto,
señala que, donde se dice “ciudadanía”, “hay que leer: dominación de la
burguesía” (Marx y Engels 1846: 215).
Finalmente Weber, posiblemente más que cualquier otro
sociólogo clásico, también subraya que el capitalismo necesita un ethos práctico nuevo y específico. Lo
resume como “el espíritu racional, la racionalización del manejo de la vida en
general y una ética económica racionalista” (1920b: 260); “los orígenes del
racionalismo económico radican no sólo en la existencia de una tecnología y
unas leyes racionales sino, en general, en la capacidad que tienen los hombres
para aplicar ciertas formas de racionalidad práctica en la conducta de sus
vidas” (1920: 340). Esa racionalización de la conducta es, para Weber, el rasgo
seminal de la cultura occidental en general y de la civilización occidental
moderna en particular. Su alcance es muy amplio y se trata de un concepto clave
de su sociología. “La racionalidad práctica” incluye a la vez la búsqueda
racional de la ganancia por el capitalista y el desarrollo de una disciplina
* El significado de este concepto varía según el contexto:
organización política (que es nuestra opción más frecuente para traducir
“polity” a lo largo del texto), sociedad o comunidad organizada políticamente
(en vista de que en antropología la aplicamos también a sociedades sin Estado);
una forma particular de organización política o una forma de gobierno [NdE].
del trabajo en
sus múltiples formas: puntualidad, regularización (y extensión) del horario de
trabajo, salario por hora o por pieza, son expresiones de la misma revolución
cultural. También lo es una instrumentalización más amplia de las relaciones
sociales, evidente en la burocratización en gran escala de organizaciones de
todo tipo; el análisis de Weber procura abarcar hasta la música y el arte. Sin
entrar en el debate sobre “la ética protestante”, podemos endosar sin reservas
esta penetrante idea de Weber. Queremos subrayar, sin embargo, que esta
racionalización cultural no se puede disociar de la formación del Estado, ni
analizar como un mero asunto de ideas. Hemos dado amplios ejemplos del papel
que cumple la formación del Estado para que esta nueva disciplina se vaya
imponiendo: tanto la autodisciplina de la burguesía, como la disciplina del
trabajo impuesta a la clase obrera o la disciplina social más amplia (y
fundamental, puesto que le da forma a la sociedad que provee el contexto y las
condiciones generales para la disciplina central, la de la producción), la cual
convierte en rutina el significado de ciertos órdenes y ciertas actividades
sociales particulares, del tipo del que se encierra en la noción de orden
público de Blackstone, o en la noción típica del siglo XIX de “hombres
respetables”.
El análisis que hace Marx del vínculo entre formación del
Estado y capitalismo tiene, como era de esperar, enfoques distintos (aunque las
dos tradiciones son más complementarias de lo que se admite en general). Los
análisis marxistas del Estado como una forma de organización del poder de clase
son conocidos y no hace falta desarrollarlos aquí. Pero, en el contexto del
presente libro, no sobra insistir en la agudeza de las observaciones de Marx
respecto al papel del Estado inglés para abrir camino, desde un principio, a
las relaciones capitalistas. En Grundrisse,
señala que “los gobiernos, por
ejemplo los de Henry VII, VIII, etc., vienen a ser condiciones para el proceso
histórico de disolución [de las relaciones feudales] y creadores de las
condiciones para la existencia del capital” (1858: 507). En la parte 8 de Capital I, pasa revista de las diversas
actividades del Estado, o apoyadas por el Estado. Van desde la “expoliación” de
los bienes eclesiásticos, la venta de tierras de propiedad del Estado, la
abolición de las tenencias feudales y el impulso a cercamientos y desmontes,
pasando por las leyes contra la vagancia, la regulación de los salarios y la
criminalización de las asociaciones de trabajadores, hasta la política
colonial, el proteccionismo, los métodos fiscales modernos y la deuda nacional.
Hacia el final de siglo XVII, afirma, esos “diferentes impulsos de acumulación
primitiva” confluyen en “una combinación sistemática”. El punto que elige
subrayar es el siguiente:
Esos
métodos… recurren todos al poder del Estado, la fuerza organizada y concentrada
de la sociedad, para acelerar, como en invernadero, el proceso de transición
del modo de producción feudal al modo capitalista, y para abreviar la
transición. La violencia es la partera de toda vieja sociedad preñada de otra
nueva. Es en sí un poder económico (1867: 751).
También deberíamos tener presente
que, independientemente de cualquier afirmación general sobre Estado y clase,
Marx, en sus trabajos empíricos, nunca trató los Estados de manera mecánica
como si fueran dóciles herramientas o criaturas de una clase dirigente
monolítica. Eso resulta clarísimo en sus estudios de la política francesa,
tanto en los años 1850 como en los 1870.19 Si nos limitamos a
ejemplos ingleses, veía la historia de la legislación industrial en términos de
luchas, libradas en la arena de la política oficial, y en las cuales la clase
trabajadora consiguió victorias sobre el capital: la Ley de las Diez Horas (Ten Hours Bill) era “una medida de los
trabajadores” (1864: 346). Asimismo, consideraba la “constitución británica”
como “un compromiso entre la burguesía, que manda,
no oficialmente sino de hecho, en todas las esferas decisivas de la
sociedad civil, y la aristocracia terrateniente que gobierna oficialmente” (1855: 221). Cabría, por supuesto, matizar
las dos afirmaciones, usando precisamente la investigación histórica, pero las
citamos a título de ilustración.
Un segundo tema en el análisis de
Marx es, quizás, menos conocido; lamentablemente, también es más difícil de
resumir en el espacio del que disponemos aquí (lo hemos desarrollado en otra
parte20). En resumen, Marx sostiene que el Estado moderno no sólo es
(con las debidas precauciones) un instrumento del poder burgués sino que además
la forma Estado como tal es
propiamente burguesa, en los dos siguientes sentidos: primero, que esta forma
alcanza su apoteosis en la sociedad capitalista, y segundo, que es una relación
esencial de esta sociedad. Con eso, no se propone negar que el gobierno
coercitivo es sin duda anterior al capitalismo, y tampoco que muchas de las
instituciones del Estado moderno tienen orígenes precapitalistas. Quizás sea
más fácil acercarse a lo que sí quiere decir por medio del contraste
(idealizado, hay que subrayarlo) del capitalismo con la sociedad feudal21.
Para Marx, una universalización abstracta de la política
(como la esfera del “interés general”) y una despolitización formal de la “sociedad
civil” (todos los hombres erigidos en ciudadanos iguales, independientemente de
las desigualdades sustantivas) son las dos caras del mismo proceso histórico,
igualmente constitutivas de la civilización capitalista:
El establecimiento del Estado políticoy la
disolución de la sociedad civil en individuos
independientes, cuyas relaciones mutuas se rigen por la ley del mismo modo que las relaciones
entre hombres en el sistema medieval de Estados y corporaciones se regían por
el privilegio… se realiza mediante un mismo y único acto (1843b: 167; ver
1843a: 32).
Aquí, el punto clave es que las
condiciones bajo las cuales la actividad económica puede tomar formas
capitalistas, en otras palabras, se puede organizar de manera predominante a
través de la producción y el intercambio de mercancías (incluyendo la fuerza de
trabajo como una mercancía) son, para Marx, las de esta doble transformación de
las relaciones sociales. Las relaciones jerárquicas, personalizadas,
territoriales, de la sociedad feudal se fracturan doblemente. Por un lado, se
trata de un proceso de creciente individualización, en el cual los individuos
son “liberados” de los lazos feudales para convertirse en los sujetos
formalmente iguales, en los humanos abstractos de la concepción burguesa del
mundo. Si los rituales de vasallaje son el símbolo de las relaciones feudales,
el contrato es el símbolo maestro de este nuevo
mundo. Y aquí está el meollo del asunto. Para Marx, la “liberación” de los
individuos es la condición y el corolario de la privatización de la propiedad,
de su transformación en mercancía, desembarazada de “sus adornos y asociaciones
políticos y sociales anteriores” (1865: 618). Los objetos, principalmente la
tierra, los medios de producción y la fuerza de trabajo, sólo pueden volverse
propiedad privada disponible en la medida en que sus dueños están libres de
disponer de ellos. Detrás del ciudadano está el burgués. Visto desde el otro
lado, este proceso es en su totalidad un proceso de formación del Estado. Las
relaciones de mercado (el “vínculo monetario” de Marx22) no se
bastan a sí mismas. Se requiere de la regulación estatal para crear las
condiciones bajo las cuales los individuos pueden dedicarse libremente a sus
transacciones “privadas” y para que esas condiciones se apliquen igualmente a
todos. El Estado, por lo menos, debe garantizar la seguridad física y el orden
(cierto particular orden) social. Pero más allá de eso, como lo demostró
brillantemente Durkheim en su análisis de las condiciones “precontractuales”
implícitas en cualquier contrato (una crítica devastadora de Spencer y los
utilitaristas), se requiere una regulación moral generalizada, la organización
del consenso.23 La “anarquía” de la “sociedad civil” capitalista
depende de la existencia, firme y callada, de una regulación estatal; en contra
de las apariencias –y de las ideologías de laissez-faire–
está organizada. La ley, ante la cual todos son considerados iguales y a la que
se supone que todos están sujetos, es el marco de regulación paradigmático
–aunque no el único– apropiado para esta sociedad. Otras sociologías, aparte de
la de Marx, repararon en esta transformación dual, individualización y a la vez
formación del Estado; para Tönnies, se trata de la transición de la
Gemeinschaft (comunidad) a la Gesellschaft (sociedad), para Weber, de
la autoridad patriarcal a la autoridad racional-burocrática, para Durkheim, de
la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica. Durkheim, una vez más, es
especialmente interesante ya que percibe el carácter central para el orden
burgués a la vez de lo que él llama “individualismo moral” (atribuir el valor
supremo al individuo humano abstracto como tal) y del Estado para su
articulación. En sus propias palabras, “sólo mediante el Estado es posible el
individualismo” (1904: 64).
Esta transformación de la
geografía social, es decir en última instancia de las identidades sociales, es
a su vez una revolución cultural de profundas dimensiones, y de consecuencias
mayores, en general, para negociar (es decir, encontrar el propio camino en) el
mundo y, en particular, para reconocer el valor de nuestras diferencias. Marx
deja claro que los valores medulares del discurso político burgués –libertad,
igualdad, democracia, derechos– suponen el individuo histórico de la “sociedad
civil”, bürgerliche Gesellschaft, y
tienen por punto de referencia la organización política (polity) que se forma a partir de su emergencia (ver su 1843a, b;
Marx y Engels 1846: 2a parte, passim;
Sayer 1985). Por cierto, una manera de ver a qué se refiere es seguir los
cambios que se producen, a lo largo de los siglos, en las connotaciones de
“libertades”. La noción misma de derechos humanos, derechos asignados al
individuo como tal, sin consideración de estatus social ni de circunstancias
materiales, hubiera sido propiamente incomprensible en el contexto feudal.
Estos valores son, por naturaleza, abstractos y formales en sus referencias; es
precisamente un corolario de su universalismo. No se definen en términos
materiales o particularistas. Por un lado, es su fuerza. Para los que son
subordinados materialmente, es decir, la mayoría, también es una limitación: no
sólo en el sentido negativo de su carácter ideal, imposible de realizar, para
la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo (en el sentido, para retomar
el tendencioso ejemplo de Christopher Hill, de que todos tenemos la “libertad”
de hospedarnos en el Ritz) sino en un sentido fuertemente positivo: construir
en tales términos la identidad social impide activamente que la experiencia
real de la diferencia, de la subordinación material, pueda expresarse en
términos políticos y no como una mala suerte “personal” y “privada”. Todos son
iguales en la comunidad ilusoria. En una sociedad materialmente desigual,
proclamar una igualdad formal puede ser violentamente opresivo y es en sí mismo
una forma del poder. Pero éste no es nuestro argumento principal por ahora;
trataremos esos temas más a fondo después. Por ahora, queremos apuntar,
simplemente, el carácter central, en las teorías sociales que hemos reseñado,
de la formación del Estado y de la revolución cultural asociada para ordenar
una sociedad en la que la economía capitalista se vuelva posible: o sea,
invertir el dogma marxista “estándar”. Para Marx, lo mismo que para cualquier
otro teórico aquí considerado, no hay modo, ni con mucha imaginación, de
considerar estas transformaciones como “superestructurales”. Son parte
integrante de la constitución de un orden social burgués, de una civilización.
El capitalismo no sólo es una economía, es un conjunto regulado de formas
sociales de vivir.
Esos modelos teóricos son
ciertamente esclarecedores, siempre y cuando se los lea como crítica y no como
supuesta descripción histórica, como orientaciones para la investigación
histórica y no como sustitutos de ella.24Dan cuenta de rasgos
genéricos, significativos y nada obvios, de la sociedad capitalista y señalan
las intrincadas relaciones que los unen. Pero, si los consideramos desde un
punto de vista histórico, como retratos de cualquier capitalismo particular o
de los procesos de su formación, esos tipos ideales son obviamente inadecuados;
tampoco es su función en el análisis. Empíricamente, la construcción de las
relaciones de mercado y la formación del Estado político no fueron nunca, en
ningún lado, “un mismo y único acto”. La existencia de la producción y el
intercambio de mercancías –como bien sabía Marx– es muy anterior a la
emergencia del capitalismo como modo de producción dominante. Estaban
presentes, como formas auxiliares pero importantes de la economía, a todo lo ancho
de la Europa feudal y de manera extensa desde el siglo once. El Estado
político, “el Estado” en el sentido moderno, también fue, como vimos, una
construcción de muy largo aliento. Y eso, en dos sentidos. Primero, aquellas
agencias e instituciones que finalmente llegaron a redefinirse como “el” Estado
tenían en muchos casos un largo (en Inglaterra, extremadamente largo) pedigree precapitalista. Segundo, el
reordenamiento de esas instituciones que las convirtió en el tipo de gobierno
que Weber describe como “racional-burocrático” o que Marx opone a las formas
feudales de mando, fue largo y lento y en realidad, en términos de las
expectativas del modelo, está en muchos aspectos inacabado.
Eso queda particularmente claro
en el caso de Inglaterra. No fue el derecho romano “racional” sino el derecho
consuetudinario, ni escrito ni codificado, el que proporcionó el marco legal al
desarrollo del capitalismo en Inglaterra. El Estado inglés carecía de toda
estructura burocrática profesional seria, en el sentido de Weber, hasta bien
entrado el siglo XIX (e incluso desde entonces, como lo hemos señalado varias
veces, era y es todavía marcado por características “patrimoniales” y
clientelares). Inglaterra sigue siendo una monarquía y, queremos insistir, no
sólo para fines cosméticos. Los soberanos ingleses perdieron hace mucho casi
todo su poder personal, pero las formas monárquicas siguen siendo decisivas, no
sólo en términos de legitimidad sino también para el funcionamiento de una
parte notable de la maquinaria del poder estatal inglés. El gobierno es el “de
Su Majestad”, a quien es entregado simbólicamente en la apertura “solemne” del
Parlamento, mediante una compleja ceremonia que incluye hasta besamanos. En
cualquier sociedad, algo confiere autoridad a las formas del mando, algo
legitima el poder. La realeza –la pieza clave de las partes solemnes de la constitución– es el
ejemplo-tipo de un reclamo [claim] de
legitimidad basado, entre otras cosas, en la antigüedad, la tradición, la
continuidad, un “ser inglés” conciente de sí y cuidadosamente edificado. Es un
emblema de lo que se supone que “nos” hace distintos de otros países, con sus
reyes advenedizos o sus jefes de Estado vulgarmente elegidos. No se trata
“simplemente” de una cuestión ideológica: es algo que confiere capacidades
prácticas. Quien proclama (legitima, autoriza) el Estado de emergencia es “la
Reina en su Consejo”. Cuando, en 1984, el gobierno de Su Majestad trató de
prohibir los sindicatos mediante una “Orden del Consejo”, esos alegaron en los
tribunales que el poder judicial no tenía atribuciones para controlar su
actividad porque, al tratarse de un asunto de seguridad nacional, pertenecía al
ámbito de las prerrogativas de la reina. La información que los dirigentes de
la oposición reciben en su calidad de miembros del Consejo Privado (como pasó,
según Tam Dalyell, en el caso del contingente enviado a las Falkland/Malvinas)
debe permanecer en absoluto secreto, en aras de la seguridad nacional. En
Inglaterra, también, una cámara alta hereditaria, la cámara de los Lores,
conservó amplios poderes legislativos hasta bien entrado el siglo XX y todavía
no ha perdido sus garras, como lo demostró en 1984 cuando derogó un proyecto de
ley (el Paving Bill) porque abolía el
Consejo del Gran Londres. Los Lores, como ya lo señalamos, siguen siendo el más
alto tribunal del país. A lo largo de nuestro texto, dimos muchos ejemplos más
de rasgos “no modernizados” del “moderno” Estado inglés. Tampoco es una simple
excentricidad inglesa esta falta de conformidad a los modelos; vimos cómo, en
1983, una enmienda a la constitución de Estados Unidos, el Equal Rights Amendments, que prohibía la discriminación sexual, fue
rechazada en el Congreso. En el país mismo de la democracia burguesa, la mitad,
o más, de la población no tiene todavía acceso pleno a la nación política de
ciudadanos “iguales”. La larga lucha de la población negra por sus derechos
civiles y políticos habla de lo mismo.
Es, según creemos, un error –un
error profundo– ver en este tipo de “desviación” una “revolución burguesa
incompleta” o una anacrónica sobrevivencia de “reliquias del feudalismo”. Así
se suele percibir la experiencia inglesa, sea desde la izquierda (Anderson y
Nairn) o desde la derecha (Sir Keith Joseph); Engels se les adelantó al señalar
en “las incoherencias lógicas” del Estado británico una “prueba amarga para las
mentes racionales”.25 La conclusión correcta que habría que sacar es
otra. Las sociedades no son como “mentes racionales”. El error está en lo que
se espera: “formaciones sociales” parecidas a sistemas cibernéticos o
revoluciones que sean cortes limpios y nítidos. Es preciso agregar luces y
sombras a las pinturas sociológicas; a veces, en realidad, es preciso
repensarlas en su totalidad.
Lo primero que hay que añadir a
la comprensión sociológica de que el capitalismo nunca es “simplemente” una
economía es la comprensión histórica de que, empíricamente, sólo hablamos,
siempre, de capitalismos históricos precisos. Fuera de los modelos de los
teóricos, no existe el capitalismo “en general”; los capitalismos reales sólo
existen, siempre, como formas de civilización históricas, particulares. Ésas,
como dijo Marx, no caen del cielo. Se van construyendo activamente mediante la
transformación de formas sociales preexistentes. Este legado histórico delimita
y proporciona a la vez los (únicos) recursos para la construcción capitalista
y, de este modo, la “in-forma”, le da su forma y su peso específicos. Así, por
ejemplo, si bien “en teoría” no sería imposible imaginar un capitalismo
no-patriarcal –el patriarcado no se puede deducir del concepto de capital, y
los intentos para hacerlo resultan invariablemente reduccionistas (e ignoran la
subordinación de las mujeres como mujeres)–, todos los capitalismos reales
fueron construidos, en la práctica, mediante formas de relaciones sociales
patriarcales que tienen una historia independiente de la del capitalismo en sí.
Esa dialéctica de limitación y
construcción es central en la comprensión histórica; es también, en muchos
sentidos, una de las cosas más difíciles de entender plenamente. Tanto la
interpretación liberal de la historia inglesa como muchas variedades del
marxismo tropiezan aquí, la primera al ver sólo continuidades sin entender cómo
sucesivas transformaciones terminan produciendo algo cualitativamente nuevo,
las segundas al buscar rupturas revolucionarias definitivas sin detenerse a
considerar con qué materias primas son edificadas las civilizaciones
capitalistas y las restricciones y continuidades que esas imponen. Las
“incoherencias lógicas”, en suma, se deben usar como puntos de partida para
reconstruir la historia de la civilización capitalista en Inglaterra, o en
cualquier otro lado, ya que en el mundo real, todos los casos son, cada uno a
su modo, “singulares”. Sería un error descartarlas como un conjunto de
perturbaciones molestas que hay que dejar de lado.
Inglaterra fue “singular” de
muchas maneras distintas. Macfarlane subraya la larga herencia del
“individualismo” inglés, quizás con demasiado énfasis. Los historiadores
marxistas hicieron un trabajo valioso sobre la “diferenciación” entre los
campesinos y los artesanos medievales. Brenner busca una explicación maestra de
la emergencia del capitalismo en Inglaterra en los contrastes entre la relación
señor/campesino que existía ahí y las que existían tanto en Europa Oriental
(donde se pudo imponer una “segunda servidumbre”) como en Francia (donde los
campesinos ganaron mayores derechos de propiedad). Nosotros hemos señalado los
rasgos específicos de la aristocracia en la Inglaterra medieval y al principio
de la modernidad, rasgos que crearon condiciones para una mayor disposición al
comercio. Pero, sin querer negar la importancia de todo eso, la peculiaridad
más visible y destacada de Inglaterra (que tiene implicaciones propias para
cada uno de aquellos puntos más obviamente “económicos”) se ubicó en el terreno
central que cubre este libro: la formación del Estado, y la revolución cultural
que la acompaña. Aquí, según creemos, habría mucho que añadir a las teorías que
hemos discutido; en particular, en base a la experiencia inglesa, pero también
en aspectos de alcance más general.
Incluso en los términos de esas
teorías, es congruente admitir que la temprana unificación nacional de
Inglaterra en torno a un Estado capaz de ejercer el mando internamente y –por
lo menos desde mediados del siglo XVII– de defender el “interés nacional”
afuera, ofreció un entorno excepcionalmente favorable para el crecimiento del
capitalismo. Braudel lo reconoce cuando caracteriza la Inglaterra de final del
siglo XVII como el primer mercado realmente nacional. Pero algo igualmente
importante y mucho menos observado es el significado cultural de esa formación
del Estado. Confiamos en haber fundamentado nuestra tesis de que la formación
del Estado es una revolución cultural. Las teorías en vigor reconocen eso hasta
cierto punto, en las áreas que acabamos de discutir. Lo que no consideran lo
suficiente –y es una consecuencia directa de su falta de precisión histórica,
ya que la investigación histórica lo destaca muy claramente– son las
implicaciones culturales del hecho del que estamos hablando, específicamente,
de Estados naciones. La formación del Estado reconstruye las relaciones
sociales, precisamente, en términos de sistema político [polity] nacional tanto en lo interno como con los “de fuera”
(incluyendo a los “enemigos internos”), dando nuevas formas a identidades y
lealtades; la “comunidad ilusoria” del Estado burgués siempre se representa
como comunidad nacional. Si tomamos en serio el argumento de Marx, según quien
el Estado es la forma en la que la
burguesía organiza su poder social, no podemos ignorar el hecho que el contenido cultural de esta forma es
integralmente nacional. El Estado es el agente principal mediante el cual se va
organizando la revolución cultural más amplia del capitalismo, su instancia
material central de regulación. Es a la vez, citando a Durkheim, “el órgano
propio del pensamiento social” –dedicado activamente a dar nuevas formas a las
clasificaciones sociales y a cimentarlas en sus rutinas, a difundir
representaciones colectivas oficiales y a santificarlas en sus rituales– y el
“supremo órgano de la disciplina moral”. La mayor parte del marxismo ignoró por
completo esa dimensión moral de la actividad del Estado; la tradición
durkheimiana, por otra parte, la entiende en términos demasiado poco históricos
y materiales. La revolución cultural no es simplemente un asunto de ideas y no
se puede estudiar independientemente de la materialidad de la formación del
Estado –lo que son las agencias estatales, cómo actúan y sobre quién.
La autodefinición
(alentada/obligatoria) de la gente en términos principalmente nacionales, en
lugar de términos de referencia más locales (por ejemplo, como súbditos de tal
o cual señor) o más amplios (como en el concepto medieval de cristiandad), es
un fenómeno histórico relativamente reciente. Es crucial, por supuesto, la
forma cómo se construye la identidad nacional. En las tierras sometidas al
imperio austro-húngaro del siglo XIX, por ejemplo, la nacionalidad se definía
sobre todo mediante formas culturales sofocadas, en primer lugar, el idioma
mismo, y tradiciones históricas de oposición. Las óperas de Dvorak y Smetana
–en un país donde la ópera es mucho más que una forma cultural de la elite– con
sus temas sacados de la mitología heroica checa (Dalibor, Libuse), de la historia checa (Los Brandeburgos en Bohemia), de los cuentos folklóricos checos (Rusalka) o de la idealización de la vida
popular (La novia vendida),
simbolizan esta construcción de un sentimiento nacional mediante formas de
resistencia culturales; lo mismo significa la construcción del Teatro Nacional,
en Praga, en 1881, por suscripción popular. En el siglo XX, en China, en
Vietnam o en muchos países africanos, las luchas de liberación nacional
estuvieron inseparablemente ligadas a luchas sociales más amplias y dirigidas,
muchas veces, por partidos socialistas.
La experiencia inglesa es
distinta. Uno podría, si acaso, interpretar el nacionalismo de los Tudor como
lucha de independencia nacional frente a la dominación papal; no cabe duda de
que muchos contemporáneos lo hicieron. Pero el contenido del nacionalismo
inglés raras veces fue popular (algo distinto de populista); las revoluciones
que convirtieron a Inglaterra en una nación fueron (cuando fueron exitosas)
revoluciones desde arriba. Inglaterra, según la frase de Trevelyan, fue “hecha
nación a martillazos”, en primer lugar a través de la maquinaria del Estado
(1962: 109); agregaríamos que el martillo caía con más peso sobre unos que
sobre otros. Por consiguiente, las imágenes dominantes de la tradición y la
identidad nacionales –del carácter nacional, dice la misma frase significativa–
están estrechamente ligadas, a la vez, a la cultura de las clases dirigentes
inglesas y a la historia (oficial) de las formas de Estado mediante las cuales
se organiza su poder. Eso, según nosotros, se aplica tanto o más a los
elementos más elogiados del “carácter nacional” –la supuesta sensatez, la
moderación, el pragmatismo, el rechazo a las ideologías, el talento
improvisador, la excentricidad, y así sucesivamente– atribuidos a “lo inglés”,
cuanto a los símbolos patrióticos más evidentes como el dominio de la ley, la
“Madre de los Parlamentos” y la Familia Real. Ese conjunto muy específico de
imágenes culturales fueron fundamentales para la construcción de la
civilización capitalista inglesa. Y de muchas maneras.
Primero, fue parte integrante de
la formación de la propia clase dirigente inglesa –una clase cada vez más
capitalista en su sustancia desde mediados del siglo XVI, si no es que antes,
aunque con algunos rasgos claramente “aristocráticos” en cuanto a estilo. Eso
es así tanto en un sentido material como cultural. En su calidad de Justices of Peace (Jueces de Paz), deputy lieutenants (delegados), Members of Parliament (parlamentarios), la “nación política” se reunía,
consultaba, deliberaba, actuaba; las instituciones del Estado nación eran el
armazón de su poder, los instrumentos que daban coherencia y continuidad a sus
acciones y aspiraciones. Eran formas materiales de auto organización y, desde temprano,
a escala nacional. También eran formas dotadas de envidiable flexibilidad
dentro de las cuales se pudo “administrar” la ampliación progresiva de la
nación política, de la “Society”, la
“buena sociedad”, a lo largo de los siglos (aunque a veces con cierta
dificultad). Esas instituciones fueron el foco de una cultura política
expresada en formas deliberadamente nacionales, dotadas de enorme solidez,
seguridad y profundidad. El juez de paz gentilhombre del siglo XVII, el
parlamentario manufacturero del siglo XIX, podían reivindicar, y de hecho
reivindicaban, tradiciones nacionales que se remontaban hasta la Magna Carta o
incluso antes, y una historia de evolución gradual supuestamente sin quiebres;
y en esos términos solían articular, una y otra vez, sus aspiraciones. Eso se
aplica también a los radicalismos burgueses (y a algunos no burgueses), de los
Mills a los Fabianos y más allá. En cierto sentido, y muy importante, Burke y Paine, por ejemplo, pertenecen a la
cultura política nacional inglesa –por lo mismo, precisamente, que el
jacobinismo, el bolchevismo o el “marxismo”, demonio omnipresente de nuestro
tiempo, quedan, sin discusión posible, fuera de ella, en el caso del marxismo,
por haber sido completa y globalmente expulsado de nuestra “herencia común”.
Estas formas desde entonces nacionales de la cultura política eran medios a
través de los cuales los valores, aspiraciones e imágenes burgueses se
retrataban, finalmente, como el bien común e universal; y, por cierto, medios
de profundo arraigo. La burguesía, en Inglaterra, fue hasta en su formación una
clase que se organizó y se pensó a sí misma en términos nacionales.
Marx observa que, para poder
gobernar, cada burguesía debe ser capaz de presentarse a sí misma como
representante de la sociedad en su conjunto. Al leer tales afirmaciones,
acostumbramos pensar inmediatamente, y, sin duda, es lo que el propio Marx
tenía en mente, en los filósofos franceses
del siglo XVIII y en aquellos documentos “quintaesencialmente” burgueses que
son las declaraciones de la Independencia Americana y de los Derechos del
Hombre: manifiestos de un mundo nuevo. Pero la burguesía por excelencia –si es
cierto que Inglaterra es realmente el “terreno clásico” del capitalismo–
procedió de otra manera. Para arrogarse (y obtener) el derecho de hablar en
nombre de todos, usó formas que no eran burguesas ni en su origen ni, en
términos de las expectativas sociológicas clásicas, en su carácter. Eran las de
la organización política y la cultura nacionales existentes, que ya podían, con
cierta legitimidad, pretender quedar “por encima” de las clases y demás
diferencias; aun cuando, y esto es importante, esa organización política y esa
cultura se hubieran ido transformando cada vez más, del siglo XVI en adelante.
Se podría sostener que eran también, por eso mismo, mucho más sólidas de lo que
hubieran sido legitimaciones burguesas “clásicas”, exactamente de la misma
manera que, como lo explica Holdsworth, la “legalidad” en general es un apoyo
mucho más fuerte para un gobierno que un conjunto específico de leyes
codificadas. En términos weberianos, en Inglaterra, un Estado que se iba (lenta
e incompletamente) racionalizando seguía (y sigue) siendo legitimado por formas
de autoridad tradicionales en su origen: el poder del símbolo, del ritual, de
la costumbre, de la rutina, de la manera cómo las cosas se han hecho
“siempre”,
registro en el cual lo extravagante y anacrónico de las formas es precisamente
lo que las legitima, al protegerlas del examen “racional”. El “enigma” de la
Vieja Corrupción del siglo XVIII quizás sea el mejor ejemplo de ello, pero
tampoco el siglo XIX presenta “rupturas” claras al respecto. Tal conjunto de
recursos para gobernar es mucho más profundo, más pertinaz, más flexible que
cualquier ideología política más abierta (y por lo tanto más expuesta al
cuestionamiento abierto). También debería llevarnos a cuestionar el uso de la
establecida oposición sociológica entre “tradición” y “modernidad”, quizás un
tanto sobrevalorada –útil para evitar que los árboles nos oculten el bosque
pero de muy poca ayuda práctica a la hora de guiar nuestros pasos entre la
espesura.
Segundo, ese conjunto de imágenes
culturales proveyeron la energía moral que necesitó el imperialismo inglés: la
imposición de la civilización inglesa, primero a los “rincones oscuros” de la
propia Inglaterra, luego a Gales, a Escocia, a Irlanda y finalmente a ese
imperio inglés que llegó a cubrir la cuarta parte del globo. No se trata, ni
remotamente, de negar con este argumento la brutalidad de la conquista (ni la
rapacidad del comercio): Drogheda, Culloden, Amritsar, el comercio de esclavos,
las Guerras del Opio, son capítulos que no se pueden extirpar de la larga
historia de cómo Inglaterra “civilizó” a pueblos menos afortunados. Lo que
queremos subrayar es que hacía falta una cultura nacional extraordinariamente
segura de sí misma y de una rectitud moral fuera de lo común para poder
concebir ese imperialismo en términos de “misión civilizadora” (y para
gobernar, en realidad, con un uso asombrosamente limitado, comparativamente
hablando, de la fuerza militar directa de la “madre patria”); y además, para
poder deslumbrar a los subordinados del interior, por largos períodos y con
notable éxito, con el espectáculo del imperio. Podemos seguir esa huella desde
los mitos heroicos de la “nación elegida” en los siglos XVI y XVII, hasta los
temas más terrenales y complacientes pero no menos misioneros del siglo XIX. En
este sentido, al lado de la codicia y las carnicerías, habría que prestar
atención a los barcos de la Compañía de las Indias Orientales, al ethos de los comisionados de distrito,
al servicio civil de la India, y estudiarlos de cerca; no para borrar (o
disculpar) lo primero, sino más bien para entender las formas culturales, la
energía visionaria, que pudo, sin embargo, animar y legitimarlo.26La
anotación de Marx sobre “hacer el mundo a su propia imagen” se aplica
literalmente en el caso de la burguesía inglesa.
Tercero, estas mismas formas culturales eran formas claves
del mando [rule] tanto adentro de “la
nación” como afuera. Vale la pena intercalar aquí algunos comentarios generales
de Durkheim y de Marx, en cuanto al carácter del orden moral. Durkheim ve a la
sociedad (en general) como “un fin que nos rebasa y al mismo tiempo se nos
presenta como bueno y deseable, ya que está trenzado con las fibras mismas de
nuestro ser” (1906: 56). Eso es lo que queremos decir cuando hablamos de
estructuración de la sociedad como creación de identidades sociales, de
subjetividades. El orden moral, en este sentido, tiene un doble carácter, a la
vez regulador hacia fuera y constitutivo hacia adentro: “debe… ser no sólo
obligatorio sino deseable y deseado” (ibid.: 45). Marx y Engels entienden eso
en términos de clase:
‘Vocación,
destino, tarea, ideal’ son… las condiciones de existencia de la clase
dirigente… que se expresan como ideas en leyes, moral, etc., que los ideólogos
de esta clase, de manera más o menos conciente, transforman en algo que existe
independientemente en la historia y que, en la conciencia de los individuos separados
de esta clase, puede concebirse como vocación, etc.; y que se erige como norma
de vida en oposición a los individuos de la clase oprimida, parcialmente como
embellecimiento o realización de la dominación, parcialmente como instrumento
moral para esa dominación misma. Cabe señalar aquí, como en general pasa con
los ideólogos, que inevitablemente ponen las cosas de cabeza y consideran su
ideología a la vez como la fuerza creadora y como la meta de todas las
relaciones sociales, cuando sólo es una expresión y un síntoma de esas
relaciones (1846: 472-3).
De lo que están hablando Marx y
Durkheim es del intento de construir las expectativas, de la internalización de
las normas burguesas como constitutivas de la personalidad. El concepto que
hemos usado para eso es el de disciplina, otro Jano de doble cara, recuérdense
los comentarios de Milton. A estas consideraciones, empero, hace falta
agregarles una apreciación del contexto histórico; necesitamos hablar de
particularidades y de agentes activos. En el mundo burgués, la “sociedad”
trascendente de Durkheim se hace palpable, precisamente, como la nación; del
mismo modo, la dominación de la clase dirigente de Marx es organizada
nacionalmente, y las condiciones burguesas de existencia idealizadas como
carácter nacional. Aquí, como en una casa de espejos, ciertas formas requeridas
de conducta, actitud, aspiraciones, sentimientos, llegan a ser consideradas
como propiamente “inglesas” –confiriendo así a la “anglicidad” un contenido material– cuando su pretendida anglicidad es precisamente lo que les
confiere su legitimidad trascendental. La nación, en breve, es el símbolo
maestro que da fuerza a la revolución cultural del capitalismo, al desplazar
los léxicos anteriores de legitimación –el parentesco, los lazos de vasallaje,
el Derecho Divino– aun cuando, como en Inglaterra, estos últimos se pueden
reciclar en la nueva edificación. La nación es el epítome de la comunidad
ficticia en la cual todos somos ciudadanos, al dejar fuera el territorio
cognoscitivo que esta revolución remodela enteramente. Y “el Estado”, la nación
vuelta visible, es el agente material mediante el cual se concierta esta
reformulación; no es su fuente –ésta proviene de relaciones de producción y
reproducción–, sino el medio principal de su organización.
A la mayoría se le impuso, de
manera más o menos forzada, unas concepciones particulares –burguesas,
patriarcales– del “modo de vida inglés”, y esa imposición es uno de los mayores
recursos usados por la clase dirigente inglesa masculina para legitimar su mando.
Hablar en nombre –y lenguaje– de la nación es a la vez negar que lo que se está
diciendo (y quién lo dice) sea particular, y definir toda alternativa o
cuestionamiento como local, egoísta, parcial, en suma, potencialmente traidor:
recuérdese el editorial del Times con
el cual empieza este libro. Definir un “nosotros” en términos nacionales (y no
de clase, ni de región, de grupo étnico, de género, de religión, o cualesquiera
otros términos en los que se pudiera elaborar una identidad social y comprender
la experiencia histórica) tiene consecuencias. Tales clasificaciones son medios
para un proyecto de integración social que implica también, inseparablemente,
una desintegración activa de otros polos de identidad y otras concepciones de
la subjetividad. Proporcionan una base para la construcción y la organización
de la memoria colectiva –la escritura de la historia, la fabricación de una
“tradición” – que es, inseparablemente, una organización activa del olvido27.
Los sociólogos, en general, tratan la “integración” de manera excesivamente
neutral, e ignoran sus aspectos diferenciales: quién trata de integrar a quién,
para qué, con qué medios y de qué formas; y, por lo mismo, quién sufre, qué
fines son negados, qué medios proclamados ilegítimos, qué formas suprimidas, de
quiénes se re-escribe, así, la historia. Esos puntos son importantes y
requieren de ampliación. Lo cual también nos permitirá desarrollar nuestra
crítica del idealismo dominante en los enfoques convencionales respecto a la
regulación moral y a la revolución cultural.
Los Estados nación conforman y
regulan un campo de visión social que es a la vez unitario (al minimizar las
diferencias dentro de la nación) y maniqueo (al crear un espacio normativo y
retórico para los que son “ajenos” a “la forma inglesa de vivir” declarada
auténtica). Ése es el campo dentro del cual la política oficial transcurre,
afianzándolo y cercándolo a la vez. “El Estado” simboliza –en palabras de Marx,
es la encarnación ideal de– la nación; muy especialmente, diríamos, en el caso
de Inglaterra donde las nociones de la identidad nacional están tan
estrechamente ligadas a la historia de la formación del Estado. Sus símbolos y
rituales llegan a representar, a expresar, lo que nos deslinda, es decir, en la
visión maniquea, lo que nos conforma, lo que nos pone aparte y nos hace lo que
somos. Recíprocamente, la deslealtad parece amenazar nada menos que nuestras
subjetividades. Lo que aquí es crucial es el entramado de los símbolos
trascendentales de la nacionalidad con lo cotidiano, lo ordinario y rutinario,
de forma tal que se pueda afirmar que aquellos son representación de eso. El
poder de este discurso es enorme: para tomar un ejemplo mínimo pero revelador,
una de las atrocidades más destacadas del general Galtieri (y una de las
maneras usadas para concretizar la idea de soberanía inglesa sobre las islas
Falkland/Malvinas) fue que impuso a los habitantes (ingleses, para este efecto28)
el manejar por la derecha en las carreteras. Internamente, se admite que la
nación (y su encarnación simbólica, “el Estado”) trasciende las diferencias y
por lo tanto exige la lealtad primera de los ciudadanos. La categoría de los
que quedan afuera de la nación, en cambio, es amplia y flexible en extremo.
Incluye, desde luego, a los generales argentinos; pero, por extensión, también
abarca a todos los “desleales”. Margaret Thatcher no inventaba nada nuevo
cuando, en 1984, comparaba al presidente de la Unión Nacional de Mineros con
Galtieri (y descubría repentinamente el carácter fascista de éste). Papistas,
jacobinos, “marxistas” (por no mencionar a sufragistas, gitanos, sindicatos),
todos han sido definidos, en algún momento, en términos de sus características,
lealtades (recuérdese la “carta de Zinoviev”) o formas de conducta no-inglesas.
En el caso inglés, el vocabulario de epítetos xenofóbicos (y más o menos
racistas) es particularmente rico, uno de los legados culturales de haber
civilizado al mundo.
Hay que subrayar con fuerza,
mucho más de lo que se acostumbra, la materialidad de este proyecto. El Estado
se ocupa activamente, incluso muchas veces por la fuerza, de normar las
clasificaciones sociales de la civilización capitalista, y su funcionamiento de
rutina las vuelve palpables. Entre, digamos, los derechos adquiridos por
conquista, por costumbre o por ley, lo que contará como “verdadero” derecho de
propiedad estará definido por prácticas estatales que legitimarán ciertas
formas de pretensiones [claims] y
pondrán otras fuera de la ley. Una relación entre dos personas sólo es un
matrimonio si se contrae conforme a ciertas formas, religiosas o civiles, si se
solemniza en ciertos lugares definidos, autorizados, y si se registra en
archivos determinados.
Lo mismo vale
para definir un hogar, un sindicato, una organización política, una escuela, una
universidad; hemos dado ejemplos de este rasgo central de la formación del
Estado como revolución cultural, a lo largo de los siglos, con considerable
detalle y respecto a múltiples áreas de la vida social. Las rutinas del Estado,
al mismo tiempo que materializan ciertas definiciones particulares, las toman
como un hecho previo. “Como son las cosas” (como se les permite ser) no es sólo
un asunto de afirmaciones ideológicas (y el “consenso” nunca es sólo de ideas);
se concretiza en leyes, decisiones de justicia (y su compilación en
jurisprudencias), registros, resultados de censos, permisos, títulos,
formularios de impuestos y un sinfín de otras formas mediante las cuales el
Estado habla y las particularidades quedan reguladas. Está registrado
–concretado en el tiempo, al vincular pasado y presente y esbozar las formas
del futuro en una cadena sin rupturas aparentes– en el sistema de archivos
oficial cuya notable longevidad y envergadura en Inglaterra ya hemos señalado.
Así estamos colectivamente mal representados –no de manera abstracta, ni ideal,
sino en las formas mismas con las que operan los rituales y rutinas del Estado.
Éste es, sin duda, un lenguaje inmensamente poderoso, y las representaciones
alternativas aparecen necesariamente fragmentarias e inseguras frente a esa
organización autorizada y contundente de lo que se admitirá como realidad. Este
sistema de poder es también, inseparablemente, un sistema de conocimiento, a la
vez en términos de cantidad (cuánto sabe el Estado, su “información”; en el caso
inglés, notablemente amplia y temprana) y calidad (la autoridad a la que
pretende, siendo las otras fuentes de conocimiento menos confiables por el solo
hecho de no ser autorizadas). Recuérdese la larga, larguísima historia, en
Inglaterra, de censos, comisiones, encuestas, inspecciones, el reiterado
establecimiento de hechos autorizados desde Domesday hasta los Blue Books.
Pero –llegó el momento de
insistir en ello de nuevo– la integración social dentro del Estado nación no es
sino un proyecto; y un proyecto siempre cuestionado y amenazado desde los
hechos mismos de la diferencia material – las relaciones reales de la
civilización burguesa– cuyo reconocimiento el discurso oficial se empeña en
reprimir. Aquí, es preciso aclarar dos cosas. Primero, no hay que confundir lo
que es admitir (un hecho) y lo que es aprobar (un ideal). Conformarse no
siempre implica consentir; deberíamos tener cuidado de no apurarnos demasiado
en suponer la “incorporación” de la clase obrera o de cualquier otro grupo
subordinado. La diferencia siempre proporciona la base vivida, la experiencia,
para identificaciones, aspiraciones y morales alternativas, y esta base seguirá
existiendo tanto como dure el capitalismo. Seguirán existiendo formas diversas
de experimentar e interpretar los símbolos, los valores y las herencias
culturales “comunes”: las representaciones –por ejemplo, las “libertades”
inglesas– pueden ser colectivas sin alcanzar un significado homogéneo. Segundo,
y por consiguiente, siempre hay que entender que la integración social
burguesa, como ya lo dijimos, implica la desintegración activa –disolución,
interrupción, negación– de tales alternativas, y no podría proceder de otra
manera porque la sociedad burguesa, en los hechos, no es la unidad que se
pretende que es.
Aquí, la regulación estatal es
fundamental y el hecho mismo de la diferencia –la discrepancia entre las
representaciones oficiales y la realidad representada– es lo que la hace tan
constantemente necesaria para que las representaciones burguesas se puedan sostener
en pie. Las actividades del Estado se enfocan sobre todo, precisamente, a
controlar, hasta reducirlas al silencio, las identificaciones en términos de
diferencias, o las expresiones de la experiencia de éstas –en otras palabras,
todo aquello que nos hace, materialmente (en cuanto se opone a ideológicamente)
lo que somos. Las categorías integradoras del discurso oficial –el ciudadano,
el votante, el contribuyente, el consumidor, el pariente, el “hombre de la
calle”– descartan sistemática y deliberadamente las diferencias. Los
procedimientos mismos de las instituciones del Estado las niegan
sistemáticamente: todos podemos emitir un voto, todos podemos escribir a
nuestro diputado, todos podemos poner una demanda judicial, todos tenemos
iguales oportunidades escolares, etc. Resulta imposible expresar adecuadamente
las diferencias materiales bajo estas formas, al mismo tiempo que se les niega
deliberadamente toda legitimidad a aquellas formas (de discurso, de política,
de organización y de práctica social) que permitirían decirlas, mediante
métodos que pueden ir desde la abierta criminalización hasta formas más sutiles
de “estímulo” –hemos ilustrado ampliamente el alcance y la longevidad de estos
procedimientos en Inglaterra. Uno de los modos usados para universalizar las
formas y normas burguesas es, por un lado, la creación activa de la
incompetencia cultural; el argumento de Bernstein respecto a los códigos de
lenguaje tendría mucho peso aquí, siempre y cuando entendamos que todo código
es, a su propio modo, reservado, y que el hecho de privilegiar a uno (el inglés
“estándar”) contra otro es un asunto de poder y de medios de control. Hay que
entender la integración tanto o más como necesidad de dejar sin habla a los
subordinados –volviéndolos mudos a la fuerza– que como necesidad de procurar
activamente su consentimiento: volver marginales, locales, parroquiales,
sectoriales, las expresiones de las diferencias reales frente a las unicidades
monolíticas idealizadas del discurso oficial. Por el otro lado, el proyecto
también se propone obligar a la gente, si realmente insiste en querer hablar, a
hablar de ciertos modos específicos –como votantes, sindicalistas
“respetables”, acusadores (o, más a menudo para la mayoría, acusados) en los
tribunales. El monopolio de los recursos de expresión política legitimada no es
el menor de los monopolios de “el Estado”.
La violencia de esta
“integración” para la mayoría “integrada” es generalmente subestimada, incluso
por los marxistas. Esto, en dos sentidos. En primer lugar, es en sí un
quebranto de la personalidad humana de inmensa violencia, una restricción que
mutila la capacidad humana. La crueldad consiste aquí en definir lo normal de
una manera que resulta materialmente inalcanzable, hasta en sueño, para la
mayor parte de la gente. El costo se expresa en lo que es ampliamente
percibido, y vivido, como pérdida del respeto a sí mismo, cuando uno se
descubre “desempleado” u, otra faceta del mismo orden moral, “nada más ama de
casa” –triste y habitual fórmula. Una de las ironías más amargas del editorial
del Times que abre este libro es la
designación de los rompe huelgas como “ciudadanos en sus puestos de trabajo”
cuando la huelga minera fue desencadenada por la propuesta del National Coal Board (Junta Nacional del
Carbón) de cerrar minas, con pérdida de veinte mil empleos. Uno vive y expresa
como inadaptación personal lo que son relaciones esenciales del orden burgués.
En segundo lugar, para crear y mantener este orden, siempre ha sido y sigue
siendo fundamental el uso de medios de violencia abierta. Hay que recordar con
qué instrumentos se obtuvieron las formas e imágenes definitorias de la
“civilización” inglesa; cómo, por ejemplo, Inglaterra se volvió protestante, o
qué violencia se requirió para introducir y normalizar los derechos de la
propiedad privada (para los pocos) y los hábitos del trabajo asalariado o del
trabajo doméstico no asalariado (para los muchos). O las salvajadas legalizadas
que, a lo largo de todos los siglos que este libro cubre, fueron imponiendo a las
mujeres la subordinación doméstica y contribuyeron sustanciosamente en definir
culturalmente las imágenes dominantes de la “feminidad” y la imagen que las
mujeres tienen de sí mismas.
El paradigma general de la
regulación, evidente en todos estos casos, es la supresión continua y más o
menos violenta de las alternativas, asociada con el “fomento” activo, desde las
instituciones y actividades del Estado, de las formas preferidas –formas que,
cada vez, se reconocen como “recurso”, aportación donde antes reinaba un vacío
sin orden. Los procedimientos ordinarios del Estado se expanden para
convertirse en los indiscutidos límites de lo posible, y ocupar –así como un
ejército ocupa un territorio– todo el campo de visión social. Los mismos
límites son masiva, poderosamente santificados en los fastuosos rituales del
Estado que nos sobrecogen con una fuerza emocional difícil de resistir. Es
importante reconocer este último punto: resulta central para la energía del
poder [rule]. El paralelo con la
religión, establecido por Durkheim/Hobbes, toca el meollo del poder de Estado.
Dentro de “el Estado”, se vuelve difícil concebir (en todos los sentidos de la
palabra) alternativas. Nuestra insistencia, a lo largo de todo este libro,
sobre el contenido cultural de las formas y actividades estatales no es un
argumento a favor del “consenso” en la disputa consenso/coerción. Más bien se
trata del establecimiento violento y la regulación permanente del
“consentimiento”, orquestado por esa organización que se arroga, precisamente,
el monopolio del uso legítimo de la fuerza física en la sociedad, “el Estado”.
El orden capitalista nunca se ha sostenido (sólo) en base a “la obtusa coacción
de las relaciones económicas” (Marx 1867: 737) y la regulación estatal no es
algo que uno pueda relegar a las oscuras épocas de la “acumulación primitiva”;
fue, es y sigue siendo una relación esencial del capitalismo, coextensiva a la
misma civilización burguesa. “El Estado” es
la forma en la cual la burguesía organiza su poder social pero este poder
–y su violencia fundamental– no es sólo el poder visible y externamente
represivo de “las cárceles, grupos de hombres armados, etc.”. El enorme alcance
de este poder no se puede entender si no entendemos las formas estatales como
formas culturales, la formación del Estado como revolución cultural y las
imágenes culturales como algo continua y extensivamente regulado por el Estado.
Una dimensión central –estamos tentados de decir, el secreto– del poder del
Estado es la manera como funciona dentro de nosotros.
El último grupo de observaciones
que quisiéramos sentar aquí se refiere a las implicaciones de nuestra discusión
para toda posible historiografía emancipatoria. Sostuvimos que la formación del
Estado es una dimensión esencial –y, por lo menos desde la izquierda, demasiado
poco estudiada y en forma demasiado general– a la vez de cómo se hizo la
civilización capitalista y de cómo se sigue sosteniendo en pie; el recurso
central, lo repetimos, de su organización. El poder del Estado no es
“superestructural”: es fundamentalmente –lo cual no quiere decir
exclusivamente– mediante la formación del Estado que se pudo formar y
consolidar la hegemonía de las relaciones sociales de producción y de
reproducción que apuntalan a una civilización inseparablemente burguesa y
patriarcal, si bien, en general, “el Estado” no es la fuente de tales
relaciones. Crucial –e igualmente desatendido–, hemos sostenido luego, es el
papel que cumplió la formación del Estado en la revolución cultural del
capitalismo. “El Estado” orquestó el interminable proyecto de la regulación
moral. Eso no significa que consideramos que la formación del Estado “causó” el
capitalismo, como tampoco consideramos al Estado inglés medieval o Tudor como
“burgués”, en ningún sentido adecuado de la palabra. No estamos tratando de
sustituir un dogmatismo maniqueo por otro, un determinismo económico por otro
político. Lo que sí significa es que, en nuestra comprensión de los orígenes y,
a la vez, de la naturaleza de la civilización capitalista, la formación del Estado
como revolución cultural cumple un papel mucho más importante que el que le
reconoce habitualmente el materialismo histórico. Eso tiene varias
consecuencias historiográficas.
Sostuvimos que el carácter
nacional del Estado nación es fundamental para la revolución cultural del
capitalismo. Las clases burguesas organizan su poder, material y culturalmente,
a través de formas políticas [polities]
específicamente nacionales. La historiografía marxista inglesa tradicional
buscó siempre en las sublevaciones de mediados del siglo XVII el locus clasicus de “la” revolución
burguesa, y su enfoque analítico se centró en la emergencia, en esas décadas,
de formas de política “típicamente” burguesas (a las que hay entonces que
considerar como realizadas de manera “incompleta”). Según nosotros, hay que
reconsiderar doblemente esta búsqueda obsesiva de “la” revolución burguesa
inglesa.
En primer lugar, es preciso
dedicar mucha más atención a la construcción, largamente anterior (y no
burguesa), de una nación –un conjunto
de formas institucionales pero, inseparablemente, también un espacio cultural–
dentro de la cual transformaciones (económicas, políticas, culturales, morales)
más claramente “burguesas” podían realizarse; a la construcción, en otras
palabras, de los ingredientes –materiales, institucionales, culturales– que
entrarían en la fabricación del verdadero Estado burgués inglés. Este libro es
sólo una contribución en esta tarea; es, como lo aclaramos desde el principio,
precisamente, un ensayo. Hace falta mucha investigación más. Pero adoptar esta
perspectiva significa que las “singularidades” de la organización política
inglesa medieval, sobre todo de la revolución de los años 1530 y de su
consolidación bajo la reina Isabel, merecen mucha más atención de la que los
marxistas le han concedido generalmente. Son momentos claves en la construcción
de un Estado nación; del mismo modo, la transformación de este último en el
Estado nación democrático moderno del siglo XIX también requiere de un nuevo
examen bajo esa perspectiva. Si nos viéramos forzados a identificar los dos
momentos claves en la construcción del gran arco, serían esos dos.
Tradicionalmente, su estudio se abandonó a los historiadores liberales o de
otras corrientes de derecha. Aun sin profundizar en este punto –no ofrecimos
aquí un estudio comparativo– el presente libro permite sugerir que la
precocidad (y el carácter) de la formación del Estado pudiera ser una causa
importante entre las que hicieron de Inglaterra, en particular, el “terreno
clásico” del capitalismo.
Ampliando esto, podríamos esbozar
dos dialécticas históricas que se refieren a ese punto. La primera es una
dialéctica de continuidad y cambio. Algunos lectores –y entre ellos, los
marxistas– sentirán que, al insistir tanto en las continuidades, nos hemos acercado
peligrosamente a la interpretación liberal. Pero los historiadores liberales
dan con una verdad que expresan bien James Campbell y sus coautores. Después de
observar que “no puede haber trivialidad más certera que la afirmación que cada
país y cada pueblo es el producto de su pasado”, opinan sin embargo que en
Inglaterra la conexión –en última instancia, para ellos, con la Edad Media– es
“de otro orden”. La razón, según creen, se debe “a la continuidad del Estado y
de sus instituciones” (1982: 244). De ninguna manera negamos la existencia de
revoluciones de gran importancia en el gobierno de Inglaterra –la revolución
normanda-angevina, la de los Tudor, las de los siglos XVII y XIX ocupan lugares
centrales en nuestro relato. Pero sería plausible también presentarlas como
simples evoluciones, especialmente en las implicaciones que eso tiene para la
legitimación del “Estado” y del orden que pretendía colectivamente representar.
En Inglaterra, no hubo necesidad del absolutismo para forjar la nación, ni de
los filósofos para hegemonizar la
cultura burguesa.
A esta primera dialéctica se
vincula la segunda: entre lo central y lo local. La hemos seguido a lo largo de
los siglos y no hace falta repetirlo aquí. Pero, a grandes rasgos,
sostendríamos que está a la vista un doble contraste frente a los principales
Estados del continente. En Inglaterra, no hubo ni “parcelización de la
soberanía”, ni centralización “absolutista”. En Europa continental, a menudo la
segunda sucedió a la primera. Aylmer calcula que en los años 1630, el número
total de oficiales asalariados del Estado para toda Inglaterra no pasaba de
unos centenares; sólo para la provincia francesa de Normandía, la cifra
correspondiente superaba los tres mil (1961: 440). En breve, y debido a la
“precocidad” de la formación del Estado, la política inglesa funcionaba
mediante la “colaboración de las clases acomodadas en el poder”, que Bloch ha
señalado para fechas muy tempranas; y eso, podríamos sugerir, fue lo que
permitió que las cambiantes formaciones de la clase dirigente expresaran una
política inglesa nacional –y en
última instancia, ejercieran el poder–, de un modo que hubiera sido imposible
en la mayor parte de los sistemas políticos europeos. En otras palabras, no fue
sólo la precocidad del Estado inglés sino también el carácter particular de su
formación –la particular “apertura” de las formas estatales a una nación
política cambiante– lo que, a fin de cuentas, lo hizo tan dúctil a las
revoluciones más amplias del capitalismo. Podríamos seguir aquí a Edward
Thompson (1965) en la crítica del “sesgo urbano” (reflejo, una vez más, de
paradigmas sociológicos dominantes y excesivamente esquemáticos) de muchos
relatos marxistas, que buscan siempre, aquí y donde sea, una burguesía
“clásica”, que viva en las ciudades y luche contra el “Estado feudal”. En el
caso inglés, empero, lo más llamativo y digno de estudio es el aburguesamiento
de las propias clases terratenientes (del pequeño noble rural hasta los Pares)
–así como, por cierto, sus nexos comerciales, familiares u otros con las elites
urbanas.
Por el otro lado, lo que se
concibe (erróneamente) como lo “inconcluso” de las revoluciones del siglo XVII
merece, igualmente, ser repensado desde una comprensión de las formas –los
recursos– culturales y políticos históricamente singulares mediante los cuales
la verdadera clase dirigente inglesa logró realmente hacerse a sí misma y
organizar su mando. Hemos sugerido que los supuestos “anacronismos” de la
cultura y la política inglesa son, precisamente, una de las principales claves
de la solidez del Estado burgués en Inglaterra hasta el día de hoy. Ahí, la
historiografía liberal da en el clavo, aunque ideológicamente. No se trata de
negar la realidad, ni la necesidad para las clases capitalistas de
transformaciones mayores de las formas del Estado en el siglo XVII o después.
“El Estado” ha sido reformado, como lo mostramos, periódicamente y en su
conjunto; su historia no es una armoniosa evolución (ni el despliegue
teleológico de sí mismo) sino la sucesión de “ondas largas” de revolución y
consolidación. El problema aquí es la concepción global que tenemos de la
“revolución burguesa”. Ya es tiempo de enterrar, de una vez y para siempre, la
búsqueda de un 1789 inglés. Estamos hablando de un gran arco que cubre siglos y
no décadas. Confiamos que este libro ayudará a replantear la periodización
histórica marxista tradicional.
También esperamos que contribuya
a redefinir los objetos de la investigación materialista histórica. Hay una
notable sobreabundancia de trabajos dedicados a temas estrechamente
“económicos”, efecto de la tiranía de los modelos base/superestructura
–explícitos o no– que ya hemos criticado en otros lados29. Existen,
por supuesto, importantes excepciones –pensamos, por ejemplo, en la obra de
Christopher Hill, marxista que toda su vida insistió en la necesidad de tomar
en serio las justificaciones religiosas del comportamiento, o en la de Edward
Thompson, que hizo pedazos la concepción base/superestructura, o en el
“materialismo cultural” de Raymond Williams– sin las cuales este libro no
existiría. Lo que hemos tratado de mostrar es que en el mundo real, las
“economías” sólo existen como formas históricas de civilización y que en el
caso de la economía capitalista, la formación del Estado es crítica en su establecimiento
y mantenimiento. El capitalismo no es, ni fue nunca, “autorregulado”, a pesar
de las ideologías que afirman lo contrario. Aquí, habrá que tirar por la borda
la imaginería –la imaginería en extremo machista– de los Estados como objetos o
instrumentos susceptibles de ser “tomados” y “usados” igualmente por distintas
clases, junto con la iconografía de “la” revolución instantánea, de la que es
indisociable. Lo que hemos estudiado en este libro es la micro construcción y
reconstrucción, infinitamente larga, compleja y laboriosa, de formas apropiadas
de poder; formas adaptadas a los modos de los que dispone una clase, un género,
una raza particulares, para imponer sus “estándares de vida” como “interés
nacional” y para buscar su internalización como “carácter nacional”. La
capacidad de mando de tales grupos no depende ni de un supuesto poder económico
previo –por el contrario, estas formas de Estado y su revolución cultural son
los instrumentos primordiales que van forjando, consolidando, legitimando y
normalizando este poder– ni tampoco de su control de un conjunto neutral de
instrumentos estatales. Su poder político reside más bien en las rutinas del
funcionamiento regulador de las propias formas del Estado, en cómo –tanto por
lo que son como mediante cada política particular que llevan a cabo– procuran,
día tras día, que un orden social específico funcione como “la normalidad”,
como el territorio exclusivo de lo posible.
Eso significa, a su vez, que
ceder ciertas áreas a los historiadores burgueses no es prudente. Pensamos,
especialmente, en la historia legal, “administrativa” y “constitucional”. Sus
minucias demuestran lo que “el Estado” es en lo material, lo cual se opone a
las imágenes que el propio Estado proyecta y autoriza; muestran los pernos y
las tuercas, el tejido mismo del poder. No hace falta insistir más en la
imposibilidad de separar de este tejido la historia de las formas culturales.
Empiezan a aparecer estudios de diversas zonas y formas claves del poder desde
esta perspectiva: notablemente, de las leyes penales y sus clasificaciones
sociales y de la regulación de las relaciones de género y de las formas de
familia.
Pero hacen falta
muchos más. También nos hace falta examinar, desde el punto de vista de sus
consecuencias culturales, las facetas de la actividad estatal que parecen más
terrenales, rutinarias, prosaicas: el derecho civil, los impuestos, la
“administración”: las rutinas del mando. Ahí es donde las formas elementales de
la civilización burguesa se establecen –se reflejan, repercuten, se justifican–
día tras día, antes de que se vuelva necesario ningún “aparato especial de
represión” (la definición que Engels, tocando apenas la punta del iceberg, daba
del Estado). Los rituales fastuosos, las partes “nobles” del “Estado”, también
reclaman a gritos la misma atención. Su análisis está en el centro de toda
comprensión realmente materialista del funcionamiento del mundo burgués. Es
imposible escribir la historia sólo desde abajo.
En conclusión, en cierto sentido,
este libro ha versado “sobre” Inglaterra; profundizar en la especificidad
histórica nos permitió esclarecer –matizar, modificar, cuestionar y a veces
rechazar– generalidades. Pero creemos que su pertinencia no se limita a eso.
Tampoco se limita al pasado del capitalismo. Un favor que la burguesía le hizo
al futuro es haber mostrado qué tan transformable es exactamente el mundo.
Al principio, tomamos prestado el
concepto de revolución cultural de la experiencia histórica de la construcción
del socialismo, no del capitalismo; y quisiéramos, para terminar, traerlo de
vuelta a sus raíces, en la lucha por la emancipación de los muchos y no por la
dominación de los pocos. La construcción socialista, según sostuvo Mao Zedong,
era algo que iba a tomar muchos siglos y otras tantas revoluciones culturales;
transformaciones, en términos de Marx, de las personas y las situaciones del
pueblo. La experiencia histórica de los intentos de construcción socialista ya
demostró –a menudo de manera trágica y sangrienta– la suprema necesidad de repensar,
de raíz, qué y cuánto está en juego en cualquier transformación social que se
pueda concebir como emancipatoria. El socialismo también necesita deshacerse
del “polvo de los siglos” o no pasará de ser una forma nueva de opresión. Nada
demuestra eso con más elocuencia que la historia de la lucha de las mujeres por
su emancipación y los múltiples obstáculos que las formas existentes de
socialismo –formas de pensamiento, de moral, de práctica política, de
organización social y material– le opusieron. La experiencia histórica de
tantos campesinos, tratados como “un mar de enemigos” y regimentados dentro de
granjas colectivas, la de tantos trabajadores, despojados de sindicatos y de
toda forma que les permita expresar sus experiencias específicas (dentro de lo
que Nikita Krushchev definía como “el Estado del pueblo entero”) cuenta otros
capítulos de la misma historia, desde Kronstadt y los Comités de los Pobres,
pasando por la “pacificación de las aldeas” de Stalin en 1929, hasta la Polonia
de Solidaridad y la “reconstrucción social” genocida que siguió a los
(igualmente genocidas) bombardeos de Estados Unidos a Camboya. En otra parte30
hemos señalado lo que pensamos que fueron los logros del “socialismo
realmente existente” para la mayoría. Pero ninguna política emancipatoria
intelectual o moralmente seria puede ignorar estas “deformaciones” o sus raíces
en las formas existentes de la teoría y de la práctica socialistas. No son,
desgraciadamente, simples aberraciones adjudicables a la lógica de hierro de las
circunstancias o a la maldad personal de un Stalin o un Pol Pot. El “atraso” y
la “traición” no son explicaciones, y no se pueden seguir alegando; por años
fueron pretextos para eludir responsabilidades morales e intelectuales.
Sólo se aprende intentando y no
hay intentos sin error. Sólo mediante las luchas de los subordinados, la
tiranía de las prácticas y formas sociales, tanto las heredadas del capitalismo
y de su pasado como las que surgen de formas nuevas de orden social
(planificación, partidos, ideologías unitarias), podrá ser vista y reconocida
por lo que es: una cadena que impide la liberación de las capacidades humanas.
Sólo en estas luchas se pueden inventar formas sociales emancipatorias,
mediante las cuales se logre reconocer y celebrar las diferencias como
ingredientes de un futuro colectivamente humano, en lugar de normarlas y
negarlas. Esas luchas tampoco caen del cielo. En el pasado, ya hemos sostenido,
en base a la experiencia histórica de la construcción socialista, que en este
camino tanto las “técnicas” de producción capitalistas como la “máquina” del
Estado, sin transformar, demostraron que eran más bien pesos muertos que
recursos para una transformación social emancipatoria, una parte integral de lo
que tiene que ser transformado más que los instrumentos de transformación que
los socialistas tantas veces vieron en ellas. Queremos ahora ir más lejos y
cuestionar a fondo el carácter sistemático, objetivista, “científico” e
instrumental –en breve, autoritario y jerárquico– de buena parte de la teoría31
y la práctica socialistas (tanto socialdemócrata como marxista) en
general y su relativa indiferencia a lo “personal” como a lo “moral”. La
crítica feminista hizo un inestimable favor a todas las políticas de emancipación al reorganizar la práctica y el
discurso políticos en torno a estos temas, aun cuando la misma preocupación
pudiera encontrarse previamente en corrientes (muchas veces subordinadas) de la
tradición socialista. En palabras de Catherine MacKinnon, “como la idea que los
marxistas se forman de la carencia de poder, en primera y última instancia, es
que se impone de fuera y materialmente, creen que para cambiarla hay que
hacerlo también materialmente y desde fuera” (1982: 520). Aquí hay una
revolución de profunda importancia en la epistemología política: enfoca,
correctamente, las raíces del ejercicio del poder en ciertas formas de
relaciones humanas y en la construcción de subjetividades diferenciadas y, por
lo tanto, ubica el principio de la emancipación en la construcción de formas y
de espacios dentro de los cuales esta experiencia pueda ser dicha. El estudio
de la construcción capitalista, de la revolución cultural del capitalismo,
solamente nos lleva a generalizar estos puntos. Pues entre estos dos empeños,
si bien sus metas y objetivos –dominación y emancipación, explotación o
liberación de las capacidades colectivas de la gente– se contraponen
radicalmente, se pueden trazar, sin embargo, paralelismos importantes.
La conclusión que se desprende
con más fuerza de nuestro estudio es que las formas políticas y culturales
capitalistas son precisamente eso: formas
–de práctica, identidad, organización social– que abren algunas
posibilidades y cancelan otras, desarrollan ciertas capacidades humanas y
atrofian otras. Son formas específicamente capitalistas, medios para ordenar un
mundo en el cual la mayor parte de la gente trabaja (sea “en casa” o “afuera”)
para provecho de los pocos. Son formas sociales que podrían ser distintas, como
lo fueron efectivamente en otro tiempo, antes de que la burguesía rehiciera el
mundo a su imagen. La relación de estas formas con el capitalismo no es
contingente sino interna, son medios que permitieron su construcción histórica
y permiten su regulación permanente. Eso implica una serie de lecciones específicas,
tanto (sirva, por un minuto, la terminología marxista clásica) para el
reformismo como para la revolución, para el oportunismo como para el
voluntarismo, en cuanto a estrategias y tácticas de transformación
emancipatoria.
Contra el reformismo y el oportunismo, revela con toda
claridad que ninguna política emancipatoria puede usar sencillamente los logros
políticos de la revolución burguesa –por mucho que los hayan humanizado las
luchas de los subordinados– sino que, para convertirlos en medios de liberación,
también tiene que transformarlos desde adentro, tan completamente como la
burguesía inglesa reconstruyó su herencia para hacerla compatible con sus
necesidades. La democracia parlamentaria, el Estado benefactor, el imperio de
la ley y la concepción burguesa del derecho en general son, desde su
constitución misma, recursos profundamente ambiguos. Por supuesto, hay que
defender la democracia burguesa contra el fascismo (o contra la nueva
disciplina fiscal en cuyo nombre el actual gobierno británico trata de abolir
la elección de autoridades en Londres y en las grandes conurbaciones). Por
supuesto, hay que defender a los Estados “benefactores” contra la barbarie
monetarista y la crueldad de las ideologías de “superación personal”, en un
mundo en el cual se le quita a la gente todos los medios con los cuales se
podrían “superar”. Por supuesto, hay que defender el imperio de la ley contra
los decretos arbitrarios del gobierno (y la institución del jurado popular
contra los intentos de librar la “justicia” de cualquier vestigio que recuerde
la participación popular). Por supuesto, hay que defender los derechos humanos
contra la conveniencia gubernamental o la razón
de Estado32. Pero también hace falta recordar que la democracia
parlamentaria funciona en base a definiciones empobrecidas de lo que conforma
la “política” legítima, definiciones que a su vez despolitizan otros campos o
temas (de forma que tanto el “trabajo” como la “casa” quedan oficialmente fuera
de la esfera “pública”, y que la ficción de la no-intervención del gobierno en
la “industria privada” se armoniza perfectamente con la renuencia de la Policía
a “entrometerse” en “problemas domésticos”). Una democracia así también encarna
nociones de representación altamente restrictivas. Los Estados benefactores,
con su intervención externa, protectora, sus subsidios, refuerzan las
condiciones y la experiencia de la impotencia –ahí la posible popularidad de
cierta retórica conservadora antiestatista. La ley es burguesa, masculina y
blanca en muchos de sus contenidos y profundamente alienante en sus formas. Los
“derechos” son abstractos e insustanciales, artefactos que, en su universalidad
proclamada, legitiman un orden social opresivo desigual. En breve, no son, en
sí, en su definición actual, formas posibles de emancipación; son formas
intrínsecas del orden burgués. Entrar a este terreno siempre tiene un costo y
toda política emancipatoria tiene que redefinir qué es la política y cómo –en
qué formas– se puede ejercer para la emancipación. Eso es lo que Marx descubrió
en la Comuna de París de 1871 (y le pareció tan importante que lo llevó a
criticar los aspectos estatistas de su propio programa del Manifiesto
Comunista), la primera vez que la clase obrera rompió el poder del Estado:
la clase
trabajadora no puede simplemente echar mano de la maquinaria del Estado
existente y usarla para sus propios objetivos. El instrumento político de su
esclavitud no puede ser instrumento político de su emancipación (1871: 196).33
Contra el voluntarismo y las
concepciones tradicionales de la “revolución”, la historia de la construcción
del capitalismo enseña lecciones distintas –pero no menos importantes. Muestra,
primero, cuán compleja y longeva debe ser cualquier transformación social
“sólida”; la “revolución”, si pretende ser algo más que un relevo de la
guardia, no es asunto de un día. La transformación revolucionaria, y esta
historia lo demuestra con toda claridad, no significa sólo cambiar títulos de
propiedad o agarrar el “poder”, sino crear
nuevas formas de relación, nuevas identidades sociales –un orden moral
nuevo, un nuevo tipo de civilización, una socialización distinta. Esta
historia, en segundo lugar, subraya la necesidad de empezar con los medios
existentes; los únicos que hay. Como lo expresó Marx en el mismo texto, no se
trata de instaurar utopías par décret du
peuple, por decreto del pueblo; el punto de partida para construir el mundo
nuevo está en las luchas del mundo viejo. Gran parte de la tragedia del
“socialismo realmente existente” radica en que “olvidó” eso –tanto las
limitaciones como los recursos– en la eterna búsqueda utópica de atajos y
legitimó al partido que sustituye al pueblo, a los letrados cuya ideología
detenta las llaves del futuro, o justificó la represión de cambios
emancipatorios reales hoy a cambio de la promesa de la Nueva Jerusalén en el
futuro. No hay atajos (como tampoco los hubo para la burguesía), ni amuletos
mágicos, ni llaves ideológicas del Paraíso; la utopía –a pesar de su lado
“progresista” – es, al final, un modo de pensar profundamente represivo cuando
da forma a prácticas políticas. Marx tenía razón en rechazarlo. La burguesía,
en su empeño por controlar y por mandar, pudo adaptar instituciones existentes
de mando y control: las progenitoras del Estado nacional. Para la liberación de
la mayoría, los recursos se deben buscar en otra parte. Formas políticas
emancipatorias son aquellas –y sólo aquellas– mediante las cuales los propios
subordinados pueden emanciparse a sí mismos, al articular las experiencias y
aspiraciones distintivas que niegan y fragmentan los lenguajes unificadores del
Estado. La conclusión de Marx en 1871 sigue siendo pertinente; y más si se toma
en cuenta la experiencia socialista desde 1917. Esta revolución cultural es
centralmente:
una
Revolución, no contra una forma u otra, sea legitimista, constitucional,
republicana o imperialista, del poder de Estado. [Es] una Revolución contra el Estado mismo, este fantástico aborto
de la sociedad, la recuperación por el pueblo y para el pueblo de su propia
vida social. No [es] una Revolución para traspasar [el poder del Estado] de una
facción a otra de las clases dirigentes sino una Revolución para romper esta
horrible maquinaria de la dominación de clase misma (1871: 150-1).
Esta revolución también tiene
hondas raíces y largas tradiciones en todo aquello contra lo cual la formación
del Estado se organizó y trató de organizarnos. Mirar para atrás y enojarse no
basta. Se puede hacer más.
Imaginar.
NOTAS
1 Weber 1920b:
249; Marx y Engels 1846: 89. Weber estudia la relación entre capitalismo
moderno y formación del Estado nación entre otros en su 1920a y (más
detenidamente) 1920b: pt 4; ver, en general, su gigantesco (e inconcluso)
1978a. Marx se ocupa del tema en términos generales en algunos de sus primeros
trabajos (1843a, b), en varias partes de La ideología alemana (Marx y Engels
1846) y de nuevo en sus escritos sobre la Comuna de París (1871, ver más
adelante, nota 33). El papel del Estado inglés respecto al capitalismo se
estudia extensamente en El Capital (1867), especialmente en la parte 8 del
volumen 1, y en la sección “Formaciones económicas precapitalistas” de los
Grundrisse (1858). También son pertinentes sus estudios empíricos de la
política francesa (1850, 1852, 1871) e inglesa (Marx y Engels 1971 es una buena
antología sobre este último tema).
2 Pensamos
particularmente en Weber 1905 y en la amplia literatura a la que dio origen,
así como en los escritos seminales de Emile Durkheim, para quien las
dimensiones morales del orden social fueron una preocupación permanente y que
relacionó, de forma explícita e ilustrativa, formación del Estado e
individualismo moral, especialmente en su 1904. Ver también Elias 1939.
3 La
historiografía marxista inglesa es aquí particularmente fuerte, ya que eso fue
una de las constantes preocupaciones, en particular, de Christopher Hill,
Edward Thompson y Raymond
Williams. Genovese es igualmente perceptivo en su discusión
de la historia de Estados Unidos, por ejemplo, en su minuciosa reconstrucción
de la ética de los propietarios de esclavos y de su crítica moral al
capitalismo del norte de Estados Unidos, en Genovese 1971.
4 Donde, en
los últimos años, se dio una revolución que exige que se vuelvan a pensar todas
las teorías sociales del capitalismo, marxismo incluido. Existe ahora una
voluminosa literatura sobre género y formación del Estado y sobre género y
cultura. Nótese, en primer lugar, las revistas Women’s Studies International
Quaterly, Feminist Review, m/f, y History Workshop Journal (editadas en
Inglaterra); Feminist Studies y Signs (de Estados Unidos);
Atlantis y Resources for Feminist Research (de Canadá).
También, la entrega especial de Radical History Review (20) 1979, sobre “La
sexualidad en la historia”; Weeks 1981; y tres artículos de suma importancia, McIntosh
1978, MacKinnon 1982 y Burstyn 1983. Se puede encontrar una reseña muy útil de
estas discusiones en Barrett 1980 y en el estudio histórico, que lo contradice,
de Brenner y Ramas 1984 (ver la respuesta de Barrett, 1984). Más, en la nota 16
a esta Introducción. Por supuesto, el género no es la única relación
constitutiva de la formación del Estado capitalista/revolución cultural; otras
clasificaciones sociales, como etnia, clase, edad, región de residencia,
religión, ocupación y demás intervienen también aquí. Pero la construcción
social, histórica, material, del género difiere de todas ellas por sus rasgos
universales. Sólo el cuestionamiento de la opresión de género ha producido, por
las necesidades de la lucha, una teoría social global y una práctica capaz de
rechazar a la vez las divisiones rutinarias que tantos marxismos reproducen
(base/superestructura, teoría/práctica, política pública/vidas privadas) y la
quiebra moral del socialismo que se niega a verlo como una manera distinta de
vivir, de ser.
5 Lenin 1917:
292. Criticamos eso en Sayer y Corrigan 1985, que remite a los argumentos más
generales de Corrigan, Ramsay y Sayer 1978. Cf. el estudio complementario de
MacKinnon 1982.
6 Esperamos
producir más adelante otro volumen sobre este tema.
7 Marx 1843a:
32; cf 1843b: 167 y Sayer 1985.
8 En Marx y
Engels 1846: 61. “Las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas
dominantes… Las ideas dominantes no son más que la expresión ideal de las
relaciones materiales dominantes, las relaciones materiales dominantes tomadas
como ideas; es decir, de las relaciones que convierten a esta precisa clase en
clase dominante, por consiguiente, las ideas de su dominación.” Este pasaje
puede prestarse fácilmente a una lectura en términos burdos de “manipulación ideológica”
o de reduccionismo/funcionalismo: si algo esperamos dejar claro en este libro,
es precisamente la lucha que es necesaria para establecer y mantener las “ideas
dominantes” y el modo en que la formación del Estado está inextricablemente
ligada a este proyecto e informada por él. “El Estado”, por supuesto, es
precisamente una de esas “ideas”.
9 Shanin 1983,
ensayo final, estudia esta categoría y revela hasta qué punto el marxismo
“científico” reproduce, en su teoría y en sus prácticas, las clasificaciones
sociales en las que está envuelto.
10 Abrams 1977.
Ver su 1982a; cap. 6; 1982b.
11 “‘Todo
Estado está fundado en la violencia’, dijo Trotsky en Brest-Litovsk.
Objetivamente, estoes cierto. (…) tendremos que decir que Estado es aquella
comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es
elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia
física legítima… El Estado, como todas las asociaciones políticas que
históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre
hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la
que es vista como tal)” (Weber 1918: 78). [NdT: “La política como vocación”, en
El político y el científico, p. 85,
ed: Alianza Editorial, Madrid, 2003, trad.: F. Rubio Llorente]
12 Hemos
polemizado contra las concepciones base/estructura a lo largo de los últimos
diez años. Ver las referencias, más adelante, en la nota 29.
13 Pensamos en
los múltiples esfuerzos por reconstruir la imagen “desde abajo”, especialmente
en las obras de Morton 1979, Cornforth 1978, Cole y Postgate 1948, Harrison
1984, Hampton 1984, Benn 1984, Rowbotham 1977 y las consiguientes
contribuciones esenciales
en cuanto a la historia familiar y demográfica, notablemente
Hamilton 1978, Middleton 1979, 1981, y Seccombe 1983 y su libro en prensa sobre
formas familiares, relaciones de género y modos de producción. Esta
perspectiva, para períodos más específicos, puede muestrearse, entre otros, en
los escritos de Hilton, Hill, Manning y E.P. Thompson; daremos, en su momento,
referencias más detalladas a lo largo de nuestro texto.
14 Importantes
fuentes generales para una visión global de la formación del Estado y su
contexto en Inglaterra incluyen: Aylmer 1961: conclusiones; Anderson 1974:
parte I, cap. 5; P. Williams, 1979; Hill 1969; Halevy 1924; Hobsbawn 1969;
Perkin 1969. Más adelante o en el cuerpo del texto, citaremos trabajos más
especializados. Puntos de partida para un estudio de la extensión del Estado
inglés fuera de Inglaterra incluirían: (1) Gales: D. Williams 1977: esp. cap.
12-17; G. Williams 1960, 1978, 1979; Jones y Brainbridge. (2) Escocia: The
Edinburgh History of Scotland; Croft Dickinson 1977; Smout 1972; Johnston 1974;
Young
1979; Dickson 1980. (3) Irlanda: MacDonagh 1968; Jackson
1971; Beresford Ellis 1972; Crawford y Trainer 1977; Lee 1973; McDowell 1964;
Lyon 1971. Pocock 1975 ofrece un estudio brillante de las relaciones entre la
historia “inglesa” y la historia “británica”, que muestra una conciencia aguda
de las dimensiones y consecuencias culturales de la formación del Estado
inglés. En este contexto, ver también Baylin 1982, Linebaugh 1983, Muldoon
1975.
15 Broadbent
1984 lo demuestra magníficamente respecto a la retórica unificadora usada en el
“frente interior” durante la campaña de las Malvinas. Estamos en deuda con
Lucinda Broadbent que nos permitió consultar este trabajo, basado en un
análisis exhaustivo de la cobertura informativa de la BBC y de ITN, en
borrador.
16 Aparte de
los trabajos más generales mencionados arriba en las notas 4 y 13, ver: Heisch
1974, 1980; D.Barker, 1978; Taylor 1983; Harrison y
Mort 1980; Shanley 1982; Davidoff y Hall, en prensa; Hall 1979; J. Humphries
1977, 1981; Davin 1978, 1979; Purvis 1981; Bland et al. 1979; Barrett et al.
1979; Olsen 1983; Burman 1979; Gamarnikow et
al. 1983; Allat
1981; Vallance 1979; Rodgers 1981; Ardener 1981; Stacey y
Price 1981; Muller 1977; Graveson y Crane 1957; Nissel 1980; Rafter y Stanko
1982; Edwards 1981; Thane 1978.
17 Ver
referencias en la nota 1.
18 Weber,
1920a, 1920b: cap. 22.
19 Marx 1850,
1852, 1871 (texto y borradores). Sobre este último, ver Sayer y Corrigan, 1983,
1985.
20 Ver
Corrigan, Ramsay y Sayer 1980, Corrigan y Sayer 1981a, Sayer y Corrigan, 1983,
1985, Sayer, 1985.
21 El propio
Marx desarrolla el argumento en estos términos en su 1843a y b, y en varios
puntos de Marx y Engels 1846; ver, en Sayer 1985, una discusión detallada de la
teoría del Estado de Marx en los 1840; Draper 1977.
22 “La
burguesía, dondequiera que haya prevalecido, puso fin a todas las relaciones
feudales, patriarcales, idílicas. Desgarró despiadadamente los abigarrados
vínculos feudales que atan a los hombres a sus ‘superiores naturales’ y no dejó
subsistir ningún otro vínculo entre un hombre y otro que el interés desnudo, el
tosco ‘pago en efectivo’” (Marx y Engels, 1848: 486-7.) Este análisis, por
penetrante que sea en cierto nivel, necesita una revisión crítica severa,
tomando en cuenta –como lo demostró toda nuestra discusión– hasta qué punto
estas relaciones de mercado dependen de otras que son ajenas al vínculo
monetario, al cash nexus.
Particularmente, desde luego, de formas de relaciones familiares que siguen
siendo, precisamente, patriarcales.
23 Ver Durkheim
1902. Su 1904 (agotado en Inglaterra durante muchos años y universalmente
desatendido) ofrece un brillante desarrollo del argumento respecto tanto al
“individualismo moral” como a “el Estado”.
24 Existe una
amplia literatura al respecto, especialmente en torno a E.P. Thompson 1978a;
ver en particular la discusión en el History
Workshop Journal, de 1979 en adelante. Nuestra propia interpretación del
método de Marx como crítica está esbozado en Sayer 1979 y 1983a, y la relación
entre crítica e historia se discute detalladamente en el Epílogo de este
último.
25 Si bien
Friedrich Engels había pensado en 1844 que “la historia del desarrollo social
de lo inglés… me quedó completamente clara”, cerca de cincuenta años más tarde,
algo de la exasperación producida por la resistencia de lo inglés a los
esquemas lógicos aflora en el siguiente manuscrito de 1892, “Sobre algunas
peculiaridades del desarrollo económico y social de Inglaterra”, que a la letra
dice: “Mediante sus eternos compromisos, un desarrollo político gradual, pacífico,
como el que existe en Inglaterra trae un Estado de cosas contradictorio. Por
las ventajas superiores que proporciona, puede ser tolerado en la práctica
dentro de ciertos límites, pero sus incoherencias lógicas son una amarga prueba
para las mentes racionales. De ahí que todos los partidos ‘sostenes del Estado’
perciban la necesidad de un camuflaje, una justificación incluso teórica, que
naturalmente sólo se puede concretar mediante sofismas, distorsiones y,
finalmente, trampas y embustes. Así fue creciendo, en la esfera de la política,
una literatura que repite todas las lamentables hipocresías y mentiras de la
apologética teórica y transplanta en suelo secular los vicios intelectuales de
la teología. Los propios Conservadores abonan, siembran y cultivan, de esta
manera, el terreno de la hipocresía específicamente liberal. Así es cómo, en la
mente de la gente común, surge, en defensa de la apologética teórica, el
siguiente argumento, que no encontraría en otro lado: ¿qué importa si los
hechos relatados en los Evangelios y los dogmas predicados en el Nuevo
Testamento en general se contradicen unos a otros? ¿Quiere
eso decir que no son verdad? La Constitución Británica contiene muchas más
afirmaciones encontradas, se contradice constantemente y, sin embargo, existe,
así que ¡tiene que ser verdad!” (Engels 1892).
Corrigan 1977a: cap. 2 discute las posiciones de Marx y
Engels sobre las “peculiaridades” de la formación del Estado inglés. Ver
Anderson 1963, Nairn 1963a, b, 1964 (y la réplica de E.P. Thompson en 1965),
Anderson 1968, Joseph 1976. Citamos el enfoque de Joseph sobre el desarrollo
social inglés en la siguiente nota 27.
26 Ver, sobre
eso, la excelente historia oral Plain
Tales from the Raj, Tales from the Dark Continent y Tales from the South China
Seas (Allen 1976, 1980, 1984), o leer a Kipling.
27 Tomamos
prestado este concepto de Milan Kundera. Lo usa a propósito de la remoción de
los historiadores checos de sus puestos por Gustav Husak después de 1968. En
Inglaterra, se suele manejar la organización del olvido de una manera más sutil
en la cual cumplen su parte la fabricación de una “tradición” nacional (ver
Hobsbawn y Ranger, 1983) y la enseñanza de una historia nacional específica. El
actual Secretario de Estado de Educación y Ciencia, Sir Keith Joseph dejó en
claro que para él los manuales escolares de historia deben promover el “orgullo
nacional”. Vale la pena citar la visión –curiosamente coherente con cierta
perspectiva marxista– que el propio Joseph tiene del desarrollo social de
Inglaterra: “A diferencia de algunos países de Europa y del Nuevo Mundo, v.g.
Holanda y los Estados Unidos, Gran Bretaña nunca tuvo una clase dirigente
capitalista o una haute bourgeoisie estable.
Por consiguiente, los valores burgueses o capitalistas nunca moldearon el pensamiento
y las instituciones, como sucedió en algunos países… La verdad sea dicha, Gran
Bretaña nunca hizo realmente suyos los valores capitalistas. Durante cuatro
siglos, desde que el sobreseimiento del feudalismo y la liquidación de las
propiedades de las iglesias empezaron a empujar para arriba a las clases de
ricos comerciantes con estatus político, todo hombre rico se empeñó en alejarse
del contexto comercial –y más tarde industrial– dentro del cual construyera su
riqueza y su poder. La gente rica y poderosa fundó familias de notables
terratenientes; el hijo de los capitalistas se educó, no en los valores del
capitalismo sino en contra de ellos, privilegiando los antiguos valores del
ejército, de la Iglesia, del Servicio Civil, de las profesiones liberales y de
la posesión de la tierra. Eso evitó la lucha de clases entre las capas medias y
superiores, que fue tan común en la historia europea pero, ¿a qué precio?”
(1976: 60-1).
28 En la época
de la invasión argentina, los habitantes de las islas Malvinas, los Falklanders
no tenían por nacimiento el derecho de entrar o pertenecer al Reino Unido.
Cuando sus hijos estudiaban en universidades británicas, tenían que pagar
matrícula como si fueran estudiantes extranjeros. Es interesante ver cómo la
retórica que sirvió para organizar la campaña de las Malvinas (ver Broadbent
1984) contrasta con el “manejo” por los sucesivos gobiernos británicos (tanto
laboristas como conservadores), de la usurpación por Ian Smith de la soberanía
inglesa en lo que era entonces Rodesia, y con la facilidad con la cual pasaron
por alto el “derecho a la autodeterminación” del pueblo rodesiano, pueblo, por
cierto, mayoritariamente negro, y por lo tanto, ajeno a “los nuestros”. El
contraste ofrece un ejemplo excelente de cómo las clasificaciones que “nos”
reúnen como (propiamente) “ingleses”, partícipes de la civilidad inglesa y con
derecho a la protección de “el Estado”, se construyen a partir de la
organización de la diferencia. Ver Derek Sayer, carta a The Times, 7 de mayo
1982.
29 Sayer 1975,
1977, 1983a; Corrigan, Ramsay y Sayer 1978: cap. 1; 1980; Corrigan y Sayer
1975, 1981a. Ver Thompson 1965: 79 y siguientes, y su obra en general; Williams
1973.
30 Corrigan,
Ramsay y Sayer 1978, 1979,1981; Corrigan y Sayer 1981b, 1982; Corrigan 1975a,
1976; Sayer 1978.
31 Ver al
respecto el pertinente artículo de Teodor Shanin sobre “Marxismo y las
tradiciones revolucionarias vernáculas” en su 1983, junto con el resto del
volumen.
32 Hemos
desarrollado más este punto en nuestro 1981a. El reciente trabajo de E.P.
Thompson se centra a la vez en el recorte, en Inglaterra, de los derechos
establecidos en la ley y en el desarrollo de un “Estado secreto” más allá de la
ley, con aparatos de vigilancia y de inteligencia cada vez más tecnologizados.
Además de Thompson 1980, ver los escritos de Duncan Campbell, Tony Bunyan y los
números de la excelente revista State
Research (1977 en adelante). Lo único sustancialmente nuevo en toda esta
porquería, como podríamos llamarlo sin cortesía inútil, es la electrónica. La
“inteligencia” de Estado secreta y organizada data por lo menos de Enrique VII,
y puede ser que de mucho antes.
De 1919 en adelante, se dividió al Reino Unido en 11 regiones
para la coordinación de la policía, el ejército y los servicios esenciales.
Aunque al principio se usó el título de “comisario de distrito”, en referencia
formal a la administración colonial, se contrataron finalmente civil commissioners, “comisarios civiles” (con
un Comisario Civil en Jefe en Londres). En los años 30, lo que entonces se
llamaba “divisiones” pasó a designarse como “regiones”, y en 1939, se nombraron
“comisarios regionales de guerra”, en caso de invasión. Desarrollando planes
anteriores, el gobierno conservador, después de 1951, estableció 12 sedes
regionales de gobiernos, con un costo estimado de ¡1400 millones de libras! Los
Spies for Peace (Espías por la Paz)
lo descubrieron en 1963 y publicaron la lista de las sedes. En 1972, se
diseñaron nuevos planes de defensa, basados en las recientes experiencias
coloniales de guerras de independencia, incluyendo Irlanda; los manuales
militares contemplaban las “Operaciones contrarevolucionarias”. Éstos y otros
documentos planteaban un principio de mando conjunto (militares y policía, más
el poder “civil”), en forma de “triunvirato operativo” para los niveles
nacional, regional y local. Pero el control central descansaría en un Consejo
de la Defensa Nacional.
Junto con eso, se cambió el nombre del viejo aparato de
defensa civil a “Servicios de Emergencia” (ver la circular del ministerio de Interior,
“Home Defence, 1970-1976”). Este documento y otros que siguieron demuestran que
en un caso de “emergencia” (que puede ser declarado mediante proclamación de la
reina o por el Consejo Privado) las funciones de gobierno serían asumidas por
diez comisarios regionales en Inglaterra y en Gales y otro más para Escocia e
Irlanda del Norte (este último nos parece, por cierto, bastante superfluo en
las circunstancias presentes).
Todos los medios de impresión y de transmisión serían
intervenidos y el uso del teléfono dependería de unas reglas de prioridades
fijadas por el triunvirato en función de una clasificación de los usuarios y
los mensajes. Las centrales telefónicas han sido adaptadas para poder cortar
automáticamente la mayor parte de las líneas. Naturalmente, detrás de todo eso
existen planes globales, especialmente el “Plan de Seguridad Nacional”. En
silencio (sólo fue descubierto en 1976), mediante la aparentemente inocua ley
de administración de justicia de 1973 (Administration of Justice Act), el Ministro
de Interior recibía sólo el poder de sacar las tropas a la calle “para auxiliar
al poder civil”. Una vez más, como queda perfectamente claro con todo eso,
nadie se atreve a depositar toda su confianza en el consenso. Lo importante es
hasta qué punto estas posibilidades pueden actualizarse, a pesar del control
del Parlamento y dentro de la ley, mediante la restructuración general del
Estado que empezó a la mitad de los años sesenta. Hay que recordar el valor de
los que, dentro y fuera de estas sombras, lucharon para que la verdad salga a
la luz pública.
Middlemas (1979: 19-20) trata de lo mismo cuando señala que
después de 1917, “empezó el manejo de la opinión como un proceso sin fin, con
el uso de todo el poder educativo y coercitivo del Estado”. Los métodos
instituidos a título “excepcional” debido a las condiciones “de emergencia” de
la primera guerra mundial “ya no se abandonaron más… Durante los 25 años que
siguieron 1921, los brutales métodos del Ministerio de Propaganda del tiempo de
guerra se transmutaron en los métodos informales (y altamente inmorales)
utilizados durante la coalición; y a su debido tiempo, se convirtieron otra vez
en una red formal y creciente de acopio y manejo de información, red esencial
para el funcionamiento de una autoridad de Estado intervencionista y basada,
cada vez más, en el supuesto que el proceso era, en realidad, neutro, un
resultado extraño, reforzado por el aparato de control que se encargaba de
mantener en secreto lo que el gobierno consideraba que el público no debía
conocer. Sarah Tisdall, no lo olvidemos, fue encarcelada en 1984 por haber
filtrado una información “confidencial” –una nota del Ministro de Defensa– que
no era de tipo militar sino que se refería a la mejor manera, para el gobierno,
de “vender” al público británico la llegada de los misiles US Cruise.
33 Estos textos de Marx sobre la Comuna de París, tanto los
dos largos borradores preparatorios como el texto definitivo (y algo más
moderado) de La guerra civil en Francia (1871)
han sido siempre descuidados por la tradición marxista, no obstante El Estado y la Revolución de Lenin (cuya
limitada “lectura” criticamos en Sayer y Corrigan 1985). Son textos fundadores,
primero, por las autocríticas que contienen, segundo, por la teorización del
“Estado” que ofrecen y la reevaluación de los textos de 1840 de Marx (ver Sayer
1985) que esa exige y, tercero y sobre todo, por el hecho de que estas
reconceptualizaciones teóricas surgen de la experiencia de la lucha social: de
la primera vez en la historia humana en que los trabajadores lograron tomar en
sus manos el “poder” contra el “Estado”. Sayer y Corrigan 1983 y 1985 discuten
el significado de esos textos y Sayer 1983b establece el contexto biográfico.
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